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Chapter 4 - Capítulo 4. Devorador del vacío

Una vez llegó la noche, Ana volvió a crear su cabaña con enredaderas que surgieron del suelo pantanoso y acto seguido, quedó rendida en su cama. Oliver volvió a ocupar su puesto en la puerta de la cabaña y no usó la cama que crearon para él. Él podía pasarse un mes sin dormir y no tener problemas con ello, a menos que fuera herido. Pero con la sangre de Alice a su disposición ni siquiera necesitaría dormir en cien años.

Oliver sacó una botella de su cinturón y observó su interior a la luz de la luna. No era sangre diluida, sino una gota de sangre de Alice. Oliver destapó la botella y la tragó. Su expresión no cambió en lo absoluto, pero sintió un placer inmenso cuando la sangre tocó su lengua. Tampoco se había esforzado en mantener la expresión serena. Ni siquiera se dio cuenta de que lo estaba haciendo. Alice se había encargado de que suprimir cualquier expresión de su rostro cuando tomara su sangre, fuera algo natural en él.

Oliver sintió que su maldición volvía a estar contenida al desaparecer la presión venenosa sobre su cuerpo. Él necesitaba tomar una gota de sangre cada tres días o su maldición empezaría a liberarse y él acabaría muerto, y también toda cosa viviente que tuviera la mala suerte de entrar en contacto con él en ese momento.

Oliver sabía que la maldición inundaba cada parte de su sangre, hasta el vapor que emanaba de ella era letal para cualquier persona normal. Por eso cuando usaba su maldición como arma juntando una gota de su sangre diluida diez mil veces en uno de sus dardos, se aseguraba de que no hubiera errores antes de introducirlos en los mecanismos de resorte que estaban en sus brazaletes.

Sus brazaletes eran artefactos mágicos creados por la propia Alice. Debido a esto Oliver entendía que ella no planeaba librarle nunca de su maldición. ¿Para qué iba a hacerlo? Oliver mismo sabía que era un arma atroz si se usaba de forma estratégica.

Hasta una hechicera mayor como Amelia o Amanda se verían en graves problemas al enfrentarse a semejante maldición si su sangre entrara en contacto con ellas. Necesitaría al menos una gota de su sangre para ponerlas en algún apuro, pero sin duda eso ya era un logro increíble. Alice era una hechicera aterradora al poder crear algo así. Pero él le había abierto la cabeza en dos, pensó Oliver con satisfacción y guardó la botella de nuevo en su cinturón.

Dos horas después Oliver respiró hondo y dio un vistazo renuente hacia la cama donde dormía Ana a unos cuatro metros de él. Durante el día se había dado cuenta de que sentía algo de miedo hacia esta chica. No sabía qué demonios le pasaba. La única conclusión razonable que podía sacar acerca de ella, era que estaba loca.

Ellos llevaban dos días conociéndose y eso incluía el día de hoy. Pero esta chica se desquició porque él la miraba como a cualquier extraño y hasta exigió que él la mirara de la misma forma que a su hermanita Ana. ¿No entendía que ellos eran unos desconocidos? Oliver estaba preocupado por su forma de comportarse. ¿Se comportaría igual con cualquier persona que conociera? Una hechicera loca no le serviría de nada. Pero ¿qué pasaría si se marchaba? ¿Dónde encontraría a otra hechicera tan fuerte como ella?

Oliver ya había buscado por tres años. A las únicas que consiguió, fue a Amelia y a Amanda. Por mucho que buscó informes en la iglesia de hechiceras más poderosas o iguales a ellas, no encontró nada. Él podría jugarse todo y secuestrar a una de esas dos. Con todo lo que le enseñó Alice sobre ellas, él era capaz de hacerlo. Pero él no era capaz de luchar contra los ejércitos que las respaldaban. Le matarían antes de conseguir lo que quería y sus esfuerzos serían inútiles.

Oliver necesitaba a esta chica. Su única otra opción era buscar a la heredera de la semilla de Alice, pero eso podría tomarle muchos años. Le invadía la desesperación al pensar en ello, pero si al llegar a la aldea, comprobaba que esta chica en efecto se desquiciaba con todas las personas por igual, no le quedaría otra opción que marcharse. Lo peor del asunto, era que había hecho un juramento con ella. Si quería librarse de él esta chica debía morir…

«Dios», pensó Oliver mirando a la chica que dormía con expresión inocente y desprotegida. ¿Qué clase de monstruo pensaría en algo así? Se reprendió para sus adentros. La acompañaría hasta la aldea. Si estaba loca él la abandonaría sin importar qué tanta lastima sintiera…

«Dios», nunca pensó que fuera tan débil. ¿Se dedicaría ahora a recoger niños abandonados por sus padres? Ya había visto a varios en la ciudad de Rimnar. Él les había dado unas monedas y ya. Con eso bastó. ¿Qué era diferente con esta chica? Había dicho que cuidaría de ella hasta que fuera adulta, pero nunca juró hacerlo… «Dios», pensó Oliver devolviendo la vista al frente con frustración y tallando su cabeza confusa con las dos manos.

El día de ayer estaba eufórico por encontrar lo que estaba buscando desde hacían ya tres años, y apenas un día después estaba sumido en la desesperación pensando en un futuro atroz tras otro.

—¡No estoy loca! —dijo una voz aguda detrás de él.

Oliver no se giró para verla. Gracias al juramento que hizo, él podía saber que no mentía, pero ningún loco creía que estaba loco, por lo que sus palabras daban igual. Tampoco le sorprendía que este prodigio de hechicera adivinara qué era lo que estaba torturando su alma.

—¡No estoy loca! ¡Algo dentro de mí me dijo que bajo ningún concepto debía dejar que te alejaras de mí! ¡Debía hacer cualquier cosa para mantenerte a mi lado, incluso jurar por mi propia alma para ganar tu confianza! —dijo con melancolía.

Oliver frenó toda la esperanza que le arrolló de sopetón y la reprimió a la fuerza. Si se dejaba llevar por la esperanza y resultaba ser otro barranco le dolería el doble al caer. Él se recostó del marco de la puerta y miró a Ana sentada en su cama con las manos sobre su regazo y expresión serena en una pose de dama.

—¿Un hechizo guía? —preguntó Oliver con tono neutro.

—No estoy segura —dijo Ana—. La primera vez que te vi sucedió lo mismo. Yo planeaba mandarte a volar sin presentarme, pero cuando me acerqué a ver quién había esquivado una de mis trampas y te vi, algo dentro de mí me dijo que no lo hiciera. Que debía acercarme a ti. En un principio no le creí. Pensé que tú venías por mi capullo y eras un ladrón más. Además, mirabas feo a la gente y me parecías sombrío y apático…

Oliver rechinó los dientes y apretó los puños. «Esta chica tiene un don especial para trastornarme», pensó Oliver luchando por serenarse.

—¡Lo siento!...

—¡No! —replicó Oliver para detenerla—. Es tu opinión. Puede que me moleste, pero no tengo derecho a enfadarme por ello. Es solo que estoy algo alterado, eso es todo. Pero sin duda eso que mencionas es un hechizo guía. Debió dejártelo tu madre en caso de que algo saliera mal con tu capullo. Lo siento, pero es posible que ella esté muerta. Para hacer un hechizo así, se necesita una gran parte del alma de su creador / explicó Oliver.

—¡Lo sé! —dijo Ana agachando la cabeza.

Eso le daba sentido a muchas cosas. Incluyendo por qué esta chica estaba en un pantano. Para dejar un hechizo guía en ella, su madre tuvo que hacerlo antes de meterla al capullo. Si la metió al capullo al nacer, se podría especular que la madre de Ana murió en ese momento. Si ella escondió a su hija en un pantano, podría ser que ella no tenía a nadie en quien confiar en este lugar. Lo que podría significar que la madre de Ana era extranjera. No había hechiceras en el continente medio, porque los hechiceros las cazaban y las mataban.

La madre de Ana debía ser del continente Linderos, que era donde se refugiaban todas las hechiceras y hechiceros que se negaban a participar en la guerra y no obedecían a ningún bando, por lo que ambos bandos les consideraban traidores y los mataban apenas verlos. Por eso Ana no le dijo del hechizo guía…

—¿Me delatarás? —preguntó Ana.

—Lo siento, mi cerebro es un poco lento y aún no llegaba a esa parte —dijo Oliver y dio unas cuantas carcajadas incómodas, lo que hizo ruborizar a Ana—. Oye, no es tu culpa que yo sea algo lento de mollera —le consoló Oliver con sinceridad—. Pero la próxima vez que hagas algo que a mi vista parezca una completa locura, por favor explícame a tiempo y no dejes que pase un día entero hundiéndome en la miseria —pidió Oliver. Ana asintió con alegría.

—¿Por qué Alice te convirtió en un guerrero pozo de veneno? Y ¿por qué te enseñaría tantas cosas sobre magia? —preguntó Ana.

Oliver no se sorprendió por la pregunta. Hasta él podría adivinar lo que dedujo Ana con todas las pistas que le dio. Hasta pensaba que ya lo había adivinado al momento de conocerse cuando rechinó los dientes al oír su nombre.

—Nunca me lo dijo. Solo puedo hacer conjeturas. Esa mujer era aterradora. Mantenía una cara amable y serena hasta en las peores torturas que ejercía sobre mí. Solo la vi mostrar expresiones dos veces en todo el tiempo que la conocí. La última vez fue un leve gesto de contrariedad que mostró justo antes de que le partiera la cabeza en dos con su propia espada.

Ana mostró una expresión de sorpresa.

—¡No es posible! —exclamó y miró la espada de Oliver. Oliver asintió.

—Ella la creó para mí. La verdad, cuando la usé contra ella, no estaba seguro de que pudiera matarla, a pesar de que ella misma me dijo que sería capaz de matar a cualquier hechicera o hechicero con ella. Al final resultó que no mentía.

—Pero, ¿cómo? Si tú y yo combatiéramos y yo supiera del poder de ese artefacto, no dejaría que te acercaras a mí con él. Hay mil formas de evitarlo —dijo Ana confusa.

—Alice estaba indefensa en ese momento. Un juramento de almas que lanzó sobre mí para esclavizar mi voluntad falló —explicó Oliver.

—Tonterías, los juramentos de almas no fallan a menos que el receptor se niegue, y una hechicera como Alice no sería tan estúpida para ignorar que necesitaba tu consentimiento… —Ana cerró su boca de repente y abrió mucho los ojos, luego los abrió más y por último se llevó la mano a la boca con sorpresa—. ¡Tú! —dijo acusadora sin salir de su sorpresa.

Oliver se sintió algo avergonzado de que la chica le reprendiera. Ana se puso como un tomate de roja. ¿Qué demonios se estaba imaginando esta chica pervertida?

—¡Deja de imaginar cosas! ¡Solo le di un beso en la boca! ¡No he hecho nada más!

Darle un beso en la boca a su hermana ya era suficiente para que su madre lo matara a palos, por lo que no era poca cosa, pero estaba seguro que esta chica se estaba imaginando muchas más cosas…

—Entonces cuando dijiste que tus sentimientos hacia ella eran asquerosos y la ensuciaban, te referías… —Ana dio un gritito llevándose las manos a las mejillas y empezando a mecerse de un lado a otro, ruborizada.

Esta chica no lo estaba escuchando, comprendió Oliver llevándose las manos a la cara y hundiéndose en la vergüenza.

—No… no… no te estoy juzgando. Siempre he pensado que cada quien es libre de hacer lo que quiera con su vida —dijo Ana entre tartamudeos nerviosos.

Oliver hizo acopio de todas sus fuerzas y retiró las manos de su cara para mirarla.

—Ana, saliste de un capullo hace una semana, no hables como si fueras una persona con gran experiencia en la vida. Mejor vuelve a dormir, y ¡por favor no le menciones este asunto a nadie! —rogó Oliver.

—¡Por supuesto! —dijo Ana asintiendo enérgicamente. Oliver se sintió aliviado. Le matarían a palos y le expulsarían de su familia si esto llegara a oídos de su madre—. Pero he usado un hechizo para deshacerme del sueño y no quiero dormir. Quería hablar contigo —explicó.

Oliver se sentía avergonzado y no quería hablar con ella. Ana era la única persona viva además de él y su propia hermana que sabía de este asunto tan preocupante para él. Pero ¿qué iba a hacer?, no quería que su relación con esta chica que sabía tanto de él se estropeara.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó Oliver no exento de temor.

—No te preocupes, no mencionaré más lo tuyo con tu hermana —dijo ruborizándose. «Deja de imaginarte cosas, chica indecente», pensó Oliver deprimido—. Quiero hablarte de la razón de la guerra entre hechiceros y hechiceras —dijo devolviendo la seriedad a sus palabras en tono solemne.

—Ya te lo he dicho, no es importante, solo una curiosidad. Si no puedes contármelo está bien —dijo Oliver.

No quería forzar otra discusión con esta chica, ya le tenía miedo a lo que pudiera decir.

—No, te equivocas. Antes pensé que en verdad no te concernía, pero después de escuchar lo de tu hermana, sin duda estás involucrado —dijo con expresión seria.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Oliver con preocupación.

—¿Sabes lo que es el mundo devastado? —Oliver asintió.

—Alice me llevó a entrenar en ese lugar los últimos seis meses que estuve con ella. Es un gran desierto sin vida alguna o agua. Siempre hay tormentas espaciales que muelen las rocas en arena. Las tormentas eléctricas son constantes, tanto que es imposible evitar los rayos. Me caían al menos unos cien rayos al día, pero si una persona normal fuera arrastrada a ese lugar, moriría erosionada por el viento ácido y quemada por dentro por el aire caliente y tóxico al respirar.

»Solo los hechiceros y hechiceras pueden sobrevivir allí. Hay algunos lugares donde las condiciones mejoran y podrían compararse a un desierto normal, pero son los lugares más peligrosos de todo el mundo devastado. Son los nidos de las bestias mágicas, y cualquiera que se atreva a poner un pie en su territorio morirá devorado en menos de veinte pasos.

»Nada puede detener a esas criaturas, suprimen la magia y son enormes y fuertes. Las hechiceras no pueden crear portales para escapar de ellas y su magia se ve suprimida al límite —respondió Oliver.

Alice le había puesto a prueba lanzándole a los nidos de las bestias y amenazándole con exterminar a su familia si se le ocurría dejarse matar. Oliver había descubierto la manera de mantenerse a salvo gracias a la casualidad, pero Alice pareció descontenta por ello, y la segunda vez le arrojó a un criadero de esos bichos que era un pozo de oscuridad donde, cualquier luz que encendieras, cualquier sonido que hicieras o cualquier minúscula gota de sangre de hechicera que portaras, te asegurarían una muerte brutal.

—Increíble, ¿cómo pudo mantenerte Alice con vida allí? Ella es... —Ana reprimió su emoción y tragó saliva.

Oliver levantó la mano para detener sus excusas. Él no las necesitaba.

—Alice era muy poderosa, el ápice para cada hechicera en este mundo. Ella era una reina y yo un insignificante campesino. Esa es la realidad de este mundo. Yo lo entiendo y sé bien que lo único que alguien como yo podía hacer ante ella era obedecer o morir. No le reprocho a nadie por ignorar al campesino y alabar a la diosa.

»Pero en lo personal ella rompió las reglas. Yo elegí desobedecer y morir, pero ella no lo aceptó. Pensó que su poder era suficiente para obligarme y al final perdió su vida por ello.

»La odio, la detesto, y si pudiera la mataría mil veces por lo que me hizo, pero también entiendo que eso es un rencor personal. El mundo es así. Otros en su lugar habrían hecho lo mismo, y otros en mi lugar habrían hecho lo mismo —explicó Oliver.

Él ya no veía el caso de esconder sus sentimientos ante esta chica. Ella ya se había enterado de sus sentimientos más oscuros. Lo demás eran cosas sin importancia en comparación. Ana asintió sin más.

—Me alegra que lo consideres personal y no empezaras a matar hechiceras por lo que ella te hizo —dijo.

Oliver se encogió de hombros. Si hiciera eso, luego tendría que ir por la realeza, la alta nobleza, la baja nobleza, y tampoco había que olvidarse de la iglesia que también tenía sus escalones. Comenzando por el obispo mayor y terminando en los monjes caminantes. Pero eso solo era su continente. Si quería hacer un buen trabajo tendría que ir al continente medio y empezar de nuevo por los hechiceros y terminar por la iglesia. Luego ir al último continente y empezar todo, otra vez.

Una vez terminado habrían pasado unos siglos y al volver a su continente de origen habría nuevos entes de poder, lo que significaba su vuelta al trabajo. Se pasaría el resto de su vida matando gente hasta que toda la humanidad fuera exterminada. Cuando solo quedara él, entonces siguiendo sus reglas debería suicidarse, porque ¿qué clase de monstruo exterminaría a toda la humanidad? Al final no quedaría nada. «Absurdo», pensó.

Oliver levantó una ceja a Ana, que había esperado con tranquilidad a que él acabara de pensar. Él se sentía inferior a ella, pensó Oliver. ¿Era esa la realidad o una percepción suya? Se preguntó mientras Ana comenzaba a hablar:

—Nadie sabe con exactitud cómo fue que el mundo devastado acabó así. Lo que sí sabemos, es que ese mundo era una copia de este. Otra dimensión, otro mundo, cualquiera de esas definiciones se ajusta a él —dijo Ana—. También sabemos la causa de que acabara así. Fueron los devoradores del vacío. Unas criaturas demoniacas que lo destruyeron todo y exterminaron la vida del lugar.

»Pero lo importante acá es el origen de los devoradores del vacío. Cuando un hechicero y una hechicera se cruzan, el resultado es otra especie de hechicero o hechicera que siempre tendrá dos habilidades sin importar su magia, quienes sean sus padres, o su nivel de fuerza. Una de esas habilidades es destruir el espacio creando tormentas espaciales, la otra es «devorar».

»Desde las semillas de las hechiceras y hechiceros por igual hasta sus propios huesos. No los absorben. Los devoran y los extinguen. Destruyen el equilibrio de la magia y son el fin último para cualquier hechicera o hechicero en este mundo —concluyó Ana que parecía espantada.

Eran unos seres aterradores para cualquier hechicera, pensó Oliver comprendiendo todo el asunto. Por eso vivían en continentes diferentes y por eso exterminaban al cualquiera de ellos del sexo opuesto que se encontraban. Tenían miedo.

—Algo no cuadra. Hace algunos miles de años, antes de que Alice se hiciera reina, se mataban entre ellos y se mantenían separados, pero no había guerras entre hechiceras y hechiceros. ¿Por qué? —preguntó Oliver.

—Todo es culpa del rey hechicero. Hace tres mil años, se le ocurrió que ya estaba cansado de esperar a que algún devorador del vacío naciera de nuevo y les exterminase a todos, por lo que decidió eliminar la posibilidad de que tal evento ocurriera, exterminando a todas las hechiceras y apoderándose de sus semillas para sellarlas y evitar que naciesen más. Para ello conquistó todos los reinos del continente medio y luego declaró la guerra a muerte contra las hechiceras.

»Pero la gran Alice se enteró de sus planes e hizo lo mismo en su continente, forzando a las hechiceras a unirse y formando ejércitos de hombres apoyados por armas y artefactos mágicos, respaldados por sangre diluida —explicó Ana con algo de tristeza.

Oliver no comprendió sus sentimientos en un principio, pero hasta su lento cerebro pudo entender luego de algunos segundos de forzarlo.

—¡Yo maté a Alice! —dijo Oliver con espanto.

Oliver se levantó sintiendo mucha desesperación. Él había condenado a su hermanita... «¡No!» —gritó una voz furiosa dentro de él, y entonces Oliver se serenó.

Alice no estaba creando un guerrero pozo de veneno. Ella necesitaba una ballesta para disparar una flecha. Ella buscaba una forma de ganar la guerra.

—Ese rey hechicero, ¿es más fuerte que Alice? —preguntó Oliver.

—Si ese fuera el caso, ya no estaríamos en este mundo —dijo Ana.

—Ana, ¿qué dirías si te digo que mi maldición funciona como la sangre de una hechicera y que lo que viste antes, solo era el efecto de una gota de mi sangre? —Ana parpadeó.

—Alice...

—Sí, Alice era una diosa, lo sé —dijo Oliver con fastidio—. Ella no quería un guerrero pozo de veneno, sino un cuerpo capaz de soportar su maldición para aventársela al rey hechicero y a sus ejércitos y diezmarlos. Alice está muerta, pero por fortuna para nosotros, ya había puesto en marcha un plan para ganar esta guerra. ¿Puedes pensar en alguna forma de usar mi sangre como un arma estratégica? —preguntó Oliver—. Y quiero seguir vivo luego —agregó.

Ana asintió, pero no parecía cómoda.

—¿Qué sucede? —preguntó Oliver.

—Sí el rey de los hechiceros logra escapar, tú no sobrevivirás demasiado. Sin la protección de Alice será fácil para el rey de los hechiceros matarte —dijo con pesar.

Oliver pensó que era probable, pero la maldición no era la única arma con la que contaba. Alice no se había pasado un año torturándole para que fuera presa fácil. Él no se engañaba a sí mismo, jamás podría ganarle a alguien como Alice más que haciendo uso de la sorpresa o con muchos aliados, pero tampoco podría matarle, de eso estaba bastante seguro.

—Si él no es más fuerte que Alice, siempre que esté solo le será imposible matarme —dijo Oliver con confianza.

El que pudiera enfrentarse a alguien como Alice e impedir que lo matara era uno de sus mayores secretos, pero esta chica había forzado su confianza y ahora, además de su hermana Ana, no había nadie en quien pudiera confiar más que en ella.

La expresión de Ana se mantuvo serena, pero sus mejillas se tiñeron de un suave rosa, por la emoción de que él confiara hasta tal punto en ella. El corazón de Oliver tembló y maldijo a la madre de Ana y a su hechizo guía. Antes, en cuanto Oliver dejó de verla como a su hermanita, él no sintió ninguna empatía por su llanto o por sus gestos, estos no le conmovieron en lo absoluto.

Ana era una desconocida. Él no podía confiar en ella, todo lo que hiciera daba igual. Hasta estaba preparado para marcharse cuando creyó que estaba loca. Pero ahora, gracias a ese juramento del alma, él sabía que cada gesto, palabra o emoción de Ana hacia él, eran sinceros. En conclusión, no podía descartarlos. Era una confianza implantada a la fuerza por ese demoniaco hechizo guía que hizo ese engendro de madre.

Oliver apartó su mirada de Ana y miró al cielo. Dios, nunca pensé que poder detectar la verdad sería una maldición tan cruel, pensó Oliver mirando la luna creciente para intentar calmar sus instintos.

—Si... si... si quieres... Bueno ya estamos comprometidos... Yo podría permitirte tocar un poco... Y... y… —dijo Ana con un tartamudeo comprometido. Oliver se levantó como un resorte.

—Tengo que hacer algo, vuelvo en un momento —dijo Oliver con desesperación y salió caminando lo más deprisa que su paso se lo permitió, hasta internarse en la oscuridad proporcionada por las ramas de los árboles, que cubrían la luna.

En su camino sacó su espada y decapitó a dos desafortunadas serpientes y a una pequeña araña que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino.

Luego de alejarse unos cien metros, la emprendió a patadas contra un gran árbol de tronco grueso. Los bichos y animales que dormitaban en sus ramas huyeron espantados mientras Oliver maldecía entre susurros. Sus maldiciones iban dirigidas a la madre de Ana y a su demoniaco hechizo guía.

Luego de unos diez minutos, su furia y su excitación no disminuían, por lo que sacó una gota de sangre de Alice y se la tragó. El inmenso placer que le hizo sentir lo dejó calmado y relajado recostado en el tronco del árbol. Oliver miró a su alrededor con serenidad para ver si había algún peligro, pero hasta los grillos habían huido lejos y ahora entonaban su melodía a unos cincuenta metros de él.

Oliver no encontró que más hacer si no pensar en lo sucedido. Oliver no era ningún caballero. Él había besado a su propia hermanita sin siquiera preguntar. Si fuera cualquier otra chica la que hubiera dicho esas palabras...

Oliver se carcajeo para sus adentros con malignidad. ¿Tocarla un poco? Se volvió a carcajear en su mente. Él la hubiese devorado como un tigre hambriento a un pequeño conejo asustado. Pero Ana no era cualquier otra chica. Ana era una hechicera. Una hechicera de belleza divina. Belleza divina como la de Alice.

Alice. Su reina. Alice la que quemaba sus ojos a diario plantándose en frente de el con su hermosa figura y su cara serena y amable, como si contemplara el atardecer. Alice que le obligaba a correr por campos de clavos con los pies desnudos, mientras ella le miraba tomando el té de la tarde con elegancia. Alice que le miraba atenta cuando él se asfixiaba con sus pulmones corroídos por el ácido y quemados por el aire caliente. Alice cuyas sirvientas peinaban su hermoso cabello castaño a los rayos del Sol de la mañana, mientras que le obligaba a permanecer de pie ante una lluvia de flechas de hierro al rojo blanco, que se hundían en su carne con el siseo del metal caliente al entrar en el agua.

Alice, la aterradora belleza hechicera a la que Oliver odiaba con toda su alma. Pero, ¿cuál era el origen del odio? Alice misma se lo había dicho. «Solo las criaturas tan insulsas como los humanos son capaces de odiar, porque el origen del odio es el miedo». Oliver sabía que no mentía, porque él le tenía un miedo terrible y la odiaba con toda su alma.

Oliver se levantó con tristeza y melancolía para dirigirse a las afueras de la cabaña de enredaderas y esperó una hora en la oscuridad. Cuando volvió dentro, Ana ya se había vuelto a dormir. Oliver se acercó a su cama y la observó. Estaba acostada de lado y sus hombros al estar más juntos hacían presión para que sus pechos salieran un poco más de su leve escote. Oliver se apresuró a cubrirla con la sábana hasta el cuello. Como pensó, ir por los pechos sería demasiado para él. Oliver dirigió la mano a su cabeza y acarició su cabello.

Su mano derecha empezó a temblar, pero Oliver lo ignoró retirándola y acomodando el largo cabello de Ana con su mano izquierda. Luego volvió a su lugar en la puerta y respiró hondo hasta que su mano derecha dejó de temblar.

Un rato después y a mitad de la noche, Oliver sacó un pequeño frasco de veneno paralizante de su bolso de cuero. Luego sacó la espada de la vaina unos diez centímetros y uno de los fragmentos de cristal que parecían formar la hoja perdió su color escarlata como si la sangre fluyera lejos de él. Acto seguido se desprendió de la hoja y fue a dar a la mano de Oliver que lo hundió en el frasquito y lo lanzó con un pensamiento hacia donde la luz de la luna emitía un leve destello oscuro a unos quince pasos de él.

Oliver escuchó un pequeño siseo asustado. Oliver guardó el frasquito de veneno mientras se levantaba y acudía hasta donde había lanzado el fragmento de cristal. Allí había una criatura paralizada de unas dos cuartas de largo. Oliver la tomó por el rabo y volvió a la puerta de la cabaña, donde se sentó y colocó a su paralizado prisionero sobre su pierna izquierda. Luego retiró el fragmento y lo devolvió a su espada donde pareció inundarse de sangre y volver a su color escarlata. Oliver envainó de nuevo su espada para observar a su desvalida presa.

Su captura era una lagartija mágica. Su piel estaba cubierta por gruesas y pulidas escamas que de noche eran oscuras, pero que a la luz del día serian de vivos colores rojo, naranja y negro. Su rabo era del mismo largo que su cuerpo. Tenía ojos frontales grandes y saltones de color verde con pupila vertical negra. En el interior de su boca había una hilera de finos dientes en forma de cierra que no eran visibles hasta que mordía.

Su cuerpo era tan versátil como el de una rata. Se encogían, se ponían de pie, y manejaban sus manos de cinco dedos con mucha destreza. Sus capacidades defensivas eran muy altas. Destacaban tres de ellas. Una inteligencia que superaba a un niño de diez años. Un veneno letal que inyectaba al morder y que podía variar su toxicidad desde causar un mero dolor agudo, a una muerte instantánea, dependiendo del ánimo de la criatura en ese momento. Su última habilidad más conocida y terrorífica era la que le había ganado su nombre común.

Esta habilidad era la parálisis por medio de sus ojos. No convertía a la gente en piedra, como la criatura de las leyendas, pero los dejaba inmóviles por semanas y eso mataría a cualquiera.

Esta criatura en el mercado negro valía unas cien mil monedas de oro, pero los que se atrevían a tratar de darles caza eran contados y la mayoría de ellos sufría una muerte atroz.

Oliver acarició las gruesas escamas del basilisco. Eran suaves y pulidas. Parecían mármol por su delicadeza. Era un animal hermoso e inteligente. Por lo general todas las criaturas mágicas tenían algo de inteligencia, pero este pequeño bicho era el favorito de las hechiceras por el terror que infundía en la gente común. Por supuesto, el que él tenía en este momento sobre sus piernas no era una de esas mascotas, sino un animal salvaje.

Oliver esperó unos diez minutos a que el efecto del veneno se disipara, y cuando calculó que estaba a punto de desaparecer, sacó su daga y la pasó en frente de los ojos del pequeño animal que los abrió de forma desmesurada al ver su filo.

Oliver hizo como si no se diera cuenta de su reacción y fingió limpiar sus uñas con la punta del cuchillo. Cuando el veneno se hubo disipado por completo y el espantado basilisco no se atrevió a mover un musculo, Oliver guardó el cuchillo y acarició su cabeza con el dedo.

El basilisco contaba con un veneno letal en su boca, pero este era un animal mágico, y sin duda podía percibir la maldición en su sangre, con lo que ni siquiera se atrevió a lamer su dedo. En cuanto a su hechizo de parálisis, ya lo había intentado cuando Oliver se acercó a recogerlo y como no le hizo nada, no se atrevería a probar de nuevo.

El basilisco se quedó sin mover un músculo durante una hora. Oliver podía sentir el palpitar de su asustado corazón cada vez que tocaba las gruesas escamas de su cabeza. Pero Oliver no le haría daño a este pequeño bicho, él solo quería que fuera su compañero de tortura como en los viejos tiempos cuando Alice le torturaba junto a unos cinco ejemplares de su misma especie.

Para Alice, cualquier ser vivo que osara ofenderla, debía ser castigado con torturas horribles. Y como su castillo estaba en medio de una montaña, las criaturas mágicas como los basiliscos abundaban y llegaban al castillo con frecuencia. Pero la mayoría de esas criaturas al ver a Alice desaparecían y nunca más volvían.

Los únicos bichos que rondaban el castillo eran los basiliscos. Para estos inteligentes bichos, las hechiceras eran una fuente abundante de magia y la magia era su alimento favorito. Además, para las hechiceras era imposible localizarlos, ni siquiera podían sentir que su magia estaba siendo absorbida. Y era justo este detalle el que más enfadaba a Alice suponía Oliver. Qué alguien se aprovechara de ella, y ni siquiera pudiera localizarlo y torturarlo, debía hacerle sentir frustración.

Por esta razón Alice había enseñado a Oliver a cazar a los basiliscos que rondaban el castillo en las noches, y en la mañana Oliver se los presentaba para que recibieran su apropiado castigo por su intrusión, que a menudo consistía en sufrir atroces torturas a manos de los guardias ilusorios de Alice.

Por lo general los pinchaban con clavos al rojo atados de patas sobre pequeñas mesas de piedras. Con frecuencia, sus siseos agónicos se confundían con los gritos de dolor de Oliver. Al final del día al igual que Oliver, Alice los curaba y les mandaba a devolver al bosque luego de ordenar cortarles la cola. Sus colas volvían a crecer, pero tomaba tiempo y los pobres bichos se marchaban siempre en un estado lamentable. La mayoría de ellos no volvía a atreverse a volver al castillo.

Oliver sentía algo especial por estos valientes basiliscos que se atrevían a desafiar a Alice.

El basilisco luego de comprender que Oliver no le haría daño, pero que tampoco le dejaría marchar, procedió con total descaro a levantarse y a empezar a alimentarse de la magia de Ana. Oliver sonrió y le dio un coscorrón cada vez que lo intentaba.

El pequeño bicho le miraba con ojos llenos de desesperación cada vez que él interrumpía su comida, pero Oliver no dejó de interrumpirle y de hacerse el desentendido cuando el pequeño bicho le miraba.

Oliver siguió torturando a su desdichado compañero hasta que amaneció y se sintió reconfortado de no ser el único ser en esa cabaña que sintiera frustración y tristeza.

Cuando los rayos del Sol iluminaron el pantano, Ana se sentó a la orilla de su cama, y se desperezó levantando sus brazos hacia arriba dejando ver con claridad las formas de sus pechos. Oliver se preguntó si lo hacía a propósito o si simplemente él era un degenerado. Esperaba que fuera lo segundo, se sentiría fatal si una mujer tan bella tuviera que provocarlo para poder llamar su atención. De pronto Ana se quedó paralizada cuando le vio y Oliver se temió que le reclamara por mirarla de forma indecente.

—¡Ajá! ¡Le has capturado! —dijo satisfecha y se levantó con una postura arrogante—. ¡Córtale la cola y lánzalo al bosque! —sentenció.

Oliver no pudo evitar fruncir el ceño, pero el basilisco ya había entrado en terror abrazando su cola y mirando a Ana con súplica en los ojos. Parecía deprimido.

—Pensé que lo querrías de mascota. Muchas hechiceras de la capital llevan basiliscos con ellas como adornos para sus mejores vestidos —dijo Oliver. Ana pareció ofendida por su comentario.

—¿Quieres que lleve a esa criatura salvaje en mi vestido? ¿No ves lo feo y salvaje que se ve? Es demasiado grande y está gordo. No se puede comparar con un noble basilisco criado en la realeza. Es un...

—¡Campesino! —completó Oliver.

Ana asintió con decisión, pero un milisegundo después su exaltado cerebro se dio cuenta de su error y abrió mucho los ojos.

—¡No! Lo que quiero decir es... es... —Ana se dio dé cuenta de que no podía mentirle y se quedó allí sin saber qué hacer.

Oliver no se molestó con ella. La situación le parecía divertida. Hasta ahora el único perjudicado por el juramento de Ana había sido él, y le agradaba ver qué Ana comprendiera que había que pagar un precio por forzar la confianza de otras personas.

Oliver miró al basilisco. Su cola, su tronco y sus patas eran gruesas. Si se comparaba a los pequeños y flacos basiliscos de la realeza que no median más de cinco centímetros incluyendo su cola, se podría decir que este basilisco en efecto era ordinario, salvaje y estaba gordo. El basilisco era un campesino, pero por su gordura, Oliver pensó con humor que también podría ser un bibliotecario con problemas de sobrepeso, y se sintió identificado con él.

—¡Me lo quedaré yo entonces! —sentenció Oliver.

Ana lo miró incrédula y luego miró al basilisco con furia. El basilisco tembló ante su mirada abrazando su cola con cariño. Luego miró a Oliver y dio un salto hacia su hombro. Una vez allí se sujetó al cuello de Oliver con su rabo y se tendió a dormir sobre la armadura que cubría su hombro. Ana miró a Oliver con desaprobación y se dio media vuelta haciendo aparecer a sus damas de compañía ilusorias, para que la ayudaran en su aseo matutino.

Unos minutos después Ana seguía molesta.

—¡No voy a alimentar a esa fea criatura con mi magia! —sentenció Ana mientras sus criadas le peinaban su largo cabello.

Oliver que en ese momento jugaba con el basilisco haciendo cosquillas en su pansa mientras este siseaba juguetón, frunció el ceño. La dieta del basilisco no se basaba solo en la magia. También comían insectos, carne, frutas u hojas, pero necesitaban magia para sobrevivir.

El basilisco pareció comprender lo que dijo Ana y su ánimo cayó por los suelos. Oliver sonrió y ante la mirada incrédula de Ana, metió la mano en uno de los bolcillos de su cinturón y sacó una pequeña botella transparente con un líquido escarlata dentro.

El basilisco al verla estaba tan feliz que daba saltos y temblaba de la emoción mordiendo su propia cola y salivando de manera descarada.

—¡Bicho asqueroso! —sentenció Ana con repulsión, pero el basilisco ni siquiera la escuchó.

Oliver destapó la botella y se la entregó. El basilisco la tomó con sus dedos rollizos rematados en unas pequeñas garras filosas y lo vertió en su boca con desesperación, metiendo su larga lengua en la botella hasta el fondo, para limpiar cualquier rastro que se hubiera quedado dentro. Oliver recuperó la botella cuando terminó de tragar y el basilisco se tendió pansa arriba para dar siseos de gran placer, sacudiendo su cola con fuerza contra la pierna de Oliver.

Ana miró el espectáculo con una expresión de consternación. Oliver rezó para que apareciera algún demonio y ofrecerle la mitad de su alma para que Alice presenciara esta escena.

Oliver nunca se había sentido tan identificado con algún animal o persona, pero este pequeño basilisco se había ganado su amistad eterna. Ahora él le consideraba un hermano.

El basilisco siguió gimiendo de placer por todo un minuto, mientras Ana le miraba con furia asesina y Oliver con diversión y cariño.

Cuando Ana terminó de prepararse, salieron fuera de la cabaña y Ana la hizo desaparecer devolviendo las enredaderas al fondo de la tierra. Luego hizo aparecer a un enorme caballo pardo rojizo, que llevaba puesta una cómoda silla.

—No quiero pasar otra noche en este horrible pantano —dijo Ana señalando al caballo.

Oliver se encogió de hombros y subió al caballo tendiéndole una mano a Ana, cuyas mejillas se tiñeron de rosa cuando estuvo sentada en frente suyo y agarrada de la cintura.

Oliver se mantuvo con la mirada al frente durante los primeros minutos del viaje, pero lo que pensó que sería una situación comprometida, se convirtió de prisa en una competencia de miradas entre Ana y el basilisco en su hombro, que ondeaba su gordo rabo en frente de Ana, mientras siseaba en tono burlón fingiendo ignorar la mirada asesina de Ana. «El pequeño bicho es valiente», pensó Oliver admirado de su osadía.