Chapter 7 - 6

—Eh, messieurs les soldats…, el café está listo…, levez-vous… ¡Levántense!

Una luz oscilante acarició el lecho de heno, rozó un momento a los hombres que dormían en el suelo y asustó a una serie de ratones grises, que se dispersaron como pequeños torpedos en busca de refugio.

—Ya vamos —masculló Hans Woltinger—. On arrive…

Humbert estaba hecho un ovillo, con los brazos cruzados y las piernas encogidas. No se movió. Como cada maldita mañana, esperaba que se olvidaran de él. ¿Por qué no podía convertirse en un haz de heno? Transformarse en ese rastrillo de madera que cuelga de la pared tan tranquilo, ajeno a los acontecimientos de la guerra.

—Malditas pulgas —dijo Julius Kerner con voz ronca, y se oyó cómo se rascaba—. Siempre vienen a mí. Tengo la sangre dulce, me van a comer.

En el rincón donde el cuarto hombre, el pequeño Jakob Timmermann, se había preparado su catre, se oyeron leves gemidos. El día anterior, uno de los caballos le había dado una buena coz mientras le rascaba el cuarto trasero izquierdo. Timmermann dio un salto atrás en el acto, pero el jaco dolorido le atizó en la espinilla. Humbert se llevó un susto de muerte y dejó caer el cubo de agua, por lo que a continuación el suboficial Krüger lo estuvo «puliendo» durante media hora.

—¿Cómo estás, Timmermann? —preguntó Hans Woltinger.

Largo y nervudo, Woltinger era un poco mayor que los otros tres y en la vida civil era maestro en una escuela de pueblo. Tal vez por eso pensaba que debía instruir a los demás. Humbert no lo soportaba, pero aún odiaba más a Julius Kerner por lo asqueroso que era. Cuando masticaba no cerraba la boca, se le formaban burbujas de saliva entre los labios y se veía cómo los dientes, pequeños y muy separados, trituraban los alimentos.

—Está muy hinchado —informó Timmermann—. Pero puedo caminar. Mierda, maldita sea.

Soltó un intenso gemido, seguramente se había levantado e intentaba apoyar la pierna. Woltinger encendió un fósforo, y el brillo amarillento del farol del establo creció en la oscuridad. Quedaron a la vista el heno gris con el que se habían preparado los catres y viejas vigas ennegrecidas de las que colgaban telarañas. Los tablones bajo sus pies no eran muy gruesos, y por las rendijas subía el cálido olor de la vaqueriza, que se encontraba justo debajo. No había nada más repugnante que ese hedor a estiércol que se pegaba a todo, absolutamente todo, a la ropa, el pelo, la piel. Humbert estaba convencido de que también su aliento olía a excrementos de vaca, y sentía asco de sí mismo.

—Vamos, pequeño. Levántate, no queremos discusiones por tu culpa.

Una patada de ánimos en el trasero hizo que se estremeciera. Por un breve instante contempló la luz titilante del farol que Woltinger sujetaba encima de él; luego cerró los ojos, deslumbrado.

—No te olvides la manta de montar.

No había opción de volver a sumergirse en la dulce oscuridad del sueño, el único refugio que le quedaba en ese infierno en la tierra. Tenía que levantarse. Abandonar esa postura encorvada en la que se sentía protegido, entregarse al frío húmedo y al juicio despiadado de sus supuestos «compañeros». Tenía que darse prisa o de lo contrario Woltinger bajaría con el farol y él tendría que buscar a oscuras la escalera que daba a la vaqueriza. Era fácil no ver la abertura en el suelo de tablones y caer. Humbert se levantó y se quitó la manta de montar de los hombros, la sacudió un poco y luego la enrolló. Tosió; el heno estaba polvoriento, una capa gris lo cubría todo.

Abajo, en la vaqueriza, sus compañeros ya orinaban en potentes chorros, igual que los demás varones de la familia de campesinos belgas. En principio, en invierno las mujeres también se aliviaban en algún lugar entre las vacas, pero eran discretas, nunca lo hacían cuando había algún soldado alemán cerca. En la granja nadie había oído hablar de los retretes. Humbert se apartó a un rincón, de espaldas a las vacas y los hombres, y se abrió la bragueta. Cuando se estaba aliviando, poco antes de terminar, notó una palmadita en el hombro y se manchó.

—¿Tienes la mermelada de fresa? —preguntó Julius Kerner—. ¿Y la mantequilla?

—La mantequilla se ha acabado.

—¿Ya? ¡Qué miseria! Eh, Jakob, ¿no recibiste ayer un paquete? ¿Había mantequilla?

—Mantequilla no, pero sí embutido. Y pasta de anchoa.

—Pasta de anchoa, ¡puaj!

Humbert se puso bien la ropa a toda prisa. Llevaba la mermelada en el bolsillo de la chaqueta, la señora Brunnenmayer le había enviado un bote. Ay, Fanny Brunnenmayer, si no fuera por ella, que le escribía cartas y le mandaba paquetes, se habría colgado de la primera viga que hubiera encontrado. O por lo menos lo habría intentado. No, no lo habría hecho. En Wijnegem, dos saboteadores belgas se habían ahorcado y tenían un aspecto horrible. La cara azul y la lengua fuera.

Los cuatro soldados alemanes caminaron entre los excrementos de vaca hacia el salón de la familia campesina, donde les habían preparado el desayuno. Pasados unos días, Humbert comprendió que esa gente solo tenía una habitación, y allí comían, dormían, amaban, nacían y morían. Las gallinas correteaban entre sus pies, el viejo gato estaba tumbado en una caja junto a los fogones, y un hirsuto perro marrón dormitaba bajo la mesa, a la espera de que le cayera algo. Estaban sentados muy juntos. La familia era grande: el padre, la madre, dos hijas mayores y tres adolescentes, uno de doce años y otro de cinco, además de una rezagada, una preciosa niña rubia de dos años. Todos tenían la cara redonda y el pelo fino y claro. Eran personas buenas que se resignaban a alojarlos sin rencor y sentaban a los soldados alemanes a su mesa como si fueran sus propios hijos. Había café con leche, pan y un poco de mantequilla, y los soldados dejaban sobre la mesa lo que les enviaban de casa: mermelada, embutido y otros ingredientes. A Humbert le molestaban la suciedad y el olor de la vaqueriza, que estaba presente en toda la casa, pero las comidas eran soportables; si obviaba que nadie comía con cuchillo y tenedor, se chupaban los dedos sin inhibiciones, hacían ruido al comer, eructaban y sorbían el café con ansia. El verdadero espanto llegaba después. Poco antes de las siete —la puntualidad alemana era temida en todas partes— debía presentarse con sus compañeros en los establos. Había varios, porque habían cambiado el uso de diferentes edificios para tal fin; el establo donde servían Humbert y sus compañeros era antes el aula de la escuela. Caminaban bajo la lluvia y el viento, y quien tenía un capote, como Jakob Timmermann y Hans Woltinger, salía airoso, mientras que Humbert y Julius Kerner llegaban casi todas las mañanas empapados. Podían estar contentos de que el establo se mantuviera seco, pues alrededor la tierra estaba inundada y el agua llegaba al terraplén de la carretera.

En el establo ya esperaba el suboficial Krüger, calvo y con bigote rojizo, un pedante desagradable y engreído que tenía a Humbert en el punto de mira.

—¿El señor jefe de comedor ya se ha mojado los pies? Pues date prisa o harás veinte flexiones sobre este excremento de caballo.

Humbert nunca había tratado con caballos. Al principio esos animales grandes le daban miedo, hasta que comprendió que, pese a su fuerza, eran increíblemente obedientes. Ahora los veía como compañeros de sufrimiento, seres inocentes obligados a caminar bajo una lluvia de balas, destrozados por las granadas y que terminaban en la cuneta sin entender por qué les hacían eso. Por suerte, todos los caballos del establo se hallaban en buen estado, algunos habían sido confiscados a campesinos belgas y no servían para cabalgar, pero la mayoría podían montarse, y había que alimentarlos y darles de beber, además de moverlos.

Hasta aproximadamente las ocho estaban ocupados limpiando, alimentando y retirando estiércol. Los suboficiales no paraban de dar vueltas, siempre se encontraban en medio y siempre tenían algo que criticar. Aparte de Humbert, Jakob Timmermann, de cara enjuta, era el «preferido» de Krüger. Odiaba al joven sobre todo porque antes de la guerra era estudiante de filosofía y un día se le cayó un ejemplar del Fausto de Goethe. A sus ojos, Jakob era un «intelectual», un sabelotodo al que había que dejar claro que los chicos como él eran el último mono en el regimiento.

—¡Cuidado! ¿A eso lo llamas cepillar? ¡Está hecho un asco!

Palmeó al caballo en la grupa y se levantó una fina nube de polvo, por lo que el pobre Jakob se vio en un aprieto. Era inocente, Julius Kerner había cepillado el caballo el día anterior, pero este sabía engatusar a la gente; ponía cara de inocente y una sonrisa sumisa y en cualquier ocasión gritaba: «¡A sus órdenes, señor suboficial!».

Pese a la pierna dolorida, Jakob logró ejecutar unos cuantos «ejercicios», por supuesto en medio de las heces de caballo. Krüger era un perro perverso. Humbert sintió unas ridículas ganas de empujar al suboficial con la carretilla llena de excrementos. Era agradable imaginar los detalles de la escena. Ver a Krüger gritar y aterrizar en la caca de caballo. La yegua caería presa del pánico y le daría una coz. Krüger con la boca abierta llena de estiércol. ¡Maravilloso! Humbert era demasiado cobarde para hacer algo así. Las consecuencias serían la cárcel o algo peor, y para él era un precio muy alto por un poco de satisfacción.

—A ensillar —ordenó Krüger, y se puso el capote para protegerse de la lluvia.

Humbert miró por las ventanas cubiertas de porquería de la antigua escuela y vio que seguía lloviendo a cántaros. Caminaron en formación por el sendero reblandecido y luego, pasada media hora, cuando todos, incluso los que tenían capote, estaban completamente empapados, dejó de llover.

Salió el sol, los prados brillaban oscuros, la cosecha de invierno brotaba clara en los campos, en medio de bosquecillos de pinos. Bélgica era una tierra bonita, rica. Pasaron junto a antiguas casas señoriales, imponentes castillos, parques que se extendían sobre el terreno llano. A Humbert le subía el ánimo ver esas mansiones. Eran el hogar de la cultura y la belleza, la tradición y el lujo, una existencia como era debido, definida por el respeto y el trato educado, todo lo que amaba, por lo que vivía. Era edificante ver que aún existía todo eso en un mundo desquiciado.

Lo llamaron a filas justo al principio de la guerra y lo enviaron a Francia. Aún tenía metida en el cuerpo la pena que sintió al ver los pueblos destrozados. El ruido de las granadas a lo lejos: un «plop» cuando las lanzaban, el silbido que subía de tono hasta convertirse en un estruendo, y luego el segundo «plop», el impacto. Una vez cayeron en el refugio subterráneo donde se habían detenido poco antes y murieron cinco compañeros; él se salvó porque estaba en un agujero haciendo sus necesidades. Cuando enterraron a los compañeros, estuvo a punto de desmayarse. A medida que se acercaban al frente, se quedaba inconsciente cada vez con más frecuencia, hasta que llegó un momento en que se desplomaba cuando se acercaba un avión. Le daban golpes y patadas porque pensaban que fingía. No notaba nada, pero cuando volvía en sí se retorcía de dolor. Al final fue declarado no apto para el frente y lo enviaron a Bélgica para servir en tierras ocupadas.

—Pero ¡qué manera es esa de sentarse en el jamelgo! Pareces un payaso. La espalda recta, los muslos juntos. Al trote. Vamos, vamos…

De vuelta en el establo, había que secar y limpiar a los animales, alimentarlos, darles agua, lavarles las patas… Luego limpiarse como pudieran y a toda prisa los zapatos, el uniforme, poner orden, limpiar las armas y a las doce presentarse a la llamada. Dejarse gritar por una mancha en los pantalones, un botón que faltaba porque el caballo se lo había comido…

Regresaban a la granja exhaustos, con el uniforme húmedo y los calcetines mojados. El almuerzo. Aquella gente también recibía alimentos de las tropas pero, aunque eran serviciales, no sabían cocinar. Carne de cerdo en lata con col fermentada, patatas, manteca, embutido ahumado y queso, todo junto en una masa grumosa de color marrón. Cada uno se servía en el plato. Julius Kerner, el obrero de fábrica de Colonia, se servía con avidez, y el profesor Hans Woltinger también comía como una lima. Jakob Timmermann estaba sentado junto a Humbert en el banco, con pinta de Cristo doliente.

—¿Te duele?

—Bastante. Me temo que el hueso se ha llevado un buen golpe.

—Di que te envíen al médico. Tres semanas en el hospital. A tumbarte cómodamente en la cama y a soñar. O a leer.

Timmermann sonrió. No quería hacer el vago mientras sus compañeros luchaban por su país. No era de los que escurrían el bulto. Su país lo había llamado, y él había respondido.

—Mutilado no le servirás de mucho a la patria. Mejor cúrate.

Timmermann comió solo unas cucharadas y luego le pasó el plato a Kerner, que lo miró asombrado y engulló la ración adicional.

—En unos días se me pasará. Puedo caminar, así que no está roto. No quiero estar en el hospital cuando vayamos a Verdún.

A Humbert se le cayó la cuchara de la mano, un grumo de la masa marrón acabó en el banco y el perro enseguida se abalanzó sobre él.

—¿A… Verdún? —dijo a media voz.

—¿No te lo han dicho? Ayer por la noche, cuando nos tomábamos el vino francés tú ya dormías. De momento solo es un rumor, pero ese tipo de rumores casi siempre se confirman.

Humbert notó que el estómago se le encogía y quería expulsar la comida. Se levantó presuroso, pasó por encima del perro, abrió la puerta y corrió bajo la lluvia hacia el montón de estiércol. El perro engulló con avidez lo que vomitó.

Se quedó un buen rato bajo el tejado saliente de ripias de la granja, tiritando de frío y con la pena en los ojos. Habían visto un traslado de heridos al hospital de Amberes; Humbert los había observado un instante a través de una ventana. Estaban todos más muertos que vivos, con la cabeza vendada o un muñón en el brazo.

En Verdún se libraría la batalla definitiva que llevaría a la victoria, eso fue lo que dijo en una ocasión el suboficial Krüger. Una vez tomada la fortaleza de Verdún, la guerra estaría decidida.

Humbert ya no creía en esa palabrería. Se había hablado en demasiadas ocasiones de la batalla definitiva, del ataque por sorpresa, de la fácil victoria contra los ingleses, de los cobardes franceses, de los rusos que no sabían luchar. Humbert había vivido la explosión de las granadas, que abrían grandes socavones en la tierra y destrozaban a personas y animales. Y eso ni siquiera era en el frente. Julius Kerner, el muy bestia, le había hablado de trincheras donde los soldados vivían con ratas y ratones entre la porquería. Desde que se percató de que Humbert entraba en pánico con esas historias, Kerner se deleitaba en ellas casi todas las noches, cuando se juntaban para beber vino y fumar. Allí tenían que comer ratas asadas porque no recibían suministros. A veces también se comían las ratas sin asar porque no tenían leña. Jakob Timmermann decía que se lo inventaba todo, que no se lo creyera, pero la mera idea de estar en un agujero estrecho entre las ratas casi le provocaba el desmayo.

Respiró hondo, inspiró el aire húmedo y miró por encima del murete hacia los campos, sumergidos en el vaho por la llovizna. Tras el almuerzo hacían una breve pausa, a la una y media se reanudaba el servicio en los establos y luego ejercicios hasta las cuatro, una tortura en la que uno notaba todos los huesos. Hacia las cuatro se entregaban las provisiones, el correo, de nuevo servicio en el establo y, por último, a los menos afortunados les tocaba guardia. Los demás tenían tiempo libre, se juntaban a beber cerveza o vino, jugaban a las cartas, escribían a casa …

De pronto comprendió que esa vida primitiva y monótona que tanto odiaba en realidad era un privilegio. Un lugar seguro, alejado de las trincheras y el fuego de las granadas, un refugio de la muerte y la desgracia. Sin embargo, se había acabado. La guerra, la de verdad, lo alcanzaría.

Una rata de agua gris se atrevió a ir desde un hueco cercano hasta el montón de compost. Humbert vio el pelo brillante y erizado, las patitas y la larga cola desnuda. Hurgó con las patas en el estiércol, royó un trozo de carbón descompuesto y desapareció a toda velocidad cuando alguien abrió la puerta del salón.

—¿Qué? —preguntó Woltinger, que se quedó un momento al lado de Humbert observándolo con detenimiento—. ¿Una indigestión? ¿También tienes diarrea?

Humbert negó con un enérgico gesto de la cabeza.

—Si no mejora, ve al médico. No vayas a contagiarnos algo. La disentería o algo así. No es bueno para nadie.

Siguió mirando fijamente a Humbert y, al ver que no contestaba, le dio un golpe en el pecho con la mano.

—¿Me has entendido, Sedlmayer? ¿O es que también tienes fiebre?

Antes de que Humbert pudiera evitarlo, Woltinger le puso la pesada mano en la frente. Tenía los dedos largos y secos y las uñas amarillentas, probablemente un hongo obstinado.

—No tengo fiebre —dijo Humbert al tiempo que se apartaba—. No soporto ese potaje grasiento, eso es todo.

Woltinger torció el gesto, era evidente que no le gustaba que el muchacho se apartara de nuevo.

—Eres muy tiquismiquis —gruñó.

Humbert se comportaba como un niño. Sobre todo cuando se lavaban, ya que nunca se bajaba los pantalones delante de los demás.

—¡Luego procura encontrarte bien para el servicio en los establos!

Humbert no dejó entrever reacción alguna. Woltinger no tenía ninguna autoridad, era un soldado raso como él. Se quedó quieto cuando los tres compañeros pasaron por su lado, solo Jakob Timmermann le hizo un gesto amable con la cabeza, como diciendo: «No te preocupes, conmigo no pasa nada». Jakob esbozó una débil sonrisa y siguió cojeando a los otros dos hacia la vaqueriza. ¿Podían enviar a alguien con la pierna hinchada a Verdún? Seguramente no.

Humbert apoyó la espalda en la pared porque notó una súbita debilidad, le fallaron las piernas y tuvo que sentarse rápidamente. Fue casi un desmayo, pero pudo controlarlo. Permaneció quieto entre jadeos, pero al ver que tenía los fondillos del pantalón húmedos y fríos por la tierra mojada, se levantó despacio. Se abrió la puerta del salón con un chirrido, una de las niñas rubias cruzó el patio con un cubo en la mano y tiró la porquería en los montones de compost mientras lo miraba.

—Vous êtes malade? ¿Enfermo? —preguntó con compasión.

—Solo estoy mareado.

Dibujó con el dedo índice unas líneas onduladas en el aire, y ella asintió.

—¿Un café? Sirve contra eso…

Pintó también líneas en el aire con el dedo y al hacerlo se le balanceó el cubo vacío, donde aún quedaba un resto de líquido marrón.

—No, gracias… Merci… Me voy a dormir.

Juntó las palmas de las manos y se las llevó a la mejilla derecha. Ella asintió y esbozó una gran sonrisa. Tenía unos ojos azules muy grandes, las pestañas rubias eran casi invisibles.

—Que duerma bien —le deseó ella. Se dio la vuelta con un movimiento coqueto y abrió la puerta del salón.

La lluvia arreció. Las gotas caían a través del alero del techo, los charcos de delante de la casa le cubrían los zapatos. Se movió con indecisión junto a la pared de la casa, dobló la esquina, donde habían construido un cobertizo bajo, y pensó si debería entrar. En su interior vio una carretilla de madera de la época de Matusalén, cestas y sacos amontonados, rastrillos, bieldos, palas, una vieja escoba de ramas… Tal vez podría esconderse bajo los sacos, quedarse inmóvil como un trozo de madera hasta que dejaran de buscarlo. ¿Qué harían si desapareciera sin más? ¿Si se desvaneciera en el aire?

Lo encontrarían y lo castigarían. Ese tipo de acciones podían llevarlo a uno a la cárcel por desertor, incluso a la horca. Rodeó el cobertizo y observó el huerto, limitado por un murete bajo. El cebollino estiraba impertinente sus brotes verdes desde la tierra mojada, poco le importaba que pudiera regresar la helada. Al seguir caminando, tropezó con una madera escuadrada, dio un traspié y en ese momento vio, apoyada en la pared, una escalera de madera que daba a una pequeña puerta justo debajo del techo. ¿Un palomar? En realidad, el cobertizo era demasiado grande para eso. Además, ahí solo había visto gallinas, patos y mirlos, no palomas. Miró con cuidado a su alrededor; la calle del pueblo estaba desierta, solo donde las curvas llevaban a la localidad vecina se atisbaban algunos jinetes a caballo y dos carros cargados. Demasiado lejos para ser peligrosos. Subió los resbaladizos travesaños de la escalera e intentó abrir la portezuela. No le costó mucho. Se le clavó una astilla en la base de la mano, pero pudo sacársela sin dificultades. Tras la puertecilla reinaba una penumbra gris, unas alas oscuras se movieron de un lado a otro, olía a polvo, a excrementos de ratón y a algún grano, avena o centeno.

Una buhardilla. No podía ser muy alta, pero en el medio cabía un hombre agachado. El viento se colaba por las rendijas entre las paredes y el entramado del tejado; estaba bastante oscuro, pero parecía seco. ¿Qué guardaban ahí? ¿Cereal? ¿Tal vez fruta en conserva, guisantes secos, mermelada de ciruela? Decidió subir y echar un vistazo. No para robar nada, solo porque sí. Entró a gatas y cerró la portezuela enseguida para que no lo descubrieran. «¿Por qué lo hago?», pensó mientras esperaba a que se le acostumbrara la vista a la oscuridad. Había sacos con cereal sin moler, tal vez avena o cebada. En medio de la zona baja había un curioso aparato de madera en el que ondeaban algunas telas, grandes y pequeñas. Cuando se acercó, entendió que se trataba de la colada puesta a secar. Había sábanas y camisas, y ropa interior larga y blanca con encajes como la que se llevaba en el siglo anterior. Dos corsés fuertes a los que habían quitado los cordones, varias camisetas largas, una falda negra de lana rígida con el dobladillo deshilachado…

Humbert dio varias vueltas a la colada, la observó largo y tendido, notó el frío cuando el viento sopló en toda la buhardilla y levantó las puntas de la sábana.

«Como alas grandes», pensó. Alas con las que alzar el vuelo con el viento.

Agarró la falda de lana y observó la prenda; comprendió que necesitaría un cinturón. En el exterior la lluvia golpeaba contra el tejado, bajaba y caía en gruesos hilos en el patio hasta reunirse en los charcos. Humbert se quitó la chaqueta del uniforme, la camisa, los pantalones, también la ropa interior. La camisa blanca de lino estaba fría y un poco húmeda, y sintió un escalofrío cuando se cubrió el cuerpo con ella. Luego se puso la ropa interior larga y se la ató en la cintura; encima, dos enaguas largas de lino y la falda de lana negra, y se la ató con los cordones del corsé, que también se estaban secando. No encontró nada para la parte de arriba, así que se echó un pañuelo de lana grande sobre los hombros, y para la cabeza encontró una cofia granate adornada con volantes arrugados que se anudó debajo de la barbilla. Los calcetines de lana eran demasiado pequeños, además tenía que ponerse sus zapatos, no zuecos de madera como los niños del campo.

Enrolló su uniforme y lo metió debajo de los sacos de cereales.

Luego bajó con cuidado la escalera; le costó no pisarse la falda y sujetarse el pañuelo mientras bajaba.

Saltó el muro del jardín y llegó a la calle del pueblo. A la derecha se entraba en la población, y desde ahí la carretera continuaba hasta Amberes. A la izquierda, un pequeño sendero se desviaba hacia los prados, seguía un torrente y desaparecía en los bosquecillos de pinos. Calculó que tardaría unas tres horas en llegar a pie hasta la mansión junto a la cual habían pasado el día anterior. Era una locura pensar que ahí lo acogerían. Era mucho más probable que lo entregaran a los ocupantes alemanes. Sin embargo, ¿qué tenía que perder?