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Chapter 5 - Capítulo 5. Respuesta vulgar

Ellos llegaron a la aldea unas tres horas después de partir. El caballo de guerra creado por Ana era una bestia mágica alimentada por su magia e incapaz de sentir cansancio, por lo que la mayor parte del camino la hicieron a galope tendido.

A Oliver le encantaba cabalgar. Hasta esperaba sus torturas con agrado cuando debía galopar a caballo entre ramas de espinas salpicadas con ácidos. Era la tortura más leve que le aplicaba Alice.

Ana no era demasiado aficionada al galope y gritó cada vez que el caballo daba un salto sobre un charco, luchando para no perder su gran sombrero rosa.

Oliver no le veía el sentido a evitar el Sol con un sombrero si podía hacer lo mismo con un hechizo, pero las mujeres eran seres caprichosos y si un vestido iba con sombrero entonces allí debía estar. La pequeña lagartija tampoco era aficionada a la velocidad del galopar y cuando Ana gritaba, él siseaba haciéndole coro.

Oliver bajó del caballo en frente de la posada de la aldea de donde había partido días antes.

Ana se tocó el trasero de forma lastimera al bajar y al basilisco le temblaban las patas delanteras. Según parecía, él había sido el único en disfrutar el viaje. Y eso que redujo la velocidad del caballo a un cuarto, pensó Oliver. Pero era bueno que hubieran llegado a la aldea. Montar a galope tendido era vigorizante, pero si lo hacías por mucho tiempo tenía sus consecuencias.

Un dolor de trasero como el de Ana era el más común, pero en raras ocasiones un descuido y una desincronización con el galopar del caballo podrían acabar en un golpe atroz en la entrepierna. Para un hombre ese sería un destino cruel de dolor y miseria.

—A partir de aquí iremos en coche —dijo Ana molesta e hizo desaparecer el caballo.

Oliver la había ignorado cuando le pidió que fuera más lento y eso le molestó. En el lugar del caballo apareció un carruaje cerrado tirado por dos caballos de guerra. Era parecido al que usó Alice para secuestrarle, pero no llevaba escudo. Oliver frunció el ceño.

—¿No deberías esperar para crearlo luego de asearnos? También quiero comer. No he comido en una semana —explicó Oliver. Ana le miró confusa.

—¿Para qué quieres comer? Tienes mucha sangre diluida. Una botella al día y no morirás de hambre.

Oliver lloró por dentro. Esta chica era igual a Alice. Alice nunca le dio una miserable batata para comer en todo un año. Esa había sido la peor tortura que había sufrido en su miserable vida.

—Comeremos y luego nos marcharemos —dijo Oliver.

—¡No voy a comer y tampoco entraré en esta posada sucia y fea! —sentenció Ana, ofendida.

Oliver se encogió de hombros y miró interrogante al basilisco en su hombro. El basilisco lo miró agradecido con sus grandes ojos repletos de emoción. Oliver supo que había encontrado un alma gemela y entró a la posada.

Oliver miró el interior. Como antes, había poca gente, pero esta vez ocurrió algo muy diferente a lo que pasó la última vez que estuvo allí.

Los tres campesinos que comían, dejaron sus platos a medio terminar, se pararon como resortes tumbando las mesas y sus sillas para salir disparados por las ventanas al ver al basilisco en el hombro de Oliver. Un chasquido de fastidio hecho por la lengua de la posadera hizo girar la vista de Oliver y el basilisco hacia allí.

—¡Tú pagarás por eso! Con una moneda de plata bastará —dijo la posadera que era una mujer rolliza de sonrisa cálida para sus clientes y cara de miedo para los ebrios que no pagaban la cuenta.

También era una usurera con los que tenían dinero. Esas ventanas no costarían más de diez monedas de cobre. Oliver se encogió de hombros. Cuando estaba en una misión, sus fondos eran los de la iglesia y su bolsillo siempre estaba abultado.

—¿Y el tipo flaco? —preguntó la mujer mientras él se acercaba a la barra.

—Muerto, al final no era apropiado para el trabajo y fue despedido por mí —La mujer asintió.

—¿Enviaras algún mensaje? —preguntó mirando hacia fuera por donde había llegado. Ella había escuchado al caballo.

—No, he conseguido nuevos compañeros y con su ayuda llegaré antes a la ciudad —Oliver colocó dos monedas de plata sobre el mostrador—. Olvida el trabajo, quiero comida. Guiso de carne, pan, queso, vino extra dulce o jugo dulce. Para mi compañero un bistec bien apaleado y suave —dijo señalando al basilisco que siseó y se lanzó a la barra lamiéndose los labios con la lengua.

—Nunca había visto un basilisco tan gordo —comentó la mujer.

El basilisco y Oliver le dedicaron miradas frías. La mujer levantó las manos en gesto de paz y salió a traer sus pedidos. Oliver y el basilisco se dieron sendos banquetes hasta barrer los platos, pero cuando Oliver se disponía a pedir la segunda ronda, se oyeron gritos fuera y Oliver salió corriendo a ver qué pasaba.

Al salir él miró a Ana con expresión serena, mirando hacia donde estaba un niño levantándose del suelo al costado de una casa, tembloroso y con cara de terror, mientras su madre lo ayudaba y lo abrasaba para colocarlo a su lado sin dejarle marchar y tan temblorosa como él. Las que gritaban eran unas mujeres que salían de la casa donde cayó el niño.

Oliver sabía lo que había ocurrido, pero algo dentro de él lo negaba. La mujer que logró calmar al niño, que no tenía ninguna herida más que un poco de polvo por rodar por el suelo, le sostuvo y se arrodilló en el suelo junto a él obligándole a postrarse hacia Ana, que era la que lo había mandado a volar.

Oliver corrió hacia ellos y los hizo levantarse, mientras pensaba que ya había aclarado si Ana era Amable con todos o solo con las personas que le interesaban como él. Ella era igual a todas las demás hechiceras y nobles comprendió Oliver. Bueno, viendo el estado del niño, se podría decir que Ana era amable al no lastimarlo. De haber sido otra hechicera o alguno de sus sirvientes, este niño hubiera pagado un alto precio por importunarlos.

—Levántense —dijo Oliver ayudando a la madre y al niño que seguían aterrorizados.

El niño al verlo gimoteó feliz. Oliver lo miró con frialdad y señaló su cara llena de mocos cuando el niño intento pegarse a él. Su madre lo haló a su lado. Los temblores de su cuerpo habían disminuido bastante. Ella era una mujer de unos veinticinco, con cabello castaño largo y maltratado y llevaba un vestido con algunos parches que se había ensuciado al postrarse. Por lo demás estaba limpio. Oliver supuso que eran sus mejores ropas.

—¡Mocoso, ya te dije antes que como intentaras abrazarme con esa cara llena de mocos de nuevo te iba a dar un coscorrón! —reprendió Oliver con seriedad.

Luego Oliver lo haló del lado de su madre y se agachó para hacerle un rápido repaso a su cuerpo y verificar que no estuviera herido. Su madre sonrió comprometida mientras él limpiaba el polvo que se pegó a la ropa del niño y le daba un pañuelo para que secara las lágrimas y los mocos de su cara. Luego le pasó otro pañuelo a la madre y esperó que esta limpiara el polvo y las lágrimas de su cara.

—Bien, si ya estamos todos recuperados vamos a su casa —dijo Oliver indicándoles el camino hacia una casa a unos cien metros, y haciendo una reverencia hacia las mujeres que gritaron antes para disculparse por las molestias causadas.

Oliver junto a la mujer y su hijo caminó hacia la casa. Ana se quedó en su misma posición al lado del carruaje con cara serena. Nadie se atrevió a decirle nada ni a acusarla de nada. Las personas se esforzaron por hacerle reverencias y volvieron a sus casas.

Oliver entró a la pequeña casa hecha de troncos algo torcidos con barro y paja tapando las áreas expuestas de su estructura. El techo era de paja y en su interior había una sala con una chimenea sin troncos, un fogón, sillas, mesas, un cajón y una cama grande donde yacía un hombre.

El hombre era alto para la estatura promedio de un campesino, pero estaba desnutrido y su piel muy pálida. Al entrar Oliver junto a la mujer y el niño, el hombre de la cama trató de sentarse al oírles entrar, pero fue presa de una tos atroz que le hizo escupir sangre y caer a la cama sin ninguna fuerza. Su mujer corrió hacia él y le ayudó diciéndole que el monje ya estaba allí y podría curarle.

Oliver no hizo ninguna presentación o saludo. Él sacó una botella de sangre diluida y se acercó para destaparla, apartar a la llorosa mujer del hombre y verter la sangre diluida por su garganta.

Oliver miró como unas llagas supurantes de pus se desvanecían del pecho del hombre y su piel recuperaba un saludable color a la velocidad del rayo. El hombre se levantó de inmediato llorando de felicidad y abrazó a su esposa y su hijo sin importarle que el mocoso se hubiera vuelto a llenar de mocos.

Después de treinta segundos Oliver se desesperó y carraspeó con fuerza. Los tres habitantes de la casa se sobresaltaron y se levantaron firmes en frente de él tratando de hacer reverencias, pero Oliver les indicó que no lo hicieran. También detuvo sus agradecimientos.

—La sangre diluida no es mía —dijo y buscó en su bolcillo el dinero que le robó a su compañero después de matarlo, para entregarle una moneda de plata a la mujer que hizo intención de negarse—. Tampoco es mi dinero, si no lo aceptan lo tiraré por allí —dijo señalando un rincón. La mujer apretó la mano con gesto protector—. No se la muestren a los demás aldeanos, pueden cambiársela a esa posadera usurera, de seguro tiene cambio —agregó. Oliver dirigió su vista hacia el hombre.

—La iglesia ha estado manteniendo a tu mujer y a tú hijo... —la mujer negó con la cabeza para detener su mentira y el hombre agachó la cabeza con frustración y tristeza. Oliver asintió sin más—. Su enfermedad no era contagiosa, no necesitan quemar esta casa. Usted recupere su carne antes de empezar a trabajar de nuevo —dijo al hombre—. ¡Y tú, mocoso! —dijo al chico que dio un respingo—. ¡Ten más sentido común! ¡La única mujer guapa en la que puedes confiar es en tu madre o tus hermanas si alguna vez las tienes! Cuando veas a otra mujer hermosa, huye como si te persiguiera la muerte. ¿Entiendes? —El niño de cinco años asintió con los ojos muy abiertos —Bien, cuídense —se despidió Oliver y se dispuso a salir, pero cuando dio la vuelta la mujer lo tomó de la mano para detenerle.

Oliver no se apartó y volteó temiendo que insistiera en devolverle la moneda. «Quizás deba hacérsela tragar al mocoso», pensó Oliver. Cuando él se volteó, la mujer se pegó a él y se empino para besarle en la boca, mientras su marido agachaba la cabeza y su hijo observaba la escena, confuso.

Oliver no apartó a la mujer. Su saliva no estaba maldita y él no tenía heridas en la boca de donde pudiera salir sangre. Él no iba por ahí besando mujeres porque era una tortura el doble de cruel para él.

Después de un minuto, la mujer comprendió que él no iba a apartarla y ella misma se apartó avergonzada. Era el segundo beso que le daba a una mujer. Ambos le supieron a lágrimas y a dolor, pero este no fue tan suave como... «Dios, ¡qué estás pensando!» —se reprendió Oliver para sus adentros.

—Siento mucho que no puedas... —La mujer dejó sus palabras en el aire. Oliver asintió.

—Sí, los sacerdotes somos célibes —dijo Oliver con tranquilidad.

—¡Claro! —se apresuró a decir la mujer.

Oliver salió algo deprimido de la casa, al comprender que esta mujer creía que él era eunuco. ¿Se regaría su fama como el monje eunuco?, se preguntó Oliver. Si Oliver llevara una toga el tema no le preocuparía, pero su aspecto era fácil de identificar y eso le preocupaba.

Oliver sintió ganas de volver a esa casa y llamar a la mujer a un rincón para mostrarle que su físico no tenía ninguna amputación. Oliver dio un suspiro abatido y siguió caminando. Si hiciera algo así, su fama de seguro se extendería como el monje depravado y entonces su madre lo mataría a palos.

Si le creía un eunuco solo lloraría y le abrazaría, quizás tampoco le expulsara de la familia por abusar de su hermanita al pensar que ya tenía castigo suficiente al ser castrado.

Oliver pasó en frente de Ana que seguía esperando con serenidad frente a la posada. Al entrar a la posada de nuevo había diez platos vacíos sobre la barra. El basilisco yacía despatarrado, pansa arriba y suspirando de placer. Cada plato de carne que había comido era de su mismo tamaño.

—Se ha comido una vaca entera, son dos monedas de plata más —dijo la posadera.

Oliver miró los platos, en todos ellos no cabría ni una paleta. Esta mujer además de usurera, era una estafadora. Oliver colocó tres monedas de plata sobre la mesa y pidió otros tres platos, cuando estaba deprimido le daba más hambre, pero la comida no tenía buen sabor.

Al terminar de comer Oliver se levantó y volvió fuera. Ana seguía esperándole allí. Oliver le abrió la puerta del carruaje y la ayudó a subir con amabilidad. Ana se sentó al lado de la ventana y Oliver cerró la puerta para sentarse en frente de ella.

—Nos dirigimos a la ciudad de Rimnar. ¿Sabes dónde está? —Ana asintió—. Si nos damos prisa y no nos detenemos, llegaremos en un día. Pero no tengo prisa y quiero parar para comer —Ana asintió y el carro empezó a moverse.

El basilisco movió el rabo en aprobación por que seguía sin poder moverse de la hartura.

—¿Estás molesto conmigo? —preguntó Ana con algo de preocupación en la voz después de cinco minutos de silencio.

—No —dijo Oliver y Ana se sorprendió. Ella de seguro revisaba su hechizo detector de mentiras.

—¿Quieres que actúe amable con los campesinos? —preguntó cambiando el enfoque de su pregunta.

—Ana, no quiero que cambies nada en ti que no quieras cambiar o te moleste cambiar. Eres una persona normal, no veo nada malo en ti —Sorpresa, mucha sorpresa.

—Entonces ¿Por qué estás tan sombrío? —preguntó haciendo un puchero.

—En este momento, me siento algo deprimido —respondió Oliver.

—¿Por qué estás deprimido? —preguntó Ana forzando la conversación.

—Ana, no hagas preguntas de las cuales no quieres respuestas —dijo Oliver.

—¡Sí quiero saber las respuestas! ¡Llevo tres días diciendo que me interesas! ¡Quiero saber cosas de ti! ¡También quiero que te intereses por mí! —dijo y pareció querer empezar a llorar. Oliver suspiró con impotencia. Ella en verdad lo hacía sentir cansado.

—Bien, quiero saber ¿por qué te intereso tanto? —preguntó Oliver.

Ana pareció decidida a hablar, luego se atragantó y bajó la cabeza avergonzada y ruborizada.

—No es tan fácil, ¿cierto? —preguntó Oliver.

Ana levantó la cabeza con furia y abrió la boca para hablar.

—Si hablas me taparé los oídos —dijo Oliver.

Ana se atragantó con sus palabras y le miró. Por como apretó las manos era evidente lo que quería hacer con ellas.

—Estoy deprimido por que esa mujer cree que soy un eunuco. Eso para un hombre como yo es un gran golpe. ¿Qué por qué lo piensa?

»Bueno hace seis días, cuando llegué a este lugar y devoraba un pollo en la taberna, ella se acercó a mí y se sentó a mi lado. Llevaba un vestido sin mangas, con un escote bastante decente y no cargaba nada que las sujetara. Hasta se le vieron los pezones cuando levantó las manos para ponerlas sobre el mostrador. Como viste la mujer no es fea y sus pechos no son escasos así que mi mirada se detuvo en sus pechos por unos segundos.

»Si ella hubiese estado allí para comer o tomar un trago, no hubiese pasado nada, pero ese no era el caso, y cuando notó mi interés se acercó para hablar conmigo. Luego de forma disimulada me dijo que cobraba diez monedas de cobre por noche y que yo debía pagar la habitación —Ana lo miró seria. «Ya se le atrofió el cerebro», pensó Oliver—. No, no me acosté con ella. Me negué a su oferta y le mostré la cruz para indicarle que era un monje y que quería hablar con ella arriba.

»Yo subí a mi habitación y ella me siguió algunos minutos después. Yo le esperé sentado en la cama. Cuando ella entró y cerró la puerta yo traté de hablar y explicar por qué le había pedido subir, pero ella debió tomárselo como algún juego depravado y antes de voltearse, su vestido ya estaba en el suelo.

»Por mi reacción, en ese momento fue evidente para ambos que yo no era ningún monje célibe y que estaba interesado en ella. Yo apreté los puños con ganas de llorar y le ordené con furia que se vistiera de inmediato.

»La mujer lució confusa, pero se vistió de inmediato. Luego al fin pudimos hablar con mucha tensión. Le expliqué que las prostitutas de pueblo por lo general eran unas viejas feas con las tetas caídas y los dientes podridos. Luego le pregunté sus razones para hacer lo que hizo, y se echó a llorar. Su esposo había enfermado hacía un año y estaba en el monasterio vecino convaleciente. Su hijo empezó a llorar de hambre hacía algunas semanas y nadie en el pueblo tenía para mantenerlos. Una historia común.

»Ya lo había imaginado y por eso le pedí subir. Un gran error. La próxima vez recordaré no invitar a una prostituta principiante a mi habitación para hablar. En fin, le dije que trajera a su esposo del monasterio para curarle y ella empezó a llorar de nuevo. Antes de irse, ella volvió a ofrecerse a mí, esta vez de gratis. Ya era obvio para los dos que yo estaba muy interesado. Pero después de diez segundos logré decirle que se marchara, por lo que ella supuso que por mucho interés que sintiera, yo no era capaz de hacer nada, concluyendo que yo era eunuco.

»Ana, desde que me secuestraron no he estado con una mujer. Si al menos yo no hubiera tenido la oportunidad, yo podría aceptarlo como tantos otros hombres, pero esto no tiene nada que ver con las oportunidades.

»Tengo que huir de las mujeres y no es una expresión filosófica. Si llegara a tener sexo con una mujer y ocurriera algún milagro para que ni una partícula de mi sangre llegue hasta ellas durante el sexo, el final no sería algo bonito.

»Cuando me liberé de Alice, lo primero que hice fue salir del castillo y buscar un lugar deshabitado para probar si era capaz de al menos satisfacerme a mí mismo, pero al finalizar, el pasto donde cayó mi semen se evaporó mucho antes de que este tocara el suelo. También caí sentado de culo cuando el árbol sobre el que me apoyaba se volvió cenizas. Ni siquiera lo había tocado nada. Entonces cuando empezaron a llover cenizas sobre mí y el lugar donde estaba se transformó en un desierto de cien metros de radio, comprendí lo peligrosa que era mi maldición.

»Luego tuve que recoger aquello del suelo y llevarlo al castillo en mis manos mientras todo moría a mi alrededor —Ana lo miró asqueada—. Así de asquerosa es mi vida. Luego de guardar mi semen bajo llave fui a la habitación de Alice y me eché a llorar en su cama. De seguro aquello le hacía dar un infarto si estuviera viva así que me sentí mejor allí —explicó Oliver.

Ana lo miró espantada, y se llevó las manos a su vientre en gesto protector. Oliver supuso que estaba tan espantada y asqueada que hizo aquel gesto de forma inconsciente.

—No te preocupes, no creo que le hiciera un gran daño a una hechicera como tú si solo fuera una vez. A lo sumo un dolor de vientre. Si calculamos una equivalencia, gastarías unas cien gotas de tu sangre para anular el efecto de esa cantidad.

Ana se dio dé cuenta de su gesto y retiró su mano. Luego le miró molesta. Oliver se preguntó si le abofetearía por su comportamiento vulgar, pero Ana colocó su espalda recta y mirada serena con las manos sobre su regazo en una tradicional postura elegante. Soy una dama, parecía decir.

—Entiendo tu frustración, creo que debiste decirme que la maldición también abarcaba tu semilla. Esto puede ser importante a la hora de buscar una cura. Como ves, no me molesta recibir estas respuestas, pero creo que no me has respondido todo.

»Dices que no me odias por lo del niño, y te creo, pero cuando llegamos aquí, tú parecías contento y un tanto menos sombrío. Luego cuando reprendí a ese chico por importunarme, no me miraste feo como antes en la cabaña, pero no fue lo mismo con todo lo demás.

»Volviste a ser el tipo sombrío del pantano que mató a su compañero sin cambiar un ápice la expresión de su rostro. No entiendo por qué. No te molestó lo que hice y esas personas no te ofendieron, con excepción de esa mujer que te hizo deprimir, pero eso fue luego. Yo quiero entenderlo. No quiero que más adelante me odies por algo que pude evitar —explicó Ana con serenidad.

Oliver suspiró con melancolía recordando sus días en la aldea.

—Ana, solo hay otra persona que conozco en este mundo que ha entendido mi respuesta a esta pregunta —Oliver abrió la cortina y miró el camino de piedra y el bosque más allá de él—. Los aldeanos de mi aldea tampoco lo comprendieron, por eso me mandaron al monasterio. Me pareció mal que mandaras a volar a ese chico, pero no me molestó. La realidad no me molesta. Desearía que fueras más amable, pero no quiero que lo seas porque yo te lo pida. Quiero que esos campesinos vivan mejor, pero no quiero que tú u otra persona con poder les den nada.

»Lo sé. ¿Cómo podrían llegar a tener algo si alguien con poder no se los da? Uno de ellos podría tener suerte, como yo, o mi familia. Pero eso no es posible para todos —concluyó Oliver.

Ana mostró una expresión que Oliver no había visto hasta ahora. Confusión y dificultad para responder. Su esfuerzo fue evidente, pero al final agachó la cabeza abatida.

—¿Quién te dio una respuesta que te satisfizo? ¿Alice? —preguntó abatida.

—No, mi hermanita Ana cuando tenía cinco años.

—¡Qué! —exclamó Ana contrariada.

—Ella dijo que, si quería esas cosas, lo único que debía hacer, era darles la oportunidad de crecer a todos. De esa forma todo se invertiría y aquellos que no lograron crecer pasarían a ser la excepción y no la regla —dijo Oliver.

—¡Eso es absurdo! —se quejó Ana perdiendo la calma.

—Esa también fue mi respuesta. Pero ella dijo que era posible. Los únicos seres en este mundo con poder son los hechiceros. Pero hasta ellos serían nada sin lo más importante de todo. Pues, ¿qué importaría el poder de un hechicero sin conocimiento? Ni siquiera podría hablar. No habría diferencia entre ellos y un animal mágico —explicó Oliver. Ana abrió mucho los ojos.

—No... Tendríamos... Es demasiado simple, necesita más... —Ana parecía abatida.

—Se necesitaría un gran poder para llevar esta idea inocente y poco desarrollada a buen término. Pero al final sí es posible. Yo no quiero que seas amable con los campesinos. Eso podría ser peligroso para ellos, si algún día llegan a creer que las hechiceras les tratarán bien. Pero me duele que sea así, y eso me hace sentir soledad y vacío —concluyó Oliver.

—¿Ella tenía cinco años? —preguntó Ana aún contrariada. Oliver asintió—. ¡Nunca me había sentido tan inferior a una persona! —se quejó Ana con desdicha.

—Acabas de salir de un capullo. Ya encontrarás más personas que te hagan sentir inferior. Yo me las encuentro a cada momento. Solo queda aceptarlo —aconsejó Oliver.

Ana lo miró molesta. Era evidente que pensaba que esa regla no se aplicaba a ella.

—Mi hermanita es una santa, nadie puede compararse con ella —dijo Oliver con total confianza.

Ana le miró con muchas dudas. Luego de pensar un momento Ana se levantó con las mejillas teñidas de rosa y se acercaba a él. Oliver se vio encerrado en aquel carruaje maldito y no sabía a donde ir, por lo que recurrió a la última esperanza de un condenado. La verdad.

—¡Tú me das miedo! ¡No me acostaría contigo, aunque te desnudaras ahí mismo! —exclamó Oliver con voz temblorosa.

Ana le sonrió comprensiva y se sentó con delicadeza y elegancia en sus piernas para abrazarse a su pecho. No pareció importarle su armadura. Oliver no pudo siquiera respirar, si lo hacía, él...

—Lo sé. Lo supe en el momento en el que te ofrecí tocar mis pechos y saliste corriendo. No te preocupes, el miedo es una emoción efímera, se irá si dedicas tiempo y esfuerzo a ello —aseguró Ana—. Ahora puedes empezar a temblar, te juro que no me reiré de ti —concluyó.

Oliver liberó su respiración y empezó a temblar sin poder moverse. El basilisco se quejó en su hombro y se removió en su sueño por tal molestia, pero luego parecía gustarle el temblor de Oliver y se acomodó de nuevo.

—Tú me gustas. Ese hechizo te eligió por mí, pero en aquel momento que me miraste en nuestro primer encuentro, supe que quería estar a tu lado. Ahora no puedo decirte el porqué de esto, pero te prometo que un día yo tendré el valor para explicarte mis sentimientos por mí misma —dijo Ana y se abrazó más a él.

Oliver pensó que estaba muy mal. Con las mujeres normales no podía acostarse sin matarlas de una manera horrible, y con las hechiceras que si podía acostarse, se volvía impotente apenas le tocaban.