Marijampolè,
10 de octubre de 1916
Mi querida Marie, mi maravillosa y dulce esposa:
De momento no sé nada de nuestro reencuentro, pues aquí han cambiado los planes y primero me quedo en Rusia. Nuestra unidad ha recibido tan amarga noticia esta mañana a primera hora, y algunos de mis compañeros que, como yo, esperaban volver a ver a su familia, se han peleado con el destino. Yo también he necesitado un rato para superar la decepción, pero todos somos soldados de Su Majestad, y en eso no valen quejas ni lamentos, solo decir alto y claro: «¡A sus órdenes!», y el resto cada uno lo soluciona consigo mismo.
Tal vez sea la voluntad de Dios que nos quedemos aquí, pues la situación en Lituania es tranquila, los rusos siguen luchando a medio gas en Galitzia, por lo demás parece que tienen las fuerzas minadas. En Francia, sobre todo en Verdún, todo será muy distinto, ahí los frentes están cara a cara y, por lo que dicen, las pérdidas en ambos bandos son elevadas. También se sigue batallando en Somme, y ahí son los ingleses los que ofrecen protección a sus aliados.
Os agradezco de todo corazón los paquetes: el chocolate, la manta de lana y los mapas son de gran ayuda. Aún estamos alojados en la posada, donde nos han instalado con bastante «comodidad» en el granero. De vez en cuando vamos de noche al bar de Marijampolè, regentado por un alemán, que está a rebosar día y noche. La mayoría bebemos té, la bebida nacional rusa. Aquí lo toman muy fuerte, con azúcar y… ¡mermelada! Los últimos días el suelo estaba helado, se insinúa el inicio del invierno, pero eso también tiene su lado bueno. Aquí el suelo es de lodo, solo se puede caminar por donde se han colocado tablones, de lo contrario te hundes hasta los tobillos. Pero si hiela, la tierra se pone dura y desaparecen las molestas moscas. Cuando hacemos ronda, contemplamos la extensa tierra, que tan extraña y yerma nos parece, y nos preguntamos qué hacemos aquí. Sin embargo, no somos nadie para cuestionar las decisiones de nuestros superiores.
Pienso mucho en ti, mi dulce Marie, y también en nuestros dos hijos, ya hace ocho largos meses que no los veo. Os envío dos figuritas de madera que le compré a un niño del campo. El caballito es para mi Leo, claro, y el perro para Dodo. No sé si ya pueden hacer algo con ellos, pero cuando les enseñes los juguetes, querida Marie, cuéntales que se los envía su padre.
Para ti también, cariño, he comprado un regalo precioso: será una sorpresa en nuestro reencuentro. De momento prefiero guardarlo, no me fío del correo.
Besos y abrazos, mi dulce esposa. Cuando leo tus cartas, veo tu imagen y me acompaña hasta la tierra de mis sueños nocturnos, donde nuestras almas y nuestros cuerpos se unen.
Con amor,
PAUL
Marie dobló la carta con un leve suspiro y la guardó en la carpeta de cuero que había comprado para la correspondencia de Paul. Se había acostumbrado a refugiarse en esa carpeta cada minuto libre que tenía, escoger alguna de las cartas y leerla. Le daba la sensación de que Paul estaba cerca de ella, sí, incluso le parecía oírle hablar, recordaba cómo pronunciaba las palabras y, si cerraba los ojos, veía su cara. Ay, esa sonrisa pícara, ¡cómo la echaba de menos!
Ojalá las autoridades militares por fin reaccionaran a su petición y liberaran a Paul del servicio militar. Sin embargo, el asunto se prolongaba, los días pasaban y la idea de que le ocurriera algo a Paul precisamente ahora le quitaba el sueño. Estaba enfadada con su suegro por haber tardado tanto en dejar de mirarse el ombligo. Johann Melzer tenía que demostrar que no iba a bailar al son que marcara su hijo, y mucho menos su nuera. Sin embargo, por fin había entrado en razón. Había hecho construir tres máquinas siguiendo los planos de Paul, habían superado los pequeños fallos de la construcción y habían empezado a tejer las primeras telas. Marie iba todos los días a la fábrica, lo que no era del agrado de su suegro, para supervisar los progresos y comprobar la calidad de las telas. Incluso había empezado a elaborar a escondidas patrones de impresiones, sencillos pero bonitos. Era importante que las telas resultaran atractivas y destacaran así de la competencia, que contaba con más experiencia. Le causaba una gran felicidad poner en práctica sus ideas y saber que esa era su aportación a la continuidad de la fábrica. Ojalá Paul estuviera con ellos.
¡Qué impaciencia! Lo importante era que volvía a haber esperanzas. Las constantes peleas entre sus suegros también se habían calmado. No había cariño entre Alicia y Johann Melzer, pero ya se hablaban y comían juntos. Por las noches, en cambio, cuando Marie y Alicia se sentaban en el salón a tomar el té y Elisabeth se unía a ellas, siempre y cuando se lo permitieran sus deberes en el hospital, Johann Melzer se retiraba con un libro a su dormitorio. Durante el día ya tenía suficiente ruido y cháchara alrededor, decía con una sonrisa, y la calma nocturna era sagrada para él.
Se oyeron pasos presurosos en el pasillo, y también ruidos abajo, en la galería. Seguramente habían llegado los primeros invitados y Else bajaba a recoger los abrigos. Qué complicadas se habían vuelto muchas cosas con el montaje del hospital. Con el mal tiempo, las visitas entraban en la galería todo tipo de suciedad. Y por supuesto, precisamente hoy, que habían preparado una pequeña celebración familiar, tenía que hacer ese tiempo otoñal tan desapacible.
—Señora…
Auguste había abierto la puerta con sigilo y asomó la cabeza.
—Ya mismo termino, Auguste. ¿Quién acaba de llegar?
—El barón Von Hagemann y su esposa, señora. Y en la entrada ya está el coche del director Bräuer.
—Ahora bajo. ¿Va todo bien en la cocina?
—La señora Brunnenmayer no para de refunfuñar, como siempre, y persigue a la pobre Hanna. Else se ha quejado por tener que ayudar en la cocina.
—Dile que monte el parque para los gemelos en el salón rojo. Mamá los querrá tener al lado cuando se sirva el moca más tarde.
—Se lo diré, señora.
Auguste se había puesto especialmente elegante para aquel día, incluso llevaba una cofia recién almidonada. Hacía mucho tiempo que no se organizaban fiestas en la villa, incluso la Navidad había sido modesta y tranquila. Ahora, en cambio, con la llegada por sorpresa de Alfons, el marido de Kitty, para pasar diez días de permiso, habían decidido celebrar en familia el cumpleaños de Alicia, que el año anterior pasó sin pena ni gloria. Celebrarlo en la medida en que lo permitían esos tiempos de carestía, claro.
Marie dejó la carpeta en el cajón del escritorio y lo cerró. Arriba, en la habitación infantil, Leo lloriqueaba. Estaba enfadado porque su hermana ya era capaz de subir por las barras de madera del parque y él aún no lo conseguía. A cambio, en su cabecita redonda crecía una pelusilla clara y dorada, mientras que Dodo llevaba un gorrito en punta que ocultaba la falta de cabello.
—Alimentado, cambiado y listo para todo tipo de vilezas —comentó Rosa con alegría cuando Marie entró en la habitación—. Por lo que conozco a su suegra, ofrecerá a su preferido Leo todo tipo de golosinas.
—Ah, sí…, hay pasteles. —Marie suspiró y levantó a su hija del parque.
La pequeña se rio y enseñó los cuatro diminutos dientes, blancos como la nieve, que ya le habían salido. Dodo casi siempre estaba de buen humor, era una afortunada, una panza contenta, como decían todos. Leo, el primogénito, también era encantador cuando lo consideraba necesario. Pero la mayor parte del tiempo se mostraba descontento, por las noches se quejaba porque le estaban saliendo los dientes, quería que lo cogieran en brazos, tenía hambre, dolor de barriga o incluso catarro y fiebre.
—Usted baje, señora —comentó Rosa—. Yo le llevo a los niños al salón rojo después de comer.
Marie sentó a Dodo en el regazo de Rosa y bajó a la primera planta. Reinaba el ajetreo habitual que conllevaba cualquier invitación. Elisabeth pasó sin aliento junto a Marie hacia arriba, había estado trabajando en el hospital hasta entonces y tenía que cambiarse rápido para recibir a los invitados.
—¿Else me ha planchado el vestido, Marie?
—Se lo encargué ayer por la tarde. No te apures, Lisa. Mamá y papá están en la galería, y yo bajo ahora a recibir a los invitados. Cámbiate con tranquilidad.
—Gracias, Marie, eres un tesoro.
Auguste también pasó presurosa, llevaba arriba los abrigos húmedos de los invitados para secarlos. Hanna salió por la puerta de servicio con las mejillas rojas y un brillo de terror en los ojos. Se había puesto el vestido negro que Marie le había regalado, además de un delantal con encaje y una cofia delicada. Era la primera vez que servía en una celebración y estaba muy nerviosa.
—Sirve el vino muy despacio, Hanna. Y no pongas esa cara, niña. Sé que puedes hacerlo.
—Sí, señora. Daré lo mejor de mí.
En la galería habían servido champán, que incluso con un tiempo tan desagradable tuvo gran aceptación. Solo Gertrude Bräuer, la suegra de Kitty, comentó que preferiría un vaso de vino caliente. Se entregaron los regalos y los pusieron en una mesita delante de la librería, felicitaron a Alicia en su día, intercambiaron abrazos o apretones de manos, según el grado de parentesco. Para Marie, lo peor era saludar al matrimonio Von Hagemann con la debida amabilidad. Hacía tiempo que tenía claro que ambos la consideraban una molestia, pero ella, que debido a trágicas circunstancias era hija ilegítima y se había criado en un orfanato, había aprendido de niña a sobrellevar el desprecio de los demás y lo disimulaba bien. Gertrude y Edgar Bräuer la saludaron con mucho cariño. Los dos estaban encantados de que su hijo único, Alfons, pasara unos días a salvo en Augsburgo.
—¿Dónde se han metido? —preguntó Gertrude Bräuer, enojada—. ¡Ay, estos jóvenes! Desde que Alfons ha vuelto a Augsburgo, apenas lo hemos visto. No se separa de su esposa. Y está loco por la dulce Henni.
—Es natural —comentó Alicia—. Los jóvenes tienen su propia vida, y los viejos tenemos que conformarnos, ¿no es cierto, Johann?
Aquel día, Johann Melzer estaba de un humor excepcional, se había servido un vasito de vino espumoso y parecía contento.
—No me sorprende en absoluto que el bueno de Alfons esté con mi hija Kitty —bromeó—. Al fin y al cabo, tienen que engendrar un heredero.
—¡Pero Johann! —repuso Alicia con cierto apuro.
—¡Eso, eso! —exclamó Edgar Bräuer.
Christian von Hagemann se rio divertido, pero Riccarda von Hagemann se limitó a dar un sorbo al champán y a observar pensativa las copas venecianas de las estanterías. Gertrude Bräuer, que nunca se mordía la lengua, comentó que para eso no hacía falta todo el día, bastaban cinco minutos, y, al oírlo, Riccarda von Hagemann alzó la vista al techo.
Siguieron bromeando un poco, disfrutaron de una segunda copa y luego saludaron al padre Leutwien, que había oficiado la misa vespertina y por tanto llegaba un poco tarde.
—¿Una copita de champán, padre?
—Con mucho gusto. El vino de misa me cae en el estómago como si fuera vinagre.
Riccarda von Hagemann mencionó que en realidad el sacerdote no bebía vino, sino la sangre de Cristo, y Leutwien contestó con un benevolente gesto de la cabeza. Acto seguido preguntó por el progreso de su hijo Klaus, que había sido ascendido a mayor, si no se equivocaba.
—Nuestro Klaus honra la tradición de la familia, padre. Como sabe, mis dos hermanos y dos de mis primos también son oficiales de Su Majestad el emperador. Nuestra inolvidable victoria en los años setenta y setenta y uno contra la archienemiga Francia fue en gran parte mérito de los Von Hagemann.
Siguió hablando de otros célebres parientes, pero no de su marido, pues la carrera en el ejército de Christian von Hagemann tuvo un brusco final debido a un desafortunado escándalo. Leutwien lo sabía, pero asentía con energía ante sus declaraciones y callaba.
Para las tarjetas de mesa, Marie había cortado corazones de cartón, los había decorado con pequeños dibujos y había escrito el nombre de cada uno en ellas. Cosechó grandes elogios, sobre todo a Edgar Bräuer le parecía maravilloso con qué naturalidad la cuñada de Alfons, Marie, ponía su don artístico al servicio de la familia. Christian von Hagemann asintió pensativo y declaró que no todas las mujeres eran tan listas.
—Señora —dijo Auguste, que hizo una reverencia especialmente servicial ante los invitados—. La señora Kitty Bräuer y su esposo han llegado.
—Estupendo —comentó Alicia—. Esperaremos la sopa hasta que se hayan sentado.
Marie pensó que nunca había visto a Kitty tan guapa. El leve aumento de peso le sentaba de maravilla, parecía terrenal, de este mundo, y no una lejana princesa encantada. Además estaba feliz, se veía a simple vista en su rostro sonrosado y acalorado. Qué alegría, se dijo Marie. Kitty se había casado con aquel hombre bueno, aunque un poco torpe, solo porque tras fugarse con el francés su reputación quedó muy comprometida. Sin embargo, del agradecimiento inicial por lo visto había surgido el amor verdadero.
—¡Mamaíta! —exclamó Kitty abriendo los brazos hacia Alicia—. Deja que te dé un abrazo, mi queridísima mamá. Estamos muy contentos de tener una madre tan buena, cariñosa, preocupada y encima preciosa. Dinos, ¿cuántos años cumples hoy? ¿Nueve? Bueno, como máximo serán trece años. Está bien, treinta y uno, pero más no. Di lo que quieras, nadie te creerá.
Atravesó corriendo la habitación para dar un abrazo a su madre, y a punto estuvo de derribar a Hanna, que se acercaba con la sopera. Alfons Bräuer siguió a su esposa, sonriente, como siempre que estaba con la familia, y luego se tomó la libertad de darle un abrazo también a la homenajeada. Marie pensó que había adelgazado mucho. También su rostro había adquirido un extraño tono grisáceo, cuando antes siempre estaba sonrosado, y la piel parecía flácida.
—Sienta muy bien estar aquí de nuevo —dijo él—. Qué suerte poder estar presente en tu cumpleaños.
Kitty saludó a los demás invitados, repartió besos y abrazos, hizo todo tipo de comentarios sobre la boba de su ama de cría, que no había dado de mamar a tiempo a Henni, sobre una estatua de mármol fracasada y sobre el hospital, que era el culpable de que en la escalera que daba a la galería ya hubiera estropeado dos vestidos, una falda y un par de zapatos recién estrenados.
—Si la señorita Jordan no supiera coser tan bien, tendría que ir por ahí desnuda.
—¡Kitty! —protestó Elisabeth—. ¡Compórtate un poco!
Mientras Hanna llenaba muy concentrada los platos de sopa, Marie se enteró de que Maria Jordan iba tres veces por semana a coser a la villa.
—Vaya —comentó Riccarda von Hagemann con expresión de asombro—. ¿Es que contigo no estaba ocupada? Quisiste que esa mujer fuera tu doncella a toda costa, ¿no?
Elisabeth lanzó a Kitty una mirada furiosa y explicó que en ese momento pasaba más tiempo en la villa que en su casa.
—Por supuesto, tu trabajo benéfico por nuestros pobres heridos —comentó Riccarda von Hagemann.
Alicia añadió que estaba muy contenta de tener a Maria Jordan como costurera. Había cosido unas rebecas preciosas para los gemelos y a ella le había modificado algunos vestidos.
—En estos tiempos, una buena costurera vale oro —afirmó Gertrude Bräuer.
—Sin duda —admitió Riccarda von Hagemann—. Según me han dicho, nuestra Marie posee un talento especial para la costura. ¿No cosías antes vestidos para Lisa y Kitty?
Marie notó que se hacía el silencio en la mesa y todas las miradas se clavaban en ella. Esa vieja malvada.
Johann Melzer, que hasta entonces había estado sumido en una conversación con el padre Leutwien, dejó la cuchara a un lado y lanzó a Riccarda von Hagemann una larga mirada hostil.
—En cuanto a la costura, poco puedo decir, pero te aseguro que mi nuera Marie es una mujer extraordinaria y con talento. Con todos los respetos. Hace poco me explicó cómo funcionaba una máquina para producir hilo de papel; en eso es digna hija de mi viejo socio Jacob Burkard, sin el cual no existiría la fábrica de paños Melzer.
Miró a Marie, que, perpleja y emocionada por ese inesperado gesto de protección, no encontró palabras, y Melzer continuó teorizando sobre la definición de la mujer entonces. Siempre había estado en contra de las marisabidillas y sufragistas, pero una mujer que poseyera talento debía recibir una formación. Ningún país podía permitirse desaprovechar semejantes capacidades, menos aún en ese momento en que tantos hombres jóvenes se sacrificaban sin sentido en los campos de batalla.
—¡Morir por la patria es un honor! —exclamó Christian von Hagemann en un tono cortante, estaba rojo de la ira y miraba a Melzer como si fuera un subordinado gruñón.
El suegro de Marie mantuvo la calma, aunque no esperaba una respuesta tan airada. Fue Alfons Bräuer quien tomó la palabra.
—Mi querido Christian, estoy seguro de que todas las personas sentadas a esta mesa defienden nuestra patria. Pero, teniendo en cuenta el desarrollo de esta guerra, no puedo darte la razón. Lo que sucede en los campos de batalla y las trincheras no tiene nada que ver, nada en absoluto, con el honor o con una muerte heroica.
Hubiera seguido hablando, pero prefirió no hacerlo por respeto a las damas presentes, así que levantó la copa y brindó por su suegro.
—No tendré en cuenta esas palabras, querido Alfons —repuso Von Hagemann—. Veo que cargas con un daño espiritual, por desgracia les ocurre a muchos jóvenes que no cuentan con adiestramiento militar y solo conocen la vida fácil de un ciudadano normal. La guerra, querido Alfons, es un trabajo duro, hay que tener un espíritu sano y un cuerpo sano, fuerza de voluntad y disciplina. Solo gracias a la disciplina el ejército alemán será superior a cualquier otro.
Durante su discurso fue alzando la voz, de modo que, además de la cara, ahora tenía el cuello rojo. Volvió a estirar la barbilla, empujó hacia delante el mentón y miró al grupo por si alguien tenía alguna otra objeción. Johann Melzer se reclinó en la silla para que Hanna pudiera retirarle el plato de sopa vacío. Alfons Bräuer tenía la mirada fija al frente. Parecía estar mordiéndose la lengua, pero era evidente que había decidido no provocar una discusión familiar el día en que su suegra cumplía años. Sin embargo, Kitty no se anduvo con tantos miramientos.
—Qué raro —dijo antes de limpiarse los labios con la servilleta blanca almidonada—. Si tan superiores somos, ¿por qué no hemos vencido aún? No lo entiendo, querido Christian. Sin duda se debe a que solo soy una mujer. Imagínate, incluso llegué a pensar que esta estúpida guerra terminaría en tres meses. Y ya llevamos más de dos años.
A Von Hagemann le irritaba esa cháchara ingenua de mujeres, pero, dado que no podía prohibir hablar a Kitty o no hacerle caso, tenía que contestar con mucha educación.
—Los motivos, mi querida Kitty, son múltiples y difíciles de entender para una mujer. Hay que tener conocimientos militares.
—Sin duda tienes razón —dijo Kitty al tiempo que tocaba las vendas de su marido, que agradeció esa caricia íntima—. Yo lo veo así: cuando un plan de acción ha funcionado, es muy fácil de explicar. Pero si el plan no ha funcionado, entonces es muy complicado y todos los implicados consideran que es culpa de los demás. No es cierto, ¿papá?
Tras aquellas palabras se impuso un silencio incómodo. Von Hagemann forzó una sonrisa indulgente mientras Johann Melzer reprimía una sonrisa.
—Mis queridos invitados —intervino Alicia—. Me llena de placer tener en mi casa a dos personas más a las que felicitar. Los doctores Greiner y Moebius me han concedido el honor de dejar un rato su trabajo en el hospital y acompañarnos.
Los señores se levantaron para saludar a los recién llegados, que no podrían haber aparecido en mejor momento, pues Riccarda con Hagemann ya estaba a punto de intervenir para defender a su marido. Sin embargo, la conversación sobre el sentido o el sinsentido de la guerra había terminado de momento. Else y Auguste acercaron unas sillas mientras Hanna ponía un mantel. Con los dos médicos llegó también Tilly, que había estado trabajando en el hospital hasta entonces.
—Te deseo toda la suerte y la felicidad, querida tía —dijo, y besó a Alicia en las mejillas—. Por favor, no te enfades, no he podido cambiarme.
Llevaba un sencillo vestido azul marino de algodón y solo se había quitado el delantal blanco. Los zapatos tampoco eran los adecuados para una celebración. Sin embargo, Kitty le dijo que estaba fantástica con ese vestido, que el contraste con el cabello rubio era maravilloso.
—Además, creo que últimamente estás muy… adulta —siguió diciendo Kitty, y miró a Elisabeth, que primero arrugó la frente pero luego asintió—. Te estás convirtiendo en una belleza, querida —añadió entre risas—. Ven a mi lado, Tilly. No te sonrojes. ¿No es cierto, Marie? Tilly tiene un aire de sirena. ¿No querrías hacer de modelo algún día? Te pintaría sobre una roca, con el pelo suelto y cola de pez delante de un mar azul oscuro.
Tilly se sentía bastante cohibida con tantos cumplidos, pero sobre todo le molestaba la mirada ardiente del joven médico. El doctor Moebius la miraba de soslayo, contestó con educación a las preguntas de Gertrude Bräuer sobre sus dolores de espalda sin dejar de mirar a las jóvenes damas. Tenía en el punto de mira sobre todo a Kitty, que siempre llamaba la atención de los jóvenes caballeros. Pero Marie reparó en que miraba con frecuencia a Tilly Bräuer, y su expresión revelaba que la estaba escuchando.
«Sin duda es un hombre atractivo», pensó Marie. Ojos grises, que con el pelo oscuro parecían muy claros, cejas bonitas, nariz recta y barbita cuidada. Manos delicadas. Elisabeth le había contado que era un cirujano excelente.
Antes del plato principal, Johann Melzer se levantó para pronunciar un pequeño discurso. Era un deber que no le agradaba mucho, ya que el vínculo matrimonial no siempre era armónico, pero, por supuesto, eso nunca debía notarse. Marie le dio un golpecito en el hombro a Hanna, de lo contrario no habría llenado a tiempo las copas de los invitados por la emoción.
—… pese a la guerra y los chaparrones, levantemos las copas y brindemos por el aniversario de mi esposa. Por que se celebren muchas fiestas más en esta casa y por que lleguen tiempos mejores, tiempos de paz.
Bebieron a la salud de Alicia, luego a la del emperador y la patria, duramente asediada. Por la victoria del ejército alemán en el este y en el oeste.
—Brindemos ante todo por la paz liberadora y el feliz regreso de nuestros soldados —dijo el padre Leutwien, que hablaba de todo corazón.
Marie cerró un momento los ojos para evocar el rostro sonriente de Paul y bebió de su copa. «Pronto. Pronto volverás a estar conmigo», pensó.
—… la paz victoriosa —oyó que añadía Christian von Hagemann, y acto seguido Kitty afirmó con descaro que daba completamente igual si era con la victoria o con la derrota: lo principal era que la guerra terminara de una vez.
—Tiene toda la razón, señora Bräuer —intervino el doctor Moebius, que con su comentario le quitó la réplica a Von Hagemann—. Esta guerra se está cobrando infinidad de vidas humanas. Algunos colegas me dicen que sería más fácil ir a luchar que enfrentarse constantemente a las consecuencias de la batalla. Como médico, uno también tiene sus límites.
Auguste ayudó a Hanna a servir el plato principal, que constaba de albóndigas, col lombarda y asado de ganso: los Von Maydorn habían enviado una caja con productos del campo por el cumpleaños de Alicia. Con astucia, no habían confiado ese costoso envío al tren, sino que se lo habían dado a un buen amigo que viajaba en coche de caballos hasta Múnich. Durante la comida, las conversaciones enmudecieron casi por completo. Sobre todo el matrimonio Von Hagemann dedicó toda su atención al asado, pero también los dos médicos y el cura se emplearon a fondo.
—Hoy en día no es muy frecuente encontrar en el plato aves como esta —comentó el doctor Greiner, agradecido—. Sobre la preparación, solo puedo decir que es exquisita. ¡Mi admiración para las cocineras!
Hanna, que esperaba instrucciones en la puerta, hizo un gesto con la cabeza en representación de todo el personal de cocina, por así decirlo.
Las conversaciones derivaron en temas cotidianos: hablaron sobre los niños, elogiaron las actuaciones del coro, y el doctor Greiner explicó sus alegres aventuras en su época de estudiante, terminada tiempo atrás. Al cabo de un rato, Alicia ofreció a sus invitados pasar al salón rojo, donde podrían seguir con la sobremesa y tomar un café. También estaba disponible la sala de los caballeros, donde se podía fumar, pero solo el doctor Greiner, Edgar Bräuer y Klaus von Hagemann decidieron hacer compañía al señor de la casa. El cura, el doctor Moebius y Alfons Bräuer prefirieron quedarse con las damas; además, las dos amas de cría bajaron en ese momento a los niños. Dodo estaba de buen humor, Leo enfadado porque lo habían despertado, y Henriette, de cinco meses, miraba alrededor con los ojos como platos, sorprendida. Su padre se la sentó en el regazo y ya no la soltó en toda la tarde.
—¡Qué más da que no haya heredero! —dijo riéndose mientras la pequeña le tocaba las gafas con dedos pegajosos—. Yo quiero como mínimo dos niñitas más así de dulces. Igual de encantadoras que mi Kitty. Luego, por mí, ya puede nacer también un niño.
—Jesús bendito —gimió Kitty—. ¿Aún he de traer tres niños más al mundo? Ya tengo la figura completamente estropeada.
—Qué tonterías dices, cariño. Estás más guapa que nunca.
Marie miró a Elisabeth, que jugaba entusiasmada con Dodo. Le dolía que Lisa fuera la única que no se quedaba embarazada. Leo, como de costumbre, estaba recibiendo los mimos de su abuela.
—¡Mamá, te lo ruego! —exclamó Marie—. No le des ni un trocito más de pastel a Leo.
—Pero hoy es mi cumpleaños, y al niño le gusta mucho.
Tilly estaba sumida en una conversación a media voz con el doctor Moebius, lo miraba seria y con los ojos muy abiertos, como si esperara una decisión. Seguramente estaban hablando de algún paciente, pensó Marie. Tilly era muy trabajadora y cumplía con su deber con eficacia.
—¿Has visto eso? —le susurró Kitty al oído—. Ahí se está cociendo algo. Apuesto mi mejor abrigo de pieles a que nuestra Tilly está enamorada del médico guapo.
—¡Ay, Kitty! —contestó Marie.
—Seguro, Marie. Lisa también lo piensa. Los ha estado observando en el hospital.
Hacia las nueve se despidieron los primeros invitados. El matrimonio Von Hagemann les deseó que pasaran una velada agradable, y el padre Leutwien y el doctor Greiner dijeron que debían retirarse.
—A nuestra edad, uno necesita dormir —bromeó el médico, a quien el vino había afectado bastante—. Señoras…, señor director…, ha sido una alegría y un placer especial. El camino de regreso en compañía clerical purificará los pecados de la gula y el alcohol.
El doctor Moebius también abandonó el grupo, tenía turno de noche en el hospital. Al cabo de dos horas le seguiría Elisabeth, que tenía asignado el mismo turno. Había resultado ser una cuidadora prudente que controlaba los nervios en situaciones graves. No todo el mundo la habría creído capaz de hacerlo.
—¿Has abierto todos los regalos, mamá? —preguntó Marie.
—No lo sé.
Durante un rato volvió el alboroto al salón rojo, pues Auguste llevó los regalos para que Alicia los abriera bajo la mirada intrigada de los presentes. Las paredes volvieron a temblar con las carcajadas, los gritos de admiración y las risitas infantiles. Alicia recibió unos delicados pañuelos bordados, un bolso de noche de seda, varios broches pequeños con piedras preciosas y todo tipo de figuritas de adorno. La sorpresa fue un muchacho negro con taparrabos, sentado en un cocodrilo, que podía usarse de pisapapeles.
—¡Dios mío, pero si es horrible!
—No, qué mono, ¿por qué a mí nadie me regala algo así?
—Bueno, regálaselo a la tía Helena por Navidad.
Marie se echó a reír. Estaba siendo una velada estupenda.
Entretanto, Edgar Bräuer y Johann Melzer se encontraban en la sala de los caballeros y acompañaban el café con un vaso de coñac francés que Alfons había llevado como obsequio. Hacía muchos años que se conocían, habían hecho negocios juntos y Melzer además había contratado un crédito con el banco privado Bräuer para pagar las máquinas nuevas.
—¿Y bien? ¿Cómo va el asunto?
—Bien —respondió Melzer—. Las primeras pacas ya están listas para el transporte. Ahora refinaremos más el tejido e imprimiremos patrones. Además, tendremos que grabar rodillos nuevos, porque los patrones antiguos no encajan bien en la tela de papel.
Bräuer asintió, satisfecho, y buscó en la bandeja de dulces que les habían ofrecido. Descartó el bizcocho, y ya se había servido corazones de azúcar. Melzer explicó entusiasmado que había un mercado muy potente para la tela de papel, que casi se podía coser cualquier cosa con ella, según la calidad del tejido, claro. Desde pañales hasta corsés, por no hablar de uniformes, mochilas y máscaras de gas para los caballos. Por desgracia, ese material no se podía lavar, solo sacudir. En eso había margen para la mejora.
—Por lo que me han dicho, en la fábrica ahora trabajan prisioneros de guerra.
—Es cierto —admitió Melzer. Algunas tareas no las podían llevar a cabo ni las mujeres ni los hombres mayores, sobre todo levantar los pesados rodillos de papel y transportar las balas de tela. Y en la máquina de vapor prefería tener unos cuantos tipos jóvenes que hombres flacos de barba cana. La única molestia es que había que alimentarlos, y esos muchachos comían como lobos—. Además, siempre tienes a sus guardias en la nuca, soldados del frente nacional que vigilan que ningún prisionero se escape. No duermen aquí, sino en la fábrica de maquinaria, con los demás.
Bräuer asintió, pensativo, y permaneció callado un rato. Luego se inclinó hacia delante en la butaca y miró con prudencia hacia la puerta por si alguien del servicio estaba escuchando.
—Johann, me alegra que tu fábrica prospere —murmuró—. A mí no me va tan bien.
Melzer lo miró, compungido. Había oído rumores de que el banco Bräuer ya no pisaba con paso firme. No era de extrañar, muchos bancos pasaban apuros, la guerra consumía el capital, ya no se podían hacer negocios en el extranjero, y en el país la economía estaba por los suelos.
—Ya se arreglará —dijo, y le dio una palmadita en el hombro—. Cuando termine esta maldita guerra.