Desde que Cristofer huyó de Ambite con Arturo, intentó memorizar cada párrafo de aquella joya, y aunque sabía que en la práctica no tendría mucho que hacer, era el único de los dos que sabía leer, y eso le daba algo de seguridad. Por las noches esperaba a que Arturo roncase para saber así que era el único despierto, pero en la mayoría de ocasiones, despertaba frente al destello de los cinco soles.
—Arganda del Rey, un kilómetro —murmuró Cristofer—. Huele a…
Su olfato se agudizó, el olor era tan profundo que atascaba sus pulmones. No pudo evitar dejar escapar una sonrisa, aunque se estuviese ahogando. La evidente complicación al inhalar le indicaba que su asma había vuelto, y con ello, la humedad.
Al fondo, solo veía casas abandonadas, algunas derrumbadas por los terremotos, el paso del tiempo, y el inexistente mantenimiento del lugar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Arturo.
Cristofer le hizo un gesto con la mano para que esperase la inminente respuesta después de conseguir inhalar algo del contaminado oxígeno.
—La…, humedad…, ¿no la hu…, hueles?
—Ahora que lo dices. —Olisqueó como un perro—. Sí, pero ¿y qué?
—Joder Arturo…, donde hay hum…, humedad…
Los ojos de Arturo se abrieron mostrando una cara demencialmente psicótica.
—¡Agua! —gritó eufórico.
Cristofer le hizo un rápido gesto con el dedo indicándole que debía mantener silencio, aunque los dos no pudieron evitar sonreír.
Arturo daba saltos de alegría, o por lo menos, intentaba dar los saltos que su cojera le permitía.
—No te confíes…, no somos..., los únicos que…, podrían haberla…, encontrado. —Notó como el dolor de la pierna maltrecha iba en aumento, y aferró su mano contra la rodilla para frenarlo.
—No seas aguafiestas, Cristofer, hay que localizar de donde viene el agua, y luego, venderla a precio desorbitado —dijo, frotándose las manos.
—Imposible…, nos matarían.
—Con agua podemos comprar a quien queramos. ¡Entiende que no necesitaremos ese maldito libro!
—Lo necesitamos… —La forzada respiración le condujo a un tambaleante mareo.
—Tú, amigo mío, que sabes leer. Yo me quedo con el agua, tú quédate con esas páginas arrugadas.
Cristofer seguía sin entender como Arturo había podido sobrevivir durante tanto tiempo antes de conocerlo. Solo le había visto cometer decisiones equivocadas y alocadas que, por suerte, no los habían llevado a una muerte segura.
La idea de lanzarse a buscar agua en aquel pueblo desolado sin ninguna precaución, le pateaba el estómago tanto como el llevar días sin comer.
—¡Para! —susurró Cristofer, rabiando con los dientes apretados.
Arturo estiró los brazos en señal de confusión.
—Pero, ¿qué te pasa pedazo de nulo? ¿No ves lo abandonado que está? —Se quedó en silencio unos segundos esperando una respuesta que no llegó—. ¿¡Hola!? —gritó queriéndole demostrar que no había nadie.
El corazón de Cristofer se aceleró, tanto como cuando apuñalo varias veces por aquel libro. Las pupilas se le dilataron, y los bronquios se le abrieron, sintió el frio por todo su cuerpo, la sangre bajó tan rápido que la boca se le secó aún más.
Esperaron callados unos segundos. Diez. Veinte.
Nada.
—Te lo dije. —Sonrió Arturo—. Relájate y disfrutemos de nuestro nuevo imperio, aquí veo mucho dinero.
Cristofer exhalo en un gran suspiro de rabia y miedo tanto vaho que por unos segundos la cara de Arturo se había borrado.
«Hijo de puta», pensó.
—Voy a cagar. Los nervios siempre me llevan al apretón —dijo Arturo, bajándose los pantalones.
Cristofer asumió que entrar en silencio en Arganda del Rey se había convertido en lo imposible. Agarró su carrito y lo empujó por aquella antigua carretera repleta de baches y pequeñas grietas, dejando ver trazos de maleza muerta, pequeña vegetación que crecía contaminada y condenada a morir pocas horas después de asomar su vida al exterior. Los rezos de Cristofer se incrementaron para que ningún temblor les pillase por aquellas antiguas casas a punto de derrumbarse. Sus estómagos no eran los únicos que rugían de hambre, las entrañas de la Tierra también lo hacían, y muy a menudo.
Siguió empujando el carrito el medio kilómetro que quedaba antes de llegar a las puertas del municipio fantasma, la humedad era más abundante a medida que se iba acercando. Se paró unos segundos, el sudor frío caía por su espalda, sentía punzadas en el pecho.
—¡La Colmena! —gritó Arturo señalando al fondo, muy alterado—. ¡Están aquí!
Cristofer entrecerró los ojos, el brillo de los cinco soles en el horizonte le molestaba, pero efectivamente, a toda velocidad se acercaban tres vehículos armados que portaban ondeando el inconfundible estandarte de la Colmena.
«No, mi preciado tesoro, quieren quitármelo, mi libro», pensó Cristofer.
Su corazón se aceleró, las manos le temblaban, pero reaccionó, como si esa situación la hubiese vivido mil y una veces en su mente. De forma automática, sus manos abrieron una trampilla trasera del carrito metálico y sacó a toda prisa los trapos que formaban una capa cubriendo el tesoro que se encontraba en su interior. Sacó el libro, pero siguió palpando el interior de la trampilla mientras su cuello se retorcía al máximo para ver a su compañero corriendo hacia él de forma ridícula con la cojera que le caracterizaba.
—¡Que haces! ¡Corre! —gritó Arturo—. Estúpido, déjalo todo y escóndete, nos van a matar.
«¿Estúpido, yo? ¿Ahora si quieres ir con cuidado?», pensó fugazmente.
Cristofer seguía palpando el interior del carrito, la había escondido tan bien que le costaba encontrarla.
Arturo le pasó de largo como una flecha.
—La tengo, tengo la vara —dijo alzando la mano y mostrándole la vara metálica.
Sus zancadas torpes pero raudas esquivaban vehículos destrozados en mitad de la calzada de la travesía que partía Arganda del Rey.
Cristofer alcanzó a Arturo con facilidad, y a pesar de que una de sus piernas se apoyaba en un pie de tres dedos, corría tan rápido que en cuestión de segundos le ganó ventaja.
—Por…, fa…, favor —suplicaba Arturo, sin aliento—. Espera.
Desde la travesía podía ver los numerosos edificios de baja altura casi derruidos, naves industriales aguantando aún sus enormes carteles, con sus fachadas deterioradas y resquebrajadas por los temblores, antiguos comercios de venta de muebles.
«Tu confort al mejor precio»
«Factoría del sofá»
«Calle Sol a la venta»
Observaba un cartel tras otro en su huida, al mismo tiempo que retorcía el cuello para vislumbrar lo cerca que estaba el enemigo. Algunas casas aún se mantenían en pie a pesar de estar agrietadas y viejas, como si varios siglos hubiesen caído sobre ellas.
Los dos seguían corriendo, y Arturo seguía suplicando. Cada vez que echaba la mirada atrás, los veía más cerca, por lo que decidió bajar el ritmo de sus zancadas y dejar que Arturo fuese por delante.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! —gritó Arturo sumido en su desesperación, con los ojos iluminados al ver el gran gesto protector de Cristofer.
—No mires atrás y corre —gritó Cristofer. Y siguiendo al pie de la letra su juramento desde el fatídico día del Quebrantamiento, miró por él y solo por él. Sacó un puñal bajo la manga, y con un contundente y certero movimiento, le cercenó el talón de la pierna sana haciéndole caer, para luego, propinarle una patada en la mandíbula con la intención de dejarlo aturdido. Varios dientes negruzcos de Arturo salieron volando junto a un gran chorro de sangre.
—¡Hihzo ze puzha! —gritó Arturo. Y Cristofer pudo ver por un instante en los ojos de Arturo el brillo que tanto vio en los suyos durante décadas, el abandono, la ansiedad, el miedo, la traición—. ¡De madhare! ¡De madhare!
Los ecos de los gritos desgarradores retumbaban entre las calles colindantes, y Cristofer sintió que algo en el interior de su cerebro se desprendía de él. «Haré algo peor que matarte», le pareció escuchar. Seguía corriendo mientras escuchaba de fondo los gritos que le maldecían. El asma le ahogaba, sentía que en cualquier momento podría caer desplomado como un árbol al cual le han arrebatado su conexión con la tierra. El aire frío que frenaba su garganta le quemaba por dentro, su esfuerzo por mantener abiertos sus enrojecidos ojos a causa del sudor era cada vez más complicado. Sentía su cuerpo pesado cuando saltó los muros de la mediana para salirse de la travesía que separaba Arganda del Rey. Pensó por un momento en tirar la mochila y dejar sus pertenencias atrás, pero nada de eso importó cuando escuchó los disparos justo antes de adentrarse a un callejón. Un intenso bombeo de su corazón le hizo creer que iba a morir allí mismo, pero su energía se renovó por un instante, como un pensamiento capaz de atraer la mayor vibración de esperanza aferrándose a la vida. Con ninguno de los tres disparos hizo falta mirar atrás, tan lejos y tan cerca a la vez… Sintió como cada bala rozaba su cuerpo, e incluso las creyó atravesar una pequeña parte de su agrietada alma. Él seguía a salvo, aunque fuese unos minutos más, pero Arturo…
Cristofer se pudo imaginar el fatal desenlace de su compañero: un viejo cojo y sangrando, que no tenía nada que ofrecer, su destino estaba claro.
Tras varios minutos de agobiante persecución, donde esquivando escombros, a la par que agotado, luchaba contra una fuerte presión en el pecho que se acrecentaba con la subida de la mucosidad que le provocaba el asma. Corría de calle en calle intentando despistar a la muerte. Sentía en lo más profundo de su ser que aún no estaba preparado para dejar este mundo.
«Ahora no, ahora no, ahora no», se repetía constantemente.
A cada callejuela que se adentraba notaba más el aumento de humedad, más profunda, más asfixiante. Y por un momento, creyéndose a salvo de todo, paró para recobrar el aliento. Fue cuando la vio: una niebla espesa y amarillenta que recubría parte del camino, una letal asesina de lentitud aterradora, traspasando toda pared a su paso, quitándole opciones de huida, expandiéndose cada vez más. Un ratón acorralado.
Su sentido del oído aumentó, y se le erizó la piel al escuchar un crujir que le transmitía repelús, un crujir que solo le indicaba una cosa: huesos quebrándose.
Pegado a la fachada de una agrietada vivienda, sin separar su arrugada mano del poroso ladrillo, avanzó lentamente hacia una esquina. Asomó la cabeza, y lo pudo ver: un Sacadientes.
«Mierda…», pensó, tembloroso.
«La jodiste, cerdito»
Inclinó su cabeza, y supo que no fueron imaginaciones suyas, la apestosa Boca estaba ahí, con su babeante saliva y dientes putrefactos, royendo su oreja. Y él la había escuchado. Maldita su vuelta.
Cuando sus ojos localizaron el ruido, supo que no era el crujir de los huesos lo que había escuchado, sino dientes siendo arrancados de su encía; aquel hombre flaco y rojizo de radiación, repleto de bultos por todo su cuerpo, y prácticamente desnudo, estaba postrado de rodillas sobre un cadáver del cual aún brotaba sangre fresca de su cráneo. Los brazos de aquel engendro tiraban con fuerza a la par que apretaba unos alicates con sus manos, y con fuertes quejidos, arrancaba los dientes uno a uno.
A Cristofer, aquel sonido le causaba repelús, incluso cuando el mundo aún era mundo, y no un triste reflejo de lo peor de la humanidad, no podía soportar el sonido que producía el despiezar un pollo, la separación de los huesos, el crujir de los cartílagos.
Por un tiempo, antes de hacerse con el libro, estuvo sopesando en la opción de deambular por el Páramo Hispano en busca de incautos a los que robarles sus pertenencias, sobre todo, los dientes tan bien valorados en una sociedad pestilente con un alto porcentaje de piorrea. Durante varios años, uno de los mayores negocios en el Páramo Hispano fue el de la venta de dientes, o medicamentos para calmar el dolor de las encías, ya que solo los que quedaban vivos en la alta sociedad, se podían permitir una dentadura lejos de las caries y la piorrea causada por las vacunas. Las personas arrancaban los dientes de otros fallecidos para venderlos en el mercado, o hacerse ellos mismos una dentadura. Pero las demandas de dientes sanos aumentaron, y allí aparecieron los verdaderos sádicos: salvajes sin ningún remordimiento que acababan con los errantes del Páramo Hispano para simplemente sacarles los dientes que aún conservaban en un estado aceptable para ellos. Mayores, jóvenes, o niños, todos eran un negocio rentable mientras mantuviesen sus dientes sanos y no fuesen de leche. Simplemente dientes. Como simplemente se destripaban antaño las aletas de un tiburón, para dejarlo morir en la oscuridad del océano. La gente comenzó a desvincularse de aquella práctica, y la gran mayoría, por miedo a ser asesinados por los Sacadientes, comenzaron a refugiarse en las grandes urbes. Ser un errante se había convertido en una opción de vida poco rentable. Y los dientes de Cristofer tampoco eran nada del otro mundo, algunos afilados adrede en busca de intimidar a sus enemigos, otros dientes negruzcos y con sarro, palpitando en la poca e inflamada encía que le quedaba. Pero dejó la idea de lado cuando descubrió la grima y mareos que le produjo arrancar de las encías los dientes de su primera víctima. Además, en aquellos grupos de Sacadientes no existía jerarquía ni respeto, solo existía llegar el primero y cubrirse las espaldas ante una posible traición. Descubrió lo perturbada que estaba esa gente, y lo desquiciada que debía estar su mente para convivir con ellos. Más tarde se añadió la necrofilia en estos grupos minoritarios de Sacadientes; juego de pelota con sus cráneos; collares formados por dedos y un largo etcétera de vomitivas aficiones que no estaban en su lista de deseos.
«Nunca van solos, cerdito»
La Boca tenía razón. A pesar de no respetarse ni a sí mismos, nunca iban solos.
«Tengo que largarme de aquí», pensó.
Cuando giró su cuerpo, unos brazos alargados finalizados en unas manos enormes se abalanzaron sobre él propinándole un empujón. Cayó de espaldas clavándose algunos objetos que cargaba dentro de su mochila. El ruido provocó que el hombre rojizo se fijase en él.
—Más…, dientes…, más… —dijo el hombre rojizo.
Cristofer volvió su mirada hacia él, ahora, podía ver su cara deformada por los innumerables bultos, pero aquello no conseguía que dejase de centrar su mirada en aquella sonrisa macabra, un agujero negro repleto de dientes afilados y encías sangrantes, labios secos y cortados que parecían agrietarse más cada vez que con fuerza alargaba su sonrisa.
—Sucio, sucio errante —seseaba el hombre rojizo mostrando su bífida lengua.
Un escalofrío recorrió la columna de Cristofer al observar aquella lengua, una lengua que perturbaba sus sentidos al recordarle lo mucho que temía a las serpientes.
—¿Qué irá primero? —dijo el hombre que le había empujado.
Cristofer se fijó aún más en aquel encorvado hombre de brazos alargados, unos brazos que terminaban rozando sus rodillas desgastadas. Dejaba ver sus delgadas piernas portando unos pantalones cortos y rasgados, aun estando a temperaturas muy bajas. Tenía la mitad de la cara paralizada, el ojo izquierdo estaba completamente ciego, de un color gris pizarra, y la piel de ese lado de su rostro bajaba en forma de olas. Cristofer no lograba entender cómo aguantaban el frío.
—¡Dientes! —dijo el hombre rojizo.
—No tiene buenos dientes —Jugueteaba con la lengua dentro de su boca el hombre que le empujó.
—¡Carne! —dijo el hombre rojizo.
—No tiene carne —Negó el otro con la cabeza.
—Más…, más…, más…. —Siguió repitiendo el hombre rojizo mientras señalaba a Cristofer con los alicates, abriéndolos y cerrándolos como un cangrejo.
—¡Silencio, compañía…! —susurró con una voz quejumbrosa un tercer hombre que apareció agachado entre las casas del fondo.
Cristofer comenzó a sopesar que ya no era tan mala idea toparse con los vehículos militares de la Colmena. Gritó queriendo llamar la atención de los soldados que, seguramente, y con suerte para Arturo, ya le habrían regalado una bala entre ceja y ceja, y ahora, le estarían buscando a él.
El hombre encorvado que le había empujado se abalanzó sobre él intentando inmovilizarlo con el cuerpo y tapándole la boca con una de las manos. Cristofer no pudo hacer mucho, la diferencia de altura y peso era desmesurada.
La cara de Cristofer se arrugó ante la aversión que le producía el olor de aquellas manos. Orines, las manos de aquel hombre apestaban a orines. Por un momento recordó los recreos que pasó con su cabeza dentro del lavabo en su época del internado, o las numerosas ocasiones que durmió abrazado a su drogadicta madre incapaz de controlar su esfínter. Intentó aguantar las arcadas, pero era demasiado, entre su cortante y complicada respiración, se le unía que el único oxígeno que llegaba a sus deteriorados pulmones contenía un olor pestilente. Sin poder evitarlo su cuerpo reaccionó, y expulsó un vómito completamente líquido. La presión de las manos de aquel hombre no cedió, sino que aumento provocando que Cristofer comenzase a ahogarse con su propio vómito. En un intento por zafarse de aquel hombre, arañaba y apretaba su huesudo brazo con las pocas uñas que le quedaba, mientras que con la otra mano daba ridículos puñetazos que no llegaban a tocarle. Buscaba desesperadamente con la mirada alguna solución, algo que le permitiese salir de allí, algo a lo que aferrarse. Fue entonces cuando lo vio, el futuro, el brillante y cómodo futuro que le esperaba estaba ahí tirado a pocos centímetros de él, la vara y su preciado libro, y recordó que ahora tenía mucho que perder.
Cristofer mordió con fuerza, arrancando un pedazo de carne de la palma de la mano de su enemigo. El hombre gritó de dolor, y Cristofer, expulsando todo vómito de su boca, aprovechó el momento para agarrar la vara metálica y hundir uno de sus extremos en el cuello de aquel hombre, para posteriormente, clavarlo por el torso una y otra vez.
Ya no le hacía falta gritar, era su enemigo el que lo hacía.
«Mira cuanta sangre, sigue
siendo líquido, cerdito»
Aquel hombre se derrumbó sobre Cristofer, como un árbol recién talado. Con gran esfuerzo, se quitó de encima el cuerpo moribundo de aquel hombre, e intentó inhalar todo el oxígeno posible. La garganta le escocía a causa del repugnante ácido del vómito, el olor no ayudaba, y la devastadora forma física que le dejaba el asma le impedía moverse con agilidad. Pero se levantó lo más rápido que pudo, y vio como el hombre rojizo y el otro retrocedían para salir corriendo y perderse entre los escombros.
Cristofer corrió, jadeando y dando tumbos, agarraba con fuerza su libro rezándole a quien fuere que no le encontrasen. De fondo, disparos, y fuertes zancadas acercándose. Sintió como unas garras prensaban con fuerza sus pulmones. Cada vez se encontraba más acorralado por la niebla amarilla, hasta que llegó al final de su ratonera.
«Eres idiota…»
A su izquierda, la enorme nube amarillenta que dejaba vislumbrar un pequeño campo de tierra, a su derecha, los escombros de antiguas historias de viviendas derrumbadas le impedían el paso, y frente a él, un cartel del que leyó: «Escue… Educ… antil… Pinceladas». Quebrado y desgastado, se mantenía aferrado a una barra que se encontraba intacta sobre una enorme grieta de la cual manaba un pequeño rio de agua, que se convertía ahora en la barrera que le impedía seguir huyendo.
A Cristofer le parecía injusto haber encontrado por fin agua y no poder ni catarla. Algo que podría darle la vida que él quería le iba a ser arrebatado en cuestión de segundos. Pensaba en posibles soluciones, negociar con la Colmena por aquel líquido de vida, pero, ¿qué les impedía matarlo y controlar el perímetro de la zona? Era un plan inestable. ¿Y si se tiraba al vacío? Pensó que quizás el agua ya acumulada amortiguaría la caída, pero cuando se asomó vio que la idea era ridículamente dolorosa y en gran medida mortal. Mucho más sencillo un tiro en la cabeza.
«Yo saltaría, cerdito»
Las voces se acercaban.
Notaba como las venas martilleaban con sangre expandiendo aún más los bultos de su cabeza.
Aun con mucho pesar, sabiendo que su muerte era inminente, la codicia que se aferraba a sus pensamientos en aquel momento le hizo abrir la cremallera de su abrigo para arrancarse un trozo de camisa. Cubrió el libro con aquel sucio y arrugado trapo, lo nudó, y tomó la decisión más dolorosa que había tomado en años.
Descendió su sueño en aquella grieta. Le pareció una eternidad. Creyó sentir como aquel libro descendía lentamente, susurrando su nombre, suplicándole que lo agarrara y lo llevase de nuevo con él. Su cuerpo se inclinó. Cada vez más, atraído por las páginas.
—¡He! ¡Quieto ahí! —gritó un hombre de barba prominente, de cuerpo corpulento, mientras le apuntaba con un arma—. Suelta eso.
«¿Qué suelte eso?», pensó Cristofer, posando en el último momento el pie que le mantenía en tierra.
No había caído en la cuenta de que en su mano izquierda aún agarraba con fuerza la vara de Rabdomante.
«No lo sueltes, clávaselo
a ese gordo en la garganta»
—Yo… —quiso decir algo mientras soltaba la vara, pero le interrumpió un segundo y tercer hombre.
—¡Arrodíllate! ¡Túmbate o te pego un tiro, desgraciado! —gritaba el hombre de melena gris.
A Cristofer le temblaban las piernas, hincó las rodillas en el arenoso terreno, y comenzó a llorar.
«Patético…»
Cristofer sintió un cosquilleo en la nuca ante la mofa de la Boca.
Detrás de los tres armados hombres apareció la sombra de un feroz pastor alemán, este se le acercó con un ronquido de garganta continuo. Dejó ver unos afilados colmillos, de su morro, colgaba un hilillo de sangre que caía marcando gotas en la tierra. Se puso a la altura de Cristofer, y comenzó a lamerle la cara.
—Joder, chucho, que es el enemigo —gritó el hombre de melena gris.
—¡Tule! ¡Atrás! —El hombre más corpulento se acercó al perro agarrándolo del arnés—. Te has llenado con el Sacadientes, ¿verdad? Tragón. —Una vez apartó al perro, se colocó detrás de Cristofer y le propinó una patada para posteriormente tumbarse sobre su espalda.
Cristofer estaba inmovilizado. Respiraba con un apagado estertor.
—La madre que te parió Arón, controla a tu perro —dijo el hombre de melena gris.
—¿Qué quieres que haga? Cuando no tiene hambre es un trozo de pan.
El hombre de melena gris se acercó, la expresión de su cara denotaba sorpresa y no dejaba de observar la herramienta que portaba Cristofer.
—¿Qué es esto? Me suena haberlo visto.
—Y yo qué sé, no parece tener nada que nos pueda servir, es otro pobre idiota que vaga por aquí, pero no es un Sacadientes, y podría servir a la Colmena en las excavaciones, o quizás podría sacarme algo vendiéndoselo al psicópata del Carnicero —dijo Arón.
Cristofer aceptó para sí mismo las condiciones que estaba escuchando, como si de un contrato con el diablo se tratase, quiso que esas palabras fuesen tan reales como el arma que le apretaba contra su nuca.
Cualquier cosa antes que la muerte.
—Quita ese dedo del gatillo. No lo vayas a matar —dijo el tercer hombre.
—Demasiado hueso, Bishop —se burlaba Arón, soltando una sonora carcajada.
—Yo… —dijo Cristofer.
—Que te calles —interrumpió Arón, propinándole un culatazo con su arma.
«Eso, cállate, cerdito»
—Ya basta —dijo Bishop. Rebuscó en una pequeña bolsa táctica del cinturón que portaba, luego, se palpó el chaleco sacando un tubo pequeño—. Toma, Tebas. —Cristofer lo vio con claridad: un vial de nanotecnología. El regenerador más potente de hibridación militar.
—¿Dónde ha sido? —preguntó Tebas, observando partes de su hibridado brazo.
—Antebrazo derecho —dijo Arón.
Tebas, inclinó el brazo, dejando ver un profundo corte que no había inutilizado el brazo, pero que estuvo a punto de hacerlo. Tebas agarró el vial, y lo encajó en el Vórtice VM de su nuca izquierda, luego, apretó el soporte exterior del vial. El chasquido sonó como el abrir de una lata de cerveza. El ojo izquierdo de Tebas se iluminó, y apareciendo cientos de luminarias, como si hormigas brillantes corriesen despavoridas.
—Hoy va a ser un gran día —Bishop señaló hacia la grieta, los demás miraron en derredor y vieron algo de lo que no se habían percatado, quizás por la tensión del momento.
Un pequeño y constante brote de agua, que, al prestarle atención, sonaba como música celestial.
—El ascenso. —Arón esbozó una sonrisa en la cara mientras observaba el agua caer.
—Y esto es… —mencionó Bishop, acercándose a Tebas y quitándole de las manos la herramienta de Cristofer—. Una vara. Es una vara de Rabdomante.
Cristofer los observaba, sus ojos viajaban de rostro en rostro, los seguía con el rabillo del ojo, inquieto, asustado, pero con un hilo de esperanza.
Tebas se giró hacia Cristofer con los ojos desorbitados. El izquierdo, aún brillaba con intensidad.
—Bingo. ¡El premio gordo!
—Si. —Bishop se acercó a Cristofer colocándose de cuclillas frente a él—. Unai se pondrá muy contento.
Cristofer le miró a los ojos, sintió un tremendo alivio; sus esperanzas de seguir con vida habían aumentado drásticamente.
—Me…, ahogo.
—Levántalo —ordenó Bishop.
Arón le alzó fácilmente como a un saco de patatas, y por un momento casi se desploma mareado. Giró su cabeza, y vio como Bishop se acercaba al filo de la grieta.
—Agua…, si…, he encontrado agua…, toda para vosotros —se arrastró Cristofer, remarcando algo obvio por lo que seguían dejándole con vida.
«Eres un cabrón con suerte»
Recibió una colleja de Arón con la orden de que se callase nuevamente.
Bishop, seguía mirando al fondo de la grieta, pero no estaba observando el agua que caía, parecía buscar otra cosa.
«Mi libro, ¿me han visto tirarlo?», pensó Cristofer.
—¿Qué pasa Bi? Estamos aquí parados siendo un blanco fácil.
—Tebas tiene razón, hay que moverse y avisar al otro escuadrón —recalcó Arón.
—¿Y a que esperáis? —Bishop se señaló la radio acoplada a la correa del hombro.
«Míralo, tan al abismo,
záfate del gordo y empuja al otro»
Bishop suspiró manteniéndose de cuclillas frente a la grieta, mientras que Tebas interactuó.
—Aquí Linaria, ¿me copiáis?
Esperó unos segundos, pero nadie contestó.
—Aquí Linaria, repito, ¿me copiáis?
—La madre que los pario —se quejaba Arón.
—Buxus, afirmativo —dijeron por radio—. Estamos con escuadrón Senecio, no hay rastro de más Sacadientes, las entradas y salidas están controladas.
—Vais a alucinar. —Arón se añadió a la conversación y Cristofer sintió como le apretaba cada vez más fuerte el brazo—. Hemos encontrado agua, y parece que si bombardeamos esa emanación saldrá a chorros.
—La hostia —gritaron por radio—. ¿De cuánta agua estamos hablando?
—No sé, puede que haya toneladas en esta grieta —dijo Arón.
—¿Color? —dijo otra voz por radio.
Arón se aclaró la garganta: —Cristalina.
Cristofer se percató por el rabillo del ojo que ese tal Bishop le estaba observando, cambiando el foco de su mirada hacia él, y nuevamente hacia el oscuro fondo de la grieta.
—Nosotros estamos encontrando comida y cosas útiles por estos almacenes, ¿cómo mierda se nos ha podido escapar todo esto en Arganda del Rey durante tanto tiempo? —preguntó alguien por radio.
—Quizás el grupo de Sacadientes, o quizás han sido errantes que se han dedicado a acumular por este municipio —dijo Tebas.
—Si encontráis latas para perro me las pasáis cabronazos, que nadie se las zampe —dijo Arón.
—Pelotón, el gato está muy inquieto, —dijeron por la radio—, puede que sea de siete.
—Pues basta de charla —Bishop se añadió a la conversación—. Recoged lo indispensable, nos encontraremos en cinco minutos por donde hemos entrado, volvemos a la Colmena, nosotros llevaremos al Rabdomante, el agua no se irá de aquí.
—¿¡Un Rabdomante!? —gritaron por radio.
—¡Ahora! Y por cierto…, jamás volváis a desvelar por radio nuestra maldita posición —gritó Bishop.
El seseo de las conexiones se apagó.
—Están flipando, seguro. —Se reía Arón.
«¿Flipando?», se sorprendió Cristofer. Hacía más de dos décadas que no escuchaba aquella palabra.
—Bueno, ¿nos vamos? La niebla está demasiado cerca —volvió a insistir Aron.
—Espera —replicó Bishop, acercándose a Cristofer.
Cristofer cruzaba miradas con todos los presentes, incluso observaba el constante avance de aquella contaminada nube que parecía abrir un enorme orificio con la intención de tragarlos. Aun sabiendo que le iban a dejar vivo, seguía temblado.
—¿Qué era eso? —preguntó Bishop.
—¿El qué? —dijo Cristofer, saboreando de nuevo un hilillo de sangre que provenía de la irritación de su garganta.
«Que pillada…»
—Eso… —Bishop señalaba hacia atrás con su brazo.
—Agua, es agua.
Bishop le propinó un tortazo.
Un pitido intenso en el tímpano. La picazón en la mejilla fue instantánea, notaba el palpitar de la carne, y sabía que recibiría más si no contestaba algo convincente.
—Céntrate Rabdomante y escucha mis palabras —Le agarró de la mandíbula y le miró fijamente—. ¿Qué…, es…, eso?
«Cuéntale, cuéntale que acabas de lanzar
el libro más valioso de la humanidad por el retrete»
La maldita y pestilente Boca tenía razón.
¿Qué posibilidades había de que el libro, que por otra parte ya estaba en mal estado, sobreviviese en aquella grieta con la emanación de agua? Si los milagros existían, no sería para su libro. Verás Bishop: «acabo de tirar por el retrete un libro que evitaría tener que excavar por todas partes en busca de agua», o quizás, «tenía en mis manos el libro con las instrucciones más codiciadas de este desértico mundo, pero decidí que se convirtiera en papel mojado». No, toda aquella palabrería induciría a que ese tipo apretase el gatillo. Aunque creyesen que era un Rabdomante, aquel ejemplar era conocido en el Páramo Hispano por tener una dueña, y hacer saltar todas las alarmas no era un buen plan. ¿Existían más libros como ese? Quien sabe, ya pocos se atrevían a salir de la frontera del Páramo Hispano y aventurarse en historias que aseguraban que, tras aquellos océanos muertos, aún existían tierras que pisar. ¿Por qué desaprovechar la ventaja que tenía sobre los demás? Aunque no hubiese memorizado la mayor parte del libro, aunque faltasen páginas arrancadas y estuviesen manchadas de sangre, algo había leído por encima y entendía el poder de los Rabdomantes, aunque no el cómo. Incluso durante un tiempo, llego a pensar que era cosa de magia. ¿Personas que conseguían encontrar el punto exacto donde emanaba una gran fuente de agua? Sin duda era algo fuera del límite humano. Y sin saber cómo usarlo bien, pero lo suficientemente informado como para convertirse en una pieza clave de la Colmena, no iba a dejar que le arrebatasen la oportunidad.
—Mi caja de dientes —mintió de nuevo.
«Sencillamente brillante», la Boca se carcajeó, y
Cristofer pudo notar el pútrido aliento
impregnando su nariz.
Antes de que Bishop pudiese proferir palabra alguna, Cristofer ya estaba tan exhausto, que comenzó a ver puntitos a su alrededor, tambaleándose, perdió el conocimiento, y todo se tornó negro.