Chapter 13 - 12

—Si me lo llego a imaginar… —dijo el ama de cría, y sumergió la cuchara en la sopa—. No habría aceptado este puesto de ningún modo.

Las empleadas estaban sentadas en la cocina durante el almuerzo. Como siempre, había sopa de patata, que ahora se enriquecía con cebolleta y perejil del huerto. Quien tenía la suerte de pescar un trocito de carne de vacuno lo engullía rápido para no suscitar envidia a las demás.

—Se veía venir —comentó Auguste—. Hacía tiempo que hablaban de montar un hospital en la villa… Pero ¿qué se le va a hacer? Los señores disponen y a nosotras no nos queda otra que aguantarnos.

Else masticaba con fruición el pan que había mojado en la sopa. Cada una había desarrollado un método para aplacar el hambre con muy poco. Auguste se comía primero la sopa, luego el pan; Hanna lo desmenuzaba en la sopa, y Rosa se metía la rebanada en el delantal para comérselo más tarde.

—Hay dos pacientes con disentería —exclamó Rosa, alterada—. Quién sabe si vendrán otros con tifus o pulmonía. Y eso con dos niños pequeños en la casa. Yo me lavo las manos, soy inocente. Ya se lo he dicho a los señores: si los niños se contagian y mueren, no será responsabilidad mía.

—Más vale que se lave las manos con jabón —comentó Hanna—. Nosotras también debemos hacerlo, lo ha ordenado el doctor Moebius. Es muy estricto con eso.

Auguste soltó una risa tonta y rebañó el plato con el pan.

—Es estricto, pero miradlo. Por mí, ya puede ser estricto. Tiene una sonrisa tan bonita…

—Te gusta mucho, ¿eh? —preguntó Else, y se puso roja.

—¿Por qué no? —repuso Auguste, ingenua—. Es guapo y joven, aquí solo se ven viejos y lisiados.

—¿Te falta algo? —preguntó Rosa con una sonrisa pícara.

Else se sonrojó aún más y agachó la cabeza; Hanna arrugó la frente. Esa Rosa era una descarada, pero Auguste se lo había buscado. Aparte de la señora Brunnenmayer, hasta entonces nadie había podido hacerle frente, y mucho menos Hanna, no era lo bastante elocuente.

—Por supuesto que me falta algo —contestó Auguste, que lanzó una mirada hostil a Rosa—. Mi Gustav, me falta. Pienso en él día y noche.

—Y mientras tanto le echas miraditas al doctor Moebius, ¿eh? —repuso Rosa—. Ya vi ayer cómo babeabas por él.

—Sí, mírala —dijo Else, celosa.

Auguste se acomodó en el banco y cruzó los brazos sobre el pecho abultado. ¡Babear por él! ¿Cómo se le ocurría a la señorita Knickbein semejante tontería?

—Os vi en la terraza, desde la galería. Estabas con el doctor Moebius y lo devorabas con los ojos.

—Sí, ¿y? —preguntó Auguste encogiéndose de hombros—. La señora me había encargado que llevara café a los médicos, y entonces le pregunté al doctor Moebius si tomaba azúcar y leche con el café o lo bebía solo.

Rosa y Else soltaron una risita, incrédulas, mientras la cocinera murmuraba para sus adentros que aquello parecía un gallinero y ellas las gallinas peleándose por el gallo.

—¿Y qué hacías tú en la ventana de la galería? Espiar a la gente, en vez de hacer tu trabajo.

—¡Silencio! —ordenó la cocinera, al tiempo que señalaba la puerta que daba a las salas contiguas y de ahí al salón—. Viene la señorita Schmalzler.

Auguste se tragó lo que quería decir y Rosa también calló para no ponerse al ama de llaves en contra. La señorita Schmalzler ya había cumplido los setenta y llevaba más de cuarenta años trabajando en la villa. Su autoridad se basaba en un profundo conocimiento de la naturaleza humana y su empeño en ser justa. Incluso Rosa, que estaba convencida de que ocupaba un puesto especial en la casa, aceptaba con agrado las instrucciones del ama de llaves.

—Os deseo a todas una feliz comida.

Todas asintieron con simpatía y le devolvieron los buenos deseos. Hanna se levantó de un salto para buscar la cesta del pan mientras la cocinera llenaba el plato de sopa del ama de llaves.

—Comed bien. Es una vergüenza que el trabajo del hospital ni siquiera os deje tiempo para almorzar.

El ama de llaves había adelgazado, la piel se le había aclarado, la tenía casi blanca, y le habían salido arrugas, sobre todo en el cuello, que ni el encaje de la blusa oscura lograba disimular. Además, hacía tiempo que llevaba unas gafas colgadas de un cordel, que le bamboleaban sobre el pecho, para tenerlas a mano cuando las necesitara.

—No se preocupe, señora Brunnenmayer. Gracias, es suficiente. Póngale otra cucharada a Hanna, la niña aún está en edad de crecer.

La cocinera sacudió la cabeza y volvió a meter el cucharón medio vacío en la sopera. Desde la entrada trasera de la cocina se oía la alegre cháchara de dos enfermeras. Hanna se levantó para poner cuatro platos y cucharas, pues ahora llegaban a comer las enfermeras, primero dos, y luego las otras dos. Auguste ya les había llevado el almuerzo a los médicos, que comían en la pequeña sala de tratamientos, entre pomadas, vendas y todo tipo de instrumentos brillantes.

—Mañana recibiremos diez pacientes más —informó la señorita Schmalzler—. A cambio, el teniente Von Dornfeld se irá a casa, y en unos días el cabo Sonntag y el joven Maler también nos dejarán.

—El teniente Von Dornfeld es el rubio con bigotito que hace unos días se perdió en el parque, ¿verdad? —comentó Rosa—. Es un joven muy activo. Por desgracia, está algo desorientado. Fue directo a la casa del jardinero, y me costó sacarlo de ahí.

Auguste notó que clavaba la mirada en ella y apretó los labios para reprimir la réplica. Rosa era una persona malvada, no había duda.

La señorita Schmalzler añadió que, según su información, el teniente Von Dornfeld estaba prometido y llevaría a su novia al altar en las próximas semanas. Esperaban que la guerra llegara pronto a su fin, con la victoria del imperio, para que los jóvenes que estaban convalecientes no fueran enviados al frente de nuevo.

—Una oye historias muy conmovedoras —dijo—. Sobre todo cuando tienen fiebre, entonces desnudan el alma hablando.

Hanna pensó en el joven teniente que deambulaba por el jardín, era evidente que quería desahogar sus penas en la casa del jardinero con Auguste. Los hombres eran seres instintivos, peligrosos. Como su padre, que casi siempre les pegaba a ella y a sus hermanos. Como sus hermanos, que tan mal la trataban. Incluso los dos pequeños. Los peores eran los hombres que su madre llevaba de vez en cuando a casa. Pasaban allí la noche y se iban a primera hora de la mañana, pero eran tipos toscos. Cuando tenía once años, uno la agarró y la puso contra la pared, pero entonces su madre se interpuso hecha una furia y tuvo que soltarla. Le vino a la cabeza el joven prisionero de guerra, el tipo de pelo negro con los ojos oscuros y brillantes. Sería como los demás: ávido, brusco, y tal vez también se pusiera violento y le diera por pegar. Seguro, era ruso. Sin embargo, había algo tierno en su mirada, como una mano suave que acaricia y consuela. Ella le regaló un panecillo. Un panecillo robado. ¿Aún se acordaría?

—¿Diez pacientes nuevos? —dijo Else, indignada—. Bueno, espero que ninguno tenga el tifus. O la viruela. Algunos tendrán el cólera, me han dicho.

—Eso es una tontería, Else —repuso el ama de llaves—. Por desgracia, hay casos de tifus, también de difteria, según dicen. Pero no de viruela ni de cólera. En cambio, hay pulmonías y pleuritis peligrosas, quemaduras y esas heridas horribles que provocan las granadas.

Suspiró y apartó el plato. En aquellos tiempos horribles, cada uno debía dar lo mejor de sí para apoyar al Imperio alemán. Sabía que todos los empleados de la villa soportaban una carga de trabajo mayor de la habitual, incluida ella.

—Estoy orgullosa de vosotras, queridas, sé que cada una ha demostrado ser digna de la tradición de esta casa.

Entretanto, las dos enfermeras se habían sentado a la mesa y estaban comiendo la sopa. Se habían situado a cierta distancia de las empleadas. Cuando entraron, saludaron con la cabeza pero no establecieron contacto visual.

—¿No lo has oído? Ha dicho que en realidad quería ser pianista. Pero luego quedó hechizado por la medicina —dijo la enfermera más joven. Era pelirroja y tenía la cara llena de pecas. La otra era pálida, tenía el pelo pajizo y ojos de color azul claro un poco saltones.

—No, ¿de verdad? Ya imaginaba que tenía que ser artista. ¿Le has visto las manos?

—Manos de artista. Delicadas, dedos largos, y la piel tan fina…

Era fácil adivinar de quién hablaban. Del doctor Greiner seguro que no. Hanna vio que Auguste le daba un golpe en el costado a Else, que seguía la conversación de las enfermeras con la boca abierta.

—¿Qué haces ahí sentada? ¡A trabajar!

La ropa que estaba tendida se había secado. Había que planchar sábanas, fundas de almohada y camisas de dormir, además de enrollar todo tipo de vendas para utilizarlas de nuevo. Hanna puso los platos uno encima de otro y los llevó al fregadero, mientras la cocinera apartaba del fuego el agua y la vertía en una palangana para fregar. La señorita Schmalzler se disponía a levantarse para ir al hospital a comprobar que todo iba bien cuando apareció una visita por sorpresa en la cocina.

—¡Maria Jordan, hola! —dijo la cocinera, un tanto sorprendida—. ¿Ya vuelve a tener el día libre? Quiero decir, estuvo aquí el miércoles pasado.

—Saludos a todas —dijo Maria Jordan casi con timidez—. Saludos, señorita Schmalzler. Me alegro de que haya vuelto a la villa de las telas.

—Qué visita tan agradable, señorita Jordan. Sí, estoy muy contenta. Tengo una relación tan estrecha con los señores que no es fácil trabajar en otro sitio durante mucho tiempo.

—Seguro, seguro. Yo también…

Era evidente que el ama de llaves no tenía ni tiempo ni ganas de charla, porque invitó a Maria Jordan a sentarse un rato y se fue a toda prisa.

—¿Quiere un plato de sopa? —preguntó la cocinera.

—Si se puede… —dijo cohibida.

La señora Brunnenmayer cogió uno de los platos ya lavados, le pasó el delantal por encima para secarlo y se lo llenó con un cucharón de sopa.

—Es sopa de patata, solo hay carne los domingos —aclaró, y le puso el plato delante de las narices.

—Se lo agradezco de todos modos, señora Brunnenmayer.

Hambrienta, se tomó la sopa, casi la engulló, y rebañó los últimos restos del plato.

—¿Es que en casa de los Von Hagemann ya no se cocina? La joven señora Von Hagemann pasa más tiempo en la villa que en su casa.

Maria Jordan expulsó sin hacer ruido el aire que había tragado al comer. Los eructos sonoros, como los del jardinero y la cocinera, le causaban un asco profundo.

—¿Quién va a cocinar? —dijo luego, con un suspiro—. Hace semanas que la cocinera dejó el servicio. Estoy sola con la sirvienta.

—Vaya —gruñó la señora Brunnenmayer—. Pero podría cocinar algo igualmente. Una sopa. O patatas asadas con huevo.

Maria Jordan soltó una carcajada breve pero sonora, como si la cocinera acabara de contar un chiste obsceno. ¿Sopa? ¿Patatas? ¿Huevos? En casa de los Von Hagemann no había nada de eso, solo unos cuantos pedazos de pan, copos de avena y restos de sémola. ¿Qué iba a cocinar con eso?

—Hace semanas que la señora no se ocupa de nosotras. Come aquí porque ha montado el hospital y la necesitan. Y cuando llega a casa por la tarde está cansada, exhausta, y no quiere hablar con nadie.

—Pero tendrá que darle el dinero de los gastos domésticos a la sirvienta.

—Ni un penique. Desde hace tres meses. Nada. Vivimos de nuestro propio dinero.

—¡Jesús! —exclamó la señora Brunnenmayer—. Y yo que creía que Elisabeth Melzer era una buena señora de su casa. Aquella vez que el director estuvo en el hospital entre la vida y la muerte y la señora Alicia se quedó con él, Elisabeth se ocupó de todo aquí. Y lo hizo muy bien.

Maria Jordan dirigió una mirada desconfiada a las enfermeras, que ya habían cambiado de turno. Las dos mujeres, sentadas mientras Hanna les servía, eran mayores que sus colegas. Le daban miedo de tan robustas como eran; casi toscas. Seguro que no eran de clase alta. Trabajadoras de manos anchas y rojas y unos músculos en los brazos que bien podría tenerlos un hombre.

—La joven señora Von Hagemann esconde la cabeza bajo el ala —dijo dirigiéndose a la señora Brunnenmayer—. Si sigue así, las deudas le saldrán por las orejas.

La cocinera guardó silencio. Había oído rumores de que los Von Hagemann estaban en números rojos, pero no pensaba que fuera tan grave.

—Hace tanto tiempo que nosotras dos nos conocemos —dijo Maria Jordan con una sonrisa lisonjera—. Hemos pasado años, décadas, comiendo juntas, ayudándonos…

—Y peleándonos, señorita Jordan. Y no poco.

Maria Jordan movió las manos encima de la mesa como si estuviera alisando ropa y afirmó que siempre había sentido debilidad por la cocinera.

—Los que se pelean se desean. Eso dicen. Y en nuestro caso es así, señora Brunnenmayer.

La cocinera se apartó a un lado y se agachó para meter un haz de leña en la cocina. Auguste y Hanna no tardarían en ponerse a planchar la ropa de cama, y la cocina tenía que estar caliente para la plancha.

—El hecho es que me gustaría volver a la villa —dijo Maria Jordan, afligida—. Estaría bien que pudiera interceder por mí, señora Brunnenmayer.

La cocinera abrió la tapa de la cocina, metió tres leños, los empujó con el atizador de hierro y volvió a cerrarla. Dejó el atizador en su sitio y se giró hacia Maria Jordan.

—Se fue por voluntad propia. ¿Qué debería decir yo?

Maria Jordan vio por la ventana a Else, que pasaba con una cesta de ropa muy cargada.

—Hace cuatro meses que no me pagan el sueldo —dijo a media voz—. Echo las cartas por todas partes y leo el futuro a la gente. Así pago la comida para mí y para la sirvienta, Gertie. Y si la joven señora Von Hagemann desayuna en casa, se come el pan que he pagado con mi dinero. Esta es la situación. Dios sabe el cariño que le tengo a la familia Melzer.

—Eso suena mal, desde luego —dijo la señora Brunnenmayer. Mientras se abría la puerta de la cocina y Else entraba con la cesta de ropa, farfulló que eso era una vergüenza para la familia y que había que hacer algo antes de que se convirtiera en un escándalo—. Vaya a ver a la señorita Schmalzler —le aconsejó.

Maria Jordan asintió, preocupada. Sí, era el mejor camino. Si el ama de llaves le respondía con una negativa, siempre le quedaba intentarlo con la esposa del director Melzer. Antes la tenía en gran estima. Antes de que Marie se entrometiera. Marie la del orfanato, que ahora era la joven señora Melzer. Esas cosas podían pasar en la vida. Pero ella, Maria Jordan, ya lo había perdido todo una vez, y al final consiguió un buen puesto como doncella. Lograría escapar de la pobreza y de acabar en el arroyo una segunda vez.

—¡Ay, Maria Jordan! —exclamó Else, sorprendida, y dejó la cesta sobre la mesa—. ¿Quieres echarnos las cartas de nuevo? Hoy soltaría un marco si me leyeras el futuro.

La inesperada oferta la dejó desconcertada, pero, muy a su pesar, no podía aceptar. A Eleonore Schmalzler no le gustaba que adivinara el futuro, en una ocasión el ama de llaves incluso le prohibió esa «costumbre pagana y no cristiana». Por suerte, Else no insistió y se puso a enrollar las vendas de lino limpias. El doctor Moebius ya las había pedido, explicó con un brillo en los ojos, y tenía que darse prisa. En ese momento entró en la cocina Auguste con Liesel, de dos años y con rizos rubios, y Maxl en brazos. Maria Jordan dijo que salía a dar un paseo por el jardín.

—Ten cuidado, no vayas a asustar a ningún paciente —le advirtió Auguste—. Por la tarde, los señores oficiales se pierden por el parque para fumar sin que los vean.

Maria Jordan tuvo que dar un rodeo extraño para llegar a la terraza donde suponía que estaba Eleonore Schmalzler. Habían plantado un extenso huerto donde crecían repollos y lechugas, rabanitos, hierbas, cebollas y zanahorias y, si sus ojos no la engañaban, incluso asomaban guisantes y judías. El viejo Bliefert giró por el estrecho camino entre los bancales con una escoba de ramas que parecía hecha por él. La saludó con un gesto, que ella le devolvió. «Por lo menos él aún me trata bien», pensó animada. ¿Cómo podía haber sido tan tonta de abandonar su puesto seguro en la villa? Solo porque no tenía ganas de obedecer a una mujer que antes era una de ellas y luego se convirtió en su señora. Entre la maleza exuberante vio a dos chicos que avanzaban despacio por el sendero de arena del parque. Uno vestía uniforme y llevaba el brazo derecho en cabestrillo; el otro vestía camisa y pantalones largos, y tenía la cabeza vendada. Fumaban.

Maria Jordan rodeó un imponente arbusto de enebro y vio la terraza. ¡Qué imagen más triste! Allí donde en tiempos felices se tomaba café en familia, y donde se habían celebrado fiestas en verano con faroles que iluminaban por la noche, ahora había tres camas de hospital con pacientes inmóviles. Otros estaban sentados en las sillas de mimbre, conversando; la mayoría lucían vendas y estaban descalzos. Una joven enfermera acompañaba a un paciente por la hierba y le hablaba mientras él estiraba las manos para tocar las ramas de un haya. Seguramente el pobre había perdido la vista.

Se acercó a la terraza con la debida precaución, hizo un gesto amable a las perplejas enfermeras y preguntó por la señorita Schmalzler.

—En la sala de tratamientos. Está reunida con los médicos. ¿Es usted una conocida?

Le recomendaron que se sentara en una silla a esperar. A Maria Jordan no le quedó más remedio que seguir su consejo. Estuvo al sol lo que le pareció una eternidad, y agradeció infinitamente que uno de los pacientes, un hombre fornido de mediana edad, le ofreciera un vaso de agua.

—Mueva un poco la silla hacia la sombra —le dijo con una sonrisa—. Hoy hace calor.

Se presentó como Sebastian Winkler, antes profesor en un pueblo cerca de Núremberg. Habían tenido que amputarle el pie derecho. Un rasguño inofensivo se había infectado, y al principio no lo notó. Luego el pie empezó a hincharse y sufrió unos dolores horribles. Septicemia. Por poco llega demasiado tarde.

—También se puede perder la vida sin ayuda del enemigo —dijo negando con la cabeza—. Solo por un descuido absurdo.

Puso por las nubes el hospital. Los médicos eran excelentes y hacían un esfuerzo extraordinario, sobre todo el más joven, el doctor Moebius. Y las enfermeras, que además ofrecían sus servicios de manera voluntaria; no tenían formación médica y aun así hacían su trabajo con destreza y cariño, merecían un gran reconocimiento. La joven señora Von Hagemann incluso le había prestado algunos libros de la biblioteca familiar, pues era un lector voraz. ¿Conocía las novelas de Theodor Storm?

Maria Jordan le dijo que no. La conversación le resultaba un tanto agotadora, sobre todo porque no quitaba ojo de la puerta de la sala de tratamientos para que no se le escapara Eleonore Schmalzler. Sin embargo, como ocurre a menudo, justo en el momento en que la señorita Schmalzler salió con los dos médicos, Maria Jordan se había distraído un momento mirando hacia la galería. Había una mujer de nariz larga y boca pequeña que miraba abajo con curiosidad, a la terraza. Nunca la había visto, ¿habrían contratado a una doncella?

—¡Señorita Jordan! ¿Me estaba esperando?

Dio un respingo y de pronto la mente se le quedó en blanco. Todos los inteligentes argumentos que había pensado, los encubrimientos, las excusas, las fórmulas retorcidas…, no quedaba nada.

—Sí…, sí, yo… la estaba esperando, señorita Schmalzler —dijo dudosa—. Es… es que yo…

Se levantó y se acercó a ella para que ninguno de los presentes en la terraza oyera su petición. Se tambaleó como una niña de cinco años, tenía la sensación de que el calor le había derretido el cerebro.

—Entiendo —dijo Eleonore Schmalzler finalmente, y se dirigió a una de las enfermeras, que le había hecho una pregunta.

—Ya se pueden cambiar tres camas, Herta. Y ayude al teniente a recoger sus cosas.

—Le gustaría despedirse de usted, señorita Schmalzler.

—Voy enseguida.

Maria Jordan seguía en el mismo sitio, esperando, temía que la señorita Schmalzler se hubiera olvidado de ella.

—No puedo recomendarla como doncella, señorita Jordan —dijo por fin el ama de llaves—. Pero podría interceder para que trabajara de costurera con nosotros. Temporalmente.

—Eso… eso sería muy amable por su parte.