Ana y Oliver yacían desnudos abrasándose uno al otro debajo de sus sábanas. A dos metros de ellos, durmiendo con expresión serena estaba su reina. Ella también estaba cubierta por sus sábanas, pero llevaba su ropa de noche como siempre.
Ana ya se había dormido, pero algunas lágrimas aún salían de sus ojos. Esa era la razón de que se detuvieran antes de llegar a más. Ana se había abrazado a él y le pidió detenerse. Oliver lo entendió al mirar su rostro lleno de lágrimas.
Él tampoco se sentía bien y no quería consolarse de aquella forma. Su primer beso fue en el dolor y la miseria, también el segundo. Él no quería que todo continuara así. Primero debían serenarse y recuperar sus estados de ánimos habituales o lo lamentarían luego.
Oliver entendia eso y abrazó a Ana hasta que ella se durmió. Pero él no pudo dormir. Las palabras de su madre aún daban vueltas en su cabeza y el sentido común que expresaban era lógico a pesar de la carga de sentimientos detrás de ellas. Él nunca pensó que ellos estuvieran haciendo algo bueno y no se consolaba en falsedades. Ana y él tendrían muchas dificultades por tomar esta decisión.
Oliver suspiró y miró a su reina. A ella le encantaba dormir. Era otra de las cosas que le gustaban a la antigua Ana...
Pensándolo mejor la única cosa que él sabía que le gustaba a Alice era ese vestido azul. Todo lo demás era lo que le gustaba a Ana, incluso él. Alice era un ser solitario, suprimía todo de ella misma y no dejaba que nada saliera. Para ella esas cosas no eran necesarias. Hasta trató de suprimirlas a la fuerza una vez surgieron de su otra mitad, volviendo a crear un capullo con la sangre de Amanda y Amelia y amenazando a su otra mitad con el fin de todas las hechiceras si se negaba a colaborar.
Así de cruel y despiadada era Alice consigo misma, pensó Oliver y estiró un brazo para acariciar de forma casi inconsciente el rostro de su reina. Ana le dio un pellizco y Oliver dio un respingo recogiendo su brazo con rapidez. Ana seguía despierta también.
—No mientras estés conmigo —dijo Ana en un susurro apenas perceptible y sin abrir los ojos.
Oliver asintió sintiéndose avergonzado. Pero también comprendió que él no era el único en sentirse incómodo con esta relación. Ana y su reina disimulaban bastante bien, pero estaba claro que no se tomaban el asunto a la ligera.
—Lo siento —se disculpó Oliver en otro susurro.
…
En la mañana Ana y él no habían pegado ojo, pero su reina se sentó en la cama y se desperezó dando un espectáculo digno de infarto con su ropa de dormir, antes de que su cerebro tuviera tiempo de reactivarse por completo y recordarle que ella era la reina y las reinas no se desperezaban.
Oliver que había tenido un ojo abierto vio toda la escena usando todas sus dotes actorales para permanecer en estado relajado y sin alterarse.
Su reina había vuelto a su postura elegante y expresión serena y amable de siempre a mitad del desperezo, pero había una leve y poco perceptible sonrisa en su expresión amable. Ella estaba feliz. Sin duda dormir le encantaba.
El que estuviera tan feliz también significaba que a su reina no le importaba en lo absoluto sus estados miserables, pero eso ya se los había dicho antes y Oliver no se lo tomaba en cuenta.
Oliver fingió dormir por otra media hora. Su reina era un ser despiadado, y como supiera que él observó esa escena sin su consentimiento expreso, lo mataba sin más.
…
Una hora después de estar vestidos y mientras las criadas de su reina peinaban su cabello y el de Ana, Oliver se paró en frente de ellas con decisión.
—Nos casaremos en el templo de la ciudad de Rimnar —dijo Oliver. Ana dio un respingo. De seguro pensaba que de esta no salía vivo.
—¿Me estás dando una orden? —preguntó su reina con tono amable.
—El segundo obispo nos casará. También podemos firmar el documento oficial en ese lugar con tus hechiceras de testigo —dijo Oliver.
La furia de su reina iba en aumento, pero por fortuna él pudo decir todo antes de que ella tomara acciones. Ahora su furia se había disipado y le veía a él con algo más de respeto. Puede que gracias a esto él pudiera dar algunas ordenes más en el futuro comprendió Oliver y se sintió satisfecho.
—¿Cómo puedes tener tanta influencia con un ser divino para que acepte llenar su templo de hechiceras? —preguntó su reina sin poder ocultar el asombro en su voz.
Oliver no le respondió, por que ni él lo sabía, pero sabía que la tenía y de momento eso era suficiente.
—Sé que antes los hechiceros y hechiceras eran seres divinos, y que por motivos personales decidieron vivir con nosotros, pero ¿tantos problemas tienen ustedes con ellos? —preguntó Oliver.
—Nos detestan. En diez mil años no hemos podido razonar con ellos. Pero si pudiéramos hacer un trato con ellos todos nuestros problemas desaparecerían —explicó su reina mientras sus criadas peinaban su cabello. Su reina dio un suave suspiro—. Está bien, será un gran asunto para el reino que su reina se case en un templo. Pero si esos seres prohíben la entrada de una sola de nosotras entonces... nos marchamos —concluyó.
«¡Ibas a decir que me matas!», le acusó Oliver con la mirada. Su reina le dedico una leve sonrisa. Oliver rezó por que no estuviera equivocado en este asunto.
—Yo y Ana nos adelantaremos. Imagino que mi reina tendrá muchas cosas que hacer —su reina asintió.
—Pueden usar mi carruaje, crearé a un conductor para ustedes —dijo su reina. Oliver asintió junto a Ana.
…
—Oliver, ¿si tomo la sangre de las hechiceras, podré ser tan fuerte como tú? —preguntó Ana sentada en frente de él en el carruaje de su reina.
«No tiene sentido que me preguntes eso», pensó Oliver devanándose los sesos para captar el significado de esa pregunta.
—Ana, ¿quieres ser como yo? Mi sangre es mortal para toda criatura viviente. Las cosas que hago tienen poco que ver con nuestra sangre. Se deben más al entrenamiento de Alice. Además, cuando tu sangre se active, perderás tu magia. ¿Quieres eso? —preguntó Oliver.
—No, pero no me gusta quedarme a un lado sin hacer nada —dijo Ana.
—La reina dice que los hombres estarán aquí pronto. El rey de los hechiceros ya ha convocado a sus ejércitos y su avanzada ya ha partido hacia acá. El plan de la reina es amenazarlo con hacernos comer su alma si no se comporta de ahora en adelante, así que tú y yo solo tendremos que quedarnos allí parados y mirarlo como si tuviéramos mucha hambre. Con el miedo que nos tiene, saldrá corriendo —dijo Oliver. Ana sonrió.
—¿Cómo haces para mirar con hambre a una persona? —preguntó Ana sonriendo.
Oliver pensó en la sangre de Alice. ¿Tendría la del rey hechicero el mismo sabor...? Oliver sacudió la cabeza. No podía dejar que su hermana probara la sangre de una hechicera.
—Ana, ¿notaste el cambio en la apariencia de nuestros padres? —Ana se tensó, pero asintió.
—Ellos han estado cambiando desde hace algunos años. En un principio creí que era el cambio en nuestras condiciones de vida, pero es demasiado. La única otra opción era la sangre de las hechiceras, pero ellos se veían hasta más jóvenes y eso es imposible.
»La sangre de las hechiceras no devuelve la juventud a la gente. ¿Dices que ellos se ven así porque son devoradores del vacío? —preguntó Ana.
Oliver asintió. La sangre de una hechicera podía retardar el envejecimiento, pero no detenerlo y mucho menos devolver su juventud a la gente.
—Pero hay más. Ana, una sola botella de sangre diluida no es suficiente para causar tal cambio. Dime, si nuestros padres no saben que la sangre de las hechiceras devuelve su juventud y los vuelve más fuerte, ¿por qué la tomarían en tal cantidad que sus efectos fueran tan evidentes? —preguntó Oliver.
—¡Ellos la toman por placer! —dijo Ana espantada. Oliver agachó la cabeza avergonzado—. ¡Tú también lo haces! —dijo Ana con preocupación.
—No es una adicción, Ana. A mi cuerpo le basta una gota cada tres días para evitar que mi sangre se salga de control en este cuerpo que no estaba preparado para tal poder. No siento ninguna necesidad de ella. Pero sé lo que siento al tomarla. Somos como los basiliscos, la magia es comida para nosotros y las hechiceras son pura magia. No solo es su sangre.
»Su piel, su carne, incluso sus huesos. Todo es comida para nosotros y es la comida más deliciosa que probarás en toda la existencia. Una vez que la pruebas, lo demás es secundario.
—Entonces el otro día, cuando besabas los pechos de Alise tú... No fue lujuria. —Ana lo miró el doble de espantada.
Por supuesto que no fue lujuria, Oliver estaba besando sus pechos y de repente una pasada de lengua y un sabor inigualable invadió su boca. Así que olvidó todo lo demás y mordió con ganas hasta que su reina gritó algo sorprendida, y él recordó que no era el plato de la cena. Mirar al rey hechicero con hambre no sería un problema para él pensó Oliver.
—Ana, si tales pensamientos te espantan, nunca tomes la sangre de una hechicera —aconsejó Oliver con cariño.
Él no sentía ningún miedo. Si bien le había dado un mordisco a su reina, al notar lo que estaba haciendo pudo contenerse sin ninguna dificultad. Y cuando sus pensamientos divagaban sin rumbo y empezaba a preguntarse a que sabría un hechicero al vapor, él podía reírse con ello. Ana siguió algo confusa, pero al final negó con la cabeza.
—No puedo —dijo Ana. Oliver fue hasta ella y se sentó a su lado.
—Ana, ¿cómo te sientes hoy acerca de nosotros? —preguntó Oliver, dándole un beso en los labios.
Ana abrió la boca y correspondió a su beso con esmero. Luego de cinco minutos de besos Oliver se separó y habló:
—La reina a probado su tratamiento en mí. Mientras no tome una gota de sangre de hechicera, debería bastar para no causar un desastre. Me ha dicho que buscara algún rincón oscuro para probar, pero este carruaje es muy amplio y acojinado —dijo Oliver señalando a su alrededor.
Ana observó el carruaje de la reina y asintió.
—Sí, es un palacio andante. Tampoco estaría mal que algo fallase. ¿No te gustaría que tuviéramos un lindo niño? —dijo Ana y empezó a soltar las cintas de su vestido. Su tono era juguetón, pero Oliver pudo ver su ilusión en su cara.
…
Seis horas después se detuvieron, pero no por cansancio. Oliver podría continuar sin parar por todo un día y Ana podría seguir por decenas de años. Ella no había activado su habilidad de devorar magia y mientras no lo hiciera sería la imitación perfecta de una hechicera, Inmune al daño y el agotamiento físico. Su punto débil era el límite de poder mágico. Pero acá no usaban magia, todo era un asunto físico.
—¿Sientes algún deseo de darme un mordisco? —preguntó Ana desnuda, sentándose a horcajadas sobre él. Su voz no estaba exenta de preocupación y ya había hecho esa misma pregunta tres veces.
Oliver la había escuchado las últimas veces, pero le había ignorado para no parar. Oliver la miró con seriedad y tomó una de sus manos entre la suyas para acercarla a su boca. Para que Ana no se asustara y saliera corriendo, Oliver cerró su boca lo más que pudo sacando la punta de su lengua para darle una probada a su mano. Su piel era suave, cálida y dulce. Oliver le soltó la mano y una vez ella la alejó, él habló.
—Ana, lamento informarte que tu piel me sabe igual a la de cualquier otro humano. Lo siento, pero no tienes buen sabor —dijo Oliver. Ana sonrió avergonzada de sus miedos.
Oliver la atrajo de nuevo hacia él y la abrazó. Ya habían descartado los miedos de Ana y ahora seguían los suyos.
—Ana, ¿sentiste algo salir? —preguntó Oliver algo comprometido.
Oliver ya había mirado por la ventana para ver si estaban dejando algún desierto detrás de ellos, pero Ana también era un devorador del vacío y ella podía mantener su semilla dentro sin dejar salís sus catastróficos efectos. Él tampoco estaba seguro de esto, pues su flaco compañero murió con apenas un poco de su sangre diluida. Ana se tensó.
—No, creo que no salió nada... —Ana dio un suspiro abatido—. Oliver, era mi primera vez, estaba demasiado emocionada para sentir nada más que no fuera a ti. Si fuera la cantidad normal sería diferente, pero una gota o menos, me pasaría desapercibida —confesó.
—No solo fue una vez —se quejó Oliver—. ¿Estuviste descuidada todas las veces? —preguntó Oliver.
Ana se levantó y se sentó a horcajadas sobre él.
—¿No deberías ser tú él que estuviera pendiente de estas cosas? —preguntó Ana también con quejas en su voz.
—Ana, soy un hombre desesperado, que ha sido tentado de forma horrible y atroz estos últimos años. Si de algo no estoy pendiente es de ese asunto —explicó Oliver.
—¿Deberíamos revisar? —preguntó Ana ruborizándose.
Oliver también se sintió bastante. Al final se pasaron media hora en aquella vergonzosa cuestión, pero no era ningún juego. Como alguna mínima gota de su semilla se hubiera escapado y se revelara en un momento inapropiado al llegar a la ciudad, las personas normales con las que se toparan morirían en el acto.
…
Una hora después, Ana y Oliver decidieron bajar del carruaje en frente del templo de la ciudad de Rimnar mirando a todos lados, con nerviosismo. Si la gente comenzara a evaporarse por allí, Oliver no creía que el obispo se pusiera de buen humor.
Como siempre el obispo estaba en el archivero leyendo. También se veía igual. Un hombre mayor de cabello corto entre cano y pocas arrugas en la cara. Llevaba una sotana negra y sencilla. Cuando los miró a él y a Ana, él les recibió con un gesto de su mano libre para indicarles que se acercaran.
—Obispo —saludó Oliver con un asentimiento de cabeza—. Esta es mi hermana Ana, creo que ya le había visto antes —dijo Oliver.
El obispo asintió y dejó su libro sobre la mesa.
—¿Necesitas algo? —preguntó.
—Quiero casarme con la reina en este templo y que usted oficie mi ceremonia. También que deje asistir a todas las hechiceras que quieran venir —dijo Oliver soltando todo de una vez.
El obispo no se molestó ni cambió su expresión, pero en sus ojos apareció un rastro de diversión.
—Así que has logrado someter a esa criatura vil. Nunca dudé de ti —dijo el obispo.
Oliver no sabía si someter era la palabra correcta, porque su reina le torturaba cuando él cometía alguna falta, pero, ¿qué iba a decir?
—Entonces ¿podemos? —preguntó Oliver.
—Claro —dijo con despreocupación—. Mandaré a limpiar y desinfectar luego —agregó.
—Obispo, ¿usted envió a esos lagartos a sabotear el capullo de Alice y cambió sus instrucciones para añadir una boda? —preguntó Oliver.
El obispo les dedicó una suave sonrisa.
—No se nos permite hacer tanto. Siempre supe el paradero de Alice, pero no se me permitía decírtelo hasta que este fuera de dominio humano. Tampoco se me permite alterar cosas como esas instrucciones.
»Pero como ya te he dicho muchas veces, todo ocurre a su debido tiempo. Una leve brisa que transporta el olor del capullo de Alice a las fosas nasales de un lagarto de pantano hambriento, un cazador con mala suerte que se perdió justo por ese lugar, y un hechizo de escritura que se tuerce un poco por un desequilibrio y escribe cosas que no son. Cosas así pasan todos los días. Son casualidades —dijo el obispo.
Oliver asintió conforme. Ya se imaginaba algo así. Oliver tomó a Ana de la mano.
—Obispo, ¿Puede...? —el obispo levantó la mano para interrumpirlo.
—Oliver, no puedo casaros a ti y a tu hermana. ¿No has leído el libro sagrado? Fuimos nosotros los que les dimos esas reglas.
—No es una ley —se quejó Oliver.
—No, no lo es. Pero es importante para tu especie. No está allí por mero capricho, nada lo está. Entiendo tu situación, pero...
—¿Qué tenemos que hacer para que acepte casarnos? —preguntó Ana.
—No tendrás hijos suyos —dijo el obispo con tranquilidad. Ana pareció triste, pero luego pareció decidida a asentir.
—¡No! —dijo Oliver para detenerla.
A él no le gustaban los niños y nunca le afectaría el no tenerlos, pero Ana no pensaba igual que él. Hacía solo un momento ella había estado bromeando con él, acerca de la posibilidad de que su semilla se hubiera escapado, pero que no pudieran encontrarla porque ya hubiera dado frutos. Ella pretendía asustarlo, pero su rostro era ilusionado. Oliver no podía dejar que algo así le sucediera.
Ana le miró con resignación, pero Oliver miró al obispo. Ya habían perdido tanto, no podía dejarla seguir sacrificando cosas por él.
—Oliver, no romperé las reglas por ustedes. Les aprecio tanto como si fueran de mi familia —«es que somos de tu familia», pensó Oliver—, pero no haré lo mismo que mis hermanos. Puedes pedirle a esa vil criatura que los case, ella ya rompió las propias leyes, una regla como esta debe ser nada para ellos —concluyó.
Eso era con exactitud lo que pensaba su reina, pero a Ana le hacían ilusión estas cosas y Oliver no se las negaría.
—¿Qué puedo hacer para que resuelva nuestros problemas de compatibilidad y acepte casarnos? —preguntó Oliver abatido. Sentía que se estaban aprovechando de él.
El obispo lució pensativo unos segundos y se sentó en el gran sillón que estaba a su lado.
—Ya sabes que no puedo hacer cosas por ti, pero si acabas con esta guerra absurda de manera satisfactoria, un día, cuando camines por el mundo devastado, podrías dar con alguna ruina antigua y entonces obtener lo que quieres. Cuando sus lazos de sangre estén rotos, yo no tendré ningún problema en casarles —dijo el obispo.
Este hombre era un experto diciendo vaguedades, pensó Oliver, pero asintió. Ahora solo le quedaba buscar la forma de terminar con una guerra que llevaba milenios en marcha y hacerlo de una forma satisfactoria, fuera lo que fuera que significara eso.
Ana le abrazó feliz y hasta le levantó cargándole y dando saltos con él, mientras Oliver era consciente del deplorable espectáculo que daban y le urgía a bajarlo.
…
En la noche llegó su reina después de haber cambiado el lugar de la boda y haber corregido las invitaciones. Los nobles y la realeza que ya venían de camino debían añadir una ciudad más a su recorrido o en su defecto quitarla, según de que parte del reino viniesen.
Ana le dio un abrazo a su reina y esta le miró amenazadora cuando él intentó hacer lo mismo, pero Oliver la ignoró y la abrazó de todas formas. Los tres durmieron en un palacio que su reina tenía en la ciudad e ignoraron a todo el que se presentó allí para visitar a la reina.
Oliver tuvo oportunidad de leer las invitaciones de la boda mientras su reina y Ana conversaban sentadas en una de las salas del castillo. Allí se enteró de su apellido. Oliver sabía que cuando su familia pasó a ser parte de la nobleza ellos habían recibido un apellido, pero toda su vida había sido Oliver y la marca de su familia era un collar con algunos grabados, por lo que él no se había molestado en averiguar el resto.
El apellido que Alice le dio a su familia fue Sword. Ella pensaba en todos ellos como un arma y hasta en su apellido lo dejaba ver. Oliver se pasó la noche leyendo algunos libros y acosando a su reina con entusiasmo, pero aún no había ni una brecha en su pose digna y elegante, lo que le hacía sentir más emocionado y el doble de deseos por ella.
…
El día de la boda su reina perdió algo de su expresión serena y amable, pero a Oliver no le extrañó. La antigua Ana enrojecía de la emoción al pensar en su boda y que ahora se viera algo preocupada no era nada raro.
Oliver que sabía lo importante de este evento para ella, siguió sus instrucciones al pie de la letra colocándose su traje al menos unas veinte veces para que ella lo inspeccionara junto a Ana y diera su aprobación. Ni hablar de las veces que probaron el vestido de bodas y la cantidad de sirvientas ilusorias que iban y venían del salón donde ellas hacían los preparativos.
…
Cuando llegó la hora ellos subieron a los dos carruajes, que a pesar de mantener el mismo tamaño, ahora eran tirados por doce caballos de guerra y se veían imponentes. En el carruaje de la reina iban Ana y su reina y en el otro él.
Esta vez, el carruaje de la reina llevaba su emblema, tres gotas de sangre en caída libre de un rojo escarlata que adornaba las puertas dobles a ambos lados del carruaje que era llevado por dos conductores y rodeado de unos doscientos guardias. Todas estas cosas eran creadas por su reina y se alimentaban de su magia.
Oliver llegó al templo una hora antes que ellas y esperó fuera a que llegara su prometida. Había un montón de desconocidos en el lugar, pero Oliver reconoció a sus hermanos y sus padres que observaron su llegada desde unos veinte metros a la entrada del gran templo.
Oliver tembló un poco al verlos. Su padre le observaba con tristeza y resignación, pero su madre le miraba con su poco efectiva fachada de odio. Oliver se preguntó entre temblores cuándo su fachada se vendría abajo y le iría a suplicar frente a toda esta gente que dejara la relación con su hermana.
Lo que Oliver temía sucedió cinco minutos después de que él llegara, pero cuando su madre dio un paso al frente, cayó desmayada al suelo por efecto de un hechizo.
«Lo siento madre, pero mi reina no dejará que arruines su boda», pensó Oliver, viendo a la hechicera que hizo desmayar a su madre ofreciéndole un carruaje a su padre para que la dejara dentro.
Sus hermanos lucieron algo perturbados, pero debieron ligar lo sucedido a la emoción de su madre por que no la siguieron, sino que siguieron saludando a Oliver. Una vez sus padres se fueron, Oliver les dedicó una sonrisa sincera a sus hermanos.
Sus hermanos lucían mejor que nunca. Ellos también habían probado la sangre de las hechiceras, pensó Oliver. Su primera hermana que solo había tenido una apariencia regular ahora era una mujer radiante y elegante y sus hermanos parecían caballeros altos y apuestos. Algún día alguien iba a notar estos cambios, pensó Oliver. Eran demasiado evidentes.
Pero de momento, la mayoría de las personas al frente eran hechiceras, y estas no se daban cuenta que había cinco basiliscos entre ellas, siete si contaba a sus padres, cuya comida favorita era su sangre o cualquier parte de ellas que llegara a sus bocas.
Oliver pensó con diversión que, si Amelia y Amanda se enteraran del buen sabor que tenían, no se acercarían más a él para insultarlo. Pero Amanda ni Amelia estaban allí. Alguien de sus posiciones no esperaría fuera, sino que ya tendrían asignado un lugar de honor en el templo.
Oliver pasó su tiempo de espera saludando obispos y hechiceras. Nadie más se atrevió a acercarse a él. Oliver llevaba su cruz en el pecho y esta resaltaba en su traje de seda dorado con algo de blanco. Los obispos al verla abrían mucho los ojos e iban presurosos a hacerle reverencias.
Oliver no se extrañaba de ello. Su reina le había dicho lo que significaba su cruz. No era una cruz de un agente de la inquisición. Esta era la cruz del jefe de la inquisición. Y que se la hubiese dado a él significaba que le tenía un gran aprecio. Sumado a que había una hechicera a punto de casarse en un templo a rebosar de hechiceras, y con una ceremonia oficiada por el propio obispo jefe de la inquisición, daba muchas referencias sobre el alcance de su influencia dentro de la iglesia. Esos obispos hacían cuentas y corrían a labrarse unas buenas futuras relaciones con él. Hasta a Oliver le sorprendía la influencia que él tenía sobre este ser divino.
En cuanto a los nobles, no se atrevían a acercarse por que la reputación de la inquisición era atroz y le erizaba los pelos hasta a los más estirados de ellos. Antes de que Alice tomara el control del continente, la inquisición de la iglesia del Sol perseguía, quemaba, torturaba y saqueaba a todo bicho viviente que osara hacerle preguntas difíciles a la fe, sin importar si eran reyes o nobles, bueno, en realidad estas cosas les pasaban con más frecuencia a los reyes y a los nobles.
La opinión de un campesino nunca fue importante para nadie a menos que detrás de él hubiera por lo menos otros mil campesinos. Pero luego de la llegada de Alice la iglesia del Sol perdió su poder político y las leyes ya no contemplaban castigos por religión o fe, siempre que estas no violaran las leyes del reino.
Sacrificarle pollos sin cabeza a alguna estatua con cuernos estaba bien, pero si empezabas a sacrificar gente las leyes del reino te perseguirían, pero su reina, siempre precavida se aseguraba de recordarles a todos los interesados lo atroz y cruel que era la iglesia cuando tenía todo el poder en sus manos y durante tres mil años nadie lo había olvidado.
Por supuesto, si la inquisición no actuara de vez en cuando la gente perdería su temor por la iglesia y esto era algo que ni su reina ni la iglesia querían. Por esa razón si ibas a un templo y cometías alguna transgresión a las leyes, caías en manos de la inquisición y tu final sería atroz.
El obispo hablaba en serio cuando le dijo a Oliver que la organización de la iglesia se basaba en la de este mundo. Al igual que si un noble empezara a decir de repente que no le parecía bien el actual gobierno y su reina lo mandara a que le rebajaran una cabeza de estatura por estar levantándola tan en alto, de esa misma forma actuaría la iglesia para mantener su poder.
Si llegaba el día de enviar rosas a las puertas de tus enemigos para mantener el poder, los templos se convertirían en floristerías. No era nada que Oliver no pudiera comprender. Las instituciones solo eran un reflejo de la forma del poder en el reino. Si él quisiera hacer cambios, debía buscarse su propia forma de poder alejada de estas dos formas tradicionales. Ana ya le había dado una pista.
…
La reina llegó en su carruaje una hora después de él, y sus guardias despejaron un camino de veinte pasos de ancho desde el carruaje hasta la entrada del templo.
La reina bajó del carruaje ayudada por unas damas que eran sus criadas ilusorias vestidas con gracia y elegancia. Su reina llevaba un vestido dorado con incrustaciones de joyas, bordados de oro y encaje en las mangas, el cuello y el faldón. Como siempre su rostro estaba limpio de maquillaje. Para una hechicera eso sería como echarle barro a un impecable piso de mármol. Su cabello estaba suelto hasta más abajo de su cintura y como siempre estaba sujeto con dos delgadas trenzas hechas con dos mechones delgados de sus cabellos que sostenían al resto. Pero esta vez esas trenzas llevaban piedras preciosas y cintas de oro.
El vestido tenía una larga capa que era tomada por seis de las damas que la acompañaban. Ana venía al final de la comitiva portando un fino y delgado puñal, tradicional en las ceremonias de las hechiceras, aunque pocas veces era usado a menos que se tuviera plena confianza en la otra parte, o se fuera muy estúpido para pensar que no podrían engañarle con un juramento de sangre, pero era una tradición y allí estaba el puñal. Si faltase, alguien podría armar un escándalo. Ana también llevaba un vestido dorado, pero menos ornamentado y adornado.
La reina llegó hasta él y juntos entraron al templo recibiendo las reverencias de los presentes hasta llegar al altar donde estaba el segundo obispo que oficiaría la ceremonia.
A un lado del altar estaban tres asientos. En este momento el primer obispo representante de la iglesia del reino estaba sentado en el del medio que era el más grande. El tercer obispo estaba a su mano derecha y el asiento de la izquierda estaba vacío, ya que era el lugar del segundo obispo.
Ambos obispos notaron la cruz en el pecho de Oliver y lo miraron con interés a él y luego al segundo obispo. Era costumbre que los fieles se arrodillaran para recibir la bendición de la iglesia, pero la reina siguió allí de pie firme, serena y elegante, y el obispo tampoco dijo nada.
…
La ceremonia duró toda una hora en que el segundo obispo contó un breve resumen de la creación, culminando en la unión del hombre y la mujer en matrimonio. El obispo se limitó a seguir el manual. Al final su juramento de estar juntos se selló con un beso, y después de saludar a los invitados más cercanos, ellos durante su salida subieron al carruaje junto a Ana y volvieron al palacio de la reina. Como siempre serian Amelia y Amanda las encargadas de las celebraciones y demás. A su reina le hacía ilusión su boda y su juramento, pero consideraba a la gente de poca importancia y no asistía a fiestas.
Cuando llegaron a la habitación del palacio Ana, se quedó fuera y les dejó solos. Oliver le dedicó una mirada maligna a su reina para intimidarla, pero esta se quitó su vestido dorado, una suave prenda que llevaba debajo, su ropa interior y se acostó en la cama con su postura digna a prueba de momentos difíciles.
Oliver sintió unas ganas terribles de empezar a gruñir y lanzarse sobre ella como una bestia salvaje, pero se contuvo y decidió disfrutar cada segundo y cada retaso de suave piel, hasta que el sabor empezó a superar el placer y se concentró en las partes que le harían olvidarse de cualquier relación con la comida.
Como Oliver ya había supuesto, su reina casi le hizo enloquecer manteniendo toda la noche aquella postura digna incluso en sus momentos de mayor éxtasis cuando su rostro se teñía de un suave rosa. Su cuerpo se tensaba un poco, pero sus caricias eran elegantes, sus movimientos lentos y calmados, sus gemidos eran suaves y temblorosos suspiros.
Oliver no se rindió ni un segundo, y a mitad de mañana todavía se esforzaba al máximo. Quizás esa postura digna no se iría ni que pasaran siglos pensó Oliver con emoción al medio día. Él había sido miserable durante su juventud, pero ahora Iba a ser el hombre más feliz de la existencia por el resto de su vida gracias a su reina y a Ana.
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