Chapter 6 - 5

Alicia Melzer removió por tercera vez su café matutino, luego se llevó la taza a los labios y bebió el primer trago. Había que acostumbrarse a ese sucedáneo de café, era una cuestión de disciplina; además, ese brebaje era sano. Sobre todo para Johann, que tenía la presión sanguínea muy alta y, como había dicho el doctor Greiner con claridad hacía poco, en realidad no debería beber ningún tipo de café. Miró el reloj de péndulo de ágata del alféizar y suspiró compungida. Ya eran las siete y media. Antes «sus dos hombres», Johann y Paul, a las siete y pico estaban a su lado en la mesa, desayunando panecillos con mantequilla y mermelada mientras conversaban apasionadamente sobre máquinas, pedidos, entregas o el personal. Sin embargo, desde que su hijo único, su Paul, había sido llamado a defender al emperador y el país, casi siempre estaba sola hasta poco antes de las ocho, con la mesa del desayuno dispuesta. Johann, que antes no conocía nada más que su fábrica, que permanecía en su despacho hasta última hora de la tarde haciendo números, se había vuelto descuidado. A veces iba a la fábrica de paños Melzer hacia las nueve, otras incluso a las diez. Era imposible sonsacarle cómo iban las cosas, o si aún se trabajaba, pero como el taller estaba completamente a oscuras por la noche, Alicia se temía lo peor.

Else entró en el comedor con un montón de cartas en una bandeja de plata.

—El correo, señora.

—Gracias, Else. ¿Mi nuera se ha levantado ya?

Else contestó que no con cara de preocupación. La joven señora Melzer seguía durmiendo. El señor, en cambio, ya había pedido ropa interior limpia y una camisa almidonada. Auguste había ido a llevárselo. La había reprendido por haberle escogido los calcetines equivocados, pero a fin de cuentas Auguste no era doncella sino camarera de habitaciones, no podían exigirle que hiciera el trabajo de Humbert. Además, tampoco tenía experiencia con el sexo masculino, y por tanto no era la más adecuada para vestir a un hombre adulto.

Alicia dio a entender a Else con un gesto de la cabeza que ya había oído sus quejas y se dedicó al correo. Rebuscó a toda prisa en el montón, sacó dos cartas del correo militar y comprobó decepcionada que no llevaban la letra de Paul. Una iba dirigida a la señorita Katharina Melzer. Era raro. Hacía más de un año que Kitty estaba casada con Alfons Bräuer y vivía en una pequeña villa propiedad de los Bräuer. Alicia no conocía ni la letra ni el nombre del remitente y dejó la carta a un lado. Cualquier día de estos Kitty pasaría por la villa y le daría su correo. La segunda carta del correo militar era de Gustav Bliefert para su mujer, Auguste. Qué bien que por fin le escribiera, la pobre Auguste ya estaba preocupada. Sin embargo, Gustav no había nacido con el lápiz en la mano, escribir una carta le costaba sudor y lágrimas. La dejó en la bandeja con una sonrisa y se dedicó al resto de la correspondencia.

Cuando oyó los pasos de su marido en el pasillo, se quedó escuchando, pensativa. Caminaba despacio, un poco irregular; desde el derrame cerebral, de vez en cuando la pierna izquierda se le quedaba entumecida. A veces se paraba, resoplaba, se aclaraba la garganta y luego reanudaba el paso.

—Buenos días, Johann.

—Buenos días.

Johann rozó al pasar el hombro de su esposa, lo acarició más que posar la mano, luego se sentó y cogió el periódico. Alicia le sirvió café y añadió un poco de leche y azúcar.

—¿Cómo has pasado la noche? ¿Has podido dormir?

—Bastante —contestó detrás del periódico—. ¿Ha llegado carta de Paul?

—Hoy por desgracia no. Pero los Manzinger nos han invitado. Y la señora Von Sontheim dará una conferencia en una sociedad benéfica.

Johann Melzer soltó un bufido de desprecio y preguntó por Marie, quería saber por qué ya no desayunaba con ellos por la mañana.

—Ya sabes que durante la noche se levanta varias veces para amamantar a los niños. Tenemos que contratar a una niñera, sin falta.

Johann Melzer dejó el periódico a un lado y cogió su taza. El sabor a moho del sucedáneo de café no lo ayudó a aplacar la rabia; al contrario. No hacía falta ninguna niñera, dijo indignado, sino un ama de cría que también hiciera el trabajo de niñera. ¿Cómo pensaba Marie alimentar sola a dos bebés? Esa chica ya era una sombra de sí misma, estaba pálida y tenía la cara chupada.

—¿Por qué no te ocupas tú? Es tu tarea como suegra.

Alicia mantuvo la compostura, pese a que a su juicio no merecía sus reproches.

—Lo he intentado, Johann, pero Marie ha rechazado todas mis propuestas.

—Porque es una cabezota —criticó él—. Bueno, quiero hablar con ella. Yo no soy como Paul, a mí no se me gana tan fácilmente.

Alicia se imaginó con horror la inminente disputa familiar. Hasta entonces, Paul siempre había protegido a su joven esposa cuando a Johann le disgustaba la conducta de Marie. Ahora ella, Alicia, tendría que ejercer ese papel. Pensó en la mejor manera de distraer a su marido de sus ganas de pelea. Posó la mirada en las cartas abiertas.

—La señora Von Sontheim da su conferencia el domingo que viene. Estaría bien que me acompañaras…

Hizo la propuesta con naturalidad, un pequeño comentario mientras untaba una rebanada de pan de centeno con mantequilla y mermelada de fresa.

Johann Melzer volvía a tener delante de las narices el periódico, donde se hablaba de las victorias y las ocupaciones del ejército alemán en tono exultante. En Verdún, Francia, los ánimos y la capacidad de combate de los regimientos alemanes estaban triunfando, habían tendido una emboscada a los franceses para que se «desangrara» hasta el último hombre de su ejército. «Desangrarse», vaya palabra. ¿Eso era la auténtica guerra? ¿La aniquilación del enemigo hasta el último hombre? ¿Acaso habían sido todos unos ingenuos al creer que los soldados alemanes solo tenían que tomar París para vencer a Francia? ¿Qué pasaba con Paul, que llevaba unas dos semanas en aquel país?

—La señora Von Sontheim es una mujer muy valiente —continuó Alicia—. El coronel ha caído, además de uno de sus hijos, y aun así ha montado en su villa un hospi…

—No me vengas otra vez con esas, Alicia —repuso Johann Melzer, malhumorado. Estrujó el periódico y lo tiró al suelo, contra sus costumbres—. ¡En mi casa, la que yo he construido, no habrá ningún hospital!

Dio un puñetazo tan fuerte en la mesa que la vajilla tintineó. Alicia dejó de untar el pan.

—Por favor, Johann —dijo a media voz—. No te exaltes, no vale la pena. Nadie va a montar un hospital militar en la villa a tus espaldas. Aunque…

Lo miró muy preocupada, pues seguro que el enfado le había subido la presión. Por otro lado, ya había empezado la frase, era absurdo no terminarla.

—… aunque a menudo pienso en lo que nos alegraría a todos si nuestro Paul encontrara a gente que lo ayudara en el extranjero, lo acogiera y lo cuidara.

—¿Qué tiene que ver eso? —gruñó Melzer—. Paul no es tonto. Saldrá adelante y volverá sano y salvo.

—Dios lo protegerá, Johann.

Le dejó el pan con mermelada en el plato y sirvió otro café. Se hizo el silencio en el comedor. Johann Melzer recogió el periódico del suelo, le devolvió la forma y se sumió en un artículo sobre los nuevos empréstitos de guerra.

«Tiene miedo», pensó Alicia, acongojada. «Le da miedo mirar a la verdad a la cara. No quiere ver a los heridos, a los pobres soldados a los que han amputado brazos o pies».

Se sintió aliviada cuando se abrió la puerta y apareció Marie para desayunar.

—¡Buenos días a todos! Mamá, ¿estabas pensativa? Papá, ¿estás detrás de ese periódico arrugado?

Marie iba en camisón, llevaba el cabello recogido en una trenza descuidada y las zapatillas de color azul claro que le había regalado Kitty. A Alicia le pareció que su alegría era un poco forzada. Había adelgazado, y sus preciosos ojos oscuros estaban tan apagados como cuando era la ayudante de cocina Marie Hofgartner. Cuánto había cambiado esa chica la vida en la villa de las telas. Había conjurado las sombras del pasado, había exigido corregir las injusticias cometidas contra sus padres. Sin embargo, al mismo tiempo, con su integridad y ánimo se había ganado todos los corazones, sobre todo el de su hijo Paul. Así, un maravilloso gran amor pagó la vieja deuda.

—¡Ah! —exclamó Johann Melzer con ironía al tiempo que doblaba el periódico—. ¡Por fin! Pensaba que te habías ido a la guerra en secreto.

Marie se rio y se sentó en su sitio, sacó la servilleta del anillo de plata y acercó la taza a Alicia para que le sirviera café. Con una mirada rápida al correo supo que no había nada para ella. Alicia ya le habría separado la carta de Paul.

—¿A la guerra? Dios mío, sería lo último que se me ocurriría. Bastante tengo aquí, en el frente de los niños. Gracias, mamá. Leche, por favor. Sin azúcar.

Johann Melzer seguía sus actos con las cejas levantadas, y luego comentó que había llegado a esa conclusión porque apenas se le veía el pelo. ¿Es que no recordaba que había entrado en una familia al casarse?

—¡Johann! Te lo ruego… —le advirtió Alicia—. Marie ya tiene suficiente con sus dos niños.

Marie mantuvo la calma. Bebió un trago largo y luego se sirvió pan, mantequilla y tiras de jamón ahumado de Pomerania, que olían de maravilla y que la cocinera había cortado muy finas para que cundiera lo máximo posible.

—Déjalo, mamá. Papá tiene toda la razón. Es imperdonable cómo os he desatendido, y lo siento mucho.

—¡Escucha, escucha! —dijo Johann.

—Pero dentro de unas semanas todo será distinto —añadió Marie—. Auguste me ha dicho que con dos meses sus hijos ya dormían toda la noche.

Johann no se dejó impresionar. Mantener esa vida durante seis semanas más provocaría su muerte prematura. ¿Es que no se había visto en el espejo?

—¡Johann, ahora te has pasado! Marie, no le hagas caso, hoy está de mal humor.

—¡No te metas, Alicia! —la reprendió él con dureza—. ¡Estoy manteniendo una conversación con mi nuera y no quiero comentarios por tu parte!

A Alicia le costó contenerse. Nunca en su dilatado matrimonio la había acallado Johann de esa manera. No solo la hería, era un profundo desprecio hacia su persona. Hacía tiempo que notaba lo mucho que se había alejado de ella. Ya no la quería, se había resignado, pero que ni siquiera la respetara era insoportable.

—En ese caso, será mejor que me vaya.

Le temblaba la mano cuando dejó la servilleta encima de la mesa. Se levantó despacio, retiró la silla y salió. Johann Melzer hizo un gesto inútil con el brazo, como si quisiera retenerla, pero quedó en nada.

—¡Mamá! —la llamó Marie—. Mamá, espera. No te lo tomes en serio, papá no quería decir eso. Todos estamos nerviosos y sensibles, es culpa de la guerra.

Se levantó de un salto para ir detrás de Alicia, pero la enérgica voz de Johann Melzer se lo impidió.

—Tengo que hablar contigo, Marie. Siéntate y escúchame.

Marie dudó un momento, luego decidió quedarse, en parte porque Johann Melzer estaba muy colorado y temía que le diera un ataque.

—Es una lástima que esta conversación haya empezado con una discusión, padre —comentó ella mientras volvía a ocupar su sitio—. Pero habla, te escucho.

Paciente, lo dejó hablar, aunque ya sabía lo que quería decirle. Un ama de cría. Necesitaba ayuda. Sus hijos no se saciarían. Ella misma estaba hecha un espantajo.

Cuando terminó, agotado, quiso beber un trago de café, pero la taza estaba vacía. Marie cogió la cafetera para servirle, y a cambio solo recibió una mirada hostil.

—¡Espero que te decidas de una vez a contratar un ama de cría!

Marie sonrió con indulgencia y le dijo que se lo pensaría. Sin embargo, no llegó muy lejos con esa táctica de posponer la decisión.

—Has tenido tiempo suficiente para pensarlo, Marie.

En ese momento se oyeron los familiares llantos y berridos en la habitación de los niños. El oído entrenado de Marie reconoció enseguida las dos voces, el pequeño Leo se había despertado y había sacado de sus sueños a su hermana.

—Lo siento, padre —dijo ella, y se levantó para ir arriba—. Ya lo estás oyendo: tus nietos me necesitan.

—¡De eso nada! Primero quiero una respuesta. ¡Acabemos lo que hemos empezado!

Marie vio que le había subido la presión sanguínea: además de la cara, ahora tenía rojos el cuello y las orejas. Por otra parte, no siempre se iba a hacer la voluntad de ese hombre testarudo solo porque su salud corriera peligro.

—Bueno… —dijo Marie, y se volvió hacia él—. No quiero un ama de cría. Voy a amamantar yo a mis hijos. ¡Punto!

Johann Melzer se quedó inmóvil mirando la puerta que su nuera acababa de cerrar al salir. ¿Cómo era eso? ¿Punto? Se negaba. Le estaba haciendo frente.

—Hija de Hofgartner tenía que ser. Obcecada y terca como su madre. Hasta abandonarse a sí misma…

La ira se apoderó de él. No iba a permitir que acabara consigo misma y sus nietos. Se levantó y se dirigió a la puerta, pero de camino tuvo que agarrarse a la cómoda, pues notó que no tenía sensibilidad en la pierna izquierda.

—¡Mañana contrataremos a un ama de cría! —rugió hacia el pasillo—. ¡Le guste o no a la señora Marie Melzer!

Else, que iba al comedor con la bandeja vacía, se quedó quieta del susto y con cara de preocupación, como si el enfado fuera con ella.

—Disculpe, señor director —susurró—. Tiene visita.

—¿Visita? —masculló él—. Sea quien sea, estoy en la fábrica. Mi abrigo. El sombrero. Las polainas.

—De acuerdo, señor Melzer. Su hija Katharina está en el vestíbulo.

Iba a pasar junto a la criada, pero se detuvo y suspiró. ¡Kitty! ¿Pasaba un solo día sin que apareciera en la villa? Era evidente que no se sentía cómoda en la villa de los Bräuer, sobre todo ahora que Alfons estaba en el campo de batalla. Pensó que su visita tal vez podía serle útil.

—¿Papaíto? ¿Dónde estáis todos? ¿Dónde está mamá?

Llevaba una chaqueta ancha de color azul claro sobre una falda fina que le llegaba hasta los tobillos. Quien no supiera que se hallaba en estado de buena esperanza, no lo percibiría.

—Ah, la señora del banquero Bräuer —bromeó él, consciente de que no soportaba ese título.

—¡Ay, papá! Tienes que hacerme enfadar en cuanto pongo un pie en casa. No soy la señora del banquero, no sé nada de dinero ni de tipos de cambio. Eso es terreno de Alfons. Ay, el pobre en su última carta sonaba muy preocupado. Creo que lo está pasando fatal. ¿Aún queda algo de desayuno, papaíto? Mi bebé y yo tenemos un hambre canina. Y encima acabamos de estar con el doctor Greiner.

Se le lanzó al cuello y lo besó en las dos mejillas, pensó que estaba alterado y tenía que calmarse sin falta. Pero ¿dónde estaba mamá? ¿Arriba en su habitación?

—No estará enferma, ¿no?

—Claro que no. Un poco indispuesta, nada más. Vamos al comedor, Kitty. Creo que aún queda jamón y mantequilla, y tal vez café. Me gustaría hablar contigo de unas cuantas cosas sobre Marie.

Kitty se dejó llevar hasta el comedor y le contó emocionada que el doctor Greiner había oído el latido de su hijo.

—Me ha puesto un gran estetoscopio en la barriga y ha escuchado su corazoncito. Es maravilloso tener esa vida creciendo en mi cuerpo. El niño se parece mucho a ti, papaíto, lo noto —bromeó, y cubrió una rebanada de pan con tres lonchas de jamón—. Imagínatelo: todas las mañanas, a las siete en punto, este pesado empieza a dar vueltas en la barriga. Creo que es seguidor del «padre de la gimnasia» y hace sus ejercicios matutinos. —Dio un bocado y siguió hablando—: ¿Ha escrito Paul? ¿No? Yo no he recibido correo de él. ¿Te ha dicho mamá que el vestido verde no me entra? Una catástrofe. Pronto tendré que envolverme en una sábana porque todo me quedará pequeño. Voy a saquear el armario de Marie.

Melzer escuchó la verborrea de su hija, estaba acostumbrado, además le gustaba su vivacidad; también sabía que era inútil contestar a sus preguntas, saltaban de un tema a otro con demasiada rapidez. Sin embargo, cuando mencionó a Marie no lo dejó escapar.

—Exacto, Marie. Estoy muy preocupado por ella, Kitty. ¿Te has fijado en lo pálida y flaca que está?

Kitty lo miró intrigada, pero no contestó porque estaba concentrada en el pan con jamón y pepinillos. Se limitó a asentir, tragó y siguió comiendo. Mientras él daba rienda suelta a su enfado por la testarudez de Marie y le recordaba que su madre, Alicia, había hecho que sus tres hijos se alimentaran con un ama de cría y además tenía una niñera, Kitty se sirvió con abundancia, bebió una taza de leche, se puso mermelada de fresa y untó un dedo de mantequilla en un pedacito de pan de centeno. Al final se limpió la boca y las manos con la servilleta, soltó un suspiro y se reclinó en la silla.

—Sabes, papaíto —dijo con una mirada pícara—. Será mejor que esas cosas se las dejes a Marie. Yo no quiero dar el pecho ni cambiar pañales, pero Marie es distinta en eso. ¿Esta carta es para mí? Sí. ¿De quién es? «Simon Treiber». ¿Un conocido de Alfons?

Limpió el cuchillo en la servilleta y abrió el sobre. Recorrió con el ceño fruncido las líneas escritas muy juntas y volvió a meter la hoja en el sobre con impaciencia.

—¿Sabes, papaíto? Quería preguntarte algo. Entre nosotros. Y, por favor, bajo ningún concepto le digas a Elisabeth que te he hablado de esto. ¿Me lo prometes? Tienes que prometérmelo o no te diré nada.

—Esperaba que tuvieras unas palabras sensatas con Marie —insistió en su estrategia. Sin embargo, fue en vano. Kitty no era buena aliada, debería habérselo imaginado.

—Se trata de lo siguiente, papaíto —empezó ella a media voz, y miró hacia la puerta porque le había parecido oír un ruido—. Ayer por la tarde Elisabeth vino a casa. Estuvimos tomando café y charlando un poco. Sobre todo de esa actriz y bailarina de la que todo Augsburgo habla. Ha elaborado un programa patriótico y lleva un traje increíblemente provocativo… Bueno. Eso, que estuvimos hablando de todo un poco y, cuando Elisabeth estaba lista para volver a casa, me preguntó… No, no me lo puedo creer. Me preguntó…

Contra su costumbre, Johann Melzer escuchó a su hija con mucha atención. Hizo un gesto con la cabeza para animarla a continuar.

—Te preguntó si podías prestarle dinero, ¿verdad?

Kitty lo miró con impotencia con sus ojos azules. Sí, así fue. Por supuesto, le dio algo, no mucho, doscientos marcos que encontró en su cofrecillo. Pero fue bochornoso. Y Elisabeth le hizo jurar que no le diría nada a nadie.

—Pero, al fin y al cabo, tú eres mi papaíto, y contigo no tengo secretos. Sobre todo si se trata de algo tan tonto como el dinero.

—¿No le preguntaste para qué necesitaba el dinero?

Elisabeth le explicó que los ingresos de su marido habían disminuido con la guerra y, como en sus fincas faltaban empleados masculinos, habían cosechado poco y no sacaron excedente.

—Me dijo que me lo devolvería cuando terminara la guerra. ¿Sabes, papaíto? No me preocupa en absoluto el dinero, solo me inquieta que mis suegros se enteren de algo. —El viejo director Bräuer era un «terrible ahorrador», ni siquiera se permitía un traje nuevo, y pensaba que su hijo gastaba demasiado en la casa. Por no hablar de los peculiares antojos de la joven esposa, como el mobiliario extravagante, los vestidos caros, los zapatos, los bolsos, los sombreros, los guantes y el maquillaje.

Johann Melzer respiró hondo para afrontar la inminente angustia. Así que sus sospechas eran ciertas: los Von Hagemann estaban arruinados. Por eso el exteniente, y actual mayor Klaus von Hagemann, al final había pedido la mano de su hija Elisabeth. La reputación de la rica familia Melzer era conocida, y ahora que además estaba emparentada con el banco Bräuer había aprovechado para tener crédito durante un tiempo más. Entretanto, la guerra había acabado con todas las reservas de los acreedores. Ya podía el mayor Von Hagemann alardear de que era oficial del ejército imperial y coleccionar condecoraciones. Los bienes que antes poseía la familia en las proximidades de Brandeburgo hacía tiempo que se habían vendido. Elisabeth también le había pedido dinero a Alicia en dos ocasiones, y su esposa había sido lo bastante débil para dárselo.

—A partir de ahora ya no deberías prestarle más dinero —dijo.

—Yo también lo pensé, papá. Pero ¿qué voy a hacer si Lisa me lo pide? Es mi hermana, y… me da mucha pena.

«Ver para creer», pensó casi divertido. En otra época sus hijas se atacaban como fieras, se arañaban, se mordían, se tiraban de los pelos. Pero en los dos últimos años habían pasado muchas cosas.

—Si Lisa tiene problemas de dinero, debe exponérnoslo a nosotros, a su familia, y juntos decidiremos qué hacer —dijo con resolución—. Es nuestra hija, igual que tú y que Paul. Estamos de su lado.

Kitty asintió con energía, parecía aliviada. Era justo lo que esperaba de su papaíto. Palabras claras. Asumía la responsabilidad, Lisa solo tenía que confiar en él.

—¿Sabes qué, papaíto? —dijo ladeando la cabeza, zalamera—. Hablaré con Marie. De mujer a mujer, ¿me entiendes? No es asunto mío cómo organice…

Él sonrió, contento. Así era su Kitty, una muchacha endiablada. Le tomaba el pelo, cuando sabía perfectamente lo que él esperaba de ella.

—De hecho, ¿qué pensará la gente de que la esposa de Paul Melzer dé el pecho a sus hijos como si fuera una campesina? Podemos permitirnos contratar a un ama de cría y una niñera, ¿verdad, papaíto?

—Por supuesto —dijo él aun sin estar del todo convencido.

Las perspectivas no eran buenas para la fábrica de paños Melzer. Si no hubiera invertido una cantidad de su fortuna privada, la actividad habría cesado. No había materia prima, no había producción. La rabia se fue apoderando de él al pensar que las fábricas de acero y de maquinaria estaban haciendo su agosto al cambiarse a la producción de cañones y munición. Él había conseguido un pedido que por lo menos aseguraba el puesto de sus trabajadoras unas semanas. Tenían que limpiar granadas para poder reutilizarlas. Era un trabajo miserable y sucio, pero mejor eso que no tener sueldo.

—Voy al taller —dijo él, y se levantó con dificultad—. De lo contrario, Lüders pensará que puede relajarse.

Kitty se levantó de un salto y sujetó a su padre hasta que la pierna izquierda volvió en sí.

—Puedes usar mi coche. Mi suegro ha recuperado a Ludwig. Se había jubilado, pero es un chófer excelente. Se alegra de cada metro que recorre con el coche nuevo.

Su padre lo rechazó con un gesto. La gasolina escaseaba demasiado para malgastarla, rugió. Pronto no habría gasolina para uso privado. Le sentaría bien un pequeño paseo.

Kitty volvió al comedor negando con la cabeza, se comió rápidamente la última loncha de jamón y, cuando se disponía a subir a ver a Marie, un sobre caído en la alfombra le llamó la atención. Madre mía, era la extraña carta de ese… ¿cómo se llamaba? Simon Treiber. Se agachó y, mientras recogía el sobre de debajo de la silla, notó emocionada que el niño se movía en la barriga.

—No te exaltes —susurró, y se acarició la curvatura que tan bien ocultaba la chaqueta—. Todo va bien, mi niño. Mamá hace gimnasia de vez en cuando.

Se incorporó, dolorida, y volvió a sentarse para leer la carta hasta el final. Qué letra tan enrevesada. ¿Eso lo había escrito un hombre? Parecía más bien la letra de una niña, con tantos garabatos y circulitos haciendo de puntos sobre las íes.

Estimada señorita Katharina:

Le escribo por encargo de un joven que se encuentra en el hospital militar y me ha pedido de corazón que le haga llegar este mensaje. No quiero engañarla, no está bien, ese también es el motivo por el que accedí a su petición, pues no suelo escribir cartas a los familiares de los heridos a mi cargo…

¡Paul! ¡Su hermano Paul! Estaba en un hospital en… Buscó el sobre que había dejado con descuido sobre la mesa. ¿Qué decía? «Amberes». ¿Por qué Amberes? ¿No estaba en Francia? Notó un fuerte latido en las sienes, su propio corazón le sacudía todo el cuerpo. ¡Ay, ese estúpido embarazo! Antes no sabía lo que era eso. ¿Qué decía ese hombre? «No está bien». ¡Dios mío!

Sin embargo, tal vez no se tratara de Paul sino de Alfons. Ese hombre tierno y bondadoso con el que se había casado unos meses antes, el padre del hijo que llevaba en el vientre y al que cada vez le tenía más confianza. De todos modos, si le dieran a elegir, preferiría que fuese Alfons el que estaba en el hospital y no su querido Paul. No, Paul no. Por favor, Paul no.

Necesitó un rato hasta que pudo volver a respirar con calma. El niño había notado sus nervios y no paraba de moverse.

Por deseo expreso de mi paciente no revelaré su nombre, pero deduzco que al leer las siguientes líneas reconocerá quién le envía el mensaje. Estas son sus palabras:

«Mi querida Kitty. No paro de pensar en ti día y noche, y no hay nada que desee más que lograr tu perdón. Te saqué del círculo de tu familia sin poder ofrecerte un hogar, una vida adecuada. Dudé de si llevarte al altar, me sometí a la voluntad de mis padres, sacrifiqué tu felicidad y la mía. Un sacrificio que ha resultado ser inútil. Si la voluntad de Dios es que abandone este mundo, no me irá mejor que a mis compañeros, y no tengo derecho a oponerme…».

Kitty dejó caer la carta, le temblaba tanto la mano que no podía leer las palabras. No, no se trataba de Paul. Gracias a Dios. Tampoco de Alfons. Era otro. Creía que hacía tiempo que había olvidado a Gérard Duchamps. La precipitada huida, su emocionante vida en París, donde cambiaban constantemente de alojamiento para pasar desapercibidos. Las maravillosas noches de amor, todas esas locuras, los sentimientos exaltados, tanta pasión, ese ardor… Iba a morir. Su amado estaba en Amberes, en un hospital militar, gravemente herido, a punto de morir. Lo peor era que estaba pensando en ella. Gérard había conservado su amor en el corazón.

Una lágrima cayó sobre la carta y, acto seguido, la segunda. La palabra «altar» empezó a hincharse, los bordes de las letras se difuminaron y, cuando movió el papel, las lágrimas dibujaron un camino irregular de color azul claro entre las líneas. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué la ponía en esa situación? ¿Qué esperaba?

Parpadeó, se limpió con el dorso de la mano las mejillas y hurgó en su bolso en busca del pañuelo. ¿Por qué no llevaba pañuelo, otra vez?

Estimada señorita Melzer. Sin conocerla, me atrevo a transmitirle la petición urgente de mi paciente. Espera unas cuantas líneas, la certeza de que lo ha perdonado le procuraría un gran alivio. Por supuesto, depende únicamente de usted si desea concederle este deseo o callar. Sin embargo, cuando una trata a diario con el sufrimiento y la muerte de tantos hombres jóvenes, entiende que el orgullo y las convenciones dejan de tener lugar en estos momentos.

Esperando que perdone mi sinceridad, la saluda,

SIMONE TREIBER

Enfermera voluntaria en el hospital de Amberes

Kitty tuvo que mirar dos veces hasta comprenderlo. No era «Simon», sino «Simone» Treiber. La carta la había escrito una enfermera.

«Unas cuantas líneas», pensó ella, y notó que el niño pataleaba en la barriga, como si protestara ante sus intenciones. Se reclinó en la silla jadeando y se quedó mirando el techo, las redondas rosetas de estuco con, en medio, la lámpara de bronce de seis brazos. ¿Quién podía tomarse a mal que escribiera unas palabras a Gérard? ¿Acaso no tenía razón Simone Treiber? ¿No era ridículo temer a saber qué convenciones ante la amenaza de la muerte? Pero… ¿no era una injusticia para Alfons? A fin de cuentas, Gérard había sido su amante. Se la llevó a París, donde vivieron amancebados. Se habría casado con él sin preguntárselo a sus padres, pero Gérard se acobardó, no le pidió su mano, así que ella lo abandonó. Qué amor tan salvaje, loco y apasionado. Mejor no recordarlo. No, quería a Alfons, era su sostén y su tierno amante, era listo y dulce, y sería un buen padre.

Dio un respingo cuando entró Else con la bandeja para recoger los platos del desayuno.

—¿Se encuentra bien, señora Bräuer?

Kitty forzó una sonrisa y dijo que una carta de una buena amiga la había hecho llorar de emoción. Dobló la hoja y la guardó con el sobre en su bolso.

—Su madre le pide que suba un rato con ella. Tiene una leve migraña, pero le alegraría mucho su visita.

En esa horrible situación, la compañía de mamá era lo último que necesitaba. Solo había una persona que podía ayudarla y en la que confiaba a ciegas.

—Gracias, Else.

Salió corriendo del comedor, subió hasta la segunda planta y llamó a la puerta de la habitación de Marie, pero fue Auguste quien abrió.

—Quiero hablar ahora mismo con mi cuñada.

Oyó llantos y la voz nerviosa de Marie diciendo que no dejara pasar a nadie, que no tenía tiempo.

—Dentro de una hora, señora —dijo Auguste, compasiva, y volvió a cerrar la puerta.

Para Kitty fue como una bofetada. ¿Una hora? ¿En qué estaba pensando Marie? La necesitaba en ese momento, ahí. ¡No tenía derecho a cuidar de sus niños sola!