«Precisamente hoy no, mejor en Nochebuena», pensó Kitty. «O tal vez por San Silvestre. Sí, estaría bien. Por San Silvestre, cuando todos estén invitados en mi casa. ¿O quizá esta noche? Sea cuando sea, tiene que ser un golpe de efecto».
El coche dio una sacudida, se oyó un ruido debajo del capó y salió un humo oscuro.
—¡Ludwig! —chilló Kitty—. ¿Qué es eso? ¿Qué ha hecho con el automóvil?
El chófer agarraba el volante y miraba el humo.
—Calma, señora. Calma. Un pequeño fallo de arranque.
—¿A eso lo llama un fallo de arranque? —exclamó ella, alterada—. ¡Vamos a saltar por los aires! ¡Haga algo, por el amor de Dios!
—Enseguida pasa, señora.
Se habían parado en medio del camino de acceso. A lo lejos, entre los árboles desnudos en invierno, lúgubres, se veía el edificio de ladrillo rojo de la villa. El viento azotaba las gotas de lluvia contra el parabrisas, en los caminos y prados había amplios charcos formados por la nieve derretida. Kitty se revolvió en el asiento tapizado de atrás. La perspectiva de seguir a pie hasta la villa no era precisamente tentadora. Además, llevaba muchos paquetes en el coche, regalos de Navidad que bajo ningún concepto podían mojarse.
—¿Enseguida pasa? Jesús bendito…, ¡ja!
Otro ruido metálico, acompañado de una leve sacudida, los dejó a los dos helados.
—Tiene que ser la mezcla, señora. Estoy desolado. He mezclado restos de gasolina porque ya no se puede comprar y hoy tenía que venir dos veces a la villa de las telas, primero con la pequeña Henni y la señora Sommerweiler, y luego con la señora.
Kitty agarró con resolución la manija de la puerta, le daba igual meter los zapatos de piel marroquí en un charco. Su vida no estaba a salvo en ese coche, le dijo al desdichado chófer. Ludwig debía llevar los regalos a la villa, ya vería él cómo, pero secos. Ella iría a pie.
En cuanto puso el pie en el suelo y notó el viento gélido que se le colaba por debajo del abrigo se arrepintió, pero ya era demasiado tarde. Se abrió paso con obstinación por la entrada hasta la gran glorieta, cubierta de ramas de abeto. Aparte del hecho de que el abrigo quedaría inservible y el sombrero completamente aplastado de sujetarlo con fuerza, aquel paseo involuntario incluso le gustó. Le recordó los tiempos en que correteaba por el parque con Lisa y Paul, trepaban a los árboles y jugaban al pilla pilla en el césped entre los viejos árboles. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! Diez, quince años, seguro. Una eternidad. Ahora el viento gemía alrededor del edificio de ladrillo rojo, un cristal de la galería temblaba en la estructura de acero, y la terraza donde habían celebrado con tanta alegría su compromiso y su boda yacía extraña y abandonada bajo la lluvia.
Por supuesto, su abrigo se enganchó en la estúpida barandilla de hierro cuando subió a la galería. Arriba encontró un calor agradable y a una Auguste muy preocupada.
—¡Jesús bendito, señora! Va a buscarse la muerte con la ropa mojada. Deme el abrigo. Y el sombrero. Ay, lástima, ha quedado aplastado. Y los zapatos…
Kitty se despojó del abrigo y de lo que quedaba de su sombrerito, y vio que Marie se acercaba a saludarla y se lanzaba a sus brazos, entusiasmada.
—Dios mío, Kitty… —Marie se reía—. Estás empapada. Ven, vamos arriba y te pones uno de mis vestidos.
—¿Aún tenemos tiempo? Pensaba que ya había empezado.
—Diez minutos.
Agarradas de la mano, subieron corriendo la escalera hasta la segunda planta y desaparecieron en la antigua habitación de Kitty, que ahora se usaba de cuarto de invitados. Qué lástima ir con prisas, era agradable dejarse aconsejar por Marie. Sacó varios vestidos, faldas y blusas, también ropa interior y medias de seda, además de las preciosas pantuflas bordadas que Kitty le había regalado.
—Imagínate, desde que no doy el pecho vuelve a quedarme bien toda mi ropa —comentó Marie.
Kitty estuvo a punto de delatarse, pues comprobó que había vuelto a ganar peso por arriba. Consiguió abrocharse la blusa de seda de color celeste de Marie; la falda, en cambio, le quedaba estupenda. Qué raro que al principio del embarazo se ganara peso en los senos.
—El padre Leutwien acaba de llegar —anunció Marie, que miraba el jardín desde la ventana—. Primero haremos una pequeña fiesta en el hospital y luego entregaremos los regalos a los empleados. ¿Has traído las partituras?
—¿Partituras? ¿Qué partituras?
—¡Ay, Kitty! Ibas a tocar a cuatro manos con Lisa. ¡Hemos arrastrado el piano hasta el acceso a la escalera para que los pacientes disfrutaran de un poco de música navideña!
Madre mía, lo había olvidado por completo. ¡Siempre ese horrible hospital! Antes había un gran abeto en la entrada, adornado con bolas rojas y doradas y con galletas de jengibre. La entrega de los regalos de Navidad de papá y mamá a los empleados siempre había sido una ocasión ceremoniosa.
—Lo siento muchísimo, Marie. ¡Estoy hecha una vieja despistada!
—No es grave. Creo que Tilly ha traído partituras. Siéntate delante del espejo, vieja despistada. Quiero arreglarte el pelo.
Enseguida todo volvía a estar bien: Marie, su querida Marie, simplemente era incapaz de enfadarse o sentirse ofendida, como le ocurría a menudo a Lisa. Kitty ya le había cogido cariño cuando era ayudante de cocina en la villa, y ahora seguía queriendo mucho a su amiga y cuñada.
Marie retiró todas las horquillas, le cepilló el pelo húmedo, se lo arregló y lo volvió a sujetar. Luego le hizo dos tirabuzones con mucha habilidad, que le colgaban coquetos de los lados.
—¿Me quedaría bien el pelo corto? —preguntó Kitty.
Marie se encogió de hombros y comentó que seguro que Alfons se llevaría un buen susto si volviera y se encontrara a su mujer sin su preciosa melena.
—Alfons es tan bueno… —dijo Kitty con ternura—. Aunque no le agradara, jamás me lo reprocharía. Ay, me gustaría tenerlo de una vez a mi lado, Marie. Ni siquiera sé qué voy a hacer sin él.
Marie asintió, atusó el pelo de Kitty y luego comentó a media voz que a ella le pasaba lo mismo con Paul. ¿Se había enterado de que el doctor Moebius había sido llamado para ir al frente?
—¡Dios mío! —exclamó Kitty, asustada—. Pobre Tilly. ¿Tú qué crees? ¿Le pedirá la mano enseguida?
Marie estaba de nuevo junto a la ventana, pero había oscurecido y apenas se veía nada. Los viejos árboles del parque se habían convertido en siluetas negras, solo en la terraza un reflejo de luz atravesaba los cristales de las puertas de doble hoja.
—No lo sé, Kitty —dijo pensativa—. El doctor Moebius es de origen humilde, y Tilly es la hija del rico banquero Bräuer. No sé si se animará a hacerlo.
—Madre mía —gimió Kitty, y se puso las pantuflas—. Se quieren, ¿quién es tan anticuado hoy en día? ¡Sobre todo en estos horribles tiempos de guerra!
—Yo comparto tu opinión, pero pregúntaselo a mamá y oirás otro punto de vista.
Kitty hizo un gesto de desdén y revisó su silueta en el espejo. No, aún tenía el vientre plano, solo los pechos… Intentaría no respirar hondo o le reventarían los botones.
—Mamá es una Von Maydorn. ¡Es casi más anticuada que papá! Tal vez debería hablar a solas con el doctor Moebius. Al fin y al cabo quiere ser mi cuñado, yo podría…
—No lo sé, Kitty —comentó Marie, vacilante—. Quién sabe si es bueno comprometerse ahora. Él debe ir al frente.
Kitty estaba indignada. Precisamente porque lo enviaban al frente, el doctor Moebius debía saber que Tilly lo quería y lo esperaría.
Por lo visto Marie discrepaba, pero no tenía intención de discutir sobre el tema.
—Bajemos. Ya oigo el piano. Que no empiecen sin nosotras.
¡Era una fiesta de Navidad maravillosa! No como a las que estaban acostumbrados, pero muy emocionante, muy reflexiva. En el acceso a la escalera, para su sorpresa, encontró al doctor Moebius sentado al piano y dando inicio a la celebración con improvisaciones sobre villancicos. ¡Qué bien tocaba! Santo cielo, ni siquiera se miraba los dedos, y tampoco necesitaba partituras. Miraba con una extraña sonrisa triste a los pacientes, que lo escuchaban con gran recogimiento. Cuando finalmente dejó de tocar porque el padre Leutwien ya se había aclarado la garganta tres veces sin disimulo, se levantó entre fervorosos aplausos.
—¡Bravo, doctor!
—¡Es un pianista excelente!
—Hija de Sion, en casa siempre la cantábamos en Navidad.
Los gritos de agradecimiento y entusiasmo tardaron un rato en apagarse, y Marie y Kitty aprovecharon para bajar la escalera con la máxima discreción posible y ocupar su sitio con el resto de la familia. Habían colocado sillas para que los Melzer no tuvieran que estar de pie durante la celebración, como los empleados.
—Hoy ha nacido nuestro Redentor —empezó el padre Leutwien su sermón—. Es una alegría…
Kitty escuchaba sus palabras con gran pasión. Sí, tenía razón. A partir de aquel día todo sería distinto, pues había llegado al mundo un niño, el hijo de Dios, y los salvaría del pecado y la necesidad. Qué bonito, ahora estaba segura del todo de que esta vez sería un niño.
Acto seguido oyó la voz aguda de Tilly, que leía la historia de la Navidad. Kitty miró con curiosidad al doctor Moebius. No le quitaba el ojo de encima a Tilly, no cabía duda de que esa mirada tierna lo decía todo. ¡Qué pareja más fascinante! Ojalá él se le declarara. ¿O se habría decidido y ya lo había hecho? No, Tilly se lo habría contado. Esos dos necesitaban un empujoncito, Marie podía opinar lo que quisiera.
Las palabras le pasaron por encima sin que las escuchara con atención. Siempre era lo mismo. Nacido de una virgen, lo llevaron envuelto en pañales a un pesebre. «Jesús bendito», pensó. ¿Por qué María no había cogido en brazos al niño en vez de dejarlo en un asqueroso pesebre? Además, tener un niño en un establo, sobre un montón de paja…, delante de todo el mundo. Y sin partera. No, hoy en día era mucho mejor. Esta vez llamaría a la partera a tiempo. Ay, todavía quedaba mucho. ¿Cuándo llegaría? ¿En mayo? Tal vez la guerra ya hubiera terminado, habrían firmado la paz y Alfons estaría a su lado. ¿Qué diría si esta vez fuera un niño?
El doctor Moebius tocó unos acordes al piano antes de empezar el villancico que cantarían todos.
—«¡Oh, alegre, oh, santo, grato tiempo de Navidad!».
Kitty cantó a voz en cuello. Después de la tercera estrofa se miró con disimulo los botones de la blusa. Todo bien, gracias a Dios. No veía el momento de subir; los heridos la miraban desde las camas como si fuera una de las siete maravillas. Sin embargo, Lisa se levantó para dar las gracias a los médicos, las enfermeras y los demás ayudantes, que hacían posible el funcionamiento del hospital. Luego dijo a los pacientes que habían luchado con valentía por su país y que Jesucristo, nacido ese mismo día, ayudaría a Alemania, que sufría grandes apuros. Cuando añadió que ojalá pudieran celebrar la Navidad siguiente en una Alemania liberada y victoriosa junto con su familia, recibió ovaciones. Lisa se sentía muy orgullosa. Montar ese hospital había sido una sugerencia de su marido, y ahora ella recibía los elogios.
—La esposa del mayor no ha cesado en su empeño de ocuparse de nuestros heridos de guerra —dijo alguien de la sociedad benéfica—. La esposa del mayor es el ángel de los heridos.
A Lisa le gustaban esos halagos, la hacían sentirse bien. Kitty notó que estaba siendo injusta. ¿Estaba celosa? ¿Porque su hermana recibía elogios en público mientras ella seguía a la sombra de la familia Bräuer? No, eso era una tontería. Esperaba un niño, solo importaba eso. Un niño dulce y rubio. Rubio como su querido Paul. Y como Alfons, por supuesto.
Se repartieron los regalos, primero a los dos médicos y las enfermeras, aunque solo habían acudido dos, las demás estaban de celebración con su familia. Luego Lisa, Marie y Tilly fueron a felicitar también a los pacientes.
—¿Qué pasa, Kitty? —le susurró Lisa—. ¿Te has quedado pegada a la silla?
Ella se levantó de un salto, cogió unos cuantos paquetes y participó en el reparto. La mayoría de los paquetitos los había donado ella, contenían mazapán y figuras de azúcar, una botellita de licor, hojas de afeitar, jabón o papel de carta y lápices. En algunos también había ropa interior, una bufanda, calcetines tejidos a mano o un libro, eran las donaciones que habían recogido en la sociedad benéfica. Si a alguien no le gustaba su regalo, siempre podía intercambiarlo con un compañero.
—Se lo agradezco muchísimo, señora —dijo el paciente al que acababa de dejar un paquetito sobre la colcha—. No sabe la alegría que me da. No solo por este precioso regalo… Es un placer poder darle la mano a una mujer tan encantadora.
Se asustó y quiso retirar la mano, pero no lo hizo. El herido tenía la frente cubierta de vendas, el pobre seguramente había recibido un tiro en la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando pronunció esas palabras tan pomposas, y Kitty entendió que lo decía en serio. ¿Qué habría vivido para que un simple roce, una sonrisa lo emocionara de esa manera? ¡Esa maldita guerra cruel! ¡Cómo dejaba a los hombres!
—Sí, estábamos muy preocupados por usted, señor Von Klippstein —oyó la voz de Marie muy cerca—. No quiero esconderle que su vida pendía de un hilo, pero ahora que la fiebre ha desaparecido saldrá adelante.
Kitty miró con disimulo. Ernst von Klippstein también estaba profundamente conmovido, miraba a Marie como si representara toda la beatitud de la tierra. Pensó que como era Nochebuena todos estaban al borde de las lágrimas de la emoción. Sorbió y le dedicó al herido una sonrisa cariñosa. Seguro que se recuperaría pronto y podría regresar con su familia. Él asintió y le apretó la mano. Ella le dio el paquetito con la esperanza de que la soltara.
—¿Sabe que es solo mérito suyo, señora Melzer? —oyó que decía Von Klippstein—. Había renunciado a la vida, solo quería morir. No había nada en el mundo por lo que luchar, nadie a quien amar. Ni una mujer, ni un niño, ni esperanza de un destino feliz. Entonces apareció usted y me habló. Fue como un milagro, un recordatorio desde arriba. Aún no ha terminado todo, la vida continúa.
«Vaya», pensó Kitty. El pobre hombre había sufrido mucho. ¿Al final su mujer había fallecido? Esa… ¿cómo se llamaba? ¿Adelheid? ¿Annette? ¿Alice? No, ¡Adele! Exacto, se llamaba Adele. Si había fallecido, no se podía decir nada malo de ella, pero era una mujer muy desagradable. No le daba lástima. ¿Y si él se había enamorado de Marie? Estaba claro que no elegía bien, pues con Marie no tenía ninguna opción.
Se despidió del herido en la cabeza con una cálida sonrisa y siguió repartiendo paquetitos. Cuando terminó, comprobó aliviada que no quedaban más y se sentó en su sitio. Estaba un poco mareada, y no se encontraba bien del estómago. Pero, bueno, había cosas peores. Con la pequeña Henni apenas había podido comer sólido durante tres meses; esta vez era distinto, por suerte. ¿Ya habían terminado? Otro villancico, esta vez Una rosa ha brotado. De niña creía que la canción trataba de una chica llamada Rosa que salía de una fuente. Oh, cómo se reía Lisa de ella. En ese momento su madre se levantó para dar el habitual discurso a los empleados, agradecerles su lealtad y dedicación y recordarles que juntos formaban una gran familia. De hecho, hacía años que decía lo mismo, pero, por sorprendente que pareciera, los empleados siempre se quedaban encantados con sus palabras. Luego hubo regalos de Navidad también para ellos; su madre los seleccionaba con cuidado cada año porque, además de gustar a los destinatarios, debían ser adecuados a su rango. Hanna, la ayudante de cocina, recibió un vestido de Marie, unos calcetines de lana y unos zapatos nuevos con las suelas de madera. A la señorita Schmalzler, en cambio, que como ama de llaves ocupaba el puesto más alto, le entregó varios metros de una tela de lana azul marino de las reservas de la señora Melzer, un broche de plata con su monograma grabado y una pequeña cantidad de dinero. Además, la colmó de elogios por su trabajo en el hospital, que elevaba esa tarea benéfica y la llevaba por caminos sensatos. Finalmente, la señorita Schmalzler dio las gracias a la familia Melzer en nombre de todos los empleados y aclaró que todos consideraban un privilegio tener un puesto en la villa. Kitty sonrió; este año tampoco la señorita Schmalzler había pensado en algo nuevo. Por otra parte, parecía desmejorada, estaba más delgada que antes y le habían salido arrugas alrededor de la boca.
¡Por fin! Entretanto compareció su padre, que, como de costumbre, tenía mucho que hacer en la fábrica, y dirigió unas palabras de felicitación como cabeza de familia.
—¡Feliz Navidad a todos los que estáis aquí reunidos y a todos los que están lejos y que recordamos con amor!
Aplausos, lágrimas, agradecimientos, las improvisaciones al piano del médico. Kitty fue la primera en enfilar la escalera y subir corriendo a la segunda planta, donde estaba el cuarto de baño. No debería haber tomado tanto té en casa.
—¿Kitty? ¿Estás dentro? —oyó la voz de Lisa al otro lado.
—Ya estoy. ¡Deja de mover la manija de la puerta!
Paró. Jesús bendito, cómo se peleaban antes en situaciones como esa. Una vez, Lisa llegó a arrancar la manija y le dijo que podía quedarse en el lavabo hasta el fin de sus días.
—¿Ocupado? Ya suponía que llegaría demasiado tarde.
Era Marie, que se había tomado con buen humor la situación.
—Kitty está dentro. Puede tardar horas. Marie, ahora que estamos solas por una vez, quería decirte algo…
Kitty iba a salir, pero se detuvo por curiosidad. Lamentablemente, ya no oía bien lo que decían, debían de haberse alejado un poco de la puerta. Bajó la manija con sigilo y las espió por una rendija. Ahora lo entendía todo.
—¡Pero es imposible, Lisa! —se lamentó Marie—. Se lo he prohibido, le he dicho varias veces lo peligroso que es.
—Es evidente que no la ha impresionado demasiado.
—¿Estás segura del todo?
Lisa asintió muy seria.
«Por el amor de Dios. ¿De quién están hablando?», pensó Kitty.
—La señora Bremer ha venido varias veces al hospital para visitar a su marido. Trabaja de supervisora en la hilandería y lo ha visto con sus propios ojos. Y no solo ella. Hanna y su amante son muy poco prudentes.
—¿En un cuarto pequeño, dices? ¿Solos? ¡Cielo santo! ¡Esa niña es tonta, tonta!
«Vaya», se dijo Kitty, decepcionada. «La ayudante de cocina tiene un amante. Como si eso fuera algo especial». Cerró la puerta de golpe. Marie y Lisa se separaron al oírlo y miraron hacia ella.
—Voy abajo —les dijo, y se dirigió a toda prisa hacia la escalera.
En el comedor ya habían preparado el bufet. Por tradición, en Nochebuena se comían platos fríos para que los empleados tuvieran tiempo de ir a misa y luego sentarse un rato juntos en la cocina. Todo estaba precioso, la señora Brunnenmayer era una artista, en eso su propia cocinera no estaba a la altura. No paraba de quejarse de que no encontraba especias ni carne decente, faltaba mantequilla y nata, y apenas había jamón para mechar los asados. La señora Brunnenmayer, en cambio, era capaz de hacer una sopa deliciosa con un guijarro. ¿Qué había creado ahora? Lengua de vaca. ¿De dónde la había sacado? Ensalada de patata con huevo duro. Y ensalada de arenque con mayonesa. ¡Cómo olía! Y remolacha rellena y pepinillos en vinagre. Kitty no pudo contenerse, se llevó un pepinillo a la boca y masticó encantada. Entonces recordó aquel día que mamá los sorprendió a Paul y a ella comiéndose la decoración de la ensalada de arenque. Ay, cómo echaba de menos a su querido Paul. ¡Su hermano mayor y protector! Entonces él había asumido toda la culpa…
Dejó el segundo pepinillo en su sitio con un movimiento rápido, pues su madre acababa de entrar en el comedor. Había querido ponerse elegante para la celebración familiar, aunque ese vestido de seda era bastante anticuado, a ojos de Kitty, de cintura estrecha y encaje de Bruselas en el escote. Además, ese color granate… hacía que pareciera como mínimo diez años mayor.
—Kitty, cariño. Déjame darte un abrazo. Qué pálida estás… ¿No te encuentras bien?
Kitty se tragó el comentario que tenía en la punta de la lengua y se arrimó a su madre. Era una mujer maravillosa, enseguida se daba cuenta cuando algo no iba bien. ¿Llegaría ella a ser tan buena madre algún día?
—Estoy perfectamente, mamá. Casi nunca he estado mejor.
Estuvo a punto de delatarse, pero por suerte llegaron Lisa y Marie, seguidas de su padre, que pese a la ocasión festiva llevaba con toda naturalidad la chaqueta de estar por casa. Su madre le dedicó una mirada de soslayo, pero no dijo nada para no estropear el ambiente navideño. Se sentaron, brindaron a la salud unos de otros. Su padre ya se había tomado un borgoña, y luego bebieron vino blanco, seguramente vino del Mosela porque era el que le gustaba a su madre.
—Espero que no des ahora un discurso, papaíto —comentó Kitty con mirada inocente—. ¡Todos tenemos un hambre canina!
El ambiente se relajó, se oyeron risas, incluso su padre sonrió y dijo que no imaginaba una Nochebuena sin los comentarios jocosos de su benjamina. Se sirvieron del bufet, pero su madre llenó el plato de su padre porque él no soportaba tanto «alboroto». Hablaron de la fiesta, se conmovieron al recordar que muchos pacientes estaban al borde de las lágrimas y lamentaron que el doctor Moebius tuviera que irse en unos días.
—Un joven con tanto talento… —dijo Alicia con un suspiro—. Cuando pienso que tenía un gran futuro por delante…
No terminó la frase, pero todos sabían a qué se refería. En tiempos de guerra, los planes que se tenían antes eran sueños sin sentido. Quien estaba en el campo de batalla solo pensaba en sobrevivir a los días siguientes, las semanas siguientes, hasta que se acabara la guerra. Fuera cuando fuese.
—Parece que Tilly le tiene mucho apego —dijo Kitty con descaro—. Los dos forman una…
—Querida Kitty —la interrumpió Alicia con el ceño fruncido—. En ningún caso deberías animar a tu cuñada a meterse en la cabeza esa relación. Sé muy bien que parezco anticuada, pero Tilly Bräuer es de familia rica y muy guapa para comprometerse con un médico. Podría casarse con un noble, como ha hecho nuestra Lisa.
Elisabeth esbozó una débil sonrisa, en absoluto triunfal como cabría esperar. A Kitty le dieron ganas de contestar que las opiniones de su madre eran del siglo pasado y que si Alfons estuviera allí, sin duda animaría a su hermana a obedecer a su corazón.
No obstante, era Nochebuena, y además Marie dijo con alegría que creía firmemente que un gran amor podía superar todos los obstáculos.
—Porque el amor procede de Dios —dijo con los ojos brillantes—. Y porque Dios protege a aquellos que sienten un amor auténtico.
—Amén —murmuró Johann Melzer—. ¿Me traerías una ración de ensalada de patata con una rodajita de lengua, querida Alicia?
A Marie no le molestó su comentario, conocía sus maneras ariscas porque iba todos los días a la fábrica para apoyarlo, como ella decía. A Kitty le parecía estupendo que Marie entendiera tanto de máquinas, y además estaba versada en los líos empresariales de la fábrica, pero sentía lástima por ella. Marie tenía un enorme talento artístico, ¿y cómo lo aprovechaba? Dibujando patrones para telas de papel. ¡Jesús bendito! Círculos y garabatos, líneas sinuosas y puntos bailarines. En vez de ir a museos y copiar a los grandes maestros y aprender de ellos…
—Vamos allá, queridos —dijo Alicia, sumida en sus pensamientos—. Me intriga saber qué sorpresas nos habéis preparado este año.
Según la tradición, era tarea de los jóvenes montar un árbol de Navidad en el salón rojo, decorarlo y poner los regalos debajo. Antes siempre era Paul quien colocaba el pequeño abeto. Ay, Paul, ahora Marie pensaba mucho en él. ¿Dónde estaría? ¿Podría celebrar la Navidad allí, en la gélida Rusia?
Su madre estaba pensando lo mismo, pues tenía lágrimas en los ojos cuando entraron en el salón rojo y Marie encendió las velas del abeto. Su padre mantenía la mirada clavada al frente, no era su estilo mostrar las emociones. Lisa parecía una oveja afligida. Era raro que todos contemplaran con ojos llorosos el árbol de Navidad y que nadie dijera nada. Hasta que no llegaron Rosa y la señorita Sommerweiler con los niños, no se quebró el ambiente de tristeza.
Iniciaron la habitual ceremonia de abrir los regalos navideños. Se seguía una fila, admiraban los regalos como correspondía, se agradecían con educación o entusiasmo, en ocasiones incluso encantados cuando habían sido una sorpresa. Kitty recibió una joya que su madre se ponía de joven y que había modificado para ella. Además, su padre le regaló el anillo a juego. A Marie le regalaron un libro con fotografías de arte medieval, y a Lisa un cojín suave para el sofá. Era maravilloso ver el asombro de los pequeños ante las velas ardiendo en el árbol de Navidad. Dodo gateó con valentía hacia el milagro y quiso coger una bola brillante, mientras que Leo se mantuvo a una distancia segura y se acercó a gatas a los coloridos soldados de hojalata que Lisa le había regalado. La pequeña Henni chillaba de alegría y mordisqueaba un pan de especias tras otro. El amoroso regalo de su madre, un suave conejo de peluche marrón, no le interesaba. En cambio, gesticulaba nerviosa con la cucharita de café, y pataleaba con tanta fuerza que Kitty no pudo aguantar a la pequeña en el regazo y su madre la cogió. Vaya, el esfuerzo le había hecho sentirse realmente mal, tal vez había comido demasiada ensalada de arenques. Respiró hondo un par de veces, luego notó el estómago un poco mejor, pero ahora corrían peligro los botones de la blusa. No, no podría ocultar mucho tiempo más su sorpresa. Su madre estaba encantada de jugar con Henni. Y su padre alimentaba a su nieta pequeña con panes de especias. Kitty observó a Marie, que estaba abriendo el último regalo: un juego de óleos que le había comprado Kitty, aunque más bien era una indirecta. Marie observaba las pinturas con una sonrisa, luego se acercó a Kitty y le dio un abrazo.
—Cariño, ojalá tuviera tiempo para dedicarme a la pintura. Y tú podrías volver a ser mi profesora —le susurró al oído.
—Solo hay que empezar —repuso Kitty—. El primer paso siempre es el más difícil. Y quien dice no tener tiempo para el arte, pierde un pedazo de su vida.
—¡Eres una chica lista, Kitty!
—No, solo soy testaruda, y no quiero que desperdicies tu talento.
A punto estuvo de recordarle a Marie los días que pasaron en Montmartre, el pequeño piso, su nidito, donde quería vivir y pintar con ella. Sin embargo, habría sido bastante inapropiado, pues entonces se fugó con Gérard y provocó un escándalo. Además, ahora los franceses eran sus enemigos, y Lisa se habría indignado con un comentario así.
—¿Hemos abierto todos los regalos? —preguntó Alicia al grupo—. ¿O hemos olvidado una sorpresa de Navidad en algún sitio?
Esa fue la palabra clave. Kitty adoptó una postura afectada, estaba a punto de reventar de ilusión por ver la reacción que desataría su feliz noticia.
—Yo tengo… —empezó.
Sin embargo, Marie se le adelantó. Se había puesto de pie, se acercó al árbol de Navidad, sus rasgos transmitían tal felicidad que Kitty no terminó la frase.
—Tengo una maravillosa sorpresa para todos vosotros —dijo Marie, solemne—. Y como soy muy mala persona, llevo todo el día guardándomela porque quería tener esa alegría solo para mí. Pero ahora que estamos delante del árbol de Cristo, quiero haceros partícipes de esa alegría.
Hizo una pequeña pausa y miró al grupo. Dodo se chupaba el pulgar, y a Leo se le escapaban burbujas de saliva sobre el delantal blanco de Rosa, seguramente le dolía la barriga del pan de especias.
—Paul se reunirá con nosotros dentro de unos días. Le han dado cuatro días de permiso.
La noticia provocó gritos de júbilo y lágrimas. Su madre sollozaba de alegría, su padre se aclaró la garganta y murmuró que cuatro días eran mejor que nada. Lisa se sonó los mocos y se limpió las lágrimas de las mejillas. Kitty estaba tan entusiasmada que se levantó de un salto y quiso tirarse al cuello de Marie, pero de repente se encontró tan mal que se desplomó de nuevo en la butaca. Se le nubló la vista y tenía el corazón desbocado. Jesús bendito, ¿era posible desmayarse de alegría?
—¡Kitty! —exclamó Marie, y se sentó en el reposabrazos de su butaca—. ¿No te encuentras bien? Lisa, tienes al lado la jarra de agua. Por Dios, Kitty, estás pálida como una sábana. ¿No estarás embarazada?
—¿Yo? —tartamudeó Kitty, y bebió un sorbo de agua, desconcertada—. ¿Embarazada? ¿En qué estás pensando, Marie?
A fin de cuentas, ya le había estropeado la sorpresa, pues el anuncio de Marie era insuperable. Así que contaría la buena nueva por San Silvestre.