El crepúsculo se cernía gris sobre el barrio industrial de Augsburgo. Aquí y allá resplandecían las luces de las fábricas donde, pese a la escasez de materia prima, aún se trabajaba; otros talleres, en cambio, permanecían a oscuras. Un grupo de mujeres y hombres mayores salieron al terminar su turno en la fábrica de paños Melzer. Algunos se subieron el cuello de la chaqueta; otros se protegían de la intensa lluvia con un pañuelo en la cabeza o un gorro. El agua bajaba borboteando por las calles adoquinadas. Quien ya no tenía un buen calzado de los tiempos de paz y caminaba sobre suelas de madera acababa con los pies empapados.
En la mansión de ladrillo de los dueños de la fábrica, Paul Melzer contemplaba junto a la ventana del comedor la silueta negra de la ciudad, que se iba fundiendo con el anochecer. Finalmente, volvió a correr la cortina y soltó un profundo suspiro.
—¡Siéntate de una vez, Paul, y tómate un trago conmigo! —oyó la voz de su padre.
Debido al bloqueo por mar de los ingleses, el whisky escocés era un lujo. Johann Melzer sacó dos vasos de la vitrina y aspiró el aroma del líquido color miel.
Paul lanzó una breve mirada a los vasos y la botella y negó con la cabeza.
—Más tarde, padre. Cuando tengamos motivo. Esperemos tenerlo en algún momento.
Se oyeron unos pasos presurosos en el pasillo y Paul se acercó corriendo a la puerta. Era Auguste, más redonda que nunca, con las mejillas sonrosadas y el encaje de la cofia erguido sobre el cabello despeinado. Llevaba un cesto con paños blancos arrugados.
—¿Aún no?
—No, por desgracia, señor Melzer. Aún tardará un poco.
Hizo una reverencia y corrió hacia la escalera de servicio para llevar la colada al lavadero.
—Pero ¡ya lleva más de diez horas, Auguste! —le gritó Paul por detrás—. ¿Es normal? ¿De verdad todo va bien con Marie?
Auguste se detuvo y le aseguró con una sonrisa que cada parto era distinto: unas daban a luz en cinco minutos y otras sufrían días de tormento.
Paul asintió, apesadumbrado. Auguste debía de tener razón, ella había sido madre dos veces, solo gracias a la generosidad de la familia Melzer conservaba su puesto en el servicio.
Desde la planta superior llegaban gritos de dolor contenidos. Paul dio sin querer unos pasos hacia la escalera y luego se detuvo, impotente. Su madre lo había sacado del dormitorio sin vacilar cuando apareció la partera, y Marie también le pidió que bajara. Paul debía ocuparse de su padre, Johann Melzer, enfermo desde que tuvo un derrame cerebral. Era un pretexto, ambos lo sabían, pero Paul no tenía ganas de discutir con su mujer justo en ese momento, en su estado, así que se resignó en silencio.
—¿Qué haces ahí plantado en el pasillo? —le gritó su padre—. Un parto es cosa de mujeres. Cuando haya terminado, ya nos lo dirán. ¡Ahora bebe!
Paul se acomodó obediente en la mesa y se bebió el contenido del vaso de un trago. El whisky le ardió en el estómago como el fuego, y recordó que no había comido nada desde el desayuno. Hacia las ocho de la mañana Marie había notado un leve tirón en la espalda, bromearon sobre sus continuos achaques durante el embarazo y él salió hacia la fábrica con el corazón encogido. Poco antes de la pausa para almorzar, su madre llamó desde casa para comunicarle que Marie tenía contracciones y que ya habían avisado a la partera. No había de qué preocuparse, todo seguía su curso.
—Cuando tu madre te trajo al mundo, hace ahora veintisiete años —dijo Johann Melzer, que contemplaba pensativo su vaso de whisky—, yo estaba en la fábrica, en mi despacho, haciendo cuentas. En semejante situación, un hombre necesita una ocupación, de lo contrario lo devoran los nervios.
Paul asintió, pero al mismo tiempo estaba atento a cualquier ruido en el pasillo, los pasos de la doncella, que subía a la segunda planta, el tictac del reloj de pie, la voz de su madre que ordenaba a Else que fuera a buscar dos sábanas limpias al lavadero.
—Por aquel entonces eras un auténtico incordio —continuó su padre, con una sonrisa de satisfacción—. Alicia pasó una noche de mil demonios. Casi le costaste la vida a tu madre.
No eran las palabras más adecuadas para aplacar los miedos de Paul, y su padre se dio cuenta.
—Pero no te preocupes, las mujeres que parecen débiles son mucho más duras y fuertes de lo que la gente suele creer. —Bebió un trago largo—. ¿Qué pasa con la cena? —gruñó, y pulsó la campana eléctrica del servicio—. Ya son más de las seis, ¿es que hoy todo se ha trastocado?
Ante los reiterados timbrazos apareció Hanna, la ayudante de cocina, una chica morena y un poco tímida a la que Marie protegía de manera especial. Alicia Melzer habría despedido a la chiquilla hacía tiempo, pues no servía para el trabajo y rompía más vajilla que cualquiera de sus antecesoras.
—La cena, señor.
Caminó haciendo equilibrios con dos bandejas de bocadillos: pan moreno, paté de hígado, queso cremoso con comino y pepinillos encurtidos del huerto de la cocina que había creado Marie el otoño anterior. La carne, el embutido y la grasa empezaban a escasear y solo se conseguían con cartilla de racionamiento. Quien quisiera disfrutar de exquisiteces o incluso de chocolate precisaba de buenos contactos y los medios necesarios. En casa de los Melzer eran leales al emperador y estaban decididos a cumplir con su deber patriótico, que incluía estar dispuesto a renunciar a determinadas cosas en tiempos difíciles.
—¿Por qué ha tardado tanto, Hanna? ¿Qué hace la cocinera ahí abajo?
Hanna distribuyó presurosa los platos en la mesa y dos panecillos y un pepinillo resbalaron sobre el mantel blanco. Volvió a colocar en su sitio a los fugitivos con los dedos. Paul levantó las cejas con un suspiro: era inútil llamar la atención a esa chica. Todo lo que le decían le entraba por un oído y le salía por otro. Humbert, el lacayo de la villa, que hacía su trabajo a la perfección y con entrega, había sido llamado a filas al inicio de la guerra. El pobre seguro que no se desempeñaba bien como soldado.
—Es culpa mía —soltó Hanna, sin mala conciencia—. La señora Brunnenmayer había preparado los platos, yo los he subido con el resto de la comida y luego me he dado cuenta de que estos eran para usted.
La alimentación de las señoras de la segunda planta requería dedicación absoluta por parte de la cocinera. Sobre todo la de la partera, que tenía un apetito insaciable y ya iba por la tercera jarra de cerveza. Además, la señora Elisabeth von Hagemann y la señora Kitty Bräuer habían avisado de que se unían a la cena.
Paul esperó a que Hanna hubiera salido y luego hizo un gesto de enfado con la cabeza. Kitty y Elisabeth, sus dos hermanas. ¡Como si no hubiera suficientes mujeres dando vueltas por la casa!
—¡Cocinera! —rugió una voz desde la planta superior—. ¡Una taza de café en grano! ¡Pero del de verdad, no de esta cosa que parecen guisantes!
Debía de ser la partera. Paul ni siquiera le había visto la cara a aquella mujer. A juzgar por la voz, parecía una persona fuerte y muy decidida.
—Es como un sargento de caballería —dijo su padre despectivamente—. Igual que esa enfermera a la que contrató Alicia hace dos años. ¿Cómo se llamaba? Ottilie. Era capaz de derribar a un regimiento de dragones.
Se oyó la campana de la puerta de abajo. Una vez, dos veces. A lo que siguió el estruendo de la aldaba de hierro forjado golpeando sin cesar contra la pequeña placa metálica de la puerta.
—Kitty —dijo Johann Melzer con una sonrisa—. Esa solo puede ser Kitty.
—¡Ya voy, ya voy! —gritó Hanna, cuya estridente voz atravesó sin esfuerzo las tres plantas—. ¡Qué día! Virgen santísima. ¡Vaya día!
Paul se levantó de un salto para bajar al vestíbulo. Si bien antes la visita de Kitty le parecía un fastidio, ahora lo alegraba su llegada. No había nada más desesperante que estar ahí sentado sin hacer nada. La arrolladora alegría de Kitty lo distraería y ahuyentaría las preocupaciones.
Ya en la escalera que daba al vestíbulo percibió su voz alterada. Kitty, que llevaba apenas un año casada con el banquero Alfons Bräuer, también se hallaba en estado de buena esperanza y en unos meses salía de cuentas, aunque apenas se le notaba. Estaba fina y delgada como siempre. Al fijarse bien, Paul notó la pequeña curva bajo el vestido holgado.
—¡Por el amor de Dios, Hanna! ¡Qué lenta eres! Nos dejas ahí fuera con la humedad. Una puede buscarse la muerte con este maldito tiempo. Ay, y nuestros pobres soldados en Francia y en Rusia, deben de helarse. Espero que no se resfríen. Elisabeth, te lo ruego, quítate ese sombrero de una vez. Estás espantosa, tu suegra tiene un gusto pésimo. Tráeme unas zapatillas, Hanna, las pantuflas pequeñas con el bordado de seda. ¿Ya ha nacido el niño? ¿No? Gracias a Dios, me daba miedo habérmelo perdido todo.
Las dos hermanas habían ido sin chófer, y Elisabeth había llevado el coche porque Kitty no tenía intención de aprender a conducir. Tampoco lo necesitaba, pues el banco Bräuer disponía de varios automóviles y un chófer. Mientras Kitty se quitaba el abrigo, el sombrero y los zapatos, Elisabeth aún estaba delante del espejo ovalado de estilo imperio contemplándose con cara de ofendida.
Paul pensó que Kitty en ocasiones podía ser cruel con la mayor naturalidad. Dijo en voz bien alta:
—A mí me parece que el sombrero te queda muy bien, Lisa. Te hace…
No continuó porque Kitty se le lanzó al cuello, le dio un beso en cada mejilla y lo llamó «mi pobre, pobrecito Paul».
—Sé lo mal que lo pasan los futuros padres. —Soltó una risita—. Claro, han cumplido con su deber y ahora son prescindibles. Lo que viene a continuación es cosa nuestra, ¿verdad, Lisa? ¿Qué va a hacer un hombre con un bebé? ¿Le puede dar el pecho? ¿Alimentarlo? ¿Mecerlo? No puede hacer absolutamente nada.
—Déjame aclarar un punto, hermanita —dijo Paul entre risas—. ¿Y quién se ocupa de que la madre y el niño tengan un techo y algo de comer?
—Ya, bueno —dijo ella. Se encogió de hombros y lo soltó para ponerse las delicadas pantuflas que Hanna le había dejado delante, en el suelo—. Eso no es para tanto, mi querido Paul. ¿Sabes que en África hay tribus que le hacen al futuro padre un profundo corte en la pierna y le echan sal en la herida? Me parece muy razonable para que los hombres experimenten un poco el dolor del parto.
—¿Razonable? ¡Es una barbaridad!
—¡Bah, eres un cobarde, Paul! —dijo ella entre risas—. Pero no te preocupes: esa costumbre aún no está de moda en este país. ¿Dónde se ha metido mamá? ¿Arriba con Marie? ¿Han llamado a esa horrible partera? ¿La señora Koberin? Estuvo con mi amiga Dorothea cuando dio a luz. Imagínate, mi querido Paul, esa señora estaba borracha cuando recibió al niño. No se le cayó por un pelo.
Paul sintió un escalofrío. Solo le cabía esperar que su madre hubiera elegido a una persona que supiera de su oficio. Mientras seguía pensando en ello, el espíritu exaltado de Kitty ya estaba ocupado con otros asuntos.
—¿Vienes ya, Elisabeth? Madre mía, con ese sombrero pareces un soldado de campo. Furioso y dispuesto a todo. ¿Hanna? ¿Dónde te has metido? ¿Tenéis noticias de Humbert? ¿Está bien? ¿Escribe a menudo? ¿No? Ay, qué triste. Vamos, Elisabeth. Tenemos que subir enseguida con Marie, qué pensarán de nosotras si estamos en casa sin ocuparnos de ella.
—No sé si Marie tiene tiempo para ti ahora mismo… —intervino Paul, pero Kitty subió la escalera a paso ligero pese al embarazo.
—¡Hola, papaíto! —gritó desde el pasillo, y continuó hasta la planta de arriba, donde se encontraban los dormitorios.
Por mucho que quisiera, Paul no era capaz de adivinar qué ocurría ahí, pero supuso que Kitty había conseguido avanzar hasta el centro de los acontecimientos. Algo que él, el futuro padre, tenía terminantemente prohibido.
—¿Cómo está papá? —preguntó Elisabeth, que por fin se decidió a quitarse el abrigo y el sombrero—. Espero que todo este jaleo no sea demasiado para él.
—Creo que lo lleva bien. ¿Quieres reforzar el equipo de señoras de ahí arriba o vienes a hacernos compañía a papá y a mí?
—Me quedo con vosotros. De todos modos, quería comentarle un asunto.
Paul sintió cierto alivio al ver que por lo menos Elisabeth aguantaba con ellos en el comedor. Kitty, en cambio, había optado por interponerse en el camino de la partera. Dios mío, ¡qué ganas de que pasara todo! No soportaba pensar que Marie tuviera que aguantar tanto dolor. ¿No era él el causante? ¿El que había engendrado ese niño?
—Tienes cara de estar tragando renacuajos —comentó Elisabeth con una sonrisa—. También puedes estar contento. Vas a ser padre, Paul.
—Y tú vas a ser tía, Lisa —repuso él, sin mucho entusiasmo.
En el comedor, Johann Melzer había cogido el Augsburger Neuesten Nachrichten para releer el artículo sobre el transcurso de la guerra. Según las noticias, tan entusiastas, Rusia estaba prácticamente vencida y pronto acabarían con los franceses. Sin embargo, ya había empezado el tercer año de guerra y, pese a su lealtad al emperador, Johann Melzer también era realista y se mostraba escéptico. La exaltación que se apoderó de todos al inicio de la guerra se había desvanecido hacía tiempo.
—Papá, no estarás bebiendo… —dijo Elisabeth medio sorprendida—. ¡Sabes perfectamente que el doctor Greiner te ha prohibido el alcohol!
—¡Bobadas! —contestó enfadado.
Hacía tiempo que todos los habitantes de la villa se habían resignado a que fuese un paciente testarudo, incluso Alicia había dejado de molestarlo con instrucciones y advertencias. Sin embargo, Elisabeth no podía evitar reprenderlo. A fin de cuentas, alguien tenía que cuidar de su salud.
—¿Qué escribe el señor teniente sobre la guerra en el oeste? —preguntó, para esquivar más reproches.
Elisabeth llevaba un año casada con el comandante Klaus von Hagemann. La boda se celebró pocos días antes de que estallara la guerra, a toda prisa, pues él participó con su regimiento de caballería en la batalla del Marne. A principios de 1915, tanto Marie y Paul como Kitty y el banquero Alfons Bräuer también celebraron sus enlaces.
—Justo hoy ha llegado un mensaje de Klaus —le informó Elisabeth, y sacó la tarjeta de correo militar de su bolsito—. Está en Amberes, pero parece que su regimiento pronto recibirá la orden de marchar hacia el sur. No puede decir adónde, por supuesto.
—Al sur, ya… —gruñó Johann Melzer—. ¿Y tú sigues bien?
Elisabeth se sonrojó ante la mirada atenta de su padre. En octubre del año anterior su marido había tenido unos días de permiso y había cumplido de sobra con sus obligaciones conyugales. Cuánto había deseado quedarse por fin embarazada esa vez. Fue en vano. La fastidiosa menstruación se había presentado de nuevo, malvada y puntual, acompañada de los habituales dolores de cabeza y retortijones.
—Estoy bien, papá. Gracias por preguntar.
Paul empujó su plato hacia ella y le pidió que se sirviera. A él no le entraba nada.
Elisabeth no pudo resistirse al grasiento paté de hígado. Jesús bendito, cómo estaba Paul. Era evidente que Marie pasaba por un momento delicado, pero iba a tener un niño, y Kitty también se encontraba en estado. Solo a ella se la privaba de la suerte de la maternidad, pero debía habérselo imaginado. Kitty era la hija del sol, la niña mimada del destino, la dulce duendecilla. Todos sus deseos le eran concedidos, todo le caía del cielo. Literalmente. Elisabeth tuvo que recomponerse para no hundirse en la autocompasión. Con todo, estaba resuelta a cumplir con su deber con el emperador y su patria de otra manera.
—¿Sabes, papá? —dijo con una sonrisa mientras Paul salía de nuevo al pasillo—. Creo que, considerando nuestra posición social y las posibilidades de espacio de la villa, no tenemos elección. Klaus me ha dicho sin tapujos que no entendía tus dudas, al fin y al cabo es nuestro deber patriótico.
—¿De qué hablas? —preguntó Johann Melzer, receloso—. Espero que no sea de esa locura de montar en casa un hospital militar. ¡Más vale que te lo quites de la cabeza, Elisabeth!
Esperaba una negativa, así que no se dejó desanimar. Su madre ya había accedido más o menos a su plan, la señora Von Sontheim también había montado un hospital militar, y los padres de su mejor amiga Dorothea habían cedido una de sus casas a tal fin. Solo para oficiales, por supuesto, nadie quería hospedar a cualquier piojoso inculto.
—En el vestíbulo habría sitio suficiente para al menos diez camas, y en el lavadero se podría montar una sala de operaciones.
—¡No!
Para ratificar su negativa, Johann Melzer agarró la botella de whisky y se sirvió un buen trago. Luego explicó que en el vestíbulo siempre había corriente, lo que era extremadamente perjudicial para los enfermos, y faltaba luz; además, todo el que llegara tendría que pasar junto a las camas, pues el vestíbulo era la zona de entrada de la villa.
—Olvidas que hay una segunda entrada desde el jardín y a través de la terraza, papá. Y la corriente se puede evitar con cortinas de tela gruesa. No, yo creo que el vestíbulo es muy adecuado: es espacioso, está aireado y tiene fácil acceso desde las dependencias del servicio.
Johann Melzer bebió y volvió a dejar el vaso vacío con un movimiento brusco.
—Mientras mi opinión cuente en esta casa, no se hará semejante disparate. Ya tenemos suficientes bocas que llenar y un saco lleno de preocupaciones con la fábrica.
Elisabeth se disponía a replicar a su padre, pero él se adelantó.
—No sé cómo voy a pagar a mis empleados ni cuánto tiempo podré mantenerlos —dijo alterado—. No hay algodón desde el principio de la guerra, ahora escasea también la lana, y mis máquinas no sirven para hilar cáñamo. Así que no me vengas con tus locuras o…
Se oyó un revuelo en el pasillo, la voz exaltada de Kitty, arriba sonaron varios portazos y Else corría con una cesta llena de paños por el pasillo. Elisabeth vio horrorizada que las sábanas blancas estaban manchadas de sangre.
—¡Has tenido una hija, mi querido Paul! —gritó Kitty desde arriba—. Una hija preciosa y diminuta. Dios mío, es tan pequeña, pero tiene sus bracitos, sus manitas, incluso deditos y uñitas. La partera se la ha dado a Auguste para que la bañe.
Paul subió corriendo la escalera para que lo dejaran ver a Marie de una vez, pero Kitty se lanzó a sus brazos a medio camino y rompió a llorar de felicidad sobre su hombro.
—Suéltame, Kitty… —dijo con impaciencia al tiempo que intentaba zafarse de ella.
—Sí, sí, ahora —respondió Kitty entre sollozos, y lo abrazó con fuerza—. Pero espera a que esté bañada. Luego te pondrán a tu hija en brazos, bien envuelta. Ay, Paul, es fascinante. Y Marie ha sido muy valiente. Yo seguro que no lo conseguiré, ahora lo sé. Mis gritos se escucharán en todo Augsburgo si tengo que soportar semejante martirio.
En el umbral de la puerta del comedor que daba al pasillo, Elisabeth suspiró indignada. ¡Justo en ese momento tenía que dar a luz Marie! Aún le quedaban unos cuantos buenos argumentos en la recámara para poner a su padre entre la espada y la pared, pero se había levantado y había salido también al pasillo.
—Una niña —dijo descontento—. Bueno, lo importante es que la madre y la niña estén bien.
Tuvo que apartarse a un lado para dejar paso a Auguste, que llevaba la cuna de madera donde durmieron primero el pequeño Paul y luego sus dos hermanas. Procedía de la casa de los Von Maydorn, la rama familiar pomerana, y había mecido hasta dormirlos a unos cuantos niños de la aristocracia.
—¡Marie! —gritó Paul hacia el pasillo de arriba—. Marie, cariño, ¿estás bien? ¡Dejadme verla de una vez!
—¡Tiene que esperar! —sonó la imponente voz de la partera.
—Es una persona horrible —exclamó Kitty, indignada—. Si por mí fuera, no dejaría que esa bruja se me acercara. Se comporta como si fuera la dueña de la villa. Imagínate, le ha dado órdenes a mamá…
Elisabeth se decidió a regañadientes a salir del comedor y participar de los acontecimientos. Sentía una tremenda curiosidad por la niña. ¡Una niña! Le estaba bien empleado a Marie. Con qué decepción había recibido su padre la noticia. Esperaba un chico que más adelante pudiera hacerse cargo de la fábrica…
Arriba se oyeron cuchicheos. Paul estaba junto a Kitty en la escalera, ambos parecían contrariados. «Qué raro», pensó Elisabeth. ¿Acaso Marie no se encontraba bien? ¿Había perdido mucha sangre? ¿Podía llegar a morir de debilidad?
De pronto Elizabeth notó una fuerte palpitación y tuvo que agarrarse a la barandilla para subir los peldaños. ¡Cielo santo! Sin duda Marie merecía una pequeña fiebre, ¡pero no desaparecer de este mundo!
Se abrió la puerta del dormitorio y salió su madre. La pobre estaba descompuesta. La tez colorada, la blusa llena de manchas húmedas, y le temblaban las manos cuando se colocó un mechón rebelde detrás de la oreja.
—Paul, mi querido Paul…
—¡Virgen santísima, mamá! ¿Qué ha pasado?
Corrió hacia ella, le falló la voz.
—Es… es increíble —sollozó Alicia Melzer—. Tienes un hijo.
Nadie entendió el significado de sus palabras, ni siquiera Elisabeth. Acababan de decirle que tenía una hija, y ahora que un hijo. ¿La partera estaba borracha? ¿No diferenciaba a los varones de las niñas?
—¿Un hijo? —tartamudeó Paul—. Entonces, ¿no es una niña? ¿Es un niño? Pero ¿cómo está Marie?
Alicia tuvo que apoyarse en la pared, cerró un momento los ojos y se llevó el dorso de las manos a la frente caliente. Sonrió.
—Tu esposa ha dado a luz gemelos, Paul. Una niña y un niño. ¿Que cómo está Marie? Bueno, ahora mismo está estupenda.
Elisabeth se detuvo en mitad de la escalera. Su miedo se convirtió de pronto en un arrebato de ira. ¡Gemelos! ¡Increíble! Hay gente que nunca tiene suficiente. Y encima se encontraba bien. Entonces se oyó el chillido de un bebé, bastante débil y apretado, como si a la pobre criatura le costara un mundo emitir ese sonido. De pronto a Elisabeth se le encogió el corazón y la invadió una sensación de enorme ternura. Los dos debían de ser minúsculos si habían tenido que compartir el vientre de su madre.
Por fin apareció la partera, una mujer robusta con el pelo entrecano y las mejillas rellenas y plagadas de venitas rojas.
Llevaba un delantal blanco almidonado que seguramente acababa de ponerse sobre el vestido negro. En sus imponentes brazos sostenía dos paquetes blancos. Los recién nacidos estaban envueltos en paños, solo se les veía la cabecita rosada. Paul observaba a sus hijos con la frente arrugada y una mirada de incredulidad, perplejo.
—Están… están sanos, ¿no? —le preguntó a la partera.
—¡Naturalmente que están sanos!
—Me refiero… —tartamudeó Paul.
No parecía precisamente un padre orgulloso ahí de pie, contemplando a los bebés, demasiado pequeños. Sus caritas parecían muecas: los ojos, estrechas ranuras; las narices, dos agujeritos; solo las bocas eran grandes. Uno de los dos lloriqueaba, profería unos peculiares sonidos amortiguados de impotencia.
—¿Cuál es el chico? —inquirió Johann Melzer, que también había subido.
—El gritón. Pesa menos que su hermana, pero ya está decidido a quejarse de las condiciones de este mundo.
La partera sonrió, por lo menos parecía satisfecha con el resultado de sus esfuerzos. Cuando Paul entró a toda prisa en el dormitorio ya no puso ninguna objeción.
—¡Marie! —oyó Elisabeth que la llamaba a media voz—. Mi pobre y dulce esposa. ¡Lo que has tenido que soportar! ¿Cómo estás? Nuestros niños son preciosos. Nuestros niños…
—¿Te gustan? —dijo Marie, y soltó una suave risita—. Dos de una vez, no me digas que no es práctico.
—Marie… —susurró Paul con una ternura desbordante.
Elisabeth no entendió lo que dijo a continuación, tampoco era para oyentes curiosos. Notó un nudo en la garganta que se iba inflando. Cielos, todo aquello era muy conmovedor. Cuánto deseaba que Klaus un día le dirigiera esas palabras de ternura y agradecimiento. Se acercó a su madre para darle un abrazo, y de pronto se percató de que estaba llorando.
—¿Ya tienen nombre para los dos? —preguntó la partera.
—Seguro que sí —dijo Alicia Melzer, al tiempo que acariciaba en la espalda a su hija Elisabeth.
—La niña se llamará Dorothea y el niño Leopold.
—¡Dodo y Leo! —exclamó Kitty, entusiasmada—. Papaíto, tienes que abrir una botella de champán, yo lo serviré. Ay, ojalá el bueno de Humbert estuviera también aquí. Nadie servía ni disponía con tanta destreza como él. Vamos, vamos, esos dos de ahí dentro tienen mucho que susurrarse.
Se dirigieron al salón rojo y llamaron a Else para que llevara las copas mientras Johann Melzer bajaba a la bodega a buscar el champán. Un día de júbilo como aquel, el personal también podía brindar a la salud de la recién nacida descendencia Melzer. Kitty llenó las copas y Alicia llamó a la cocinera y a Hanna para que salieran de la cocina. Else subió una bandeja al dormitorio, donde los felices padres, y también Auguste y la partera, disfrutaron del burbujeante champán.
—Por los recién nacidos —exclamó Johann Melzer—. Que los ángeles sagrados del Señor cuiden de ellos, igual que velan por nuestra patria y nuestro emperador.
Brindaron por Dodo y Leo, por Marie, la valiente madre, por el flamante padre y, naturalmente, por el emperador. La cocinera Brunnenmayer explicó que ella ya sabía que Marie esperaba gemelos porque tenía las piernas gruesas, y Hanna preguntó si más adelante podría sacar de paseo a los niños en cochecito. Se lo prometieron, pero siempre acompañada de una niñera, que aún tenían que contratar.
—Hacía tiempo que no me sentía tan contenta y aliviada —confesó Alicia cuando la familia estuvo sola de nuevo. Le brillaban los ojos, por tantas emociones y porque le había afectado la media copa de champán—. Para mí es como si volvieran los viejos tiempos. Cuando los dos éramos jóvenes, Johann, y nuestros hijos pequeños. ¿Te acuerdas? Sus risas alegres en el salón. Cómo alborotaban en el parque y desesperaban a los jardineros…
Johann Melzer solo había dado un sorbito de champán. Dejó la copa para estrechar a su mujer entre sus brazos, un gesto que había dejado de ser habitual entre ellos hacía mucho. Elisabeth vio que su madre cerraba los ojos con una sonrisa y apoyaba las mejillas calientes en el hombro de su marido.
—Bienaventurado aquel que puede recordar la felicidad pasada —murmuró él—. Es un tesoro que nadie le puede arrebatar.