Chapter 12 - 11

Alicia jamás había osado comunicar a su marido una decisión irrevocable. Pero aquel precioso día de mayo, con el parque y los caminos teñidos por una luz de color verde lima, lo hizo. Con la cara decía que estaba harta. Era una Von Maydorn, descendiente de una familia noble cuyos hijos habían servido al imperio como oficiales de forma gloriosa.

—Esa es mi firme voluntad, Johann.

Melzer, enfadado, había arrojado al suelo el periódico matutino cuando, nada más empezar el desayuno, ella insistió en aquella tontería. No, no y mil veces no. No quería un hospital en su casa, y las mujeres de la villa, es decir, su esposa y su hija Elisabeth, tendrían que aceptarlo de una vez. Sin embargo, cuando se levantó de la silla después de aclararlo, Alicia se le encaró. Increíble. ¡Le cerró el paso hacia la puerta! Tendría que haberla empujado a un lado para poder pasar.

—¿Qué significa esto, Alicia? ¿Quieres montar una escena indigna delante de los empleados? ¿Realmente merece la pena?

Estaba delante de ella, entre furioso e inseguro, pero no se atrevía a rodearla ni a tocarla.

—Si montamos una escena o no, depende exclusivamente de ti, Johann. Yo estoy muy tranquila —dijo con la cabeza bien alta, aunque el leve temblor en su voz la delataba—. Está decidido, montaremos un hospital aquí, en la villa. Ya he informado a las autoridades correspondientes.

La mirada de Johann vagó por la habitación y luego regresó a ella. Notó que se acaloraba. El médico le había dicho que nada de alterarse.

—Esta es mi casa —dijo en un tono neutro, sin apenas mover los labios—. Lo que ocurre aquí ¡aún lo decido yo!

—Te equivocas, Johann. Esta es también mi casa, porque soy tu esposa. Y lo que quiero hacer lo impone la caridad y la humanidad. No entiendo cómo se puede rehuir ese deber.

Johann Melzer levantó despacio los brazos, se llevó las manos a la parte posterior de la cabeza y se quejó en voz alta.

—¿Es que todas las mujeres piadosas se han unido contra mí? Tú y tu hija Elisabeth os habéis aliado. ¿Y quién está realmente detrás de esto? ¿Eh? ¿Aún no lo has entendido? Nuestro querido yerno Klaus von Hagemann os ha inculcado esa idea absurda porque quiere ganar puntos ante sus superiores, ese pobre diablo ambicioso.

Alicia se quedó perpleja, era evidente que no se le había ocurrido, pero no iba a ceder. Estaba resuelta a llegar hasta el final, dijera lo que dijese Johann.

—No quiero discutir contigo —dijo ella, bajando la voz—. Solo te he comunicado mi decisión. Y esta vez espero que la aceptes.

Johann Melzer, con las manos en la cabeza, estaba petrificado en esa postura. ¿Qué le pasaba a su mujer? ¿De dónde salía esa obstinación? Aquello rozaba la rebelión. El ideario socialista. Mujeres que llenaban las calles exigiendo el derecho al voto. Esposas que se enfrentaban a sus maridos, y se negaban a obedecer al cabeza de familia…

—Si te viera tu hijo… —le soltó— ¡se avergonzaría de su madre!

Decir algo así era un golpe bajo, lo sabía muy bien. La breve carcajada de Alicia sonó estridente y forzada.

—¿Paul? —dijo, y se echó a reír de nuevo—. Sería el primero en entenderme. Pero está en el frente, y no tenemos noticias de él desde hace seis semanas.

—¿Acaso me lo estás reprochando, Alicia?

Ambos lo sabían, aunque jamás hubieran dicho una palabra sobre el tema. Johann Melzer podría traer a Paul de vuelta a Augsburgo porque los fabricantes de productos necesarios para la guerra eran liberados del servicio militar, o al menos podría intentarlo. Tanto a Marie como a Alicia les costaba soportar que aún no lo hubiera hecho.

—¡Eso tendrás que resolverlo contigo mismo, Johann! ¡Y con tu conciencia!

La dureza del tono era hiriente; aún más, le atravesó el corazón. Dejó caer los brazos e hizo un gesto de impotencia con la cabeza. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿No bastaba con que el mundo se hubiera vuelto loco? ¿Esa maldita guerra también tenía que instalarse en la villa?

—Bien, pues no hay nada más que decir. Salvo una cosa: te prohíbo que conviertas mi casa en un hospital. Si insistes en ello, tendrás que contar con mi enérgica oposición.

Entonces sí lo hizo. Avanzó dos pasos hacia ella, dispuesto a apartarla a un lado si seguía cerrándole el paso. Sin embargo, Alicia se apartó y lo dejó pasar. No vio que, cuando él cerró la puerta de golpe, se dejó caer en una silla y se tapó la cara con las manos.

—¡Auguste!

¿Dónde se había metido? Johann bajó al vestíbulo y, cuando ya se disponía a ir a buscar él mismo el sombrero y el bastón, vio a Auguste en la entrada con una visita que acababa de llegar.

¡Elisabeth! Lo que faltaba. No quería tener otra discusión, así que agarró rápido su bastón y saludó a su hija con un fugaz gesto de la cabeza.

—¡Papá! —lo llamó ella—. Cuánto me alegro de encontrarme contigo.

«Ya», pensó él. El segundo ataque de la mañana.

—No tengo mucho tiempo, Lisa. Ve a ver a tu madre, no está de buen humor.

Pasó por su lado y, cuando ya estaba en los peldaños de arenisca que daban al patio, oyó sus pasos presurosos.

—¡Papá! Espera, no te vayas corriendo.

Johann Melzer se detuvo a regañadientes, acababa de decirle que tenía prisa. ¿Qué quería de él?

La cara de preocupación de su hija le dolió. Pobre Lisa, siempre le habían tocado las peores cartas, y encima se había casado con ese noble venido a menos que solo buscaba su dote. En última instancia, él tenía la culpa; era su padre y no debería haberlo permitido.

—¿Habéis discutido, mamá y tú?

—Eso no es asunto tuyo, Lisa.

Su hija rompió a llorar, y Johann Melzer se llevó un gran disgusto. De ningún modo quería que sus padres tuvieran tantos problemas a causa del dichoso hospital. Había sido idea suya, solo esperaba poder hacer algo por los pobres heridos.

—Pero no a este precio, papá —dijo entre sollozos—. Me da mucho miedo tu salud, no debes alterarte. No, olvídalo. Hablaré con mamá. Nada de hospitales en la villa.

Johann Melzer estaba abrumado. No solo por aquel arrebato de lágrimas, también por su renuncia. Cuando se le tiró al cuello y hundió el rostro bañado en lágrimas en su chaqueta, sintió una impotencia y una emoción indescriptibles.

—Bueno, bueno, Lisa. No te lo tomes así… ¿Qué pensará Auguste de ti?

Ella se sorbió los mocos y hurgó en el bolso en busca de un pañuelo. Era extraño que, entre todos los cachivaches que llevaban las mujeres en los bolsos, casi nunca hubiera un pañuelo limpio. Johann Melzer sacó el suyo del bolsillo izquierdo de la chaqueta, donde lo guardaba siempre, y se lo dio. Igual que cuando era pequeña.

—Ten…, límpiate la cara, Lisa. Así no puedes ir a ver a mamá.

—No os pelearéis, ¿verdad? —preguntó mientras se limpiaba las mejillas—. Esta historia absurda se ha acabado, papá. De una vez por todas.

Él respiró hondo en el intento de liberarse de todo lo que tenía en la cabeza.

—No entiendo por qué me tacháis de ser un mal cristiano y un traidor a la patria. Me hiere en lo más profundo. No soy un santo, ni mucho menos, pero tampoco soy un monstruo —aclaró él.

—¡Ay, papá! Ya sabes lo mucho que te queremos todos.

Ya volvía a tener los ojos llorosos, seguro que rompía a llorar otra vez. Johann Melzer se sentía superado. No iban a dejarlo en paz con el tema y, antes de someterse todos los días a semejante ataque de nervios, optó por ceder.

—Tengo trabajo en la fábrica —masculló—. Cuando vuelva para el almuerzo, quiero conocer vuestros planes con exactitud. Además, espero un informe detallado de todo lo que mamá y tú habéis hecho al respecto.

Dicho lo cual, se dirigió a la salida del jardín todo lo rápido que se lo permitió la pierna afectada. Quería provocarles incertidumbre, se lo tenían bien merecido.

Para cuando llegó a la entrada de la fábrica tras un paseo de media hora y le soltó al portero el habitual «Buenos días, Gruber», ya tenía pensado cómo sería el hospital de la villa. Más tarde, en el escritorio, estuvo dibujando la distribución de los espacios y dónde levantarían paredes provisionales. Habló por teléfono con las autoridades militares y negoció la adquisición de camas, colchones, ropa de cama y pijamas para los pacientes. Le dijeron que apenas había vendas de algodón, que utilizaban tela de papel.

—Lo sé —gruñó al auricular, y colgó.

Johann Melzer sintió un gran alivio al ver que Elisabeth se había quedado a almorzar, pues Marie no parecía estar muy habladora y Alicia lucía un gesto impasible. Dijo que tenía migraña, comió unas cucharadas de sopa de arroz y se retiró a su habitación tras el postre, que consistía en compota de ciruela en conserva. No obstante, en el escritorio del despacho había dejado a su marido una carpeta donde, además de múltiples notas sobre el hospital, había un formulario de solicitud: «Cuestionario del Comité Nacional para el cuidado voluntario de enfermos en período de guerra». Había que responder quince preguntas sobre la accesibilidad del hospital, el edificio, el alojamiento, los médicos, el personal de enfermería y los espacios.

—Al final no querrán instalarlo en la villa —pensó en voz alta.

Sin embargo, Elisabeth ya había tanteado el terreno. Las autoridades militares locales agradecían mucho contar con otro hospital, aunque fuera pequeño, a cargo de la sociedad benéfica. El parque de la villa ofrecía a los convalecientes la posibilidad de pasear en un entorno tranquilo y al aire libre. Por eso habían propuesto ocuparse de casos que ya iban camino a la mejoría.

Melzer asintió, satisfecho. Sonaba bien. Prefería convalecientes que heridos recientes o casos desesperados. Era ridículo, pero no podía ver sangre y tampoco quería tener que oír los gritos de los moribundos.

Dos días después se presentó en la villa el viejo carpintero Gottfried Waser con sus dos aprendices para tomar medidas para los tabiques del vestíbulo. Una antecámara de varias puertas rodeaba la entrada para no acceder directamente desde el patio a la sala de los enfermos, que abarcaba casi toda la zona trasera del vestíbulo y recibía la luz por la ancha puerta de la terraza, con sus múltiples ventanales de cristal. En verano abrirían la puerta para sacar algunas camas a la terraza. El lavadero haría las veces de sala de tratamientos, y convertirían tres cuartos más en habitaciones individuales para oficiales. Como los señores ya no tendrían acceso al salón de la primera planta, habría que entrar en la villa desde el jardín, por la escalera que daba a la galería.

Al cabo de unos días, Alicia abandonó su inflexibilidad. Parecía cambiada, se ocupó de equipar las tres habitaciones para oficiales, trataba con la cocinera, que no estaba muy contenta con el aumento de trabajo, y seleccionó del grupo de jóvenes damas que se habían presentado como ayudantes voluntarias las que le parecieron adecuadas. Elisabeth se hizo cargo de la dirección del personal de enfermería y habló con el doctor Greiner, que desde el principio asumió el cuidado de los enfermos. Más adelante se le unió un joven médico.

En la planta baja se pasaron días trabajando con martillos y sierras, soltando palabrotas y quejas, y limpiando con trapos húmedos, frotando y sacando brillo. Auguste, Hanna y Else arrastraron mesitas, sillas y cómodas hasta las habitaciones para oficiales, colocaron alfombras y colgaron cortinas. Llegaron las camas y las montaron; veinte procedían de las reservas de las autoridades militares y las otras treinta las habían comprado los Melzer. Recaudaron donaciones, las señoras de la sociedad benéfica llevaron ropa de cama y pijamas, toallas, palanganas y orinales de esmalte. La reforma más cara fue la instalación de un baño con varios lavamanos y un retrete separado.

—¡Dios mío! ¿Qué habéis hecho con nuestro precioso salón? —exclamó Kitty cuando Elisabeth le enseñó con orgullo las instalaciones—. Es horrible. Parece un orfanato. Y esos catres… ¿Es que aquí también pegarán a los pobres chicos?

—¡Qué tonterías dices, Kitty!

Por muy bien que conociera Elisabeth a su hermana, le ofendían tantas críticas injustas después de tanto esfuerzo.

—Ay, solo era un comentario. —Kitty se encogió de hombros al tiempo que pasaba la mano por el metal lacado de blanco de una cama—. Dicen que algunos han perdido la cabeza. Deambulan, se arrancan la ropa y mueven las orejas.

—Esperaba que aportaras algo razonable a nuestro proyecto —replicó Elisabeth, disgustada—. Por ejemplo, una donación. ¿O tendrías que preguntar primero a tus suegros?

—Ah, no —dijo Kitty con una sonrisa—. En mi cofrecito, que conoces muy bien, siempre hay determinados importes de los que puedo disponer como desee. ¿Qué dice Marie de todo este caos? Debe de ser muy incómodo bajar con los niños por la estrecha escalera de la galería cuando salen. ¡Ay, Lisa! ¿Sabes que mi pequeña Henni se ha vuelto a reír hoy? Tiene una risa tan dulce que su abuelo está loco por ella. A ti seguro que ya no te conoce, siempre estás ocupada con tu dichoso hospital.

—Muchas gracias, Kitty. Tienes un talento especial para agriarme el buen humor.

Kitty soltó una risita tonta y le dijo que no se lo tomara así. Además, tenía una buena noticia para ella.

—Tilly tiene muchas ganas de cuidar a soldados enfermos. ¿Crees que podríais probar con ella? Es un encanto, un poco ingenua y bastante torpe, pero un encanto.

—Supongo que sí. Dile que venga a ver a mamá, ella se ocupa de eso.

Al cabo de dos semanas, ya en junio, se presentó en la villa un enviado del Ministerio de Guerra para inspeccionar el hospital. Comentó la dificultad para calentar la sala de los enfermos en invierno, exigió la adquisición de doce delantales blancos además de cofias para las enfermeras y preguntó a la cocinera si se veía capaz de preparar comida de dieta para los enfermos. Fanny Brunnenmayer se puso tensa y contestó que, dada la escasez de alimentos, hacía meses que no preparaba otra cosa, a lo que el enviado la llamó con respeto «mujer resuelta» y acto seguido puso en servicio el «hospital de reserva».

Los primeros pacientes llegaron en un camión militar: dos soldados enfermos por inhalar gas venenoso, un teniente y un sargento con disentería y cinco oficiales con heridas de bala en distintas partes del cuerpo. El hospital se puso en marcha y la planta baja de la villa se llenó de una actividad inusual. Nada funcionaba como Elisabeth y Alicia habían esperado. La mayoría de las enfermeras resultaron ser ineptas, el médico necesitaba medicamentos de los que no disponían, faltaban estanterías para los enseres personales de los pacientes, y, sobre todo, quedó claro que un retrete para tanta gente no era suficiente. Además, los pacientes complicaban las cosas, no todos se mostraban agradecidos por los cuidados voluntarios. Los oficiales se peleaban por las habitaciones individuales; dos de ellos, que estaban mejorando, fumaban y se emborrachaban con licores que les enviaban sus angustiados padres. Pasados tres días de caos, por la noche Elisabeth convocó una reunión de crisis en el comedor, a la que también asistieron el doctor Greiner y Tilly Bräuer, la única enfermera que quedaba. La hermana mayor de Alfons Bräuer resultó ser una ayudante excelente, para sorpresa de Elisabeth. Igual que su hermano, por fuera parecía un poco torpe y tímida, pero cuando se enfrentaba a una tarea demostraba que tenía manos hábiles y una mente clara.

El doctor Greiner, cansado y muy descontento, se planteaba retirarse porque era demasiado viejo para eso. Empezó a leer en voz alta, con semblante serio, las notas que había tomado en su libreta de lo que, a su juicio, había que cambiar sin falta. Lo más urgente eran las jóvenes damas que correteaban por allí como gallinas asustadas y sufrían ataques de histeria al ver un hombre desnudo; le ponían de los nervios, poco se podía hacer con ayudantes así. Necesitaban mujeres con experiencia y conocimientos sólidos. También era preciso organizar de un modo razonable las tareas rutinarias, a saber: lavar a los pacientes, vaciar los orinales, cambiar vendas y ropa de cama, dar la comida, limpiar el suelo, etc. Además, faltaba una persona que infundiera respeto y parara los pies a esos tenientes presuntuosos. Y era urgente conseguir: éter, alcohol puro, pastillas de carbón, vendas, buenas tijeras, pinzas, instrumental quirúrgico…

Alicia escuchaba con atención y de vez en cuando hacía comentarios de aprobación; mientras tanto, Elisabeth cuchicheaba con Tilly.

—Dile que se lo pedimos de corazón. La necesitamos sin falta.

Cuando Tilly se levantó para salir, el médico alzó la vista de sus notas, enfadado.

—Si a las señoras no les interesan mis explicaciones, les ruego que me permitan retirarme. Soy un hombre mayor y estaría encantado de delegar este trabajo en alguien más joven.

—Se lo ruego, doctor. Hemos preparado un tentempié.

—Bueno, en ese caso…

Tilly regresó al comedor con una sonrisa mal disimulada. Tras ella entró Marie. Su expresión era contenida, como siempre, pero quien la conocía bien sabía que se sumaba a la reunión a desgana, a petición de Tilly.

—Espero no causarte muchos problemas, Marie.

—No pasa nada, mamá. Buenas tardes, doctor. Admiro su maravilloso trabajo.

El doctor Greiner sonrió, halagado, y cuando Else entró con una bandeja de bocadillos y una botella de vino tinto, se animó un poco más. Hacían grandes esfuerzos por servir a la patria, era una actividad agotadora en esos tiempos. Solo había que superar algunos desagradables contratiempos organizativos.

Marie vio la mirada ilusionada de Tilly y comprendió que habían ido a buscarla porque el hospital estaba en crisis. En realidad, les estaba bien merecido a Alicia y Elisabeth, lo habían montado todo deprisa y corriendo y ahora surgían las dificultades. Marie soltó un leve suspiro, no le quedaba más remedio que intervenir para colaborar.

—Bueno —le dijo al doctor Greiner con amabilidad, y levantó la copa para brindar—. Supongo que en breve llegará un colega joven para ayudarle.

—Yo también lo espero —dijo él, al tiempo que se llevaba la copa a los labios—. Porque mi humilde persona está superada con tanto trabajo.

Alicia y Elisabeth contuvieron la respiración.

—Mi querido y respetado amigo —continuó Marie—. Todos sabemos lo pesada que es la carga que está llevando sobre sus hombros. Créame, he sentido gran admiración hacia usted estos últimos días. Precisamente por eso, estimado doctor, le pido de corazón que no nos abandone.

—¿He dicho yo eso? —farfulló él—. Solo quería dejar claro que esto no puede seguir así.

—Entonces decidamos juntos qué hay que hacer. ¡Que me muera ahora mismo si no conseguimos montar en la villa un hospital que funcione bien!

—¡Estupendo, señoras! —exclamó el doctor, y bebió un buen trago de vino—. Fantástico. Escucho sus propuestas.

Coincidieron en que, en la siguiente selección de enfermeras, debían valorar que contaran con aptitudes prácticas y cierto aplomo. Las mujeres casadas tenían preferencia. Hasta lograr suficiente personal, Marie ayudaría unas horas al día, y consideraba que Hanna era adecuada para la tarea.

—A Else mejor no se lo preguntamos —comentó Elisabeth, que también quería ser de utilidad.

—¿Else? Ah, no —repuso Alicia—. Para eso mejor Auguste.

—También propongo pedirle a la señorita Schmalzler que vuelva a la villa —dijo Marie—. Creo que cuenta con la autoridad suficiente para prohibirle a un comandante que fume en la sala de los enfermos.

—¡Bravo! —celebró Elisabeth, y el médico confirmó que a él también le parecía que la señorita Schmalzler sería capaz de arrebatarle de la mano el vaso de whisky a un general.

—Eleonore Schmalzler es una buena idea —confirmó Alicia—. Además, me ha preguntado varias veces si podía volver. Y confieso que la echo de menos.

Solo Tilly hizo un gesto de desaprobación con la cabeza, Kitty se llevaría un gran disgusto. Sin la señorita Schmalzler al mando, en Frauentorstrasse todo quedaría patas arriba.

—Bueno —dijo Alicia, vacilante—. Sin duda es responsabilidad mía que Kitty no sepa llevar una casa. La ayudaré a contratar a una buena ama de llaves.

A continuación, hablaron de comprar unas cuantas sillas de ruedas, y Elisabeth dijo que pediría una camilla al hospital de la ciudad. Alicia prometió remitir la lista del instrumental y los medicamentos que necesitaban al médico en funciones, y Else compraría en la farmacia lo más importante al día siguiente.

—¡Señoras! —El médico levantó su copa y miró satisfecho al grupo a través de sus lentes—. Me gustaría agradecerles de corazón una velada tan interesante. Creo que hemos dado un paso importante para estar a la altura de la gran tarea que nos hemos impuesto. Queremos ser de utilidad a nuestro querido país, con ánimo y fuerza, y aliviar el sufrimiento que provoca la defensa de la patria a nuestros valientes soldados.

La última frase de su discurso sonó un tanto teatral, pensó Marie. Se lo quedó mirando y bebió en silencio, con semblante serio. El médico se despidió y lamentó no poder llevar a casa ni a la señorita Bräuer ni a la joven Von Hagemann: como médico disponía de un coche en condiciones, pero Elisabeth y Tilly tenían turno de noche en el hospital, así que lo acompañaron a la planta baja y luego se dirigieron a la cocina, que también servía de sala de descanso para las enfermeras.

Alicia estaba de buen humor cuando subió con Marie a la segunda planta. Le alegraba que la noche hubiera acabado bien. De hecho, tuvo miedo de que el médico dimitiera, porque todo se habría venido abajo. Ahora, en cambio, podían mirar al futuro con confianza. Y sabía a quién agradecérselo.

—Tengo la mejor nuera del mundo —dijo con una sonrisa, y le dio un abrazo a Marie.

Augsburgo,

5 de mayo de 1916

Paul, mi querido Paul:

Hace semanas que no tenemos noticias tuyas. Estés donde estés, te llevo en mi pensamiento. No te olvido, y sé que mientras te envíe todas mis fuerzas y toda mi añoranza, habrá un buen espíritu que te ronde y te proteja.

Es lo único que puedo hacer, tal vez sea muchísimo, o quizá muy poco. Soy una mujer, no puedo subirme a un caballo de un salto y cabalgar hasta Francia en tu busca. No puedo reptar por las trincheras buscándote, y por desgracia tampoco he aprendido a pilotar un avión. Ay, cómo odio estar tan ociosa. Siempre esperando y manteniendo viva la esperanza. Guardo la compostura, pongo cara de alegría y sobre todo consuelo a mamá. Papá está retraído, no habla de sus miedos.

Te adjunto dos dibujos donde aparecen nuestros pequeños.

Son muy dulces cuando duermen con una sonrisa de felicidad. Nadie diría que este dúo también da conciertos de lloros rabiosos. Es una lástima que no puedas vivir todo esto. Todos los días, cada hora, aprenden algo nuevo, se ríen y agarran las piezas de construcción de colores, ya comen un poco de papilla y, oh, milagro, ahora hay noches que duermo de un tirón porque no me despierta ninguno de los dos pesados. Mi querido Paul, espero que vuelvas pronto del frente. No, aún no he renunciado a esa idea. Mientras tanto, quiero cumplir con lealtad mi deber de madre y nuera, espero tener a papá de mi lado en la fábrica en un futuro próximo. Que el Señor te envíe a su ángel para protegerte, mi amor. Mis pensamientos vuelan, estoy contigo, ahora y para siempre.

Te quiero.

MARIE