Chapter 8 - 7

Johann Melzer vio desde la ventana de su despacho cómo se reunían las mujeres en el patio de la fábrica. Oía los gritos desde la tercera planta, incluso con las ventanas cerradas.

—¡Queremos pan, y no promesas vacías!

—¡Se nos ha acabado la paciencia!

—¡Exigimos el sueldo completo!

Las portavoces siempre eran las mismas, hacía años que las conocía. Siempre las había tratado con indulgencia porque eran buenas trabajadoras, pero en ese momento las despediría con gusto. ¿Por qué protestaban? ¿No estaban igual que muchas otras que soportaban sus miserias en silencio? ¿De dónde iba a sacar el dinero que exigían? La fábrica estaba parada, no había producción, ni ventas, ni encargos… ni sueldos.

—¡En la villa comen asado de cerdo y tarta de nata! ¡Y mientras nuestros hijos se mueren de hambre delante de nuestras narices!

Eso era una exageración. La señora Brunnenmayer había hecho un pastel para el cumpleaños de Alicia, un pastel muy pequeño cubierto con una crema blanca. No era ni de lejos una tarta de nata, casi todo era masa con mermelada. En cuanto al asado de cerdo, solo lo había en lonchas muy finas. Dos por persona. Las albóndigas de pan que lo acompañaban sabían sospechosamente a serrín.

Hoffmann entreabrió la puerta del despacho. Él vio el brillo temeroso en sus ojos tras los cristales de las gafas y sintió ganas de sonreír. Seguramente Lüders ya había huido al despacho de Paul.

—Lo siento muchísimo, señor director… Usted siga a lo suyo… Ya sabe…

—Lo sé, señorita Hoffmann. Quédese tranquila, ya lo arreglaré.

Ella asintió aliviada y le aseguró que todo aquello le resultaba extremadamente desagradable.

—Qué desgracia que el joven señor esté en el frente —comentó—. Siempre ha tenido buena mano para solucionar los problemas con los trabajadores —se interrumpió cuando se dio cuenta de que se estaba metiendo en un jardín. Se apresuró a añadir que la señorita Lüders y todas sus compañeras estaban a su disposición; si las necesitaba, no tenía más que decirlo.

La secretaria se fue presurosa, pues ya se oía ruido en la escalera. Melzer se sentó tras el amplio escritorio y recogió los pocos papeles esparcidos por encima: unos cuantos balances, dos pequeños encargos, facturas, varias solicitudes.

—¿Dónde están las secretarias? —gritó una potente voz de mujer—. Se han escondido, las finas damiselas, en vez de unirse a nosotras.

—No son de las nuestras. ¡Son chicas de clase alta!

Por un momento se hizo el silencio. Melzer oyó cuchicheos y pensó que, pese a su desfachatez, no se atrevían a entrar en su despacho sin más.

—Bueno, vamos.

—No muerde.

—Pasa tú delante, siempre llevas la voz cantante.

—Callaos todas. Ya voy yo.

Melzer se preparó. Ninguna concesión, de lo contrario solo conseguiría más exigencias. Y tampoco promesas. Hacía lo que podía, no era un monstruo y procuraba ayudar. No iba a dejarse insultar, ni mucho menos avasallar.

Llamaron a la puerta. Al principio con más timidez de la que esperaba, luego con más fuerza. Esperó hasta que los golpes se volvieron tan enérgicos que era imposible pasarlos por alto.

—¡La puerta está abierta, señoras!

Giraron el picaporte, y el peso de la puerta debió de parecerles inusitado, pues era doble y además incluía un relleno. Ahí estaban, en el umbral, mal vestidas, algunas con zuecos de madera, otras ni siquiera tenían abrigo con el que protegerse del frío de principios de año. Observaban con ojos temerosos, desconfiados, iracundos, muy decididos, al hombre de cabello blanco atrincherado detrás del escritorio. La primera que osó dar un paso al frente fue Magda Schreiner; flaca y nariguda, con los labios finos y la barbilla prominente, recordaba a un pájaro.

—Hemos venido porque tenemos algunas demandas.

Él esperó. Normalmente su silencio las intimidaba, empezaban a sentirse inseguras, a contradecirse unas a otras, y luego no le costaba quitárselas de encima.

—Sabe perfectamente de qué se trata —dijo la delicada Erna Bichelmayer, que se abrió paso y se situó delante de Schreiner. Bichelmayer era su mejor embaladora, siempre obtenía los mejores resultados. Su marido, Tobias Bichelmayer, había sido reclutado a principios del año anterior. Melzer sabía que la familia tenía cuatro hijos, tal vez cinco. El mayor empezó a trabajar de chico de los recados poco antes de que estallara la guerra. En aquella época en que aún había trabajo para todos.

—Me lo imagino, señoras. Sin embargo, me temo que no puedo hacer mucho por ustedes…

—Ahórrese los adornos —dijo Schreiner—. No somos señoras. Somos esposas y madres que defienden sus derechos.

—Solo exigimos lo que se nos prometió —gritó una mujer joven desde el fondo. Llevaba un pañuelo en la cabeza y le costó reconocerla. Lisbeth Gebauer, de apenas veinte años. ¿Qué se había hecho en el pelo? Su magnífico cabello castaño, ¿se lo había cortado para venderlo? La idea le causó un dolor peculiar. Más que saber que los campesinos se morían de hambre y no podían comprar carbón para la estufa.

—Prometió pagar el sueldo completo a las familias de los trabajadores que fueran enviados al campo de batalla.

En eso tenía razón, lo dijo en agosto de 1914. Entonces, cuando todos creían que la guerra solo iba a durar unos meses, muchas fábricas hacían ese tipo de promesas, y la prensa lo publicaba para documentar sus convicciones patrióticas. Algunos listos habían sido más prudentes y prometieron solo el sesenta por ciento del sueldo; otros, aún más inteligentes, se abstuvieron de hacer promesas. Por desgracia, estos últimos acabaron teniendo razón: ahora solo las acerías y otros fabricantes de productos necesarios para la guerra estaban en situación de pagar sueldos aunque no recibieran encargos. No era de extrañar, ahí los empleados enviados al campo de batalla como soldados habían sido sustituidos por prisioneros de guerra.

—¡Solo exigimos lo que se nos prometió!

—No nos queda nada para comer. No hay leche, ni pan. Las patatas que nos dan están podridas.

—Mi madre murió la semana pasada. De hambre.

Las dejó despotricar, gesticular, desahogar la rabia y procuró mantener la serenidad. ¿Por qué se indignaban tanto? ¿Acaso no estaban mejor que los que habían sido despedidos? ¿No sacaban provecho de que él hubiera conseguido unos cuantos pedidos pequeños? Seguro que limpiar cartuchos metálicos no era un trabajo agradable, pero era mejor que estar tirado en la calle pidiendo.

—¡Queremos lo que es nuestro! —chilló Schreiner—. El dinero que les corresponde a nuestros hombres, el que nos prometieron. Todo el mundo lo vio en la prensa…

Se le petrificó el rostro. En otros tiempos a esa desvergonzada le habría caído una buena bronca y la habría echado. Sin embargo, desde el derrame cerebral ya no era el mismo. Era una lástima que Paul no estuviera allí. Su hijo tenía el don de encontrar las palabras y el tono adecuados. A Johann Melzer no se le había concedido.

—Es cierto que apareció en la prensa —dijo para poner fin al griterío—. Pero si lo leyeron bien, también tuvieron que fijarse en la palabra «temporalmente».

—Quiere excusarse —susurró Lisbeth Gebauer a Bichelmayer, que estaba a su lado.

—Los capitalistas siempre se guardan una puerta trasera.

—Dejad de decir eso, se va a poner furioso…

«Vaya», pensó Melzer. Así que Bichelmayer era socialista. Esos desgraciados sacaban provecho de la necesidad de la patria y encima seducían a sus trabajadoras.

—Aunque quisiera… —dijo elevando la voz, y se levantó para que lo oyeran mejor—. Aunque quisiera, no podría pagaros los sueldos de vuestros maridos. Porque no tengo el dinero.

—No… ¡no nos lo creemos!

Ahí sí que estuvo a punto de gritar. Se limitó a lanzar una mirada de odio a Bichelmayer por haberse atrevido a lanzar esa frase. Era una de sus trabajadoras más antiguas; espigada y huesuda, tenía más de cuarenta años. No pensaba que precisamente ella, que había sido leal a la fábrica de paños Melzer durante tanto tiempo, se volviera tan grosera.

—¿Habéis visto las naves? —masculló él—. ¿Acaso hay una sola máquina funcionando? ¡Silencio total! No hay lana, ni algodón. Y aunque tuviera la materia prima, apenas queda carbón para poner en funcionamiento las máquinas de vapor.

—¿Por qué no hace telas de papel? —intervino una de las mujeres.

Melzer obvió la pregunta y siguió explicando que se esforzaba por conservar al menos algunos puestos de trabajo. ¿Habían mirado a su alrededor? ¿Cómo estaban en Göggingen? ¿Y en los talleres de hilado y tejedurías de colores de Pfersee? ¿Y en la fábrica textil Bemberg? En todas partes estaban parados y las naves vacías. Quien quisiera ganar dinero debía buscar trabajo en las fábricas de máquinas. En Epple y Buxbaum, por ejemplo. Ahí trabajaban a destajo.

Sabía muy bien que era pura palabrería, pues las fábricas de máquinas no contrataban a trabajadoras. Ahora que se había desahogado y el latido de su corazón se calmaba poco a poco, aquellas mujeres le dieron pena. Sabía que no acudían a él por desfachatez sino por necesidad. Por necesidad y por las malditas ideas socialistas que les rondaban por la cabeza.

—Vendrán tiempos mejores —intentó calmarlas—. Cuando ganemos la guerra, los perdedores pagarán y todos veremos compensadas nuestras pérdidas.

Las mujeres callaron. Magda Schreiner tenía el labio superior levantado, se veía que le faltaba un incisivo. Erna Bichelmayer tosió y tomó aire por la nariz en un gesto ruidoso. Ninguna se atrevía a decir lo que pensaba, pero Melzer lo sabía. ¿Y si, cosa que nadie deseaba, el Imperio alemán perdía la guerra? ¿Qué ocurriría después?

—Todos estamos en manos de Dios —continuó él—. Siempre que dependa de mí, os daré trabajo y no despediré a nadie. Es lo único que puedo hacer. Lo siento.

Tenían la mirada perdida; guardaron silencio. La colérica Elan, que se había dejado llevar hasta ahí, estaba hundida. ¿Quién podía saber si el director mentía o decía la verdad? Era cierto que las máquinas estaban paradas en las naves.

Indecisas, balanceándose de un pie al otro, intercambiaron miradas, y al final la más joven, Lisbeth Gebauer, se animó a decir algo.

—¿Qué tal una gratificación? Los precios del pan han vuelto a subir.

Él arrugó la frente, incrédulo, pues sabía que se habían fijado unos precios máximos oficiales. No quería discutir. Además, se había propuesto no hacer concesiones, ni dar limosna, de lo contrario se presentarían ahí todos los días a poner la mano.

—Durante las próximas semanas no habrá reducción de jornada. Llegan mochilas y fundas de sillas que hay que limpiar y remendar.

No era una gran noticia, pero sí la perspectiva del sueldo completo. Tendrían que conformarse con eso. Salieron despacio, primero las que estaban detrás, que solo con eso ya habían demostrado tener más cautela: se alegraban de no haberse expuesto. La última en salir del despacho fue Lisbeth Gebauer, pero antes hizo un gesto con la cabeza a Melzer y murmuró:

—No se lo tome a mal. Es muy duro oír llorar a tus hijos de hambre.

Le caía bien aquella chica, y estuvo a punto de ir a buscar el monedero y ponerle unos cuantos marcos en la mano, pero no lo hizo. Por prudencia, pues entonces tendría que dar algo también a las demás. Se propuso hablar con Alicia. Podría hacer algo con la directora Wiesler y la sociedad benéfica. Por lo que él sabía, Rudolf Gebauer había caído unas semanas antes en Rusia, y Lisbeth tenía dos niños pequeños.

Cuando las visitantes desaparecieron por la escalera, las dos secretarias se atrevieron a regresar a su puesto en la antesala. Hoffmann se asomó por la rendija de la puerta y preguntó, preocupada, si todo iba bien.

—¿Quiere que le prepare un té, señor director?

—¡Un café! ¡Bien cargado!

—Por supuesto, señor director. Ahora mismo.

Después de semejante escena necesitaba un café fuerte, con o sin bellotas, daba igual, pero bien fuerte. Alicia, que siempre se preocupaba por su salud, no se enteraría; casi nunca iba a la fábrica. En esas situaciones, solo Paul le reconvenía con un gesto, aunque no decía nada.

Se acercó a la ventana para observar lo que ocurría en el patio. Las mujeres aún no se habían dispersado, estaban cerca de la entrada, y parecían enzarzadas en alguna discusión. Pero ¿qué demonios tramaban ahora? ¿Esa que daba un discurso no era Bichelmayer? Por supuesto. Tendría que andarse con cuidado con ella, era una mala influencia para las demás. El viento agitaba con fuerza sus faldas. Algunas ni siquiera tenían abrigo, solo llevaban pañuelos de lana sobre los hombros, que con la lluvia enseguida se mojaron. Cabía suponer que la mayoría calzaba zapatos con la suela de madera, a juzgar por el jaleo que armaron al bajar la escalera.

Interrumpió sus pensamientos de repente, retiró la cortina y aguzó la vista. Pero esa era… ¡No podía ser, debía de estar engañándose! Sin embargo, esa mujer joven con el elegante abrigo gris claro guardaba un parecido extraordinario con su nuera. Costaba verle el rostro porque llevaba el sombrero atado con un pañuelo de seda blanco. Sin embargo, los andares, tan ligeros y al mismo tiempo resueltos, esa postura erguida pero flexible… Solo podía ser Marie.

Marie, que llevaba seis semanas sin hacer nada que no fuera cuidar de sus gemelos.

¿Qué hacía en la fábrica? ¿Una mala noticia? ¿Paul? No, eso no, Alicia lo habría llamado, le habría pedido que fuera a la villa.

Entonces, ¿qué?

Vio, enfadado, que se paraba junto a las trabajadoras y entablaba conversación con ellas. Claro, para ella era fácil. Unos años antes había trabajado en la fábrica. Solo medio año, luego se marchó. La orgullosa hija de Louise Hofgartner no estaba hecha para pasarse diez horas al día sentada frente a una máquina de coser.

¿De qué hablaba con aquellas mujeres? Ese trato despreocupado no le gustaba nada, al fin y al cabo era la esposa de su hijo, que dirigía la fábrica junto con él. Las trabajadoras debían llamarla «señora Melzer», pero dudaba de que lo hicieran.

—Su café, señor director. Tan fuerte que la cuchara se mantiene en pie.

Él no se volvió hacia Ottilie Lüders.

—Lléveselo.

—Pero usted ha…

Lüders también estaba perdiendo facultades. Melzer masculló algo ininteligible y le ordenó que cuando saliera a la antesala hiciera pasar a su nuera enseguida. El café se lo podía tomar la señorita Hoffmann.

—Su nuera…, ya, claro, señor director.

Vaya, por fin había caído en la cuenta. Ottilie Lüders, siempre discreta y preocupada en todo por el bienestar de su jefe, desapareció con la taza de café. Estaba bastante seguro de que en ese momento se encontraba junto a la ventana de la antesala haciéndole gestos a Hoffmann para explicarle la situación. Ya no se veía a Marie por ninguna parte, había desaparecido en la entrada del edificio de administración. Las trabajadoras por fin se dirigieron a la salida de la fábrica, donde el portero les abrió el paso.

—¿Señor director?

El tono de Marie era exaltado, pero también un poco irónico. Al entrar en el despacho lo llamó «señor director». En la villa, hacía tiempo que lo llamaba «papá». Él aceptó ese apelativo tras la boda con ciertas dudas, y solo porque Alicia había pedido a Marie que la llamara «mamá». No podía quedarse atrás.

—Estimada nuera —contraatacó él, y se acercó para ayudarle a quitarse el abrigo—. Cuánto brillo en mi sencillo despacho.

Marie se desató el chal de seda y se quitó el sombrero, se pasó los dedos por el cabello desmelenado y se recolocó un mechón impertinente. El paseo al aire libre le había sentado bien, tenía las mejillas rosadas y una expresión más alegre y resuelta.

—El olor a café en grano es tentador.

Él evitó su mirada y dijo que las dos secretarias se habían hecho café.

—Siéntate, Marie —se apresuró a cambiar de tema—. Siéntate conmigo a charlar un poco. Me alegro mucho de que me visites en la fábrica. ¿Auguste está con los niños?

Se sentaron en las butacas de las visitas y supo que Marie había decidido contratar a un ama de cría. Auguste ya tenía bastante con sus hijos y solo iba unas horas a la villa, pero Hanna había resultado ser una buena niñera, y además la señorita Schmalzler iba a volver a la villa.

—Vaya…

Johann Melzer cruzó las piernas e intentó que no se le notara mucho la satisfacción que le producía aquel nuevo giro. ¡Por fin entraba en razón esa testaruda!

—Eso significa que a partir de ahora tendré más tiempo para la familia —dijo Marie con una sonrisa—. Y también para los intereses de la fábrica.

—Ya —dijo él, sin entender muy bien qué quería decir con la última frase—. ¿Te apetece un café?

Ella le sonrió con picardía y respondió que no podía negarse a un cafecito, pero solo si él la acompañaba.

«Ajá», pensó él, y no pudo evitar sonreír. «Se trae algo entre manos y quiere tenerme de buen humor, la muy viva». Sin embargo, no perdía nada con escuchar.

Hizo pasar a Hoffmann y le pidió dos cafés, bien fuertes.

—Enseguida, señor director. ¿Les apetece algún dulce?

Lüders había hecho galletas de avena y las había llevado a la fábrica. Había sido un bonito gesto por su parte, a pesar del espantoso sabor.

—Es usted muy amable —dijo de todos modos.

Marie se había levantado y caminaba de un lado a otro por el despacho. Contempló los lomos de los archivadores en las estanterías de la pared, luego se acercó como si nada al escritorio y cogió la hoja que coronaba el montón de papeles. Un comunicado del Ministerio de Guerra confirmando dos pequeños encargos «importantes para la contienda»: el saneamiento de dos mil cestas de proyectiles y la limpieza de ochenta sacos de cartuchos.

—En el patio, las trabajadoras me han contado sus sufrimientos —dijo, y volvió a dejar la hoja—. El sueldo que reciben es poco para vivir y demasiado para morir.

—¿Ahora eres la portavoz de mis trabajadoras?

Le molestaba que le explicara cosas que sabía desde hacía tiempo y que no podía cambiar. Bastante tenía con presenciar cómo su fábrica se iba al garete. Era la obra de su vida. Toda su energía, su amor, estaba en esas naves. Años de actividad vibrante y ruidosa de personas y máquinas.

—¡Ay, papá! —exclamó ella, enojada—. Sabes perfectamente a qué me refiero. Tenemos que hacer algo para que la fábrica de paños Melzer vuelva a levantarse. Solo así les irá mejor también a las trabajadoras.

Johann Melzer habría soltado una carcajada de no saber que ella hablaba en serio. Dios mío, ¿es que todas las mujeres de Augsburgo se habían puesto de acuerdo para atacarle? Primero las trabajadoras y ahora la ingenua de su nuera, que por lo visto creía que podía darle lecciones. Casi habría preferido que se quedara en la habitación de los niños ocupándose de los gemelos.

Por suerte, llegó Hoffmann con dos tacitas de café y un plato de galletas redondas. Al menos eso le dio tiempo para prepararse con calma para las tonterías que sin duda estaba a punto de oír.

—Paul me pregunta en casi todas sus cartas si por fin has estudiado sus planos. Las máquinas que proyectó y dibujó.

Melzer sabía que Paul tenía sus esperanzas puestas en ese sinsentido. Él también había recibido correo de su hijo, pero delegaba la respuesta en Alicia, él solo le enviaba saludos y firmaba.

—¿Máquinas? —preguntó, confiando en que Marie no tuviera ni idea del asunto—. ¿Qué máquinas?

Por desgracia, la táctica no funcionó. Intentó que se sintiera insegura y frenarla con unos cuantos detalles técnicos, pero Marie era digna hija de su padre. El genial constructor Jakob Burkard llevaba tiempo fallecido y Marie nunca lo conoció. Sin embargo, parecía que la habilidad en lo relativo a las máquinas era hereditaria en los Burkard. De hecho, las hiladoras y las máquinas de su antiguo socio habían superado con creces a las de la competencia. Burkard había introducido unos cuantos detalles, protegidos como secreto empresarial.

—¡No te hagas el tonto, papá! —lo riñó—. Paul dibujó los planos de una hiladora para tiras de papel. Con esos hilos se pueden elaborar tejidos.

Sabía incluso que Claviez, en Adorf, fabricaba ese sucedáneo de tela que se consideraba importante para la guerra. En el Palatinado, Claviez producía diez toneladas de tela de papel al día y se empleaba en material para los hospitales de campaña, lonas de tiendas y carros, máscaras de caballos, suelas de botas, cuerdas. Y también se hacían uniformes y ropa interior.

—¡Tenemos las tejedoras paradas, papá! Si fabricáramos hilos de papel, entraríamos en la producción. En Claviez trabajan en tres turnos, tienen pleno empleo.

Él escuchó enfurruñado, le asombró el nivel de conocimiento de Marie. ¿Se habría enterado por Paul? Seguro que el pobre tenía pocas ocasiones en el campo de batalla de informarse sobre la situación económica de los talleres de Claviez. Por lo visto estaba en algún lugar de Francia.

—¿Cómo lo sé? Por Bernd Gundermann, que tiene parientes en Düsseldorf que trabajan en Jagenberg. Allí fabrican tela de papel, y saben cómo van los negocios de la competencia en el Palatinado.

La idea de hablar con el trabajador Gundermann era de Paul, claro. Y por lo visto a ella le había explicado con todo lujo de detalle sus geniales esbozos. Sin embargo, lo sorprendente era que Marie lo había entendido. La hija de Jakob Burkard había entendido cómo encajaban las piezas de esas malditas máquinas y que, si era necesario, también podían hacerlas funcionar con energía hidráulica. Es decir, sin máquinas de vapor para las que no tenían carbón.

—La fábrica de papel de Augsburgo está a la vuelta de la esquina, papá. Prácticamente no tendríamos que pagar costes de transporte. También podríamos teñir nosotros las telas. ¿No lo entiendes? Solo tenemos que encontrar a alguien que construya las máquinas siguiendo los planos de Paul.

Johann Melzer notó que la sangre le subía a las orejas. Su asalto era mucho más potente que el que acababa de eludir con éxito.

¿Qué eran veinte trabajadoras enfadadas frente a esa joven que tenía sentada delante, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, exponiéndole su punto de vista? Pleno empleo. Triplicar las ganancias. Una aportación a la victoria de la patria. Abrir nuevos caminos, pensar en el futuro. Dar ropa y zapatos a la gente. Vendas para miles de heridos.

—¿No te angustia que todas las máquinas de la fábrica estén paradas? Antes apenas se podía aguantar el ruido en las naves, y ahora reina un silencio sepulcral. Si entramos en la producción de hilo de papel…

Él hizo un gesto de rechazo con la mano y notó que se le aceleraba el corazón. No debería haberse tomado el café.

—Subestimas el riesgo —repuso él—. Se trata de mandar construir unas máquinas muy caras que nadie sabe si funcionarán. ¿Y si Paul ha cometido un error? ¿Y si los hilos fueran de menor calidad y no encontrara comprador? ¿Y si las máquinas de tejer buenas se estropearan con los hilos nuevos? —Respiró hondo—. Además, para una producción así se necesitan especialistas, hombres que sepan su oficio. Solo con trabajadoras no se puede hacer.

—¡Madre mía! —exclamó Marie levantando las cejas—. ¿A qué estás esperando? ¿Acaso crees que empezará a llover algodón del cielo? ¿Que Jesucristo se alzará entre las nubes y nos regalará diez vagones de lana virgen?

—¡Te lo advierto, Marie! —gritó furioso—. ¡No te metas en asuntos de los que no sabes!

Ella dejó con brusquedad la taza y el plato de café en la mesita y lo miró enojada.

—Deberías pensártelo, papá. ¡Es por el bien de todos!

—Ya está decidido, y se acabó. ¡La fábrica de paños Melzer jamás producirá sucedáneos de telas!

—¿Prefieres no producir absolutamente nada y que todos muramos de hambre?

—Ya está bien, Marie. Te he escuchado y te he explicado mi postura. Mi decisión es irrevocable.

Marie se levantó sin decir nada, cogió su abrigo del guardarropa y se lo puso. Él se acercó como pudo para ayudarla, como dictaba la buena educación, pero ella fue más rápida. Se dio la vuelta, se colocó el sombrero y se ató el pañuelo de seda.

—Nos vemos esta noche.

Se dirigió a la puerta en silencio. Esta vez él fue más rápido y se la abrió con un gesto agresivo. Si pensaba que iba a salirse con la suya con esa expresión gélida, estaba muy equivocada. Él se mantendría firme. Nada de sucedáneos de tela en su fábrica.

Cuando ya casi había atravesado el umbral, se volvió hacia él. Su expresión era más suave, aunque estaba llena de reproches.

—Por cierto, en cuanto a los trabajadores, los liberan del servicio militar. Irán a recogerlos incluso al campo de batalla para que trabajen en la fábrica. También podrían devolvernos a Paul…

Cerró la puerta y lo dejó en ascuas.