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Chapter 9 - Capítulo 9 Consecuencias

—Ana, no deberíamos hacer esto —dijo Oliver, con su hermana Ana sentada en sus piernas y acurrucada en su pecho.

—Todo estará bien —consoló su santa hermanita.

«No, nada estará bien», gimió Oliver en su mente con desesperación.

—Ana, la reina duerme allí justo detrás de nosotros, si interrumpimos sus sueños, puede que nos torture luego —aseguro Oliver.

—Alice no se molestará —aseguró su hermanita.

—Ana, esto es una abominación. No puedo hacerlo —dijo Oliver con sinceridad.

—¡Deja de buscar excusas y empieza de una vez! —urgió su hermanita.

—Sí, Ana —dijo Oliver llorando por dentro.

«El día era cálido y el cielo azul. El Sol irradiaba vida y alegría a las plantas y estas adornaban el paisaje con flores de diversos colores. Las callejuelas estaban adornadas con flores y hermosas enredaderas.

Sobre los grandes y majestuosos árboles de hojas verdes que brindaban un agradable y fresco lugar de descanso, se podían distinguir pequeñas casas de madera, de cuyas paredes crecían verdes hojas. Sus techos estaban hechos de grandes hojas y las adornaban unas preciosas flores lilas y campanillas azules.

Los árboles estaban conectados por puentes colgantes que en luna llena florecían con lirios lunares, unas hermosas flores rosas que adornaban las noches con su dulce olor y fresca fragancia. Esta era la villa de los elfos en las profundidades del bosque de la luz.

Los elfos de la luz, como les llamaban sus numerosos amigos, eran unos hermosos seres de la altura de un niño, con hermosos ojos grandes y unas lindas orejas rematadas en puntas. Usaban vestidos hechos de hojas y flores del bosque. Siempre sonreían y eran felices...»

«¡Mis ojos! ¡Mis ojos!», gritó Oliver en su mente mientras seguía leyendo. «¡Que alguien se apiade de mí y me arranque los ojos!», rezó, pero ningún demonio respondió a su ofrecimiento.

El tiempo se detuvo y a Oliver le pareció pasar unos cuantos siglos del sufrimiento más atroz, mientras leía el cuento de hadas que su hermana había traído con ella.

Resultaba que su reina guardaba esos instrumentos de tortura en su biblioteca y se lo había comentado a Ana en una conversación casual. Cuando su reina le llamó, su hermana había aprovechado para salir corriendo del cuarto en busca de aquella abominación. Y Oliver pensando que le daba cierto espacio para interactuar con su reina.

Pero no, Ana no creía en esas cosas. Ella había buscado su libro y regresado en una veloz carrera encontrándole a él con la reina medio desnuda en su regazo y sus manos en sus pechos.

Oliver se dio dé cuenta de que algo iba mal cuando su hermana se sentó a su lado con expresión serena mirando al frente en posición de espera. Su reina tampoco parecía sorprendida, solo siguió allí con su postura elegante y su expresión digna. Solo Oliver estaba congelado y no se podía mover.

Después de que su reina amenazara con vestirse si él no continuaba, Oliver usó toda su falta de vergüenza y continuó. Pero cada vez que a la reina se le escapaba algún leve suspiro, su hermana daba un respingo seguida por Oliver y finalizando en la reina.

Oliver se preguntaba si por aquella incomoda razón las relaciones de parejas eran monógamas. ¿O seria solo su culpa personal por su hermana? Él había escuchado un hombre decir que mientras más mujeres mejor, pero era un hombre soltero y sus relaciones eran efímeras. No parecía alguien confiable para hablar del tema.

Cuando aquella incómoda situación terminó y su reina le dejó ciego unos segundos para quitarse el resto del vestido y meterse debajo de aquellas demoniacas sábanas que cubrían su cuerpo, su hermanita había sacado aquella herramienta de tortura y lo miraba con ojos de cachorro.

—«Fin del volumen I».

—«Fin del volumen I».

—«Fin del volumen I».

—«Fin del volumen I» —leyó Oliver por cuarta vez en su incredulidad.

«¿Cómo qué fin del volumen uno? ¿Qué clase de monstruosidad es esta?», se preguntó Oliver desesperado para sus adentros.

—Son veinte volúmenes —explicó su hermana con cariño.

—Ana, Alice colocó un hechizo en mí para evitar que leyera cuentos de hadas. Según ella son cosas insulsas. Me temo que con este volumen ya he llegado a mi límite. Ya no puedo esforzarme más —dijo Oliver con mucha tristeza mientras sacudía la cabeza con pesar en un estado miserable—. ¡Pero no te preocupes! ¡En un año... ¡Diez años, me esforzaré al máximo por leerte el siguiente volumen! Lo que no puedo prometerte es que vaya a poder leer el libro completo —dijo Oliver agregando algo de un tono esperanzado a su voz.

—Alice, ¿por qué hiciste eso? —preguntó Ana con tono inocente.

Oliver tuvo un horrible presentimiento al mirar hacia atrás. Allí estaba su reina sentada sobre sus rodillas en la cama. Ella llevaba una bata de dormir de un suave color azul que hacía maravillas mostrando su cuerpo perfecto sin llegar a mostrar nada. Su expresión serena y amable también estaba allí. Oliver tragó saliva.

—Ana, por favor ve a informar a las duquesas que esperen en la sala del trono —pidió su reina con voz dulce y amable.

Ana le dio un beso en la frente a él y se levantó para marcharse.

—¡Ana, soy tu hermano! —rogó Oliver en un susurro desesperado.

—Hermano, estoy segura que después de que tú y Alice arreglen este malentendido, tú no tendrás ningún problema para leer para mí —dijo Ana encantada y salió de la habitación abrazando su abominación de libro con cariño.

—Mi reina... —Oliver fue suspendido en el aire sin poder decir nada más.

Una hora después Oliver caminaba con tranquilidad a un paso de su reina que llevaba su vestido Azul. Su reina caminaba con porte elegante y paso digno. Oliver la seguía con su armadura ligera de: peto, brazaletes y canilleras. Su semblante lucía una leve palidez a pesar de su piel tostada por el Sol.

«Esta mujer no conoce la piedad», pensó Oliver. Ella le había torturado por media hora y luego le había hecho jurar que leería para Ana sin presentar ninguna queja. Y Ana ni siquiera bailó para él. Era un trato muy injusto. Él se había pasado toda la noche leyéndole un libro y ella no había bailado para él.

En cuanto a leer, él y Ana eran igual, una vez comenzaban a leer algo que les interesaba era difícil parar. Pensándolo mejor, Ana no leía. El que leía era él. ¿Por qué Ana no leía? Ella aprendió a leer antes que él.

—Mi reina, ¿Por qué Ana no lee? —preguntó Oliver.

Oliver sabía que podría encontrar esa respuesta algún día, pero quizás le llevara años y no quería sobrecargar su magullado cerebro que trabajaba a marchas forzadas para tratar de dilucidar lo que decían estas hechiceras.

—¿Lees libros por diversión y entretenimiento? —preguntó su reina.

—Sí, la mayoría de los libros que he leído eran información, pero son una necesidad para mí, porque me gusta conocer un poco de cada cosa. Los libros que de verdad tengo en cuenta son aquellos que leo por entretenimiento. Me gusta ver como una persona es capaz de imaginar su propio mundo —respondió Oliver.

—Imagino que, si te ofreciera grabar esos libros de información en tu cabeza sin siquiera tener que leerlos lo aceptarías sin dudar, pero si te ofreciera hacer lo mismo con esas historias que te gustan, ¿qué dirías? —Oliver negó con la cabeza. Su reina asintió como si le estuviese viendo—. Ana puede leer una página de un libro con solo verla un segundo, pero eso para ella es lo mismo que grabar información en su cabeza, no es algo que haría por entretenimiento.

Entonces por eso Ana acudía a él. Ya sabía que su santa hermanita no abusaría de él sin una buena razón, pensó Oliver.

Una hora después, su reina, sentada en su trono dorado, relataba los hechos de su investigación con los devoradores del vacío, su investigación con Oliver y su fatídico final cuando trató de atar su voluntad y falló gracias a que él ya había atado su alma a la de su hermana. Como sus almas eran demasiado similares Alice no se dio cuenta hasta que era demasiado tarde.

Al final para salvar su vida, Alice lanzó un hechizo de reencarnación y con lo que quedaba de su sangre se hizo un capullo. Pero sus protecciones fallaron por alguna razón y el capullo fue atacado por unos lagartos. Su falso cuerpo estaba bien, pero la interrupción del hechizo dividió su alma ya maltratada por el ataque de Oliver.

Para recuperarse de semejante desastre, Alice dejó en el cuerpo falso una de las dos partes de su alma y muchos de sus conocimientos, y selló el resto para terminar de recuperarse, dejando una pequeña parte de su conciencia como un hechizo guía que sirviera para que la parte de su alma que quedó en el cuerpo falso no tuviera dificultades.

Por desgracia, Oliver apareció apenas seis días después de que ella, la parte de ella que era un alma pura e inocente, saliera de su capullo. Cuando su diminuta chispa de conciencia vio a Oliver se apresuró a indicarle a su yo inocente que él era lo más importante y que no debería alejarse de él por ningún motivo, sin importar lo que tuviera que hacer.

Esto pasó por que, en efecto, Oliver era lo más importante en la mente de Alice y representaba todo para ella. Sus planes, su futuro y su esperanza de ganar la guerra. Su yo inocente y puro saco sus propias conclusiones y combinado con un error en las instrucciones programadas por la propia Alice llegaron a donde estaban hoy.

Según su reina ella nunca programó ninguna boda y sus instrucciones eran claras y precisas. Pero se despertó comprometida y hasta le habían manoseado.

Oliver solo podía llorar en su interior escuchando la historia de su reina.

«¿Por qué él se veía como una criatura atroz, degenerada y despiadada en todas ellas?», se preguntó Oliver de pie al lado derecho entre su reina y las dos duquesas que le miraban con odio cada vez que su reina narraba alguna parte de la historia donde apareciera él. Además, estas dos hechiceras ya le guardaban un gran rencor por su forma vulgar y atroz de hablarles durante su pelea.

Si Oliver les hubiera torturado durante días, sin duda le odiarían menos que por amenazar su dignidad cuando dijo que las desnudaría, y creía recordar que en su furia también dijo que les tocaría los pechos y las haría desfilar desnudas.

Quizás era el momento de empezar a refrenar su lengua y simplemente desmembrar y descuartizar. La gente le odiaría menos así, pensó Oliver. Su única aliada en este lugar era su hermanita Ana que estaba de pie al lado derecho de su reina.

—¡Pedófilo incestuoso! —acusó Amanda mirándole con desprecio.

A Oliver se le cayó la cara al piso de la vergüenza. Era la primera vez que le llamaban tan feo. Su hermanita era dos años menor que él, pero eso no era demasiado, ¿O sí?

Quizás sí. Quizás debía buscar un libro que hablara del tema para que la próxima vez que alguien le acusara pudiera saber si debía sentir culpa y vergüenza por ello, o solo era un insulto sin sentido.

¿Dónde estaban los límites con precisión para que pudiera ser culpable o inocente? Tendría que buscar ese libro con urgencia. Su pobre hermanita se puso pálida. Para ella también fue un gran golpe. Oliver ya no se arrepentía de haber dicho que desnudaría a Amanda.

Amanda puso una expresión satisfecha al ver la expresión de Oliver.

—En dos días me casaré con este hombre. Sean corteses entre ustedes. Amanda, Amelia, quiero que ambas juren conmigo que no divulgarán nada de lo que dije sobre los anteriores asuntos —ordenó su reina.

La expresión de Amanda cambio a una de horror y miseria. Ella había insultado antes de que su reina acabara de hablar. A Oliver no le cabía dudas de lo que le esperaba a la pobre.

Su reina se levantó de su trono y las dos duquesas se pusieron firmes. Su reina dio cinco pasos hasta ellas y primero beso a Amanda en la boca y luego a Amelia.

Oliver pensó que vería un gran espectáculo, pero todo fue muy frio. Las expresiones de Amelia y Amanda eran como esculpidas en piedra y en sus ojos solo había miedo y terror. Oliver recordó lo que le hacía Alice si él mostraba algún placer al tragar su sangre y se imaginó lo que les haría a sus hechiceras sin mostraban placer al recibir sus juramentos sellados con un beso.

Su reina volvió a su trono y se sentó igual de imponente que siempre.

—Ahora pueden retirarse todos con excepción de Amanda —dijo con su voz amable.

—Mi reina, tengo grandes asuntos que atender sobre el reino, soy la encargada de velar por...

—¡Silencio! —ordenó su reina ante el evidente intento de Amanda de evadirse.

Oliver caminó unos cuarenta metros para salir del salón del trono junto a Amelia y a Ana. Apenas se cerró la puerta Oliver y Ana pegaron sus oídos a ella para tratar de escuchar algo. Amelia los miró con indignación e incredulidad.

—¡Campesinos desvergonzados! —acusó Amelia.

—¡Hechicera gallina! —replicó Oliver y Amelia se quedó impactada.

Ella no estaba preparada para enfrentar insultos tan vulgares. Oliver lo sabía por la forma de insultar de Alice. Criatura insulsa era un insulto humillante para alguien que conociera su significado, pero al usarlo contra un campesino promedio no era nada. De seguro Amelia pensaba que era indigno para ella recibir insultos hechos para campesinos combinados con su majestuoso título.

—No escucho nada —dijo Ana ignorando su discusión y apartándose de la puerta.

—Yo tampoco —dijo Oliver decepcionado.

Con su buen oído esto solo podía significar que la sala estaba protegida por algún hechizo.

Oliver se preguntó si Alice le concedería el perdón a Amanda por haber insultado al hombre con el que se iba a casar. Después de todo ella era su conocida desde hacía mucho y habían participado en innumerables batallas juntas y hecho muchos juramentos. Mientras Oliver pensaba en estas cosas las paredes y el piso empezaron a temblar.

«No», pensó Oliver. «En el corazón de mi reina, no hay lugar para el perdón, ella solo conoce el castigo por medio de las más horribles y dolorosas torturas».

—Espero que no le haga mucho daño, la pobre parecía aterrada y ella solo estaba dolida por lo vulgar que fue tu vocabulario con ella —dijo su santa hermanita con un tono de piedad en su voz.

Oliver sacudió la cabeza y miró a Amelia que observaba a Ana con extrañeza. El día de Hoy Amelia llevaba un vestido rosa con azul suave. Sus característicos bucles dorados estaban adornados con cintas de oro.

—Oye, hace tres noches cuando discutí con ustedes dejé a mi hermano basilisco en esa fiesta, ¿me puedes decir donde está ahora? —preguntó Oliver.

Amelia le miró con indignación, pero su facha de mujer civilizada no aguantó el golpe y se vino abajo.

—¿Te refieres a esa gorda y fea criatura que iba en tu hombro? ¿dónde la encontraste? ¿En un pantano? —preguntó Amelia con desdén.

Ella había tratado de insultarlo, pero de hecho adivinó el origen de su hermano basilisco, pensó Oliver asombrado.

—He dicho que sean corteses. ¿Necesitan alguna aclaración? —preguntó la suave voz de su reina en sus cabezas.

Oliver y Amelia dieron un respingo al mismo tiempo.

—Ninguna, mi reina —dijeron ambos poniéndose firmes.

—Duquesa Amelia, por favor, ¿tendría la bondad de informarme la localización de mi hermano basilisco? —preguntó Oliver en tono cortés.

—Por supuesto caballero, no faltaba más. Su excepcional compañero se encuentra en este momento en los criaderos de basiliscos. Lo enviamos a allí al enterarnos de su noble posición —dijo Amelia en tono halagüeño.

—Entiendo, muchas gracias duquesa, es todo un honor para mí recibir los halagos de la duquesa hechicera del vacío —respondió Oliver.

—De nada, caballero, el placer es mío. Ahora si me disculpáis hay cosas que debo hacer —dijo Amelia.

Oliver le dedicó una cortés reverencia y la duquesa le correspondió. Luego abrió un portal y se marchó.

Oliver dio un suspiro mientras su hermana lo abrazaba para consolarlo.

—¿Cómo puede esta gente vivir así? —preguntó Oliver.

—Solo debes actuar así con desconocidos o eventos reales. Tampoco tienes que añadir cumplidos si no estás de buen humor para ello —dijo Ana.

«Díselo a mi exigente futura esposa», pensó Oliver.

—Ana, me debes un baile —dijo Oliver.

—¿Bailarás conmigo? —preguntó Ana emocionada.

—Yo prefiero mirarte. Además, ¿por qué siempre insistes en que baile contigo? Lo único que hago es pisar tus pies —preguntó Oliver.

Ana agachó la cabeza de prisa y se abrazó a su pecho.

—¡Por favor! —pidió. Oliver asintió de forma automática—. Tengo algo que mostrarte —agregó su hermana.

Ese algo era una pista de baile con músicos y todo. Los músicos eran ilusiones, pero en ese palacio todos los sirvientes eran ilusiones. Alguien tan desconfiada como Alice no permitiría extraños en sus palacios. Cualquiera que osara colarse en alguno de ellos moriría de forma cruel y rápida.

Ana estaba emocionada con la pista de baile y danzaba para él. No era una danza elegante y serena o artística y clásica, sino un baile al ritmo de la música, con alegría y gozo acompañado del sonido de las risas de Ana. Oliver la observaba a unos tres metros, ambos estaban en el centro de la pista de baile cuyo piso era de madera pulida.

Oliver observó los giros y movimientos de Ana por toda una hora. Al terminar ella no estaba cansada, pero se recostó en su pecho.

—Baila conmigo —pidió Ana y Oliver asintió.

La música cambió por una suave y serena. No era lo que bailaban siempre. Oliver lo comprendió cuando Ana pegó su cuerpo al suyo, y entrelazó su mano derecha con la suya para abrazarle con la izquierda. Oliver también se dio de cuenta que durante un segundo él trató de resistirse. «¿No estaba todo decidido ya», se preguntó.

Por supuesto que no», pensó Oliver. Ellos no estaban nada seguros. Vivian en el miedo y la vergüenza día a día. Sin atreverse a nada por miedo a equivocarse o a dañarse a sí mismos y a su familia. Oliver aún no había decidido nada, pero en este momento se dio de cuenta que Ana había dado un paso al frente.

—Ana, ¿está segura de esto? —preguntó Oliver.

—Sí, debemos hablar con nuestros padres hoy mismo —dijo Ana.

Oliver tembló, pero Ana le obligó a bailar con ella y a seguir el ritmo por diez minutos hasta que se calmó.

—Mamá no va a aceptarlo —dijo Oliver diez minutos después.

—Lo hará, tomará tiempo, pero lo aceptará —dijo Ana, pero habían dudas en su voz.

Ambos conocían a su madre. Ella no era buena para aceptar las cosas, aunque estuvieran más allá de su control. Cuando lo enviaron a él al monasterio, ella fue a pelearse con los ancianos de la aldea para que le devolvieran a su hijo, e incluso llegó al monasterio de donde tuvieron que sacarla arrastrada. Oliver le había dicho que él estaba bien allí, pero ella podía mirar a través de él con facilidad y sabía cuánto le dolía estar lejos de ellos. Ella tuvo todo un año intentando sacarlo de allí y se había enemistado con mucha gente por ello. Su madre no era de las personas que se rendían o aceptaban algo que le pareciera estar mal.

—Iremos esta misma tarde —dijo Oliver y ambos temblaron mientras se abrazaban y bailaban música suave para tratar de calmarse.

—¿Por qué no mantienen todo en secreto? ¿Qué caso tiene causarles sufrimientos a sus padres y a ustedes mismos? Si deciden mantenerlo en secreto, ¿cómo podrían sus padres enterarse de ello? —preguntó su reina que les observaba de pie a unos dos metros de ellos.

Ana y Oliver se detuvieron y se miraron abatidos. Podían mantenerlo en secreto de todo el reino, pero no de sus padres. ¿No era ya suficiente pecado contra ellos su relación? Ambos negaron con la cabeza y se abrazaron una vez más, por unos segundos más.

—Yo les llevo, y no se preocupen, no voy a intimidar a sus padres, ni siquiera me presentaré. Esperaré fuera —dijo su reina. Oliver y Ana asintieron agradecidos.

A penas treinta minutos después ya estaban en el palacio de sus padres, el mismo que les había dado Alice. Alice no mentía cuando dijo que acomodaría a sus padres.

El palacio frente al cual estaba Oliver en este momento era tan grande como el de ese joven de la realeza que quería desposar a su hermana a la fuerza. También había sirvientes allí, pero en menor número. Uno de ellos les recibió a él y a Ana que fueron los únicos en bajar del carruaje que llevaba el escudo de la realeza.

Su reina era tan cuidadosa como siempre y no usaría su emblema de sangre en su carruaje. Lo que sí hizo fue aumentar su tamaño al doble y el número de caballos a seis. Era tan alto que Oliver podía quedarse de pie sin ningún problema dentro de él. Además, era tan espacioso que podían dormir dentro sin ningún problema.

Sus padres les recibieron incluso antes de entrar a la casa. Ellos lucían infinidad de veces mejor que cuando vivían en su pequeña casa en la aldea y solo sus prendas de vestir costaban decenas de monedas de oro.

Su madre llevaba un hermoso vestido blanco y azul y su padre un traje que lo hacía ver como un caballero. Ellos habían tomado con frecuencia la sangre de hechiceras comprendió Oliver.

Según Alice, el linaje de los devoradores del vacío que heredaron ellos provenía de sus dos padres, por eso fue el más apropiado para ella. Y para los devoradores del vacío la sangre de una hechicera era su alimento. Oliver lo sabía bien. Él se sentía a rebosar de placer al beber la sangre de Alice, y ahora sabía bien porqué.

Si sus padres continuaran tomando la sangre de las hechiceras, ellos, en algunos miles de años más, serian como él y su hermana...

Oliver detuvo sus pensamientos, no era el momento de pensar en ello. Sus padres lucían eufóricos de la alegría y su madre le abrazó con fuerza entre sollozos de felicidad. Su padre se contuvo y solo le estrechó los brazos, sabía bien que a él no le gustaban los abrazos.

Una vez dentro del palacio no pudieron hacer nada más que ir al grano. Ambos estaban pálidos y temblorosos, para sus padres era evidente que algo grave sucedía. Ellos trataron de calmarles primero, pero como no pudieron hacerlo, se dieron cuenta de la gravedad del asunto y su padre les llevó a su despacho para tener un lugar acorde a la situación para hablar.

A Oliver le intimidó más aquel lugar. Sus padres estaban detrás de un gran escritorio de madera pulida. Su padre sentado en el sillón y su madre de pie a su lado. Del otro lado estaban ellos, tan nerviosos y pálidos que ni siquiera pudieron sentarse en los sillones.

—Mamá, papá, Ana y yo vamos a casarnos —dijo Oliver con tono neutro cuando su padre hizo intención de preguntar la causa de su nerviosismo.

Él no quería que Ana se le adelantara en este asunto, y si dejaba que su padre preguntara ella respondería.

Sus padres no se tomaron su declaración como una broma.

Su padre miró a su hermana extrañado y luego lo miró a él como siempre hacía cada vez que se le iba la lengua y decía algo que le ofendía en el alma. Era una mirada de dolor, indignación y resignación. Él nunca llegó a azotarle por algo que él le hiciera. Él solo le aconsejaba, le decía lo que a su juicio había hecho mal para ofenderle y le dejaba para que reflexionara. Solo le azotaba en las raras ocasiones en que el asunto era público, o tenía que ver con una falta de respeto hacia su madre.

Su madre era un asunto muy diferente. Ella le perseguía con una rama en su mano alrededor de la casa, exigiéndole aceptar sus culpas y reflexionar sobre sus trasgresiones. Por supuesto, cuando ella agarraba la rama, Oliver sabía que lo pasaría mal y salía corriendo por el bien de su pellejo.

Oliver siempre lograba dar unas cinco o seis vueltas a la casa antes de que lo pescase y le azotaran las piernas. Si era algo grave, como cuando él maldijo a una anciana muy cercana y querida para ellos, ella le pondría de rodillas y le azotaría la espalda recalcando que no debía hacerlo más en cada azote.

Oliver miró a su madre. Él ya no era un niño. Tenía conocimiento de lo que era bueno y malo. Ella ya no le azotaría ni tampoco su padre. Su madre perdió el color de su rostro y también el control de sus piernas.

Ana gritó y su padre se levantó como un relámpago y la tomó antes de que cayera al suelo. Oliver no se movió. Después de su confesión, él perdió toda capacidad de movimiento. Su padre sentó a su madre en su sillón y se irguió a su lado como una montaña aterradora de silenciosa desaprobación. Su madre respiró grandes cantidades de aire durante un tiempo que se le hizo eterno y por fin habló:

—¿Qué dijiste? —preguntó con voz llorosa.

—Oliver y yo vamos a casarnos. Por eso fui en su búsqueda. Lo amo y solo quiero estar con él —respondió Ana adelantándosele.

Su madre que exigía una respuesta de Oliver, miraba a Ana el doble de impactada que antes. De inmediato se levantó como un resorte y gritó:

—¡Es tu hermano! Ambos nacieron de mí. Yo les amamanté y les cuidé juntos, siempre. ¿No ves la asquerosidad que estás diciendo? —pregunto con indignación, pero sobre todo mucho dolor. Ana no respondió—. ¿Desde cuándo? —preguntó su madre a Oliver en un susurro temeroso.

Ella había captado el significado de las palabras de Ana y entendido que esto no era algo reciente.

¿Desde cuándo su hermana había sido especial para él? Se preguntó Oliver y recordó aquel día en el arroyo. A partir de ese día Ana pasó a ser su linda hermanita, a la que quería sobre todo lo demás en este mundo y a quien no se cansaba de admirar y alabar.

—Desde que Ana tenía cinco años y yo siete —respondió Oliver temblando.

Las lágrimas de su madre comenzaron a fluir y se sentó de nuevo abatida y sin fuerzas.

—¡Era tu hermanita! ¡Tú debías protegerla! —dijo su madre en un susurro tembloroso.

—¡Fuera de mi casa! —gritó después de llorar por todo un minuto con las manos en la cara, y señaló la puerta con la cara llena de furia, dolor y miseria.

—¡Mamá por favor! Nosotros...

—¡No soy su madre! —gritó su madre furiosa interrumpiendo la súplica de Ana—. ¡Fuera de mi casa! —repitió y se llevó las manos a la cara para empezar a llorar.

Oliver tomó a Ana de la mano y ambos salieron como pudieron de allí. Oliver veía todo en confusión y Ana no dejaba de llorar y pedir perdón a su madre. Su padre les alcanzó cuando llegaron a la puerta. Oliver sostuvo a Ana a su lado.

Su padre no estaba allí para otorgarles su perdón o aceptación, pues su expresión de dolor y desaprobación no había cambiado en lo absoluto.

—¡Ustedes siempre serán nuestros hijos! —dijo, pero su tono era resignado. Era algo que él aceptaba porque era un hecho, no algo que él quisiera. Así eran las cosas y su padre las aceptaba—. Su madre está molesta, pero... —Él tampoco creía que su madre les perdonara comprendió Oliver y Ana lloró con más fuerza.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó su padre.

Oliver pensó que ni él mismo sabía qué pretendía con su pregunta porque lució confuso.

—Yo... No lo sé —dijo Oliver al final.

A Oliver se le presentaron miles de excusas que darle a su padre. Se sentía solo, su hermana era su más grande fuerza en este mundo, él estaba al borde de un precipicio, no tenía más opciones en ese momento, pero todas ellas le sonaron a sin sentidos cuando llegaron a su boca y las devolvió a su corazón.

—Ella les enviará cartas. Ya conocen a su madre. No respondan a ellas si no es una respuesta afirmativa. ¡Por favor! —pidió su padre. Oliver asintió—. Ya pueden irse —dijo su padre despidiéndoles y haciéndoles salir, mientras los sirvientes se quedaban allí fingiendo que no veían ni escuchaban nada...

Ellos no veían ni escuchaban nada, por eso vino su reina con ellos pensó Oliver y se lo agradeció en su maltrecho corazón. Si su familia tuviera que soportar tal vergüenza les atormentaría por siempre. Por fortuna sus hermanos no estaban. Ahora que eran nobles tenían muchas más cosas que hacer que pasarse el día en casa de sus padres. Oliver ayudó a Ana que seguía llorando a subir al carruaje y una vez estuvieron dentro la abrazó con fuerza a su pecho.

Su reina puso el carruaje en marcha y les observó desde su asiento en su pose elegante y serena. Oliver se quedó mirando a Ana que siguió llorando por otros cinco minutos y ya no pudo más.

—Ana, si quieres... —Oliver no pudo decir más a pesar de que se esforzaba en ello. Su boca se negaba a pronunciar cualquier palabra de renuncia hacia Ana. Su mente, su alma y su cuerpo gritaban al unísono un no sostenido y aterrado.

—No. ¡Por favor! —Oliver creyó que era él hablando en su mente, pero era la voz de Ana—. ¡Por favor hermano! ¡No me dejes sola de nuevo! —rogó Ana y Oliver no pudo respirar más de la impresión.

Oliver la apartó de su pecho y por segunda vez en su vida la besó en la boca. Esta vez no hubo confusión o sorpresa, fue algo consentido por ambos.

—¡Jamás lo haré! —juró Oliver en su mente mientras la besaba.

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