—Maravilloso, señor Bliefert —elogió Elisabeth al viejo jardinero, que había arrojado una brazada de ramas de abeto en la terraza cubierta de nieve. También había enebro y espina santa, incluso algunas ramas de cedro de las que colgaban piñas gruesas.
—Si no es suficiente puedo ir a buscar más, señora —dijo Bliefert, encantado con el halago. Era el empleado de mayor edad de la villa, había vivido la boda de Johann y Alicia Melzer tres décadas antes y había visto crecer a sus hijos—. El enebro se está extendiendo, y la maldita espina santa no para de crecer.
—Creo que bastará —dijo Elisabeth—. Por desgracia, este año no habrá un gran abeto en el salón, pero a cambio haremos guirnaldas y centros de mesa.
—Lo siento mucho, señora —dijo Bliefert—. Ojalá estuviera Gustav para ayudar. Entre los dos podríamos haber talado un abeto y haberlo instalado en el salón. Pero solo jamás lo conseguiría.
—Claro —asintió Elisabeth, que se estaba helando porque no se había puesto abrigo—. Pero podríamos conseguir un abeto pequeño para arriba, ¿no?
—¡Sin duda! —exclamó Bliefert—. El abeto en el salón rojo era la sorpresa que cada año les daban a sus estimados padres, ¿verdad? Dios santo, es la primera Navidad sin el joven señor.
—Así es, por desgracia. Pero no tenemos motivos de queja, en nuestro país hay mucha gente en peor situación. Muchísimas gracias, señor Bliefert.
Él asintió y regresó a su casa por el sendero nevado del parque. Elisabeth se sacudió la tristeza que empezaba a asomar y llevó las ramas de abeto junto con Else y Auguste a la cocina, donde prepararían centros de mesa y guirnaldas. Decidió con Eleonore Schmalzler dónde colocar los adornos navideños: todos los enfermos debían verlos bien pero sin que molestaran.
—Una guirnalda ancha en el arranque de la escalera, señora —comentó la señorita Schmalzler—. Podríamos fijarla a la barandilla con lazos rojos.
—¡Buena idea! También podríamos poner guirnaldas encima de las puertas. Y un centro precioso en la mesa, en medio del salón.
Eleonore Schmalzler sacudió la cabeza y comentó que necesitaban la mesa para repartir la comida.
—Entonces habrá que tener un poco de cuidado, ¡lo conseguiremos!
—Y las guirnaldas no pueden estar cerca de las camas de los enfermos, señora. Porque en algún momento empezarán a caerse las agujas de las ramas.
—Lo tendremos en cuenta.
Eleonore Schmalzler echó a andar a toda prisa, y Elisabeth la siguió al hospital. Habían avisado de que los nuevos pacientes llegarían a las once, y quería recibirlos con la lista y un lápiz para que no se produjera ninguna irregularidad. Poco antes había llegado un herido que no estaba en la lista. Resultó ser un error inofensivo, pero en el peor de los casos podría haber sido un espía inglés. O un prisionero de guerra huido. Elisabeth estaba contenta de la calma y la astucia con que el ama de llaves abordaba su nueva tarea. A ella cada vez la asaltaban más dudas y miedos, que disimulaba ante los demás. Se había imaginado muy distinto el trabajo de enfermera. Caritativo. Pura bondad. El ángel de los heridos. Nunca pensó que algunas tareas pudieran ser tan odiosas y triviales, ni hasta qué punto sobrepasaría los límites de su pudor. Las heridas de guerra no tenían en cuenta la afectada educación de las señoritas de clase alta. No obstante, lo peor era presenciar tanta desgracia, tener que ofrecer consuelo donde ya no lo había, dar esperanza cuando ella misma la había perdido. Deambulaba entre las camas, atendía sus deseos, escuchaba sus quejas, y solo de vez en cuando daba ánimos. Habían colocado dos mesas delante de las puertas de la terraza para que los convalecientes disfrutaran de las preciosas vistas del parque nevado mientras charlaban o escribían cartas. En ese momento estaba sentado allí un joven sargento de Berlín, sumergido en un libro, y dos soldados que conversaban animados sobre sus experiencias con las jóvenes francesas. «Qué inofensivos parecen», pensó Elisabeth, sorprendida de su propio pensamiento. La mayoría solo vestían pantalones y camisa, muchos llevaban vendas, y solo los oficiales valoraban ponerse la chaqueta del uniforme en el hospital para que los saludaran como era debido. Sin embargo, todos eran soldados del temido ejército alemán que pronto iba a ocupar Europa. Al menos, a juzgar por lo que no paraba de repetir Klaus en sus escasas cartas. ¡Ay, Klaus! Al principio de la guerra había encontrado unas cuantas palabras de cariño para ella, pero ahora sus mensajes se limitaban a su propia situación, sus necesidades (ropa interior de abrigo, un impermeable, mantas de lana, etcétera) y la sempiterna mención a la inminente victoria de la patria. Las cartas iban firmadas con un «Tu esposo que te quiere». Elisabeth antes se esforzaba por retratarle la vida en el hogar con episodios alegres, siempre le escribía de su añoranza, de la esperanza de tenerlo pronto a su lado. Sin embargo, como él apenas contestaba a sus frases, ahora también ella se limitaba a mensajes breves y objetivos. «Es a causa de esta separación tan larga», pensaba ella. «Nos está distanciando. Además, tal vez esté teniendo experiencias horribles que no puede compartir conmigo. Cuando volvamos a estar juntos todo será distinto. Entonces encontraremos una solución para los problemas económicos. Y tal vez, si Dios quiere, tendremos hijos. Es lo que dice mamá. Algunas parejas tardan más. Y a menudo pasa justo cuando ya se han perdido las esperanzas».
Ayudó a un chico con una herida en la cabeza a beber el té de menta con un pistero, y luego se dirigió a la cocina. Por supuesto, hacía tiempo que Eleonore Schmalzler había acordado con la señora Brunnenmayer el plan semanal, pero aun así Elisabeth quería saber cómo andaban de provisiones. La situación era nefasta en todo el país. En tiempos de paz, jamás habrían imaginado que el hambre llegaría no solo a los barrios pobres sino también a las casas de la gente acomodada. El otoño había sido muy húmedo y las patatas se pudrían en los campos, la mitad de la cosecha anual se había echado a perder, precisamente en estos tiempos. En vez de patatas se repartían nabos, que era lo que antes comía el ganado y ahora se había convertido en el último recurso para los hambrientos. La harina, la grasa y la leche escaseaban, y las raciones de pan en las cartillas de racionamiento eran cada vez más pequeñas. A los que mejor les iba era a los campesinos; tenían que dejar alimentos en depósito, pero todo el mundo sabía que se reservaban a escondidas las mejores lonchas de jamón y trozos de mantequilla para los suyos. Los paquetes de Pomerania llegaban en contadas ocasiones, para disgusto de los Melzer, porque se extraviaban por el camino y la oficina de correos no tenía explicación. Por lo menos el hospital recibía asignaciones especiales para garantizar la alimentación de los heridos.
Se detuvo delante de la puerta de la cocina y observó el marco de madera mientras pensaba si haría falta clavar un par de clavos para sujetar las guirnaldas cuando oyó una frase que la desconcertó.
—¿Él, estéril? No me hagas reír. ¿Has mirado bien a Liesel?
—¿Liesel? ¿Te refieres a la más pequeña de Auguste? Madre mía, la niña tiene tres años, ¿qué iba a ver en ella?
Elisabeth se quedó junto a la puerta, aunque le parecía poco apropiado escuchar la conversación de las dos enfermeras mientras disfrutaban de la pausa para el desayuno. ¿De quién hablaban? Seguramente del jardinero Gustav Bliefert, que ahora estaba en la guerra. Era el marido de Auguste y el padre de la pequeña Liesel, su ahijada.
—Porque tú no conoces al mayor tan bien como yo. Mi madre fue niñera en casa de la baronesa Von Hagemann, por eso sé cómo se las gasta el elegante señor desde bien pronto. Por cierto, me faltó poco, ahora podría ser como Auguste.
—¿Y cómo es Auguste?
La enfermera joven era Herta, esa víbora, y se echó a reír antes de decir que Auguste era muy espabilada.
—Dejó al pobre Gustav una sorpresa en el nido. Pero él es un buenazo y no se molestó.
—¿Quieres decir que la niña es del mayor?
—Sí, claro. Esa enganchó al apuesto Klaus al galope.
—Bah, qué tontería. No veo nada en la pequeña…
—Yo sé lo que sé.
—Calla, la cocinera… Esa tiene un oído finísimo. Aunque siempre finja que estas cosas no le interesan.
Elisabeth se quedó helada por dentro. Dio media vuelta y se dirigió al hospital. Qué calumnia. Mentiras infames. Debería pedir cuentas a esa mujer. Prohibirle difundir semejantes maldades. También en nombre de Auguste. Auguste… En su momento dijo que la niña era de Robert, el ayuda de cámara. Por supuesto: Robert era el padre de la pequeña Elisabeth. Daba igual que él jurara por lo más sagrado que no era suya. Aun así…
Había razonamientos que era mejor no llevar hasta el final. Con todo, si Auguste ahora también…
—¿Señora Von Hagemann? Por favor, disculpe que la moleste. Me llamo Winkler. Sebastian Winkler. Fui paciente del hospital, tal vez me recuerde.
Tenía delante a un hombre alto, fornido, que la miraba a través de los cristales redondos de las gafas metálicas con timidez y una sonrisa en el rostro. Elisabeth le había prestado la Odisea, la traducción y el original griego. Para él había sido una revelación y se lo agradecía de todo corazón.
Elisabeth hurgó en su memoria. Dios mío, ¿por qué no lo recordaba? Qué vergüenza. Le miró los pies y entonces se acordó. El pie derecho amputado debido a la gangrena.
—Por supuesto —dijo, y sonrió—. ¿Cómo está del pie?
Él estiró la pierna derecha hacia delante y luego la encogió de nuevo.
—Está estupendo con la prótesis, solo la herida da problemas de vez en cuando. Pero seguro que pasará con el tiempo.
—Ya verá como sí —dijo ella con una sonrisa—. Y usted que temía no volver a caminar jamás…
—Ah, corro como una gacela. Solo que más lento.
Ambos se rieron, su humor negro era conmovedor. Había salido mucho mejor parado que los pobres muchachos que tenían lesiones cerebrales o habían perdido la vista.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor Winkler? Tendrá que disculparme, pero no dispongo de mucho tiempo. En pocos minutos recibiremos nuevos ingresos.
Él se irguió y encogió los hombros, lo que daba a su postura un aire de sumisión. Elisabeth comprendió que era de origen humilde y que, a su juicio, la esposa de un mayor estaba muy por encima de él, y eso que le sacaba una cabeza.
—Siento mucho presentarme de manera tan inoportuna, señora. No quiero molestarla ni abusar de su tiempo. Se trata de los niños…
Su mirada transmitía un poco más de resolución, el asunto parecía importante.
—¿Los niños?
—Mis huérfanos… Disculpe, he olvidado mencionar que he asumido la dirección de un orfanato. El padre Leutwien, que visita este hospital, me ha ayudado, por lo que le estaré eternamente agradecido. Ay, querida señora Von Hagemann, no creería cuántos niños huérfanos nos traen. Sin duda, la Iglesia hace lo que puede, la ciudad y las organizaciones benéficas también nos ayudan a alimentar a todas esas boquitas. Sin embargo, han surgido gastos.
—Entiendo, señor… señor… Wiesler.
Él se sonrojó y aclaró que se llamaba Winkler, no Wiesler. Elisabeth se disculpó por el despiste. Entonces reparó en el alboroto que reinaba en la sala de los enfermos y supuso que había llegado el camión con los heridos.
—Señor Winkler, disculpe. Comentaré la situación con la familia.
Era una despedida, y le quedó claro que quería deshacerse de él, pero insistió.
—Estos tiempos difíciles son especialmente crueles para los más débiles, señora. Usted misma tiene hijos…
Elisabeth tuvo una sensación desagradable. Seguramente la había visto jugar con Leo y Dodo y había dado por hecho que eran sus hijos.
—Ya le he dicho que lo hablaré con la familia. ¿Un orfanato, dice? ¿Aquí, en Augsburgo?
Él también miró hacia la puerta; estaban entrando a los primeros heridos en la sala.
—Si me lo permite, volveré a pasar antes de Navidad —dijo él—. Salude a las enfermeras que me cuidaron con tanto cariño. Y también a la señorita Jordan.
Elisabeth iba a despedirse con un gesto amable cuando se detuvo de repente.
—¿Conoce usted a Maria Jordan?
Se puso colorado, la piel clara de su rostro delataba cada emoción. Seguro que a él no le resultaba agradable, pero a Elisabeth le gustó ese detalle. Un hombre alto y fuerte y al mismo tiempo tan tímido y vulnerable.
—Conocer es mucho decir. Nos encontramos una vez fuera, en la galería, y me contó que estaba empleada como doncella.
«Vaya con la señorita Jordan…», pensó Elisabeth. Le había pintado la situación mucho más rosa de lo que era en realidad.
—Le trasladaré sus saludos, señor Winkler.
Él le dio las gracias y realizó un movimiento que semejaba una leve reverencia. Elisabeth sonrió con indulgencia. Qué tipo más simpático. Había dejado a un lado la grave herida de guerra para entregarse a una nueva misión en la vida. Era admirable. Alentador. La idea de que Maria Jordan le hubiera dejado una profunda impresión no le gustaba. Por otro lado, para la señorita Jordan, en su situación actual, sería un golpe de suerte poder refugiarse en un matrimonio. La pobre siempre estaba entre la casa de Bismarckstrasse y la villa de las telas; se quejaba de lo mal que la trataba la baronesa pero no se atrevía a solicitar una entrevista con Marie. Al contrario, se mantenía lo más lejos posible de ella, cumplía en silencio las tareas de costura que le encargaban y se sentaba con las demás a la mesa de la cocina. La señora Brunnenmayer, que antes discutía constantemente con ella, ahora la compadecía, eso le había contado Auguste, y la alimentaba con guiso de nabo. Elisabeth tenía la mente confusa, de pronto vio el rostro sonriente y rosado de Auguste y sintió una rabia enorme. Esa mujer era capaz de todo. También de una traición enorme.
—¡Señora Von Hagemann! ¡Tenemos que operar!
Elisabeth dio un respingo y corrió hacia la sala de tratamientos. Tilly llegó desde el otro lado de la sala; había sido una ayudante muy útil en otras operaciones. Un desagradable olor a pus llenó la pequeña sala donde habían tumbado al herido sobre la mesa de curas. El médico Greiner le había colocado una máscara de éter, mientras el doctor Moebius observaba con ojos coléricos la terrible herida que supuraba en la cadera del joven.
—Ni vendas ni curas, ha ido a peor —se lamentó—. Una herida así hay que protegerla con una venda, pero, por lo que parece, nuestros colegas se están quedando sin material poco a poco.
Elisabeth tomó la muñeca del joven desconocido para controlarle el pulso. Extremadamente rápido: el pobre tenía fiebre.
—Cuente, teniente…, en voz alta, que lo oigamos.
—Uno…, dos…, tres…, cuatro…
Su voz sonaba apagada; además, el pañuelo amortiguaba el sonido. Aun así, Elisabeth tuvo la sensación de haberla oído antes.
Greiner fue vertiendo el éter en el pañuelo gota a gota. Para cuando llegó a diez, el teniente estaba en el reino de los sueños y el doctor Moebius empezó su laborioso trabajo. Había varias astillas de granada en la herida y fue sacándolas con unas pinzas. Se oía un ruido metálico cuando los pedacitos de hierro caían en la bandeja que sujetaba Tilly.
—El pulso es cada vez más débil —anunció Elisabeth.
—Pase a coser, Moebius —dijo el doctor Greiner—. No podemos tenerlo más tiempo dormido, de lo contrario se nos irá.
Elisabeth notó que se mareaba. El olor a éter, mezclado con el hedor de la herida, que supuraba, era una dura prueba para cualquier enfermera. «Tengo que resistir», se dijo. «No voy a desmayarme. Si me quedo inconsciente ahora, Herta se reirá de mí para siempre».
Miró a Tilly; estaba muy pálida, era evidente que tampoco se encontraba bien. El doctor Greiner masculló que estaba tan harto de las heridas que supuraban como de esa maldita guerra sin sentido. El doctor Moebius permanecía absorto en su trabajo, daba instrucciones de vez en cuando a las dos ayudantes y movía los dedos con rapidez y seguridad.
—Enseguida terminamos. Ya podemos vendar. Que la venda quede suelta. No apretéis mucho.
Se incorporó y se dirigió al lavamanos.
—¿Cuál era su nombre? —preguntó por encima del hombro—. Sonaba bastante prusiano. Von Klitzing… Von Klausewitz…
—Von Klippstein —dijo Tilly, que ayudaba a Elisabeth a colocar la venda—. Ernst von Klippstein. Creo que es de Berlín. Más prusiano no puede ser.
Miró con una sonrisa al doctor Moebius, que se secaba las manos con uno de los pañuelos de algodón que guardaban como oro en paño. Sus miradas se cruzaron un instante, ardientes y al mismo tiempo llenas de resignación, luego Tilly volvió a su trabajo y el doctor Moebius agarró la muñeca del paciente.
—¿Ernst von Klippstein? —dijo Elisabeth, con más sorpresa que miedo—. Lo conocemos, es pariente de Klaus.
—¿De verdad? —dijo Tilly, y arrugó la frente—. Tienes razón, Lisa. Ahora lo recuerdo. Estuvo en vuestra fiesta de compromiso.
—Con su esposa. ¿Cómo se llamaba?
—Adele —respondió Tilly—. Una mujer aterradora.
—¡Calla, Tilly! Si nos oye…
El médico retiró el pañuelo de la cara del teniente y las dos mujeres se miraron conmocionadas. Sí, no cabía duda de que era Ernst von Klippstein, el joven teniente de Berlín, pariente de los Von Hagemann. Sin embargo, ahora era una sombra de sí mismo. Estaba muy delgado, tenía las mejillas hundidas, los labios descoloridos. Una barba corta y rubia cubría su rostro; como muchos pacientes, no se había afeitado desde que cayó herido.
—No puede oírles —dijo el médico con brusquedad—. Probablemente nunca vuelva a oírles. No tiene buena pinta, Moebius. Puede que perdamos la partida contra la guadaña.
—¿Qué guadaña? —preguntó Tilly con ingenuidad.
—La muerte, niña. La única que sale ganando en estos tiempos