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Libro 1: Devorador del Vacío

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Synopsis
En el continente de Andalicia, las hechiceras gobiernan. Han convertido a los nobles en sus sirvientes y han creado un mundo a su medida. Es un mundo de servidumbre, pactos de sangre, almas y juramentos de amor. Un mundo lleno de traiciones e intrigas, del cual Oliver, un humilde campesino que vive en un monasterio, es consciente. Por esta razón, se mantiene alejado de las intrigas y lleva una vida tranquila, sin más preocupaciones que su peso corporal actual. Sin embargo, Oliver no está destinado a vivir una vida pacífica. No es la vida que él eligió, ni es la vida que el destino ha elegido para él, y el destino está llegando.
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Chapter 1 - Capítulo 1 Chico conoce chica parte 1

NA: Esta historia es de mi autoría, todos los derechos reservados.

Oliver dejó el libro que estaba leyendo a un lado. Era el primer volumen y tendría que esperar años para una continuación. Era algo desesperante en los casos en que se encontraba con un buen ejemplar, pero por fortuna o desgracia, este no era el caso. Había sido una historia interesante y entretenida, pero su autor había sufrido un ataque de idiotez y había arruinado todo un buen libro con un solo capítulo cuando llevaba ya más de dos terceras partes de una buena historia. Era una lástima, pero solía suceder pensó Oliver abatido observando el libro a su lado.

Sin duda él leería sus continuaciones, pero lo haría adelantando páginas e ignorando personajes, con el único interés de ver la resolución de su trama. El destino de sus personajes, sus relaciones y pesares ya no le interesaban. Hubiera preferido no empezar a leerlo. Pero ahora no podía parar. Demasiados misterios sin respuestas, demasiadas preguntas. No podía ignorarlo, pensó con un suspiro.

Oliver retiró su mirada del libro y la dirigió a las estanterías situadas a unos diez metros enfrente de él. Allí había cientos de libros. Historia, geografía, números, relatos, poesía, música, incluso había libros sobre libros. Le llevaría años leerlos todos pensó Oliver con satisfacción. Él llevaba un año allí y solo había alcanzado a leer cincuenta libros. Sus preferidos eran los libros de historia y los relatos o novelas. La historia ocupaba el segundo lugar en sus preferencias, pero no debido a que le gustase menos, sino a lo fácil que era imaginarse el final. La realidad era algo muy predecible a diferencia de los relatos y novelas, donde su autor se esforzaba por crear algo para mantener a sus lectores entretenidos.

Oliver se levantó de su asiento y caminó hasta los estantes donde estaban los libros de historia. Los estantes estaban hechos de tablas de roble, el monasterio los había conseguido como donativo de los aserraderos vecinos. No eta que estos fueran carpinterías, pero unas cuantas tablas de roble solo necesitaban algunos clavos para formar fuertes y duraderos estantes. Oliver tomó el primer volumen de la fundación y volvió a su escritorio, una mesa ordinaria que le servía en su trabajo administrativo de la biblioteca.

Oliver se sentía en extremo cómodo con su trabajo. Lo mantenía en secreto, pero cada día para él en ese lugar era de felicidad. Él, hasta los ocho años había sido un chico normal. Su familia de ocho tenía seis jóvenes, cuatro varones, de los cuales él era el mayor, y dos hembras.

El destino de Oliver desde su nacimiento había sido trabajar el campo y morir algún día de la mordedura de una serpiente, aplastado por algún carruaje de transporte de alimentos, alguna gripe pasmada o asesinado por algún noble al que no le agradara cualquier cosa en él. Por fortuna él nació con el don de la inteligencia y eso dio un giro a su destino.

Oliver tenía ocho años cuando su padre le llevó al monasterio y lo presentó a los sacerdotes. La razón de que lo llevara allí era que los mayores en la aldea ya estaban hartos de él. Decían que era un niño preguntón, respondón, sombrío y apático. Oliver no estaba de acuerdo con esto. Solo preguntaba cuando se sentía demasiado exasperado para tolerar algún acto irrazonable. Como cuando le obligaban a cargar agua del pozo en lugar de abrir canales, o cuando le ponían a cuidar los pollos en vez de hacer un cercado. Por supuesto todo esto tenía un trasfondo muy razonable y los adultos no eran los idiotas que él pensaba, pero a su edad no contaba con la información necesaria y por eso preguntaba. Jamás pensó que alguien se molestara por ello.

El motivo de que le consideraran respondón, era el mismo. Para un infante de ocho años, la hipocresía, el poder y la conveniencia, no eran algo que pudiera entender, por lo que para él, la injusticia estaba a la orden del día y eso le molestaba.

Una vez creció un poco más Oliver entendió el asunto y no culpaba a los aldeanos por mandarle al monasterio, de hecho, les agradecía en el alma, pero hasta hoy no les perdonaba que lo calificaran de sombrío y apático.

Oliver se preguntaba si querían que él sonriera de felicidad mientras paleaba mierda de un establo, cargaba tobos de agua del pozo, se tostaba al Sol vigilando pollos o temblaba buscando serpientes en un trigal. Era absurdo. Cada vez que pensaba en ello, él sacudía la cabeza.

En un comienzo su vida en el monasterio no fue ningún paraíso, pero en comparación con la que llevaba en la aldea, era mucho mejor. Sus tareas se redujeron a media jornada primero y luego a un cuarto. Él aprendió a leer y a escribir, se enteró de la existencia de los libros y a los monjes parecía gustarles que él hiciera preguntas, en especial al monje anciano que administraba el lugar en nombre de la iglesia del Sol.

Lo único que llegó a lamentar Oliver fue separarse de su familia. Extrañaba tanto a su madre y sus hermanos que en un principio lloraba por las noches. Por supuesto se cuidaba mucho de que nadie le viera hacerlo, no quería volver a la aldea.

Oliver abrió las primeras páginas del libro. «Historia del reino Andalicia. Volumen I de la fundación». Escrito por el gran sacerdote Luis de Piedra Sola. Había un pequeño prólogo, un resumen de la historia hasta ese momento. La era de los reyes. Una sociedad monárquica que había durado toda una era. Oliver ya había leído sobre ello, por lo que dio un somero vistazo para pasar al primer capítulo.

El reino de Andalicia se había creado unos doscientos años antes de la fundación. Era gobernado por reyes y reinas, que eran apoyados por duques, condes y caballeros.

Una hora después Oliver colocó una gran sonrisa. «Hombre idiota», pensó. Había que ser un completo descerebrado para confiar en una hechicera. Pero tampoco era que el último rey fuese tan idiota. En sus tiempos las hechiceras se mantenían alejadas del mundo y sus asuntos. Vivían recluidas en sus palacios y de vez en cuando tenían una que otra escaramuza con algún hechicero que osaba entrar al continente.

Por esta razón el rey no sospechó nada cuando Alice, la Hechicera de la Sangre, fingió enamorarse de él y hasta permitió que la desposara con la bendición de la iglesia y todo lo demás. Oliver solo podía imaginarse las razones del rey y su euforia al creerse digno del amor de una diosa. La belleza de una hechicera solo era superada por su inteligencia. Todos los libros que Oliver había leído las calificaban como prodigios.

Al complementar estos dos aspectos con el poder que les daba la magia, era comprensible que un hombre como el rey estuviera feliz de hacerla su reina. Él pensó que su reino duraría milenios con tal defensora, porque las hechiceras como Alice eran eternas.

Oliver frunció el ceño. Si veían los resultados, al final el rey no se equivocó. Andalicia ya era un reino con más de tres mil años de historia. Abarcaba todo un continente y ningún otro reino se atrevía a desafiarle. Oliver se preguntó si el rey estaría satisfecho con esto. Él lo dudaba.

Después del casamiento, Alice lo encerró en una de las torres de su propio castillo hasta que murió y se quedó como regente única. Además, ordenó a todos los principales representantes de la nobleza casarse con las hechiceras que la servían. A los que se negaron los mandó a decapitar y a los que se revelaron los exterminó junto a sus familiares...

Un leve carraspeo interrumpió su lectura. Oliver se sobresaltó. En frente suyo había una mujer mayor y una joven. Oliver se levantó de prisa y saludo haciendo una reverencia. No conocía a la mujer, pero esta llevaba un gran vestido blanco con rosa, un sombrero de tela con encaje y guantes de seda. La chica que la acompañaba vestía de manera similar. Ambas olían a perfume y se veían impecables. De seguro eran de la nobleza menor.

Oliver mantuvo la cabeza baja esperando alguna señal de que su reverencia era aceptada y podía proseguir, pero pasados varios segundos, aún no percibía ni oía nada. Oliver dudó por otros diez segundos hasta que escuchó un suave aplauso. Oliver levantó la cabeza. El aplauso era de la chica.

—¡Perfecto! —alabó la chica dando un último aplauso.

Oliver entendió. Él era un campesino. Para esta chica verle hacer una reverencia, era como ver a un mono tocando el tambor en algún espectáculo de mercado.

—Gracias —dijo Oliver en tono neutro.

No le hacía gracia, pero tampoco le ofendía. Gracias a sus reverencias había ganado el puesto de bibliotecario. Casi no lo podía creer cuando el anciano sacerdote le encontró una noche leyendo a escondidas en la biblioteca y en vez de llamar a su padre para que le azotara al día siguiente, le dijo que si aprendía a hacer reverencias le daría el puesto de bibliotecario. Por eso no podía molestarle menos el asunto.

—¿Verdad que lo hizo muy bien, abuela? —preguntó la chica.

La anciana lo miró de arriba abajo.

—Estaría más impresionada si su figura fuera igual de noble que su reverencia —dijo con desaprobación.

Oliver era un chico alto para su edad de quince años, de cabellos negros cortos, rostro ovalado y ojos castaños sin ninguna cicatriz o deformidad en su cuerpo, pero esta anciana se refería a su gordura. Oliver siempre tuvo tendencia al sobrepeso, pero con todo el trabajo que tenía en el campo no tenía de dónde guardar grasas.

Luego cuando se mudó al monasterio y aumentó la calidad y cantidad de comida, su aumento de peso fue evidente. Ahora desde hacía un año con su nuevo trabajo Oliver ya había ganado unos veinte kilos. Él no hacía nada más que estar todo el día sentado y de vez en cuando buscar algún libro. Cada mes ordenaba los libros, pero eso era un ejercicio esporádico y sin ningún esfuerzo. Hasta al anciano sacerdote empezaba a preocuparle su gordura y para su desdicha había regulado sus raciones a la mitad. El recordarlo le hizo sentir triste.

—¡Abuela! ¡Por favor! —dijo la chica escandalizada.

Oliver supuso que malinterpretó su tristeza, tomándola como un producto de las palabras de la anciana. A Oliver no le molestaba su gordura. Su grasa le mantenía calentito en invierno y no planeaba casarse, por lo que lucir atractivo para él no tenía sentido alguno. La anciana ignoró a su nieta y miró a Oliver.

—Venimos de parte del señor a retirar los libros encargos —dijo la anciana.

Por lo visto esta anciana no veía la necesidad de ser educada con un campesino. Eso sí le molestó un poco, pero asintió sin más y fue hasta los estantes.

Era algo raro que el señor del condado, un noble menor que tenía la posesión de la mayoría de estas tierras y cuyo nombre era Enrique Niel, no viniera en persona por sus libros.

Oliver estaba algo confuso, pero a pesar de que otros señores habían encargado sus libros por medio del monasterio, era evidente a qué familia pertenecía la anciana debido a la forma de usar señor como si fuera sinónimo de gobernante. Un noble no usaría tal entonación fuera de sus tierras. Además, el sacerdote le había descrito la apariencia de los principales representantes de la nobleza local.

Esa fue una de las razones de que le dieran el puesto. Los demás chicos empezaban a temblar delante de los nobles, y atender la biblioteca era un desperdicio de tiempo para los monjes mayores. Oliver dio con los libros de inmediato y regresó de prisa para atender a la anciana y a su nieta. Con algo de suerte se marcharían de inmediato y le dejarían leer su libro con tranquilidad. Las interrupciones no eran frecuentes, pero le molestaban.

Al llegar al escritorio, tomó el libro de registro, anotó los tres libros a entregar, el nombre del señor que los retiraba y se los ofreció a la anciana con otra reverencia. La anciana los tomó con el ceño fruncido y muchas sospechas en la cara. Oliver le dedicó otra reverencia.

—¿Mi señora y la joven señorita necesitan algo más? —preguntó cuándo la anciana no hizo intención de marcharse.

«Dios, que no se queden a leer», pensó Oliver con desesperación. Si se quedaban a leer, él pasaría de bibliotecario a sirviente de estas dos. Tendría que ofrecer te, galletas y quedarse en un rincón de pie esperando órdenes. Era el peor escenario posible.

El anciano monje le había preparado para ello, pero Oliver no pensaría ni por asomo que algo así sería posible. ¿Por qué un noble con un castillo propio vendría a leer a un monasterio que solo podía ofrecerle sillas de madera donde sentarse?

«¡Tranquilízate, no tiene sentido!» Se reprendió Oliver en su mente. Pero la anciana seguía mirándole ceñuda, como si esperara algo de él. Al final le miró con fastidio y empezó a abrir el paquete de libros.

«Dios, va a leer en la biblioteca», pensó Oliver en extremo deprimido, pero con expresión serena. Él ya había empezado a maldecir a la anciana en su interior.

La anciana colocó el paquete de libros en la mesa, desató el cordón que los unía y levantó uno de ellos. Oliver ya se preparaba a guiarla hasta una de las mesas de lectura cuando la anciana habló.

—¡De verdad son los libros que encargamos! —dijo con algo de asombro.

La chica también se acercó a mirar con una expresión de duda.

—Tardaron más de dos horas en entregarnos los libros la última vez que vinimos —dijo la chica aclarando las dudas de Oliver.

Oliver respiró aliviado. Entonces era eso. La anciana había pensado que él le había dado los libros equivocados. Esta anciana era muy malpensada. Si él hiciera algo así contra el señor del condado, de seguro le matarían a azotes.

Oliver asintió y ayudó a la anciana a empaquetar los libros de nuevo lo más rápido posible para que dejara de importunarlo con sus caprichos de vieja. Al terminar de envolver los libros le hizo otra reverencia y hasta le colocó una sonrisa de despedida para que se fuera de una vez.

Al fin la anciana recogió sus libros y se dio la vuelta para marcharse, pero al dar dos pasos se detuvo y junto a ella el corazón de Oliver, que se preguntó si esta anciana le estaba molestando adrede. ¿Dejaría notar sus ansias porque ella se fuera? Ni siquiera el anciano monje podía ver a través de él, pensó Oliver. Pero según todos los libros que había leído, estos nobles vivían de intriga en intriga y quizás sus máscaras de hipocresía no funcionaban con ellos.

Oliver estaba congelado, pensando en mil formas de escaparse de algún posible castigo. Pero la anciana no dio la vuelta. Lo único que hizo fue susurrarle a su nieta y esta dio media vuelta y con prisas fue hasta su escritorio y tras buscar en su bolso, dejó una moneda plateada sobre la mesa. Luego regresó junto a su abuela y ambas se dirigieron a la puerta.

Oliver se quedó allí observando la moneda. Estaba del lado de la cara. En su superficie estaba grabado el busto de una mujer de belleza divina. Oliver la reconoció por las ilustraciones suyas que había visto en algunos libros. Era Amanda, la Hechicera de la Oscuridad, una de las más importantes duquesas de la reina Alice.

Oliver frunció el ceño tomando la moneda en sus manos. Era más pesada que las monedas de cobre. Oliver la volteó para ver el escudo del reino. La moneda era una obra de arte. Se decía que eran creadas por la propia reina Alice, pero Oliver no creía esos rumores. Él pensaba que la reina tendría mejores cosas que hacer y hechiceras de sobra a su servicio que podían encargarse de un trabajo así.

Oliver pensó si podría quedarse con ella. Como a toda persona, el dinero le interesaba, pero a diferencia de otros, sabía que con el dinero venían las responsabilidades y él no quería más responsabilidades que las que ahora tenía.

Si alguien se presentara ante él y le regalara un palacio lleno de sirvientes y muchas riquezas, Oliver aceptaría sin dudarlo. Pero si le ofrecieran un palacio junto a un título noble, saldría corriendo sin dudarlo un segundo. Él quería vivir su vida en paz, haciendo lo que le gustaba hacer. Sin tener que encargarse de nadie, sin preocuparse de muchas cosas y, sobre todo, sin mucha gente a su alrededor que interrumpieran sus lecturas.

Las aventuras le gustaban, pero en los libros. Las tramas políticas igual y los conflictos sociales, igual.

Oliver dejó la moneda sobre el escritorio. Le dolió un poco apartarse de ella, pero esta obra de arte podría ayudar al anciano monje a suplir algunas de las necesidades del monasterio.

Una moneda de plata era equivalente a unas trecientas monedas de cobre y podrían servir para comprar grano para cuatro meses en el monasterio. También debía pensar en su familia. Unas cuantas monedas de cobre aliviarían sus cargas y de seguro el anciano monje no se opondría a dárselas ya que la moneda había sido obtenida por él.

Oliver volvió a su libro. Ya conocía la historia general del reino, pero le interesaban los detalles, y estos volúmenes contenían gran variedad de ellos, en cuanto a la economía, leyes, agricultura y guerra...

Oliver suspendió la lectura a mitad del segundo capítulo y levantó la vista para saludar con un asentimiento de cabeza al monje anciano, que estaba en frente de su escritorio.

El monje parecía tener unos sesenta años, pelo y barba blanca, muchas arrugas en su rostro y una toga marrón muy usada. El anciano dirigió la vista a la moneda y la tomó con su mano derecha para examinarla.

—De verdad has impresionado a la señora —dijo estudiando la moneda.

Oliver levantó una ceja. No se sentía molesto por las interrupciones del anciano monje. A diferencia de otras personas este anciano era su primer maestro y la única persona con la que podía compartir sus ideas y opiniones en este lugar.

—Ha pedido hablar conmigo y luego me ha solicitado que te envíe a su castillo para que te conviertas en uno de sus sirvientes. Me aseguró que con el entrenamiento adecuado podrías ascender con rapidez a caballero —dijo el anciano dejando la moneda sobre la mesa.

Si alguna otra persona que se encargara de él dijera eso, Oliver ya estaría temblando de puro horror, pero si era el anciano monje, entonces no había problemas.

—¿Qué le dijo usted? —preguntó Oliver con tranquilidad.

—Le di un informe detallado sobre las necesidades del monasterio y la historia del lugar. Me interrumpió cuando me disponía a hablarle del libro sagrado y no me dejó hablar más, sino que empezó a hacerme preguntas sobre ti. Como dije antes, le has impresionado.

»Al final tuve que recurrir al obispo para que dejara su acoso. Le conté la triste historia de cómo el monasterio no tenía fondos para financiar tus estudios y de cómo se desperdiciaba tu potencial en este lugar. Luego de eso dejó de insistir en reclutarte —explicó el sacerdote.

Oliver pensó. Recurrir al obispo era la última forma de intimidación que conocía el anciano sacerdote. Esa anciana debió ser muy persistente para obligarle a usar esa carta. Después de todo, un noble, sin importar su rango, no se atrevería a ofender a la iglesia al arrebatar a uno de sus vasallos a la fuerza. Hasta una hechicera se lo pensaría dos veces.

El anciano monje llevó la mano derecha a un bolsillo de su toga y sacó un pequeño bolso para vaciarlo sobre el escritorio. Había cinco monedas de plata. Oliver estaba sorprendido.

—Te lo dije, de verdad les has impresionado —dijo el anciano—. No es suficiente para costear tus estudios, pero para un noble menor no es poca cosa. Creo que ha malinterpretado por completo el alcance de tu inteligencia y te considera alguna especie de genio —dijo el anciano tomando asiento en frente de él con una sonrisa.

Oliver le dedicó una mirada ofendida. El anciano monje amplió su sonrisa.

—Oliver, ¿sabes la diferencia entre una persona inteligente y un genio? —preguntó el anciano dándose aires de sabiduría.

—Su capacidad de procesamiento e ingenio. Ver cosas que otras personas no pueden —respondió Oliver con frialdad.

El anciano monje se atragantó con su autosuficiencia y toció con vergüenza.

—Bueno, sí, pero en la práctica no puedes ver esas cosas a simple vista —dijo algo comprometido. Oliver le miraba con frialdad, preguntándose qué se iba a inventar para salir de esta. El anciano se aclaró la garganta—. En la práctica es fácil diferenciar a un genio de alguien con inteligencia por encima del promedio como tú. Por ejemplo, este lugar que tanto ha impresionado a esa señora. Tú lo has hecho todo y ella ha preguntado cómo. Por supuesto, yo no me atrevería a mentirle y le he contado los detalles.

»Cómo has categorizado los libros, el registro que creaste por orden alfabético para que un extraño que use la antigua forma de organización no se pierda, el diario de actividades, la zona de pedidos y entregas, hasta las fichas de resumen en el archivero.

»Por ello y tomando sus años de experiencia con otros campesinos a determinado que eres un genio. Pero ha cometido un grave error. ¡Tú no eres un genio! —sentenció—. En este lugar has hecho algo genial, un genio no lo haría mejor. Pero hay una gran diferencia entre tú y un genio. Un genio no necesitaría esforzarse para lograr esto y tú sí —concluyó.

—Suena como si los genios fueran un montón de flojos —dijo Oliver sonriendo.

Ya entendía lo que quería decir el anciano. Las personas como él podían hacer genialidades si ponían su esfuerzo en ello, pero un genio no necesitaba nada para ser un genio. Bastaba con estar allí y todo lo que hacía siempre y cuando pusiera su atención, sería genial. Algunas veces también la cagaban de forma extraordinaria, pero no ocurría muy seguido. En cuanto a él, jamás podría lograr nada sin esfuerzo de su parte, y como el esfuerzo necesitaba motivación, si alguien tratara de convertirlo en caballero, de seguro moriría en el primer combate que enfrentara, porque sin motivación sería peor que malo.

Oliver le asintió al anciano para indicarle que entendía y le estaba agradecido de seguirle protegiendo y evitar que algún noble le pusiera una espada en las manos y lo enviara a morir en alguna de sus escaramuzas sin importancia.

El anciano señaló las cinco monedas que le habían dejado a él.

—Guardaré estas con el resto en el fondo para tu educación, en cuanto a esa —dijo señalando la que le dejó la chica—, creo que deberías decidir qué hacer con ella.

Oliver no necesitó pensar en ello, ya que lo había hecho con antelación. Solo por si acaso preguntó.

—¿Me alcanzaría para comprar un libro? —El monje negó con pesar—. ¿Aumentarían mis raciones si la dono al comedor? —El monje le miró amenazador. Oliver dio un suspiro pesaroso—. La donaré al monasterio. Por favor envíe algunas monedas de cobre a mis padres —dijo al final.

Seguiría pasando hambre, pensó Oliver algo deprimido.

—No es necesario. Las monedas que envío a tus padres de los demás donativos, ya son suficientes para ellos. Conserva esa como un recuerdo. No todos los días puedes apreciar una obra de arte igual —dijo.

Este anciano le conocía bastante bien, pensó Oliver. El anciano monje asintió y cogió las monedas para levantarse y salir de la biblioteca.

Oliver pensó que no debía actuar tan veloz con el siguiente noble que se encontrara. Necesitaba fondos para sus estudios, pero un día de estos uno de ellos podría no creerse el cuento del monje y él terminaría con una espada en las tripas, como tantos otros crédulos que servían a los nobles.

Oliver volvió a su lectura, pero apenas diez minutos después fue interrumpido de nuevo, por el monje. Oliver se levantó de su asiento apenas le vio. El anciano monje mostraba una expresión de preocupación.

—Alguien ha venido por ti departe de tus padres. Sígueme —dijo el monje y emprendió su camino de vuelta.

Oliver no sintió alivio porque el monje mencionara a sus padres, sino que se alarmó aún más. Él tenía quince años y aún no se le consideraría un adulto, por lo que en general, sus padres aún tendrían su custodia. Pero sus padres lo habían entregado al monasterio cuando tenía ocho años y era la iglesia la que tenía su custodia a partir de allí.

Sus padres no tenían derechos sobre él y si cometían la temeridad de convocarle sin un permiso expreso del monasterio, era que había alguien muy influyente detrás. Nada de nobles menores. Ellos no se atreverían ni siquiera a desafiar a un monje.

Oliver pensó en todas las posibilidades mientras recorrían la antesala de la biblioteca y salían al patio. Oliver notó que el patio, por lo general a rebosar de movimiento de monjes haciendo sus faenas diarias, cuidando de las gallinas, los cerdos, y el invernadero del monasterio, estaba vacío.

Oliver sintió cierta curiosidad, pero estaba demasiado preocupado para prestarle más que un ligero pensamiento.

Unos diez minutos después atravesaron el muro de piedra del monasterio. Oliver al fin vio a los monjes, aprendices y sirvientes del monasterio. Había unas ciento cincuenta personas en total reunidas allí observando alelados un estilizado y pulido carruaje negro sujeto a dos hermosos caballos pardo rojizos.

Había un hombre que vestía un fino traje de pura seda esperando de pie a la puerta del carruaje. El hombre llevaba una fusta en la mano, lo que indicaba que él era el conductor del carruaje. Oliver tragó saliva al verlo.

El traje de este hombre debía valer más que todo el monasterio, hasta uno de esos caballos, valía más que todo el monasterio pensó Oliver con horror. Pero lo que al final lo dejó paralizado sin poder moverse fue el escudo grabado en la puerta del coche. El escudo real. Solo los sirvientes de la realeza usaban ese emblema.

«¡Estoy muerto!», gritó una voz en su interior. No cayó al suelo por que el anciano le sostuvo con gran dificultad, debido a su peso.

—¡Tranquilízate! —Urgió el monje—. Enviaré una carta al obispo, ni la realeza puede llevarse a un monje de un monasterio contra su voluntad —aseguró.

Oliver sintió ganas de llorar. Él no era un monje, era un aprendiz. Peor aún, un campesino. Si el sirviente de una hechicera lo quería y le enviaba una caja de monedas de oro al obispo, junto a una carta de solicitud, ¿qué pesaría más? ¿Su carta o la de un viejo monje de un monasterio olvidado?

«El conocimiento, a veces es una pesada carga», pensó Oliver con ganas de echarse a llorar. Los presentes se dieron cuenta de su llegada y voltearon para dedicarle miradas atónitas y algunos hasta sonrieron alentadores.

«Idiotas ignorantes», pensó Oliver, pero su estupidez le dio fuerzas para abandonar la inútil esperanza y caminó con resignación los treinta metros que lo separaban del carruaje.

Los presentes hicieron un camino para él. Todos eran conocidos, pero ninguno de ellos era su amigo. En la única que centró un poco más de atención, fue en Rocie, una chica tres años mayor que él que era baja y algo robusta de tanto cargar tobos de agua del pozo, con la cara algo cuadrada, los pechos pequeños y el cabello corto. Le faltaba un diente y era bastante fea. Se había acostado con la mayoría de los chicos del monasterio y algunos decían que también se prostituía con los monjes.

Oliver sabía que este rumor era falso. Ella se acostaba con hombres mayores, pero no les cobraba, era igual que con los jóvenes, lo hacía porque le gustaban. Ella fue la segunda mujer con la que se acostó en su vida y al parecer sería la última. «Debí insistir más la vez pasada», pensó Oliver.

Desde que subió de peso Rocie le daba esquinazo cada vez que se acercaba a ella con intenciones lujuriosas y tenía que rogarle mucho para que aceptara acostarse con él. Algunas veces Oliver creía que le dejaba hacer por puro fastidio.

La noche anterior había rogado muy poco, y al final Rocie se marchó. Oliver estaba leyendo ese nuevo libro que creyó interesante y al final resultó ser decepcionante, y no le dio mucha importancia a Rocie. Ya tendría otras oportunidades pensó. Pero ahora se daba cuenta que su última noche iba a ser leyendo un libro poco interesante y su vida le pareció muy triste.

Oliver se acercó a Rocie y metió la mano en el bolsillo de su toga para sacar la moneda de plata y meterla con disimulo en uno de los bolsillos del sencillo vestido de Rocie.

—¡Gracias por tu amabilidad! —le susurró con sinceridad y se dio prisa hasta el carruaje sin llegar a ver su expresión.

El hombre, que como Oliver ya había adivinado solo era el conductor del carro, abrió la puerta he hizo una reverencia para que él entrara. El interior del carro estaba acojinado, asientos forrados en sedas e incluso había cojines con faralaos dorados, pero no había nadie dentro. La persona que envió el carruaje no quería que los monjes se enteraran de quién era. Esto haría más difícil las cosas para el anciano monje.

Oliver entró y detrás de él la puerta del carruaje se cerró. Las cortinas de seda estaban abajo, pero una luz tenue empezó a ser más brillante en el techo del carruaje iluminando el interior con luz clara. La temperatura era fresca y cuando el carro empezó a moverse él no llegó a sentir ni un solo bache, parecía que el carruaje se desplazara por un piso de piedra pulida.

Una media hora después el carruaje se detuvo. El monasterio no estaba lejos de la aldea, apenas a unas dos horas a pie.

Para haber tardado tanto en llegar a su casa, el carruaje no llevaba prisas comprendió Oliver al bajar del carruaje en frente de su casa. También se dio de cuenta que la aldea parecía vacía de gente. Las casas estaban algo separadas unas de otras, pero con semejante carruaje parado en frente de su casa, deberían estar todos los vecinos allí y no era el caso.

Su madre, una mujer en sus treinta, de cabellos y ojos castaños le esperaba en la puerta de la pequeña casa, junto a la menor de sus hermanas que ya tenía doce años. Cuando la niña le vio corrió hacia él, feliz. Oliver colocó su mejor sonrisa falsa y la recibió con los brazos abiertos. La niña llevaba un vestido sencillo, limpio y de tela sin parches.

Era una de sus mejores ropas, también su madre llevaba su mejor vestido. Oliver supuso que los demás también llevaban sus mejores ropas. Oliver se alegró por ellos. Era mejor así. Él no quería ser una fuente de desdicha para su familia.

La niña le abrazó feliz y le dio algunos besos. Oliver le correspondió con algunas cosquillas. Ana era su hermana favorita. Era linda, con su piel pálida, cabello negro y ojos verde esmeralda. En general a Oliver las mujeres demasiado bellas o lindas le daban repelús, pero él estaba seguro que su pequeña hermanita no era ninguna hechicera, por lo que disfrutaba de su lindura a placer.

Su madre llegó y como de costumbre rescató a su hermana de sus brazos y la colocó detrás de ella con gesto protector. Luego le dio un abrazo de bienvenida.

—No estés tan asustado, confía en tu madre, te aseguro que todo está bien —susurró a su oído.

«No madre, nada está bien aquí», pensó Oliver correspondiendo a su abrazo sin decir nada.

Su madre y su padre no le entregarían a ningún noble. Demasiados chicos y chicas habían salido de la aldea para servirles y no regresaron jamás, para que ellos hicieran algo así. Por esa razón lo entregaron al monasterio a pesar de que los nobles pagaban en plata por los niños, que como él, mostraban una inteligencia más vivaz que otros. Pero las compras descaradas no eran la única forma en que los nobles secuestraban gente y sus padres eran tan ignorantes de eso como el resto de la gente de la aldea.

Oliver asintió a su madre y cargando a su pequeña hermana para despedirse de ella, pasó dentro. Ahora que iba a morir, era probable que el anciano monje les diera los ahorros de sus estudios a sus padres. No era nada si se trataba de pagar sus estudios, pero si lo usaban sus padres podrían mudarse a la ciudad y montar una tienda allí. Sus padres eran gente lista, él estaba seguro que su futuro sería sin dificultades.

Al entrar a su casa no tuvieron que caminar a ningún lado, pues solo contaba con un recibidor, dos cuartos y la cocina. Era la mejor casa de la aldea y la mejor equipada. El anciano monje se había encargado de hacer llegar algunas buenas monedas a su familia en nombre del monasterio.

Su padre, un hombre de cabellos negros, con barba espesa y bigote, estaba sentado en una de las cuatro sillas del recibidor. Detrás de él estaban sus otros tres hermanos y su otra hermana. Todos ellos lucían nerviosos y ni le saludaron de lo rígidos que estaban.

Su padre le indicó que se sentara en frente suyo, en la única silla libre al lado de dos personas que estaban en las otras dos sillas. Uno era un hombre que parecía mayor por su cabello y barba blanca, pero sin demasiadas arrugas. Además, su cabello era abundante y su barba espesa y cuidada. Su porte era robusto e imponente, pero su ropa era de impecable seda con botones de oro y bordados de hilo de oro. Sus ojos eran azules y serenos. No parecía incomodo en su asiento ni despreciativo en lo absoluto. Hasta llegaba a parecer agradable, como uno de esos nobles caballerescos y honrados, que aparecían en algunos cuentos de hadas.

Al lado del hombre había una chica que le desagradó nada más al verla. Ella era una belleza. Llevaba un sombrero de tela que cubría la mitad de su rostro dándole una apariencia tímida, el pelo castaño largo y un vestido sencillo que dejaba ver un poco de las curvas de su cuerpo.

Oliver sintió un escalofrió en la espalda cuando se sentó a su lado. Desde que leyó su primer libro, las mujeres demasiado bellas le daban repelús. Para él, mientras más feas mejor.

—¡Buenas tardes, joven! —saludó el hombre mayor con entusiasmo.

Oliver se levantó y les hizo una reverencia.

—Eso no es necesario, ¡estamos en familia! —dijo el hombre con jovialidad. Su voz era grave y serena, e incitaba a la confianza.

Oliver estaba seguro de que él no tenía más familia que sus padres y sus hermanos, pero no dijo nada. De seguro el hombre esperaba que él preguntara a qué se refería, porque se quedó unos segundos como esperando una réplica.

Oliver, que ya se consideraba hombre muerto, no le apetecía llevar este teatro demasiado lejos. El hombre empezó a carcajearse de repente haciendo que sus padres y sus hermanos dieran un respingo. Se carcajeó por todo un minuto, hasta que sus carcajadas aliviaron la tensión del ambiente.

—¡Muchacho! Eres tal y como me contaron tus padres —dijo estirando su brazo en frente de la chica hasta alcanzar el hombro de Oliver y darle una palmada alentadora. Su mano era cálida, fuerte y segura al milímetro. Si esto no tuviera la más mínima lógica Oliver empezaría a confiar en él.

—¡Tranquilo, muchacho! Enseguida te explicaré todo, pero primero debo ponerte en antecedentes. Mi nombre es Dogual Alexander Red, y esta es mi hija menor Cáterin. Somos sirvientes de la duquesa Amelia, la Hechicera del Vacío. —Dogual volvió a estirar su brazo para que Oliver no se pusiera de rodillas y siguió hablando—. Oliver— dijo cambiando a un tono serio—. Supongo que tu padre te ha hablado de tu tío Oliver, su hermano que siguió a la condesa Uriel hace muchos años.

Su padre se mostró algo incómodo, pero Oliver asintió. Su nombre era debido a su tío. También debido a él su padre decidió que sería más seguro entregarlo al monasterio y no a los nobles.

—Bien, es debido a tu tío Oliver que estoy aquí. En su lecho de muerte, él nos dio este collar para entregarlo a su familia —dijo sacando un collar familiar de una pequeña caja que llevaba en su chaqueta.

El collar, un pedazo de cuero bordado que colgaba de un hilo, era igual al que llevaba su familia. Hasta parecía desgastado y con años de uso observó Oliver asombrado. El hombre señaló algunos detalles familiares que hicieron llorar a su padre, y continuó con una historia de heroísmo aderezada con algo de tragedia y comedia en los momentos apropiados. Para cuando acabó toda su familia reía y lloraba con él.

Oliver tenía los pelos de punta. Quería salir corriendo de allí. Al terminar su triste historia el hombre narró cómo su valiente tío le rescató por última vez de una horrible traición planeada por un rival, y como él le prometió lo que fuera para que acudiera al descanso eterno sin cargas.

Su tío, en sus últimos momentos pensó en su hermano y en cómo al partir, su hermano acababa de casarse y de seguro ya tendría una familia. Entonces con sus últimos minutos de vida y con gran esfuerzo le pidió cuidar de su familia uniéndola a la suya por lazos de sangre. Debido a la posición de

Dogual, él no podía concederle a su heredero, ni siquiera a su hija mayor, pero como tenía abundantes hijas podía dar en compromiso a su hija menor a la familia del hombre que había salvado a toda su familia de un futuro desastroso.

Su voz estaba cargada de sentimientos y hasta la chica que estaba a su lado se limpió una lágrima debajo de su sombrero. Ni hablar de su madre y sus hermanas que daban jipidos ahogados y su padre al que le temblaba la barbilla. Oliver temblaba de pánico.

Al final el hombre se tomó unos diez minutos para alentar a Oliver a no tener miedo y a no preocuparse por ese exceso de grasa suyo. En un año con el entrenamiento adecuado y trabajo duro luciría como un perfecto caballero.

Dogual alabó su altura y su físico, además de poner en alta estima su inteligencia y garantizar un futuro brillante para sus padres y cada uno de sus hermanos. Hasta dijo que una vez que Oliver se casara con su hija y se hiciera señor de algún condado, conseguir una dote para que sus hermanas se casaran con un caballero no sería problema. Sus palabras estaban cargadas de sinceridad y empatía.

Su padre pensaba en su hermano idiota que había logrado sus sueños, su madre estaba feliz por sus hijos y Dogual repartía palmadas a todos.

Al concluir el alborozo, la chica habló con voz suave y les pidió a todos salir para estar un momento a solas con Oliver. Oliver asintió a sus padres con resignación y sus padres y sus hermanos salieron de la casa con Dogual.

La chica se quedó sentada en su silla, pero Oliver aprovechó para levantarse y alejarse unos metros de ella. No era que le sirviera de mucho, pero por alguna estúpida razón se sentía mejor así.

—¿Cómo lo has descubierto? —preguntó la chica con voz suave cuando su familia salió de la casa junto a Dogual.

Oliver estaba asustado, pero se mordió la lengua hasta hacerse sangre y habló:

—Miles de caballeros mueren al año al servicio de los nobles. Ni uno solo de ellos recibe ni un mísero real de oro como compensación. De hecho, el señor al que sirven se queda con todo lo que tienen si nadie lo reclama.

»Es absurdo que un sirviente de la realeza venga aquí a ofrecer la mano de su hija por un campesino. Además, si son sirvientes de una hechicera, deben recibir al menos diez botellas de sangre diluida cada año para cada persona. Aunque a una persona la atraviesen con una espada, al beber una botella de sangre diluida debería curarse en segundos. Pero ese hombre que finge ser tu padre al parecer lo ha olvidado por completo —explicó Oliver.

—Tus palabras parecen las confesiones de un moribundo, pero son bastante acertadas dentro de lo que cabe. Ignoras que existen venenos que anulan los efectos de la sangre diluida, pero por lo demás bastante acertado. ¿Cómo sabes que él no es mi padre? —preguntó la chica sentada en su silla con la espalda recta y las manos sobre las piernas, en una pose elegante y con su sombrero aún tapando la mitad de su rostro.

—Las hechiceras no tienen padres —dijo Oliver con tristeza.

Esta vez la chica se tensó un poco. Acto seguido se levantó de su silla.

—Interesante, ¿has notado mis hechizos? —preguntó con el mismo tono de voz suave.

Oliver se preguntó cómo quería que él notara sus hechizos.

—No, pero sabes demasiado sobre mi familia y sobre los recuerdos de mi padre. Mi tío era un campesino. Debió morir apenas salió de aquí. No hay forma de que le hayas conocido. Todas esas cosas que dijo Dogual, salieron de los recuerdos de mi padre —La chica asintió con tranquilidad.

—Veo que si te esfuerzas puedes lograr grandes cosas. Eso es bueno —dijo quitándose el sombrero.

Su ilusión se hizo pedazos. Frente a él había una mujer de unos veinticinco años. El término belleza divina se quedaba corta para describirla. Cabello castaño largo, laceo y suelto hasta más abajo de su cintura. Lo sujetaba con una cinta tejida con sus propios cabellos. Su rostro era ovalado, ojos verde agua, piel inmaculada sin rastro de maquillaje o pintura en sus labios rosados, estatura promedio, manos delicadas. Llevaba un sencillo vestido de seda azul que delineaba su figura a la perfección. Pechos perfectos y vientre suave.

Oliver perdió la razón y echó a correr hacia la puerta. Él se dio dé cuenta de su estupidez cuando se estrelló con la puerta sin que esta temblara siquiera. Era como un muro de acero y la manija no se movía por más que sus manos dolieran de la fuerza que aplicaba en ella tratando de moverla. Allí estuvo dos minutos hasta que su vergüenza pudo más que su pánico y logró poner su cerebro a funcionar y tranquilizarse un poco.

¿Por qué estaba huyendo? Ya sabía que iba a morir en el momento en que vio el escudo en ese carruaje, pensó Oliver, mientras sus lágrimas empezaban a brotar. Él se las secó con rabia por tal humillación y giró hacia la mujer que le observaba con porte elegante y sereno.

—¿Sabes quién soy? —preguntó la mujer como si nada hubiera pasado.

—Eres Alice, la hechicera de la sangre —respondió Oliver como si sus palabras vinieran desde otro mundo.

—¡Qué falta de respeto! ¡Reina Alice! ¡Tu reina! —replicó Alice con tono de reprimenda—. ¡De rodillas! —reprendió de nuevo ante la indiferencia de Oliver.

Oliver sonrió ante sus palabras y al fin Alice pareció enojarse, porque Oliver se estampó de espaldas contra la puerta de su casa y el dolor le recorrió el cuerpo. No podía mover su cuerpo, estaba pegado allí. Alice se acercó mirándole sin cambiar en absoluto su expresión amable.

—¿Crees que montaría este teatro para venir a matar a un campesino? ¿Qué clase de lógica empleas para pensar? —preguntó. Oliver no le contestó. No tenía caso—. Necesito un guerrero. Un guerrero como nunca se ha visto. Te he elegido para ese propósito, deberías estar agradeciéndomelo en este momento. —Oliver siguió sin hablar.

Esta mujer era la reina de todo un continente, tenía cientos de miles de guerreros de donde elegir, y sin duda el gordo encargado de los libros en una biblioteca no podía ser su mejor opción. Alice siguió hablando:

—¿Qué pasa contigo? ¿Quieres que me enoje y te haga pedazos? Me bastaría un pensamiento para hacerlo —amenazó, pero al ver que él seguía sin hablar siguió—: Bien insensato, te contaré mis planes para que dejes de buscar tu muerte y atiendas. Me servirás de ahora en adelante. Te entrenaré por el siguiente año. No te mentiré, vas a sufrir lo que ninguna persona ha sufrido antes. Te torturaré, te cortaré en pedazos, te haré usar zapatos de clavos y muchas veces quemaré tus ojos con hierros al rojo vivo. No tendrás descanso ni siquiera en las noches durante todo un año.

»Pero no morirás. Cuidaré de ti día y noche. Al pasar un año serás un guerrero. Uno a mi servicio exclusivo. Tendrás riqueza sin igual, las mujeres que quieras, incluso hechiceras. Juventud eterna, palacios y autoridad. Todo por un insignificante año de sufrimiento. ¿Qué dices ahora insensato? —Oliver le sonrió con desgana. Seguía sin poder mover su cuerpo.

—Dime, si me ordenaras comer mierda, ¿tendría que hacerlo? —Esta vez Alice no pudo disimular su furia y apretó sus delicadas manos. Oliver la ignoró y siguió hablando—. ¿Y si me ordenaras morir? ¿Lamer el piso? ¿Matar a mis padres? ¿Maldecir mi propia alma? —La furia de Alice pasó a ser evidente en sus ojos—. Me ofreces tortura, esclavitud, dolor, humillación y miseria. Dime, ¿aceptarías tú un trato así? —preguntó Oliver con resignación—. ¡Mátame! —pidió Oliver bajando la cabeza.

Alice no le mató, pero Oliver oyó una fuerte exhalación.

—¡Campesino vulgar! Yo, una reina, me bajo a tu nivel para pedir que me sirvas, pero me rechazas con excusas insulsas. ¿Crees que eres libre en este momento? No tengo que mover un dedo para borrar tu insulsa existencia. ¿Comer excrementos? Puedo obligarte en este mismo momento si lo deseo —dijo con voz amenazadora.

Oliver levantó la cabeza y la miró con desprecio.

—Si me obligas a hacer cosas en contra de mi voluntad, es porque aún soy libre. El día que mi voluntad desaparezca y solo pueda seguir la tuya, entonces seré un esclavo. No pensé que una persona que ha vivido milenios pudiera llegar a ser así de obtusa y simple —dijo Oliver con desprecio en su voz.

Alice rechinó los dientes perdiendo toda su elegancia y pareciendo una mujer enfadada. El brazo de Oliver se levantó de su costado y quedó estirado. Su puño que tenía apretado se abrió en una palma y un cristal de sangre apareció a centímetros de ella. Ni siquiera tuvo tiempo a pensar en lo que sucedería. El cristal se hundió en su palma como un puñal.

Oliver no se podía mover ni un milímetro, pero gritó de dolor por todo un minuto. Cuando se calmó su brazo izquierdo empezó a levantarse y Oliver supo lo que venía a continuación. Él esperó con el corazón paralizado a que el segundo cristal se hundiera en su mano izquierda y empezó a gritar de nuevo. Cuando logró calmarse por segunda vez, ambos cristales empezaron a girar como molinos de carne haciendo puré sus manos.

Esta vez, Oliver no pudo parar de gritar si no que sus pulmones no daban para más y solo podía dar suaves gemidos acompañados de chorros de babas y mocos que salían de su boca y su nariz. Hasta sus ojos temblaban cuando dejó de gemir. También perdió la noción del tiempo. No sabía cuánto tiempo había pasado.

Al devolver la vista al frente, Alice le observaba sin ningún rastro de furia. Hasta había recuperado su porte elegante sin rastros de haber sufrido cualquier alteración.

—Criatura insulsa —dijo con su voz suave y amable—. Este dolor es insignificante en comparación con el que te aguarda para este año —Oliver trató de hablar, pero descubrió que su boca estaba sellada—. ¡Silencio! No eres más que un campesino y yo soy tu reina. Si te ordeno servirme estoy en mi derecho y tú obedecerás. Ahora te liberaré. Si a partir de este momento muestras siquiera un ápice de rebeldía hacia mí, a la primera que traeré y le aplicaré este mismo castigo, será a esa hermanita que pareces querer tanto —dijo con suavidad.

Oliver recuperó el control de su cuerpo y cayó al suelo. Ni siquiera grito por el dolor que venía de los muñones de sus brazos.

—De rodillas —dijo Alice y Oliver se arrodilló consternado y en shock—. Levanta la cabeza. —Oliver levantó la cabeza.

Alice se quitó uno de sus guantes y acercó uno de sus dedos a la boca de Oliver. Del dedo salió una gota de sangre sin que hubiera alguna herida en él y cayó en la boca de Oliver. Cuando la gota de sangre tocó su lengua, Oliver no pudo pensar más. Tal placer…

Oliver sintió un empujón en el lado izquierdo de su rostro. No supo qué sucedió, pero al llevarse la mano derecha a la cara para ver qué había sucedido, descubrió con asombro tres cosas. Primero, volvía a tener manos. Segundo, le faltaba un gran trozo de la cara. Y tercero, no sentía ningún dolor mientras se curaba tan rápido que podía sentir cómo las heridas se cerraban con sus propias manos.

—¡Cerdo! —reprendió Alice—. Estás tomando mi sangre, no acostándote con una prostituta. Vuelve a poner esa expresión al recibir mi sangre y haré que te sirvan a un miembro de tu familia para que te lo comas crudo cada vez que suceda. —Oliver agachó la cabeza.

—Sí, ama —dijo con voz muerta.

—No me digas ama. Me llamarás mi reina —corrigió.

—Sí, mi reina —dijo Oliver.

—Bien, ahora levántate y despídete de tu familia. No te preocupes por ellos, les daré un gran palacio con inmensas riquezas y sirvientes. Cumple tu parte del trato y nada les faltará. Podrás comprobarlo tú mismo cada vez que te plazca. Desobedéceme o intenta traicionarme y sus muertes serán atroces. Te esperaré en el carruaje, puedes despedirte de ellos todo lo que quieras —concluyó y salió por la puerta.

Oliver estaba demasiado consternado por lo sucedido y apenas pudo fingir nada delante de su familia. Le pareció que al final lloró al abrazar a su madre. Ninguno de ellos pareció notar nada raro en él y fue entonces que se dio de cuenta que Alice había salido sin la ilusión que llevaba antes y su familia tampoco pareció notarlo.

Quizás, aunque empezará a dar gritos delante de ellos no notarían nada extraño pensó Oliver aliviado. Sus padres no sufrirían un tormento por su culpa. Al final le dio un abrazo más fuerte de lo debido a Ana y salió por la puerta para dirigirse al carruaje.

Al momento que se disponía a subir por la puerta que le abrió el cochero la pequeña Ana salió gritando de la casa. Nadie vino tras ella. De seguro su padre logro detener a su madre. Oliver abrió sus brazos para recibirla y la cargó recibiendo su abrazo y sus lágrimas.

«¿A quién engañaba?», se preguntó Oliver. ¿A qué hombre no le gustaban las mujeres hermosas? Pero ¿cómo podía un hombre asegurarse de no entregarle su amor a un demonio si se enamoraba de una mujer hermosa? Miró a su pequeña e inocente hermanita llorando en sus brazos. «Hermosa», pensó. Ella sería una belleza sin igual al crecer.

Oliver apartó la cabeza de su pequeña hermana de su pecho. Ella era su sangre. Parte de él. Jamás se convertiría en monstruo.

—¡Ana! —dijo para llamar su atención. La pequeña Ana se limpió las lágrimas con gesto triste y dio jipidos para calmar su llanto y mirarle a los ojos—. Ana, debo irme ahora, pero dejaré algo muy importante a tu cuidado. ¿Lo cuidarás por mí? —Ana abrió mucho los ojos y luego asintió con algo de ansiedad.

Oliver la colocó en el suelo y se puso de rodillas para limpiar su cara. Ella le ayudó acomodando su vestido y su largo cabello negro. Oliver se levantó para sostener su rostro y la besó en la boca. No fue un beso ligero. Él la besó como a una mujer y durante varias respiraciones. La pequeña Ana no se movió ni lo apartó, y Oliver tampoco supo si el movimiento de su lengua era alguna defensa para tratar de sacar la suya de su boca, o la pobre niña pensaba que era algún juego.

Cuando separó su boca de la suya, su pequeña hermana lo miraba con los ojos muy abiertos de puro asombro. Sin duda, ser abusada por su propio hermano de sangre debía ser un gran shock para ella. Pero después de tener el descaro de besar a su propia hermana que aún era una niña de doce años, a Oliver le parecía tonto pensar en ello, y acerco la boca al oído de su hermana para susurrarle.

—No sé si algún día regresaré. Ni siquiera sé si puedes oír lo que te estoy diciendo. Pero hoy parto con un monstruo a un mundo de monstruos. Por eso dejaré mi corazón contigo para que ninguno de ellos pueda poner sus garras en él, aunque despedacen mi cuerpo y arrebaten mi alma. ¡Lo siento! —susurró al final con la voz entrecortada por el llanto que amenazaba con salir.

Después de eso Oliver se sintió tranquilo, como si una parte de él en efecto quedara bajo la protección de su hermanita. Oliver le dio un último beso a su asombrada hermanita en la frente y se giró para entrar al carruaje.

Oliver observó el interior. Como supuso, Dogual no estaba allí, solo Alice. Dogual era alguna ilusión suya. Quizás el cochero también, pensó Oliver sentándose en frente de ella. Oliver levantó la vista de prisa hacia Alice. Por un segundo había creído ver una expresión contrariada en su rostro. Al final creyó que solo habían sido ideas suyas.

«No fueron ideas mías», pensó Oliver un año después, mientras observaba a Alice a los pies del altar del juramento con la cabeza abierta por la mitad debido a la espada que ella misma planeaba entregarle minutos antes. Justo antes de que Oliver le partiera la cabeza en dos con su propia espada, Alice mostró la misma expresión contrariada. Ahora Oliver estaba de pie ante ella con su espada, cuya hoja de cristal se tiñó de escarlata cuando él la empuñó.

Oliver observó a su alrededor. Estaba en el salón principal del castillo que parecía el ala central de un templo. Las paredes eran de mármol pulido. Columnas de granito y piso de mármol pulido. Había cortinas formando lazos que adornaban por arriba del altar como si fuera a desarrollarse una ceremonia importante allí.

Sobre el altar de piedra pulida estaban las cosas que Alice planeaba darle después de atar su alma con un juramento. La espada era uno de esos objetos, pero Oliver la tomó y le partió la cabeza con ella. Sin embargo, los demás objetos estaban allí. El sello personal de Alice. Había tres de ellos en el reino y lo identificaría como la mano derecha de Alice ante los ojos de cualquier ente administrativo.

Un cinturón que en realidad era un objeto mágico hecho por la propia Alice para que él llevara cientos de gotas de su sangre. Por último, un talismán que también era un objeto mágico, que le permitiría localizar fuentes de magia y evitar que algún otro hechicero lo sorprendiera y lo matara con facilidad. Oliver los tomaría. Esos objetos le serían de utilidad en el futuro.

Oliver observó que los sirvientes y guardias del castillo que habían estado presenciando la ceremonia, empezaron a desaparecer con expresiones de sorpresa en sus rostros. Oliver no sentía miedo hacia ellos, siempre supo que, al matar a Alice, todos ellos desaparecerían.

La misma Alice ya comenzaba a desaparecer después de que un par de litros de su sangre se derramara a los pies del altar.

Alice había puesto una maldición sobre él y ahora necesitaba su sangre para seguir vivo, pero a Oliver no le preocupaba que la sangre de Alice se regara en el suelo. La sangre de una hechicera no desaparecía, ni se secaba. Permanecía inalterable siempre. Luego podría recogerla con calma.

De momento, se quedó allí de pie con la espada en frente de él en una pose de caballero. Embutido en su armadura plateada de caballero como deseaba Alice. Con su capa negra como la noche ondeando con suavidad como si allí hubiera algo de viento.

A pesar de que Alice tenía la cabeza dividida a la mitad Oliver sabía que aún estaba viva. Que su cuerpo siguiera allí era prueba de ello. Las hechiceras se desvanecían en el aire al morir. Algunos rumores decían que sus semillas volvían a la naturaleza, otros que al igual que ellas se desvanecían.

Oliver sabía que ninguno de los dos rumores era cierto. Si otra hechicera estaba presente, podía apoderarse de esa semilla y con el tiempo convertirla en parte de ella con lo cual se apoderaría de todo el poder que una vez perteneció a Alice. Pero en este caso, no había hechiceras presentes.

La semilla de Alice vagaría en el vacío del mundo devastado, hasta que otra hechicera tuviera una hija. Sería una hechicera en extremo afortunada la que heredara la semilla de Alice, la legendaria y todopoderosa hechicera de la sangre.

Oliver dejó sus divagaciones y fijó su atención en los ojos de Alice.

—Mírame, mi reina. Soy un caballero. Tu caballero. Y como lo deseabas, en este día te dejaré contemplarme hasta que te canses o hasta que te desvanezcas en el aire —aseguró Oliver.

A Oliver le pareció ver un pequeño destello en los ojos de Alice, pero no se movió de su sitio. Alice tardó todo un día en morir. Desde un amanecer al siguiente. Oliver no se movió un centímetro de su lugar, dando una vista gloriosa, como se merecía la partida de este mundo de una reina de más de cinco mil años de edad, según los datos conocidos.