Chapter 4 - 3

Por segunda vez, la secretaria Ottilie Lüders llamó a la puerta del despacho para preguntar si iba a buscar leña para el joven director. Paul dijo que no con una sonrisa, al fin y al cabo no tenía sabañones. En las salas donde estaban las trabajadoras tampoco había calefacción. La señorita Lüders reprimió un suspiro y le dejó en el escritorio una taza de sucedáneo de café que no había pedido. Porque todos necesitamos algo caliente una mañana de invierno tan fría y oscura.

—¡Qué detalle, señorita Lüders!

Paul se reclinó en la silla para observar su dibujo con ojo crítico.

—Ojalá el padre de Marie siguiera vivo. Jacob Burkard habría proyectado estas máquinas sin dificultad.

Hizo un gesto de desesperación y echó mano a la goma de borrar para hacer una corrección; luego estuvo un rato dibujando con una escuadra y una regla. Asintió satisfecho. No era un genio como el pobre Burkard, pero sí pragmático, y no se le daban mal los negocios. Le pediría a Bernd Gundermann, de la hilandería, que viera su dibujo. Hacía años que Gundermann se había ido de Düsseldorf. Allí había trabajado en Jagenberg, que por aquel entonces ya fabricaba fibras con papel. Cortaban los enormes rollos de papel en tiras de entre dos y cuatro milímetros que después encolaban y enrollaban como si fuera hilo. Con esos hilos de papel se podían fabricar telas. Eran sobre todo tejidos gruesos que servían para hacer sacos, cintas o correas de tiro, pero se podían refinar y hacer telas para ropa. Sin duda era un tejido incómodo, no se podía lavar como los demás y si pasaba mucho tiempo bajo la lluvia se quedaba en nada. Con todo, ante la catastrófica falta de materia prima, la fabricación de fibras de papel tenía una demanda enorme en el imperio. La existencia de la fábrica de paños Melzer pendía de un hilo, y solo si conseguía contribuir al negocio con esas fibras…

Llamaron con suavidad a la puerta del despacho y él salió de sus cavilaciones.

—¿Paul?

Una sensación desagradable se apoderó de él. ¿Por qué llamaba su padre a la puerta de su despacho? Normalmente entraba sin llamar cuando le convenía.

—Sí, padre. ¿Quieres que vaya yo?

—No, no…

La puerta tembló un poco, luego se abrió del todo y entró Johann Melzer. Desde que sufrió el derrame cerebral hacía dos años, había adelgazado, tenía el pelo cano y sus manos se movían con un desasosiego incesante. Le costaba aceptar la decadencia de la fábrica desde hacía un año. Al principio de la guerra el negocio iba bastante bien, fabricaban tejidos para los uniformes de algodón y lana. La empresa cumplía una función en la guerra, y por ese motivo su joven director no había sido llamado a filas…

—Ha llegado correo para ti, Paul.

Melzer dejó la carta sobre el dibujo de Paul, bajo el foco de luz de la lámpara de trabajo, y luego retrocedió un paso del escritorio. Paul miró el remitente: el Ayuntamiento de Augsburgo, la autoridad municipal. Algo en su interior se resistía a creer en esos reveses del destino. ¿Por qué precisamente ahora? En plena alegría por el feliz parto de Marie. Con todos sus planes y esperanzas.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó al tiempo que acercaba la carta a la lámpara para descifrar el sello. No podía ser de ese mismo día porque eran poco más de las ocho y el cartero llegaba a la fábrica hacia las nueve.

—Anteayer —dijo su padre con voz ronca—. Con todo el barullo se me olvidó dártela.

Una mirada rápida al rostro impenetrable de su padre lo hizo dudar de la veracidad de aquellas palabras, pero no dijo nada. Agarró el abrecartas de plata, abrió el sobre con un trazo limpio y sacó la carta. Por un instante albergó la esperanza de que fuera una simple solicitud de las autoridades relativa a los empleados de la fábrica. Sin embargo, antes de desplegar el papel leyó las palabras «orden de alistamiento» en gruesas mayúsculas. Le comunicaban que el miércoles 19 de febrero debía presentarse para la formación militar. Ya no gozaba de una categoría especial como director de la fábrica de paños. ¿A quién le importaba que fuera padre desde hacía dos días y que tuviera que dejar sola a su joven esposa?

Se hizo el silencio. Ni Paul ni su padre tenían ganas de hacer los típicos comentarios con que se recibían esa clase de noticias.

Aun así, era justo que todo el mundo cumpliera su deber con la patria. No deseaba irse a defender la patria alemana y al emperador mientras Marie se quedaba sola con los gemelos, pero escabullirse como un cobarde cuando otros sacrificaban su vida en el altar de la patria era una vergüenza.

—Mañana —dijo Paul en voz baja, con un deje de humor negro—. Me has traído la carta justo a tiempo, ¿eh?

Su padre asintió y dio media vuelta. Se acercó a la ventana y fijó la mirada en el patio vacío de la fábrica, iluminado por cuatro farolas eléctricas. Estaba amaneciendo, enseguida apagarían las luces.

—He llamado al doctor Greiner. Esta tarde puedes ir a hablar con él.

Paul soltó un suspiro de indignación. ¿Qué tipo de chanchullos había ideado a sus espaldas?

—¿De qué me iba a servir?

—Puede certificar que tienes una afección cardíaca. O un problema pulmonar. Para que por lo menos no te envíen al frente. Te necesitamos.

Paul negó con la cabeza. No, si iba al campo de batalla lo haría de verdad y sin privilegios. Además, la situación del ejército alemán no era tan desastrosa; en Francia se hallaba un poco estancado, pero Rusia estaba a punto de rendirse.

—Según las noticias —dijo Johann Melzer en un tono extraño.

Paul dobló la orden de alistamiento, la metió en el sobre y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Ahora las cosas eran así, y no de otra manera. Se trataba de sacar lo mejor de la situación. Él no era el único. Miles y miles de jóvenes de toda Europa seguían el mismo camino, ¿por qué precisamente él, Paul Melzer, iba a librarse?

—Trabajaré hasta el mediodía, padre —dijo con una calma que lo sorprendió a él mismo—. Me gustaría pasar la tarde y la noche con Marie y los niños.

Johann Melzer asintió. Dijo que lo entendía perfectamente.

—No te preocupes, hijo mío. No me resultará difícil volver a hacerme cargo del negocio yo solo. Para mí será como rejuvenecer, incluso me alegro.

—Voy a encargar la construcción de una máquina de cortar papel, padre. A partir de estos planos. Además de una hiladora especial que convierta las tiras de papel en hilos. Mira, será así.

Paul sabía muy bien que su padre no confiaba en esas «ridículas telas hechas con bolsas». Los hilos se hacían de lana, seda, algodón o lino, nunca de papel o celulosa. Johann Melzer no iba a rebajarse a tejer esos sucedáneos de tela que se deshacían con solo mirarlos. Se decía que en Bremen había varias tiendas con algodón de las colonias. Pero los desgraciados de ahí arriba se quedaban la materia prima para procesarla en sus propias fábricas.

—Ya veremos…

—Si la guerra se alarga, padre, es nuestra única oportunidad.

Paul decidió no dejar cabos sueltos. En cuanto su padre salió del despacho, hizo entrar a la señorita Lüders para dictarle varias cartas. Se trataba de fijar los precios del papel y quizá también de la celulosa para conseguir la materia prima a un precio razonable. Ottilie Lüders taquigrafiaba con eficacia, como de costumbre; luego escribió a máquina las cartas y las dejó listas para enviar.

—¿Las dejo en el escritorio de su padre?

Lüders era una mujer atenta. Era evidente que sabía que al día siguiente él ya no estaría. Seguramente su compañera, la señora Hoffmann, había estado escuchando detrás de la puerta. Lüders no hacía esas cosas. Las dos secretarias habían tenido que asumir reducciones de sueldo, como casi todos los empleados de la fábrica. A Paul le dolía tener que abandonar su puesto. Era responsable de esas personas, tenía que conseguir pedidos, encontrar nuevos caminos para poder darles trabajo y pan. Para entonces ya casi solo trabajaban las mujeres; los pocos hombres que quedaban en la fábrica o eran demasiado viejos para ir al frente o no eran aptos. Las mujeres tenían que alimentar a su familia, no pocas eran viudas, y las demás apenas sabían qué había sido de su marido: no había noticias, ni correo militar, estaban desaparecidos.

Paul evitó seguir pensando. Quería a Marie, llevaban un año casados, el Señor lo protegería a él y a su familia.

A continuación, llamó a Bernd Gundermann y le enseñó los planos para la construcción de la máquina. Sin embargo, el trabajador no tenía muchas luces, solo recordaba vagamente las grandes máquinas de Jagenberg. Tal vez si la viera ya terminada…, pero un dibujo no le servía de nada. Contestó de buena gana todas las preguntas de Paul y luego salió cojeando de allí. Gundermann había perdido los dedos del pie derecho en un accidente, por eso se había librado de ir al frente. Además, ya tenía casi cincuenta años.

Poco antes de mediodía, Paul ordenó su escritorio, dejó un par de notas a su padre y se despidió de Lüders y Hoffmann. Las dos tenían cara de funeral, pero se comportaron con valentía cuando él les estrechó la mano. Cuando bajaba la escalera, las oyó llorar. En el patio se le acercaron dos empleados del departamento de cálculo, y Mittermeier y Huntzinger, de las hiladoras, también quisieron estrecharle la mano. Luego algunas mujeres que tejían a mano las últimas frazadas de lana. Junto a la puerta estaba el viejo Gruber. Le caían lágrimas por el rostro rubicundo. Era increíble lo rápido que corrían las noticias en la fábrica. Y el cariño que le tenían todos, pese a los despidos y las reducciones salariales que se había visto obligado a realizar.

Se dirigió a pie a la villa, ajeno a la lluvia y al viento gélido que quería arrancarle el sombrero de la cabeza. Por una parte, el cariño de sus empleados lo había conmovido, pero por otra lo angustiaba una despedida tan lacrimógena. A fin de cuentas, pretendía regresar lo antes posible. Sano y salvo. Lo necesitaban.

Marie estaba esperándolo en la entrada cuando llegó. Qué guapa estaba tan sonrosada…, había una ternura nueva en sus ojos. La estrechó entre sus brazos.

—¿Te encuentras bien, cariño? Hoy estás más guapa que nunca.

Marie no contestó y se pegó a él, dejó que notara su cuerpo, más turgente y maternal debido al embarazo.

—Me lo ha dicho papá esta mañana a primera hora, Paul. Es duro, precisamente ahora. Pero tenemos que aceptar los designios del Señor.

Él la abrazó con fuerza y se alegró de que se mostrara tan serena, de lo contrario él no habría podido contener las lágrimas. Sentir así lo que uno perdía…, abrazar a la mujer que amaba contra su corazón y saber que durante mucho tiempo, tal vez para siempre, estarían separados.

—Subamos, cariño —dijo él en voz baja—. Quiero estar contigo unos minutos a solas.

Subieron la escalera cogidos de la mano, recorrieron con sigilo el pasillo como dos ladrones y siguieron hasta la segunda planta.

Paul abrió la puerta de la habitación de Kitty; vacía desde su boda, servía de habitación de invitados. Sofocada por haber caminado tan rápido, Marie se desplomó en el sofá de color azul cielo de Kitty, y Paul se sentó a su lado. La abrazó en silencio, la besó, no podía parar, como si quisiera expresarle toda la ternura que sentía por ella. Abajo, su madre llamó a Auguste, quería saber si el señor director y el joven señor ya habían llegado. No entendió qué contestó Auguste, y tampoco era importante.

—Estoy orgulloso de ti, Marie —le susurró al oído—. Eres muy fuerte. Firme. Créeme, por dentro vivo una terrible tormenta, lucho contra el destino y lo que más deseo es quedarme contigo.

—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó ella.

—Apenas hace unas horas…

—Nos lo han ocultado…

Paul creyó oír un reproche en aquella afirmación, y negó con la cabeza.

—Lo han hecho por nosotros, Marie. No estoy enfadado con mi padre por eso.

—Bueno, probablemente tengas razón.

Paul vio con cierto desasosiego que Marie había bajado sus ojos castaños, un gesto propio de cuando algo la contrariaba. No le gustaban las maneras autoritarias de su padre, ya se había enfrentado a él en varias ocasiones, y Paul había tenido que mediar entre los dos. Ahora Marie no contaría con su apoyo, solo le cabía esperar que fuera lo bastante lista para no desafiar a su padre.

—Papá está muy feliz con los nietos, Marie. No podrías haberle dado una alegría mayor.

—¿Yo? —preguntó con una mirada pícara—. Creo que tú también participaste en todo esto.

—Es verdad.

—Aunque tu aportación sea diminuta —dijo ella.

—Tampoco tan pequeña, cariño…

—Muy pequeña.

Marcó con el pulgar y el índice una distancia que no superaba la cabeza de un alfiler. Él ladeó la cabeza y arrugó la frente.

—Pequeña, pero decisiva —se enorgulleció él.

—Como meter una moneda en una máquina.

Qué descarada era su dulce esposa. Lo hizo reír. Luego se apretó contra ella con fuerza y la besó hasta que pidió clemencia.

—¿Cómo de grande es mi participación? —preguntó cuando ella gimió que se estaba ahogando.

—Considerable, cariño.

—¿Considerable? ¡Eso es muy poco!

—Paul, para…, de verdad que ya no me llega el aire… Paul…, cariño…, amor…, padre de mis hijos…

Marie intentó separarse de él, puso las dos manos en su pecho y empujó para apartarlo, sin conseguirlo. A Paul le encantaba ese juego. Su rebelde Marie, su descarada, dulce, lista y a veces terroríficamente pueril esposa. Cuántas veces habían dejado el dormitorio patas arribas y ella lo había ordenado antes de la hora de levantarse para no dar que hablar a Else ni Auguste.

—Dilo o no te dejo libre —dijo él entre jadeos, y la agarró con fuerza.

—Tu aportación es inmensa, mi señor. Infinita. Tan grande como el océano y la tierra. ¿Es suficiente? ¿O quieres que además mencione a Dios?

—No estaría mal.

—Eso te encantaría.

Marie le acarició el pelo de la nuca con el dedo y él se estremeció, esa suave caricia lo excitaba muchísimo. El destino era malvado. No le daba ni una sola noche de amor con su Marie, lo enviaba al campo de batalla precisamente ahora, cuando aún estaba en el puerperio. Solo le quedaría el recuerdo, e intuía que su imaginación le causaría felicidad y pena por igual.

—Ay, Paul —dijo en su hombro—. Qué tontos e ingenuos somos. Dos niños que se abrazan con deseo. Justo ahora tendríamos que ser prudentes y decirnos las cosas importantes. No olvidar lo que queremos transmitirnos. Para ahora y para el futuro.

—¿Y qué querías decirme, mi prudente Marie?

Sonó como si llorara, pero cuando la miró sonreía.

—Que te quiero… hasta el infinito…, sin límites…, mientras viva…

—Eso es lo más inteligente e importante que me has dicho nunca, cariño.

Ella quiso protestar, pero él no la dejó hablar.

—¿Sabes qué, Marie? A mí me pasa lo mismo.

—Entonces dejémoslo así, amor.

Se abrazaron, cerraron los ojos y escucharon el silencio de la estancia vacía. No se oía ni el tictac de un reloj, todos los ruidos habían enmudecido, el curso del tiempo se había detenido. En esos pocos minutos en que sus respiraciones se adaptaron al mismo ritmo y sus corazones latían al mismo compás, les pareció imposible que pudieran no volver a verse.

—¿Señor? ¿Está usted ahí?

La voz de Else rompió la feliz atemporalidad y los devolvió a la realidad de los hechos.

—La señora me dice que les informe de que la mesa ya está dispuesta.

Paul vio la mirada de enojo de Marie y le puso con cariño un dedo sobre los labios.

—Gracias, Else. Ahora bajamos.

Sus padres ya estaban sentados a la mesa. El padre frunció el entrecejo al verlos entrar; la madre sonrió comprensiva y llena de pena.

—¿Sopa de cebada? —dijo Paul con falsa alegría mientras desdoblaba su servilleta—. Y con trocitos de tuétano. Buen provecho a todos.

Se lo agradecieron, y Alicia le quitó a Else el cucharón de la mano; por un día serviría ella los platos. Por supuesto, su madre sabía que él notaría que había llorado. El personal también estaba al corriente, se veía en el rostro taciturno de Else y en que la señora Brunnenmayer había preparado su plato favorito. Le encantaba el tuétano desde niño.

—Kitty ha avisado de que vendrá hoy —anunció Alicia dirigiéndose a Paul—. Elisabeth también quiere venir. Espero que os parezca bien…

Marie lanzó una mirada reconfortante a Paul y comentó que se alegraba mucho de verlas. Sobre todo a Kitty, que siempre aportaba barullo y alegría.

—La cocinera ha hecho pasteles, y para esta noche hay ensalada de arenques.

Hablaron de la señora Brunnenmayer, que había resultado ser una maga y, con los pocos ingredientes que podían conseguirse, preparaba unos platos deliciosos. Cuando Else hubo servido el plato principal, asado de cerdo con bolas de patata y compota de manzana, se produjo un silencio extraño. Se oía el ruido de la cubertería sobre los platos. Johann Melzer levantó la copa de vino y brindaron sin decir nada. Finalmente, Alicia se aclaró la garganta.

—Hemos preparado algunas cosas, Paul. Cosas que necesitarás. Échales un vistazo después de comer por si se nos ha olvidado algo.

—Gracias, mamá.

Nadie disfrutó del asado preparado con tanto cariño. A Paul le costaba tragar, pero se sirvió una segunda ración para no entristecer a la señora Brunnenmayer. Al día siguiente a esa hora estarían sentados a la mesa sin él. ¿Por qué iba a irles mejor que a otras familias? El padre de Serafina, una amiga de Elisabeth, el coronel Von Sontheim, había caído dos semanas antes, así como uno de sus hermanos y los tres hijos del director Wiesler. También Herrmann Kochendorf, del ayuntamiento, había sido llamado a filas. Se decía que se hallaba gravemente herido en Bélgica, en un hospital de campaña, y toda su fortuna no le servía de nada. El abogado Grünling estaba luchando en algún lugar de Rusia, no había noticias de él, y eso siempre era mala señal. Y muchos jóvenes que dos años antes disfrutaban del baile de los Melzer se encontraban en algún punto del territorio enemigo sin que sus padres supieran siquiera dónde estaban enterrados.

—¿Se sabe algo de Humbert? —preguntó Paul, pues el silencio le estaba bajando el ánimo de una forma terrible.

—¡Ah, sí! —exclamó Marie—. Se me había olvidado por completo. Humbert ha escrito a la señora Brunnenmayer. Está de refuerzo en Bélgica, cepillando caballos y limpiando establos.

Todos sonrieron al imaginárselo. Humbert era muy delicado, se ponía histérico con solo ver una araña, y siempre llevaba la ropa impoluta y los zapatos brillantes. Seguro que para él limpiar establos no era una ocupación agradable.

—Es un muchacho peculiar —comentó Johann Melzer—. Pero se las apañará, no me cabe duda.

Paul se alegró de que terminara el almuerzo. Tampoco había disfrutado del delicioso pudin de vainilla con sirope de frambuesa porque el ambiente en la mesa era demasiado asfixiante. Ojalá hubiera estado Kitty. Pasaría la tarde y parte de la noche con sus padres y hermanas. Solo después podría estar a solas con Marie. Con Marie y los dos pequeños.

—¿Qué ha dicho la partera? —oyó que preguntaba su madre en voz baja en el pasillo.

—De momento está sano —contestó Marie a media voz—. Pero es muy pequeño. Tiene que comer sin falta.

—Ya he buscado amas de cría. Mañana se presentarán tres mujeres.

De pronto a Paul lo asaltó el temor de que su hijo muriera. Era muy pequeño, y por lo visto no comía. ¿Cómo iba a sobrevivir? ¿Por qué su madre pedía un ama de cría para el día siguiente? ¿No tendría que comer ese mismo día? ¿Y por qué no le daba de mamar Marie? Abrió la puerta del salón rojo, donde Else les había servido café de verdad, y subió la escalera que llevaba a los dormitorios.

—¿Marie?

Subió a toda prisa. Arriba se cruzó con Auguste, que de momento ejercía de niñera. La noche anterior dejaron a los gemelos a su cargo y no había tenido ningún contratiempo.

—Todo va bien, señor —dijo, y le hizo una reverencia—. La señora está dando el pecho, es mejor no molestarla ahora.

—¿Qué pasa con el niño? ¿Ya come?

—En algún momento comerá.

La respuesta no lo tranquilizó, pero vio que poco podía hacer y volvió a bajar. En el pasillo lo esperaba su padre, que lo hizo entrar en el despacho, donde había todo tipo de cosas sobre el sofá: ropa interior, calcetines, una gabardina, una linterna con pilas de repuesto, un chaleco de abrigo, un buen cuchillo con cadena, una cajita con utensilios de coser y botones, una Browning, azúcar, chocolate, zapatillas de invierno, guantes…

—Si te falta algo, podemos enviártelo —dijo su padre.

Paul se quedó mirando los objetos y vio con claridad que a partir de entonces dejaría atrás las comodidades. Se acabaron las estufas calientes, la cama blanca y el baño diario. A partir del día siguiente no poseería mucho más que el empleado de menor categoría de su fábrica, pues no tendría rango de oficial, sería un soldado raso. Por extraño que resultara, le atraía la idea de sufrir privaciones, caminar durante días, treinta kilómetros, cincuenta kilómetros diarios: todo el mundo temía las marchas del ejército alemán. Sería duro, conocería sus límites y tendría que superarlos, pero participaría en la lucha por proteger a su país y a su familia. Debía recordarlo, eso lo sostendría durante la lluvia de balas y mientras padecía privaciones, y lo ayudaría a encontrar un sentido a su propia acción y a la guerra. Lo esperaba una época de prueba. Si regresaba, y por supuesto pretendía regresar, sería otra persona.

Se oyó en el pasillo la voz exaltada de Kitty. Luego la de Elisabeth, que estaba descontenta con algo, y por último la de su madre, que, como siempre, se esforzaba por evitar que sus hijas discutieran.

—¡Déjame tranquila con tus constantes sermones! —exclamó Kitty—. Me da igual lo que escriba tu apreciado señor comandante y esposo.

¡Victoria, victoria y siempre victoria! ¿Dónde está esa victoria? En ningún sitio. Todo son mentiras y tonterías.

—¡Cómo puedes hablar con tan poco honor, Kitty! Eso es traición al emperador y a la patria, eso es burlarte de los valerosos héroes que se dejan la vida en el campo de batalla. Klaus me ha escrito que la victoria está al caer. Al fin y al cabo, sabe de lo que habla.

—¡Por favor, Elisabeth! —intervino Alicia—. No te acalores. Precisamente hoy vosotras dos no…

—Vaya, ya vuelvo a tener yo la culpa. Claro, debería habérmelo imaginado.

Paul vio que su padre esbozaba una sonrisa divertida. Le gustaba la espontaneidad de Kitty, aunque rara vez lo admitiera.

—Me da exactamente igual si ganamos o perdemos —berreó Kitty—. Para qué queremos Francia; yo no la necesito para nada. Ni mucho menos la mugrienta Rusia. Por mí, ya pueden regalar las colonias y que Paul se quede con nosotros. Ya me han quitado a mi Alfons, lo decente sería que me dejaran por lo menos a Paul. Y no pongas esa cara, Lisa. Ya me callo, mamá. Estoy muy tranquila, como te prometí. Como un ratoncillo. Serena y tranquila. —Hizo una pausa y al poco continuó—: ¿Tienes un pañuelo, Lisa? Debo de haberlo perdido en algún lado…

Su madre llevó a las dos a la terraza acristalada, donde tomarían café y pasteles. Paul consultó su reloj de bolsillo, eran las cuatro de la tarde. Aún le quedaban quince horas. ¿Por qué pasaba tan lento el tiempo? Todas esas conversaciones, esas despedidas, esa presión por mostrarse sereno, por mostrarse optimista, era agotador. Recordó la despedida de algunos de sus amigos de juventud que se alistaron como voluntarios. Era el principio de la guerra, todos rebosaban entusiasmo y estaban ansiosos por enfrentarse al enemigo. Dos de sus compañeros de escuela fueron declarados no aptos por defectos físicos, y cómo se enojaron. Los demás celebraron la víspera de su entrada en servicio con alegría, marcharon en plena noche con antorchas por las calles de Augsburgo cantando a voz en grito La guardia del Rin. Paul estuvo con ellos, y en el ebrio entusiasmo general lamentó no ir a la guerra con sus compañeros.

—¡Paul, querido!

—¡Por favor, Kitty! —gritó Alicia—. Queremos mantenernos serenos y…

Pero era demasiado tarde, los sentimientos de Kitty eran más fuertes que todas las promesas y los buenos propósitos. En cuanto Paul apareció en la terraza, se lanzó a llorar en su pecho.

—No te voy a soltar. Te voy a sujetar fuerte, mi Paul. Tendrán que arrancarme de ti si quieren…

—Nada de llorar, Kitty —le susurró él al oído—. Piensa en el niño que llevas en el vientre. Volveré, hermanita.

Tuvo que prestarle su pañuelo y esperó con paciencia mientras se sonaba y se limpiaba las lágrimas. Luego la llevó a una de las sillas de mimbre, donde Kitty se desplomó, agotada. Marie apareció con un vestido holgado de encaje de algodón blanco, y se había puesto una pañoleta de lana sobre los hombros. Parecía contrariada.

—¿Va todo bien con los niños? —preguntó él.

—Las madres primerizas suelen preocuparse demasiado —contestó Alicia en lugar de Marie—. Todo va de fábula, Paul.

Las horas pasaban a paso de tortuga. Comer pasteles, tomar café, oír los tratados de Elisabeth sobre la heroica victoria de la amada patria, soportar las miradas de perro degollado de Kitty, las sonrisas de Marie, que transmitían tanta preocupación y tristeza. La confianza de su padre en poder comprar pronto algodón de las colonias; la palidez de su madre, su actitud ejemplar, sus esfuerzos por no preocuparle. Hacia las cinco llegó el viejo Sibelius Grundig, el dueño de un estudio de fotografía en la Maximilianstrasse. Alicia le encargó un retrato familiar de recuerdo, así que se colocaron según los deseos del fotógrafo: Paul entre su madre y Marie, Kitty arrimada a su padre, Elisabeth al otro lado, con un gesto que decía: «Solo soy la quinta rueda del coche».

Al anochecer llegó la señorita Schmalzler para una breve visita, estrechó la mano a Paul y le deseó que el Señor lo protegiera. Había llegado desde Pomerania como doncella de la joven Alicia von Maydorn, luego ascendió a ama de llaves y había visto crecer a los tres niños. Paul siempre fue su preferido.

Después de la cena (¿es que querían cebarlo hasta morir?), Paul pidió pasar esas últimas horas con su esposa y los niños. Nadie se opuso, sus hermanas le dieron un beso de despedida y Kitty le hizo prometer que les enviaría un mensaje por lo menos tres veces a la semana.

Eran las ocho y pico de la noche cuando por fin se reunió con Marie en el dormitorio. Ella ya se había metido en la cama, estaba recostada sobre los cojines y lo miraba con semblante serio.

—Ven conmigo, amor.

Paul se quitó los zapatos y la chaqueta y se metió debajo del edredón, la estrechó entre sus brazos y disfrutó de su olor, tan familiar. Su cabello, el aroma a lavanda del camisón, su piel suave y ese pequeño hundimiento debajo de la garganta que tanto le gustaba acariciar con los labios. No, no iba a ser una noche de pasión, era imposible, hacía dos días que había dado a luz. Sin embargo, llevaba todo el día esperando para abrazarla, para sentir la energía tranquila que emanaba de ese cuerpo suave.

—Así debe ser siempre entre nosotros, Marie —susurró—. Para siempre. Tú y yo, así de juntos. Que nada pueda separarnos.

Se oyó una vocecita desde la habitación contigua. Marie buscó con sus labios los de Paul. Intercambiaron besos, se entregaron del todo al deseo y Paul lamentó infinitamente no poder poseerla. Cómo le había cambiado el cuerpo. Hasta entonces tenía una delgadez infantil, ahora se había convertido en una Venus.

—Eres preciosa, cariño. Me voy a volver loco de deseo…

Toqueteó la tira de botones del camisón para acariciarle los pechos, pero cuando apenas había desabrochado dos, ella le agarró la mano.

—Espera, amor…

—¿Qué pasa?

Marie se incorporó. Prestó atención a los sonidos de la habitación de al lado.

—¿No está Auguste con los niños?

—Sí.

Paul ya había estado un rato contemplando a sus hijos. Diminutos, dos cabecitas, dos bocas grandes, cuatro puñitos. El pequeño de los ojillos azules era su hijo. Leopold, lo llamaban Leo.

—Bueno, tampoco está rugiendo como un león —bromeó, y quiso arrimarse de nuevo a ella.

Marie se apartó y se puso en pie.

—Mejor voy a ver… Enseguida vuelvo.

—Sí, claro.

Salió a un paso sorprendentemente ligero y cerró la puerta con la loable intención de no molestar a Paul, pese a que él no quería otra cosa que estar cerca de ella.

Estuvo un rato esperando en la cama. Desde el otro lado se seguía oyendo el leve sollozo, así que los esfuerzos maternales de Marie no estaban surtiendo mucho efecto. Al final se levantó con un suspiro, fue al baño, se puso un pijama y regresó al dormitorio. La cama seguía vacía.

—¿Marie?

No obtuvo respuesta. Impaciente, agarró el pomo de la puerta de la habitación contigua y abrió con todo el sigilo que pudo. Ahí estaba su dulce Marie, su amor, su maravillosa esposa, fuerte, sentada en una silla, con el pecho derecho al descubierto e intentando introducir el pezón rosado en la boca bien abierta del pequeño de ojos azules.

—Creo que tiene un hambre horrible —dijo ella, preocupada—. Pero no sabe cómo comer.

Esa imagen provocó en Paul sentimientos encontrados. Por supuesto, estaba feliz de tener un hijo, además de una hija que a todas luces era más lista que su hermano, pues dormía saciada y satisfecha en su cuna. Sin embargo, compartir el dulce cuerpo de Marie, sus preciosos pechos, le causaba una sensación peculiar. Un hombre necesitaba acostumbrarse a eso, sobre todo cuando solo le quedaban unas horas para disfrutar al lado de su amada.

—¿Por qué no le da el pecho Auguste? Ella tiene un niño.

Marie estaba nerviosa, el pequeño Leo no lo conseguía. Gritaba desesperado pidiendo comida y no sabía cómo conseguirla, así que Marie le contestó airada.

—¿Crees que voy a dejar que Auguste dé de mamar a mis hijos? Es mi obligación, Paul. Y mamá debería entenderlo.

Paul calló, pese a no compartir su opinión. Era una lástima que esa última noche juntos estuviera siendo tan distinta a como esperaba. Rara vez había sentido a Marie tan distante. Sin embargo, era comprensible: el parto difícil, la orden de alistamiento y ahora la preocupación por el pequeño. Decidió tener paciencia y se retiró a la cama. Helado, se metió debajo del edredón; en la habitación hacía frío, solo la chimenea del salón rojo de abajo calentaba indirectamente.

«Qué débil soy. A partir de ahora ya no habrá edredones ni una chimenea caliente», pensó. En los refugios subterráneos y las trincheras había como mucho un catre de paja. Si no, se dormía sobre el suelo raso.

—Así no va a conseguir nada, señora —dijo Auguste al otro lado—. Debe sujetar el pezón con firmeza y meterlo. ¡Así! Para que el niño saboree lo que sale de ahí. Ahí, mire. Ahora se agarra el ladronzuelo.

«Gracias a Dios», pensó Paul, aliviado, aunque aquella conversación entre mujeres no le había gustado mucho. ¿No le dolía a Marie que el niño le «agarrara» el pezón? Vaya, le quedaba mucho que aprender como padre. Ojalá hubiera tenido tiempo para eso. Miró el reloj de bolsillo que había dejado en la mesilla de noche. Eran casi las diez. A las seis tenía que levantarse. Hacia las siete debía salir de casa. Su padre se había ofrecido a llevarlo en coche al registro, pero él se negó. Quedaría como un tonto delante de los compañeros si bajaba de un coche como un señor rico. Iba a servir a su país como todos los demás.

Marie estaba eufórica cuando volvió con él. Le pidió disculpas por su brusca respuesta, se arrimó a él, le acarició las mejillas, el cuello.

—Estás tan cerca… —murmuró Marie—. No me gusta pensar que voy a estar sin ti. Te sentiré de noche, amor. Aunque te encuentres a kilómetros de distancia, sentiré tu cuerpo y oiré tu voz.

Paul estaba profundamente conmovido. Todo iba bien, el pequeño comía y crecería. Marie lo esperaría. Sin duda, Klaus von Hagemann tenía razón y la victoria estaba cerca, en unos meses terminaría todo. Marie empezó a acariciarle con cuidado, y él se concentró en esos dedos que lo excitaban y lo liberarían. Su dulce esposa era muy sensual. Durante el embarazo ya había hecho cosas imposibles de mencionar en público, para no perjudicar al niño si se amaban a la manera convencional.

—Marie, Marie… —murmuró él, presa del deseo.

Ella se detuvo. Desde la otra habitación se oyó de nuevo la vocecilla.

—¿Qué pasa ahora?

—Enseguida… enseguida…

Marie salió de la cama como alma que lleva el diablo y desapareció en la habitación contigua. Se quedó allí una eternidad. Por lo visto el pequeño Leo había entendido de dónde salía el alimento y no se daba por satisfecho con una pequeña ración. Paul se puso boca arriba e intentó contener el rencor que se apoderaba de él contra su propio hijo.

Cuando Marie regresó, su pasión se había enfriado. Estuvieron charlando agarrados de la mano. Ella debía respaldar a su padre. La fabricación de fibras de papel era la salvación de la fábrica, tenía que convencerlo, era la única a la que escucharía. Marie le pidió que no se hiciera el héroe. Pero que tampoco fuera un cobarde. Debía mantenerse en el medio, con prudencia. Paul sonrió y se lo prometió. La vocecilla entrometida los molestó tres veces más, al final incluso les rompió el sueño. A Paul le pareció que en ese tiempo los gritos de su hijo se habían vuelto más intensos y potentes, pero Marie le dijo que se trataba de la hermana, que también quería su parte.

Durmieron las últimas horas mejilla contra mejilla, abrazados, compartiendo sueños. El estridente timbre del despertador los devolvió a la realidad, desnuda y áspera, en el frío del alba. Separación. Miseria. Tal vez la muerte.

—Quédate aquí, amor —susurró Paul—. Odio tener que despedirme de ti en el vestíbulo o en la puerta.

La habitación aún estaba oscura, y no se miraron cuando se dieron el último beso. Paul notó el sabor salado de las lágrimas de Marie.