Un sonido tan vívido y desgarrador, semejante al de unos dedos del pie separándose, provocó que se despertara, mareado, con una leve taquicardia y la camisa empapada. Notó que unas manos le manoseaban. La sensación de sentirse sucio, invadido por algo externo que acechaba con el único propósito de hacerle daño. Aquel horrible sentimiento hizo que poco a poco recobrase los sentidos, pero no podía moverse, su cuerpo aún no reaccionaba. Le llegó un olor familiar que le trasladó por un momento a otro recuerdo, uno muy grato de su infancia, aquella infancia en la que aún era feliz y no se desmoronó todo, donde su madre, le arropaba todas las noches cantando una vieja canción. Casi podía escucharla, su voz, tan dulce…
Hacía tanto tiempo que no olía algo así, que casi lo había olvidado.
—Vainilla… —susurró Cristofer.
La sensación agradable de su infancia desapareció al darse cuenta de la situación en la que estaba, y que el mundo que era antes no se parecía en nada al infierno que poblaba la tierra.
—¿Has dicho algo? —Arón miraba a Cristofer con el ceño fruncido—. Que asco, estás sudando.
Cristofer miró a su alrededor, algo alterado, notó que el asma ya no estaba, no olía a humedad y respiraba con más comodidad. El vehículo en el que se encontraba parecía estar completamente blindado, el sonido exterior era inexistente. Las ventanillas —que seguramente eran tintadas por fuera— por dentro dejaban ver una pequeña capa rojiza producida por la gran polución que invadía al Páramo Hispano. Por dentro, entre él y Arón asomaba la cabeza jadeante del chucho, que desprendía un olor fuerte de aliento caluroso. Con pantallas detrás de los asientos delanteros que mostraban coordenadas y un mapa del Páramo Hispano, de forma táctil, Arón, anotaba puntos estratégicos de lo que habían estado haciendo en aquel lugar que ya dejaría de llamarse Arganda del Rey, para ser una extensión más de los alargados tentáculos de la Colmena.
—¿Ya has despertado? —Bishop le miraba fijamente por el retrovisor central del interior del vehículo.
Cristofer no contestó, tampoco sabía que decir ni que hacer, solo se dejó llevar, y con un leve gesto de cabeza asintió, mientras fijaba su mirada en el metálico pómulo de Bishop.
—Suerte del analizador de hemoglobina, sin él… —Arón pasaba su dedo índice por la garganta a la vez que sacaba la lengua por la comisura de sus labios.
«¿Iba a morir?», se preguntaba Cristofer.
—Jodidos síncopes, pierdes un poco de oxígeno y a la lona —dijo Tebas.
Cristofer fijó su mirada en el retrovisor lateral del conductor, Tebas manejaba con gran habilidad, esquivando todo escombro que aparecía por su camino, se notaba que ya había hecho esto otras veces, tenía el camino controlado y parecía conocer muy bien la zona.
Tras ellos, con una alineación perfecta, les seguían dos vehículos militares portando el estandarte de la Colmena.
—No estamos solos. Si es eso lo que te preocupa —dijo Tebas mirándole por el retrovisor.
—Tampoco se atreverían a tocarnos, saben que estas carreteras son nuestras. ¡La M30 no se toca, hijos de puta! —Arón disparaba balas con su dedo índice apuntando la ventanilla mientras simulaba el sonido del disparo—. Esas sucias ratas de los Sacadientes… —Negó con la cabeza—. Basura.
Bishop se tapó parte de la cara, avergonzado.
Delante suyo, Cristofer, podía vislumbrar la ciudad que carecía de la abundante y brillante vida como antaño lo hacía, incluso con la destrucción moral que causó el NOM, la antigua Madrid brillaba bajo sus neones y su más que agobiada gente, adaptando sus vidas a la monótona jerarquía de la tecnología. Vidas vacías de personas sumisas acunadas entre algodones, incapaces de defender sus vidas, viéndose arrastradas por los avances a un ritmo vertiginoso.
El convoy llegó a los Suburbios, las personas se apartaban ante la fila imponente de los vehículos militares, y algunos silbaban para hacérselo saber a todos. El trayecto era movido y laberíntico, pero Tebas parecía haber vivido allí toda su vida, y esquivaba vehículos destrozados, barricadas y carreteras hundidas con gran precisión y agilidad.
Tras pasar un tramo tenso y algo hostil, Cristofer lo asumió de forma rápida, por muy protegida que estuviese la Colmena, en sus alrededores no tenía por qué ser igual. Lo que Cristofer veía con sus propios ojos era una ciudad siniestra. Su exterior, compuesto por los pocos edificios altos que quedaban en pie, eran adornados por antiguos carteles publicitarios, tendederos que no hacían más que aguantar el peso de la mugrosa ropa que colgaba, óxido abundante por todas partes, luces de faros que habían conseguido rescatar de los obsoletos vehículos, polución a niveles catastróficos, humo y radiación.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Bishop.
—C-Cristofer —pronunció su nombre titubeando, por su cabeza marchaban ideas a la velocidad de estrellas fugaces, ideas sobre si reconocerían quien era, o sobre si sabrían lo que hizo. Decenas de ideas alocadas que le hacían dudar de pronunciar su propio nombre.
Tebas soltó una risotada, quien sabe por qué razón el nombre le parecía gracioso.
—Toma, bebe. —Bishop le pasó una botella que aún conservaba algo de agua. Cristofer no dudó en beber lo que quedaba en ella y pasar la lengua en busca de la última gota.
—¡Mírala, es espléndida! —Señaló Arón mientras le daba palmadas en el hombro.
Cristofer, al verla, lo comprendió de inmediato; su vida iba a estar en manos de una suerte fría y calculadora.
Ahí estaba, a lo lejos, la Colmena. Tapada por algunos edificios en ruina de los Suburbios, que solo servían para agrandar aún más aquella ratonera. No pudo evitar un gesto facial de repulsa y asombro, incluso a tanta distancia, uno podía distinguir la Colmena por sus bloques y fachadas color naranja óxido, pero ahora, se mostraban al mundo color verde grisáceo. ¿Dónde habían quedado aquellas hiedras trepadoras? ¿Dónde estaba el verde de plantas que atraía a tantas personas?
Observaba aquella colosal edificación tan deteriorada por el paso del tiempo, por la contaminación, la polución que la envolvía serpenteante. El gigantesco edificio compuesto por otros no tan pequeños bloques repletos de miles de viviendas le esperaban.
Cristofer sintió un codazo en las costillas e inmediatamente giró la cabeza.
—Impresionante, ¿verdad? —La cara de Arón se iluminaba de emoción, parecía odiar estar fuera de la Colmena, y volver a ella, le renovaba el alma.
Cristofer asintió con la cabeza.
—¿La habías visto antes? —le preguntó Arón.
—La recordaba más pura, más limpia, más…, perfecta.
—¿Más pura y limpia? Es un tesoro de hormigón y metal, no una prostituta. —Arón se rio.
La Colmena, miles de viviendas acinadas que pasaron de ser un enorme mercado del narcotráfico a ser un bunker perfecto. Hacía tanto tiempo que no pasaba por allí…
—Nada ni nadie se puede comparar a nosotros, somos los dominadores del nuevo mundo —dijo Tebas con aires de grandeza.
—Más razón que un santo, Tebas —dijo Arón.
—Dejaros de tonterías y alardes, somos tan vulnerables como cualquier otro lugar. —reprendió Bishop.
—¡Siempre atentos, siempre alerta! —gritaron Aron y Tebas con tono de burla.
Por el retrovisor pudo ver como Bishop resoplaba, pero no podía evitar dejar escapar una leve sonrisa.
Cristofer siguió oteando el horizonte mientras los demás lo bombardeaban a preguntas y le devolvían su puñal.
—Bonita herramienta, afilada y preparada para quitar vidas. —Le guiñó un ojo—. Puedes quedártelo, después de lo de Arganda, ya eres de los nuestros —dijo Arón.
—Ya veremos —dijo Bishop.
Cristofer se palpó la cintura.
—No creerías que te íbamos a llevar con nosotros sin primero ver que portabas encima, ¿verdad? —Arón sonreía negando con la cabeza.
Cristofer cayó en la cuenta: llevaba tanto tiempo sin sacar aquel puñal que lo ignoró por completo. Se sentía tan estúpido de no haberse acordado del puñal cuando estuvo frente a los Sacadientes, a punto de morir asfixiado por su propio vómito, y luchando por su vida creyendo que su única solución era la vara.
«Maldito gilipollas…», se maldecía a sí mismo.
—Y bien, ahora que estás más tranquilo, y ya somos amigos, ¿a dónde se dirigía nuestro señorito Rabdomante y de dónde carajos viene? —le preguntó Arón.
—Simplemente deambulaba.
—A mí no me engañas —Le agarró de la muñeca y subiéndole la manga le preguntó—: ¿Quién te mordió en la mano? No me lo digas, no me importa. —Le miró fijamente—. ¿Sabes una cosa? Es curioso que no portes la marca. Ni rastro de la Colmena ni del Ruedo. —Señaló con su dedo a la piel desgarrada de la muñeca de Cristofer—. En esta muñeca había un jodido tatuaje que querías ocultar. ¿Ambite, quizás?
Bishop giró la cabeza y observó la muñeca de Cristofer.
—Soy un errante, nada más —dijo Cristofer.
—Déjalo —ordenó Bishop.
—Pero míralo, Bishop, se ha arrancado la piel para que no sepan de donde viene.
—Que cabrón —dijo Tebas.
—Que lo dejes te he dicho —gritó, dándole una palmada en la mano—. Arón, metete en la cabeza que ahora es propiedad de Unai y, es simplemente un número más que tendrá que cumplir con su función, es su Rabdomante y punto.
—Claro capi… —Arón soltó la muñeca de Cristofer y dirigió su cabeza a la ventanilla. Bishop soltó un suspiro de impaciencia.
—¿Números? —preguntó Cristofer.
Nadie contestó.
Cristofer se preguntaba qué tipo de números, cuál sería la función de cada uno de ellos y desde cuándo.
Su información sobre la Colmena en la actualidad era escasa. Lo poco que sabía sobre la fortaleza eran palabrerías, rumores y pequeños cotilleos que escuchó durante su corta estancia en Ambite. Ni siquiera podía calcular los días o los años que habían transcurrido tras el fatídico día en la Tierra. El movimiento solar de aquellas cinco perlas anómalas iluminando el cielo era algo irregular, y muy pocos conseguían predecir las horas que duraría la decadente luz solar que cubría el Páramo Hispano. Algunos obsesionados con un segundo Quebrantamiento, observaban durante horas la rotación, y con suerte, llegaban a calcular que las horas de luz se alargarían hasta ocho, pero en su gran mayoría, la oscuridad reinaba por más de quince horas.
Hace varios años, antes de la Gran Guerra por el control del Páramo Hispano, Cristofer estuvo mendigando por la Colmena y los alrededores, cuando aún era un lugar libre de entradas y salidas, un refugio a gran escala, y jamás había visto que allí se enumerase a las personas. Recordaba cómo después de que aquella sangría humana se llevase a centenares de personas, se fue alejando cada vez más del lugar, deambulando por pequeños asentamientos hasta acabar uniéndose a la Brigada de Recolectores en Ambite, y poco después, dejando entrar a Arturo en su inexistente círculo social.
Aunque las palabras de Bishop le tranquilizaban en cuanto a saber si duraría vivo un día más, pensar en que todos sabrían que viene del paraje de Ambite le intimidaba. Si querías vivir bajo la protección de las urbes dominantes, debías portar la marca. Y en cualquier lugar de aquellas ambiciosas fortalezas, quebrantar la ley de la marca se consideraba traición. En Ambite, la palabra condena, significaba vivir el resto de tus días bajo trabajos forzados, en cambio para la Colmena, la alta traición se sentenciaba de otra forma.
Tras superar los Suburbios, en el último tramo de calzada repleta de grietas, se topó de frente con amenazadores mensajes, decenas de empalados, cadáveres esqueléticos, algunos incluso aun conservaban trozos de carne burbujeante de líquido, hinchados a causa de los gases. Desmembrados en inimaginables ejecuciones ordenadas por alguna sádica mente. En lo alto de los palos un cartel que dejaba muy clara la posición de la Colmena:
«Traidores, yo sirvo de lección».
—Por fin —suspiró Arón, y el chucho emitió un leve pitido al abrir sus fauces ante el sueño que mostraba.
«¿Torres alrededor de la Colmena?», se preguntó.
No recordaba la existencia de tan altas torres, sobrepasaban por poco la altura de los edificios que quedaban en pie a las afueras de los Suburbios, una proeza de grandes dimensiones, teniendo en cuenta que el Páramo Hispano ostentaba un récord histórico en terremotos que nadie se creería en la antigua Península Ibérica.
Llegaron a la falda de aquella enorme torre donde se detuvo la marcha.
Aun siendo el convoy de la Colmena, y portando el estandarte, esperaban alguna reacción.
—Identificación —habló una voz por radio.
Bishop alzó el antebrazo, y se subió la manga dejando ver su tatuaje en la muñeca, abrió la ventanilla y sacó el brazo.
Cristofer pudo ver que aquella marca era especial, portaba el símbolo de la Colmena, pero bajo él, acompañaba otro símbolo extraño.
Pocos segundos después, una luz verde se iluminó en la torre central y los tres vehículos siguieron avanzando.
Cientos de personas hacían cola frente a la muralla.
—En cuanto salgamos de este vehículo, te pegarás a mí y no dejarás de seguirme, iremos de inmediato a presentarte a Unai y a darle la noticia de que tiene un nuevo «buscador», te asignaremos la zona donde vivirás, comerás, beberás y cagarás. Desde ahora esa será tu vida, encontrar agua para la Colmena durante el día, ¿queda todo bien claro? —dijo Bishop continuando su discurso sin dejar que Cristofer contestase—. Esa será tu función y tu vida a partir de ahora, mientras mantengas contento a Unai, vivirás contento, así de simple.
—Entendido. —Encontrar agua, comer y dormir, no le parecía mala idea a Cristofer.
«¿Y qué harás cuando tu olfato de perro muerto
no encuentre más que piedras?»
Cristofer se asustó. La Boca reía. Inclinó la cabeza, como si así pudiese llegar al punto de ignorarla.
Observó lo que le aguardaba al fondo del camino, en ese momento sus ojos procesaban una cosa, y su mente divagaba en otra: «lo he conseguido». Era como leer la página de un libro, mientras tu cerebro te hace pensar en mil cosas diferentes.
Una muralla negruzca de unos diez metros coronada por concertinas se alzaba frente a él. Y en varios puntos, tablones de madera donde soldados armados hasta los dientes vigilaban atentos al más mínimo movimiento. Ahora entendía como Tebas y Arón fardaban de ser los «dominadores del nuevo mundo». ¿Quién iba a atreverse a desafiar a ese titan de la ingeniería repleto de soldados armados?
La muralla abarcaba todo el barrio de la Concepción, que, durante la Gran Guerra, se construyó en forma de protección para los rebeldes que decidieron oponerse a las nuevas leyes del nuevo mundo.
Llegó a contar hasta seis soldados sobre la muralla, sin contar la desproporcionada vigilancia sobre la torre que ya había superado.
«Viviré, maldita sea, ¡Viviré! ¡Viviré! ¡Viviré!», —se repetía una y otra vez—. «Después de tanta mierda, de tanto sufrimiento soy yo el que se alza por encima de vosotros. Desgraciados. Soy yo ahora el que os ordena, el que tiene poder sobre vosotros. Soy intocable.»
—Soy el puto jefe… —musitó con los dientes apretados, creyendo que aún seguía hablando para sí mismo.
El coche se frenó en seco, todos le miraron con cara extrañada.
—Tío, tu vórtice no riega —dijo Arón aguantándose la risa.
Cristofer pensó que la había fastidiado al pronunciar esas palabras en voz alta, pero se dio cuenta que inmediatamente todos volvieron a mirar al frente, ignorándole, como si un mosquito se hubiese chocado contra el parabrisas. Otro estorbo más que limpiar.
Ya habían llegado, las puertas infranqueables de la Colmena. En el centro de la oscura muralla, una puerta de dimensiones colosales comenzó a abrirse lentamente frente a ellos para dejar pasar al convoy. La larga fila de personas que esperaban pacientes su entrada a la Colmena, observaba la otra puerta más pequeña. La gente inclinaba su cabeza al acercarse, para que un soldado procediese a identificarlos. Se empujaba por adelantarse en la cola, otros, entraban en pequeñas reyertas que acababan mitigando los militares.
Cristofer logró escuchar el procedimiento de entrada, a pesar del chirriar las puertas.
El soldado acercó el identificador al vórtice del hombre.
—Amade Tiber, ciudadano de la Colmena —dijo la máquina.
—Adelante. —dijo el soldado, haciendo un gesto al siguiente de la fila para que se adelantase.
Pasó el detector por el vórtice.
—Ciudadano no reconocido —dijo la máquina.
—Errante —gritó el soldado.
Otros dos soldados se acercaron y apartaron a un lado al hombre. Le hicieron quitarse parte de la ropa que le cubría y con extraños aparatos revisaron cada recoveco de su cuerpo mientras preguntaban:
—¿Trabajo o vicio? —preguntó el soldado más alto.
—Las dos cosas —dijo el hombre.
—Baja radiación, parece estar limpio —dijo el otro soldado.
—¿Profesión? —preguntó el soldado más alto.
—No.
—¿Pago? —siguió preguntando.
—No.
—A fuego.
Cristofer pudo ver poco más que uno de los soldados sacando una extraña pistola. El convoy avanzó.
—La mayoría acaba siendo esclavo —dijo Arón, que debió ver la cara de Cristofer al observar aquella escena—, utilizado para mover carga pesada y ahorrar material en baterías; pruebas de radiación y contaminación; sirvientes; recolectores; y un largo etcétera de perrerías. —Por unos segundos le miró de arriba a abajo—. Pero tú tendrás suerte.
Cristofer, hipnotizado por el olor a vida cotidiana que se adentraba por la ventanilla del vehículo, sintió un agradable cosquilleo por todo el cuerpo, su cerebro recibió estimulaciones sensitivas de todo tipo frente a esos olores.
—Huele a pan —dijo Cristofer con un tono suave y calmado.
—Hijo de perra… —A Tebas se le notaba algo molesto.
—¿Qué he dicho? —Cristofer estaba confuso. Miraba a los tres en busca de respuesta.
Arón profirió una sonora carcajada. La Boca también reía.
—No le hagas caso, Tebas perdió el olfato en la Gran Guerra, y desde entonces anda mosqueado porque lo poco que queda de su nariz solo le sirve para acumular mocos. —Se apoyó en el asiento delantero—. Anda Tebas, bájate la mascarilla y enséñasela.
—¡Que te jodan bola de sebo! —gritó Tebas mientras Arón seguía riéndose.
—Siempre has tenido la opción de hibridar como nuestro capi —dijo Arón.
—Paso de que la IA le diga a mi cerebro a que huele la comida.
—Son solo hierros y algún que otro nervio artificial —Seguía riéndose Arón—. Bien que te pusiste ese brazo.
—Una cosa es la prótesis, y otra muy distinta es dejar que la IA decida sobre mis sentidos —dijo Tebas.
—Pues te verías más guapo luciendo una nariz rosita metalizado —dijo Arón.
—Jódete —dijo Tebas.
—Escúchame bien, Rabdomante —interrumpió Bishop, girándose para mirar cara a cara a Cristofer—. No salgas sin supervisión de la Colmena. —A Cristofer le vino un absurdo y fugaz pensamiento de como haría para escapar de la mirada de decenas de militares y saltar una muralla inalcanzable para él—. Eres un Rabdomante, y por lo tanto un bien preciado de Unai, cuanto más protegido estés de la radiación, mejor. La Colmena es el lugar más seguro que encontrarás a kilómetros, su muralla y sus bloques cubiertos de plomo nos protegen constantemente de la radiación electromagnética de rayos x y gamma.
«¡Gilipolleces!»
—Entendido —dijo Cristofer, aunque estaba recibiendo tanta información que gran parte de ella empezaba a difuminarse como una sombra al atardecer.
Un soldado apostado en la puerta les hizo un gesto para que avanzaran.
Lo primero que llamó la atención de Cristofer fue ver lo decadente y destrozada que estaba la Colmena por dentro. La última vez que estuvo allí, no solo carecía de murallas, sino que formaba parte del entramado de la ciudad, y rebosaba de organización, sus habitantes estaban más sanos e implicados en el lugar tras el Quebrantamiento, era como si de verdad quisieran sobrevivir; fomentando el trueque; reparando la tecnología dañada por la honda, y un largo etcétera de buenos comportamientos humanos. Pero ahora, solo veía suciedad y podredumbre.
«¿Que ha pasado en estos años?», se preguntaba.
Enormes colas se alargaban por todo el complejo, donde dominaban los empujones y la picardía por establecer una constante distracción, con la intención de saquear y llevarse la mayor tajada, esperando a la apertura de los mercaderes. Cristofer pensó que aquello se le daría bien, en la cárcel se le daba bien. Sus raquíticas y pequeñas manos accedían al bolsillo de cualquiera sin llamar la atención. Decenas de personas recorrían aquella plaza central de un lado para otro, pero otros cientos se hacinaban por las esquinas, tirados por el suelo como si la situación de aquel lugar no fuese con ellos. Viales vacíos, complaciendo los deseos de su comprador. Había muertos, muchos muertos apilados frente algunas casetas. Los militares apuntaban algo en sus libretas frente a aquellos cuerpos, mientras la pasaban canutas apartando a otras personas que llegaban con la intención de sustraer todo lo que encontrasen en los bolsillos de aquellos cadáveres. Autómatas de infra nivel, guiaban enormes carretillas para transportaban esos cuerpos dentro del edificio central. Un edificio central donde podía verse justo en el centro de la fachada un gran reloj digital que marcaba la hora y la temperatura: 9:17AM – 6º.
—Veo que te fijas en el reloj, no le hagas mucho caso —dijo Arón.
—Es…, raro —dijo Cristofer.
«Tú sí que eres raro, polla floja»
—Lo dejamos para que la gente no se vuelva loca, por lo menos más de lo que están. El reloj está programado para que cada vez que anochezca o amanezca se reinicie con cierta hora marcada. Pero la realidad es que no sabemos ni en qué día del dos mil ciento once estamos —dijo Arón.
—¿Dos mil ciento once, ya? —preguntó Cristofer. Notó un extraño sofoco. Saber que habían transcurrido tantos años le chocó de muy mala manera.
—Mas o menos, son cifras que mi mente privilegiada calcula. Si en el ciento cinco petó todo, y eso está más que claro, y dejando a un lado los meses de locura, junto al cálculo poco riguroso que se ha implementado, yo calculo que ciento once.
—Pues yo digo que ciento trece —dijo Tebas.
—Nunca pensé que el tiempo correría tanto —dijo Cristofer.
—Es normal, en la cárcel no os permitían ver la hora —dijo Arón.
Cristofer no contestó. Quedó extrañado por aquel dato que Arón conocía. ¿Lo había comentado él? ¿Había vuelto a hablar en sueños?
—Antes he visto que el círculo exterior de tu vórtice está rojo, solo los presos lo llevaban. Marcado como un paria social. Así que deduzco que el Quebrantamiento te tocó vivirlo antes de que te diesen la libertad. Y eso no lo podrás cambiar nunca —dijo Arón. Y Cristofer, palpó su vórtice de la sien.
La gente seguía negociando y gritando, todo lo que ocurría a su alrededor era ajeno a ellos, solo les preocupaba sacar una buena tajada de lo que pudiesen vender.
En la plaza central, el tipo de comercio que se veía con mayor frecuencia era el de la comida, varios puestos de casetas ofrecían todo tipo de latas en conserva, variedades de insectos tostados y estofados de suculentas cucarachas, y venta de escasa carne animal. En sus carteles se podía comprobar la competición entre los puestos de comida, donde predominaban mensajes como: «Recién cazado», «Ahora con un 5% menos de contaminación», «Carne humana de calidad», «Llévate 1 kg y te regalamos 33cl de agua pura».
Continuaron varios metros más con los vehículos, donde pudo ver otra aglomeración en dos únicos puestos, que, a un precio desmedido, ofrecían la venta de agua.
Agua, el nuevo oro líquido.
Hacía años que el agua de las cañerías externas se había secado, solo las principales seguían en funcionamiento, pero controladas por la Colmena. Aunque él y Arturo no desaprovechaban la oportunidad de mirar en todas las cisternas de váter que se encontraban por el camino. Escuchó rumores de personas que se habían aventurado a los puntos más alejados del bautizado Páramo Hispano en busca de agua del mar, al descubrir que los ríos estaban completamente secos. Algunos juraban haber encontrado las olas del mar invadiendo antiguas ciudades, encontrar las costas a la altura de Teruel; Burgos; Zamora o Córdoba, las historias de las olas color violeta donde a su orilla descansaban centenares de cadáveres de fauna acuática y, otros tantos, flotaban, llamaba la atención de todo aquel aventurero cansado de la vida en comunidad.
En el fondo, Cristofer, entendía a toda esa gente, entendía la decisión que habían tomado. Puedes vivir mucho tiempo sin comida, pero sin agua… La Colmena lo sabía, era cuestión de esperar, sin agua que hidratase sus cuerpos, vendrían en masa firmando con letras gigantes la venta de su alma.
Más adelante pudo ver los puestos de verdura y fruta, también caros y escasos.
«¿De dónde sacarán estas verduras?, se preguntaba.
En los dos años que estuvo en Ambite, comprobó lo especial de aquella tierra, y el porqué de la insistencia de la Colmena por convertir Ambite en una extensión más. Protegidos por la altura del Barranco de Valdezarza y el Barranco del Arca, reinaba una gran extensión de tierra húmeda para la siembra y plantación que alimentaba a toda la población de Ambite. Seguramente un campo único en el Páramo Hispano. En cambio; por mucho alarde que se hacía desde la Colmena por sus fuertes muros y tecnología, prácticamente todo a su alrededor estaba seco y contaminado, un montón de hierba muerta, huesos de animales perecidos por el frío y el hambre, por la poca agua contaminada, y por la polución que invadía sus pulmones.
El vehículo se dirigió al edificio marcado con las letras en rojo de «Bloque B», la compuerta lateral del edificio se abrió, y una gran rampa que se adentraba en la profunda tierra les conducía a un lugar que Cristofer jamás había pisado: el gran garaje militar de la Colmena. Pudo ver decenas de vehículos que parecían estar blindados y equipados con torretas, motocicletas, jet packs, perforadoras, vehículos de gama alta, lanchas ancladas al techo, y una gran variedad más de vehículos y tecnología que desconocía, pero lo que más le sorprendió, fueron tres tanques perfectamente cuidados.
Aquello dejaba de ser un garaje enorme para convertirse, a ojos de Cristofer, en una ciudad subterránea de vehículos militares. Por fuera, la Colmena parecía un lugar en decadencia viendo a los ciudadanos de la entrada, pero después de observar tal magnitud de material militar, comprendió que después de la Gran Guerra se habían preparado y blindado hasta los dientes, cosa que demostraba que Unai era un obseso de la seguridad, o por lo menos, un amante de la guerra.
El vehículo se paró casi a la mitad.
—Arón, avisa de la grieta y del agua que mana de Arganda del Rey, que lleven una docena de soldados y trabajadores, que marquen la zona para que todos sepan que es propiedad de la Colmena, vallad el nuevo acuífero y comenzad a sacar el agua —Se quitó el casco protector y el pasamontaña—. Llama a Julio, quiero que se haga allí la decantación; cloración; filtración, todo. —Se comenzó a quitar el chaleco antibalas—. Lo más seguro es que montemos allí un gran campamento y portemos el agua ya totalmente potable a la Colmena y el Ruedo. —Arón asentía con la cabeza—. Tebas, tu aparca el vehículo y nos vemos en dos horas en el B42.
—Hecho, Bi —dijo Tebas.
—Tú te vienes conmigo —Bishop señaló con el dedo a Cristofer.
—¿A dónde? —preguntó Cristofer.
—Cállate y baja —replicó Arón.
«Coincido con el gordo, cállate, cerdito»
Cristofer y Bishop bajaron, salieron del enorme garaje, y nuevamente le arroyó aquella mezcla de olores agradables.
Gasolina y neumáticos quemados. Adoraba el olor a gasolina.
—No te separes y camina ligero.
Cristofer aceleró el paso, pero las zancadas de Bishop eran largas y firmes, y le tocó acelerar hasta llegar al punto de ir dando ridículos saltitos para alcanzarlo.
Los soldados que se interponían por el camino iban apartándose, y erguidos, saludaban con un gesto militar.
—Puede que ya hayas estado aquí, o no, me da igual, solo presta atención. —Salieron del enorme garaje y Bishop comenzó a señalar todo a su paso—. Ya has visto el garaje, está bajo el Bloque B, en su interior ya sabes lo que hay, la parte de arriba es algo que no debe importarte. Por allí, —Señaló—, se encuentra el Bloque C, donde viven los militares y por lo cual no se te ha perdido nada. Ese otro es el Bloque A, vivienda de Unai, y en los edificios colindantes viven los «privilegiados».
—¿Privilegiados? —preguntó Cristofer mientras mantenía el trote.
—Allí, —Siguió señalando—, tienes el Bloque Z, la zona de trabajadores, donde vivirás tú.
—¿Con trabajadores? ¿No sería más seguro en el Bloque A?
«Adoro cómo te ignora»
—Dentro del Bloque Z hay una zona especial para Rabdomantes.
—¿Rabdomantes? ¿Así que hay más como yo? —El corazón le dio un vuelco y comenzó a sudar.
—Claro, no eres único en el Páramo Hispano.
A Cristofer no le gustó nada la idea de tener competencia, y mucho menos alguien que sepa de verdad como encontrar agua. Durante mucho tiempo pensó que en la Colmena la existencia de Rabdomantes era falsa, un simple juego para competir con la única Rabdomante, y que se mantenían buscando pozos mediante excavadoras y la suerte de encontrar agua potable bajo tierra.
—Cuando entres al Bloque Z, irás acompañado de un escolta, bueno, todo el día se te asignará un escolta.
—¿Corro peligro en la Colmena?
—No. —Bishop se lo pensó unos segundos antes de proseguir con su respuesta—. ¿Por parte de ciudadanos de aquí?, no. Pero nunca se sabe quién puede infiltrarse e ir a por vosotros.
—Infiltrarse…, ¿quién podría infiltrarse en la Colmena? Es imposible cruzar esas puertas.
—¿Has visto esas colas de ahí a fuera? Con el pago ya estás dentro.
«Penoso», fue la palabra que le vino a la mente a Cristofer.
Era realmente penoso que un lugar completamente hermético, incluso para gran parte de la radiación, se viese tan expuesta de esta manera. Unai dejaba sus funciones de protector por los suelos.
—¿Qué ha sido de «los protectores» de la Colmena?
Bishop soltó una carcajada. Era la primera vez que Cristofer lo veía con una cara que no mostrase seriedad.
—Protectores…, hace mucho que se transformaron en sanguijuelas.
El corazón de Cristofer se encogía por momentos, notaba una presión asfixiante, y el asma volvía a surgir. Saber que debía mantener en secreto su falsa dote, y a parte, tener la posibilidad de ser perseguido por alguien de fuera, le dejaba intranquilo. Más que protegido en este colosal edificio, se sentía atrapado sin posibilidad de huida. Si alguien descubría que él fue responsable de lo de Karina…, lo más seguro es que acabasen tomando represalias. Por suerte, para Cristofer, su cómplice y único informado de todo estaba muerto.
—Y aquí, lo que es el corazón de la Colmena, el Bloque R —dijo Bishop.
Cristofer observó que después de tanto tiempo, aun sufriendo el Quebrantamiento y la Gran Guerra, aquel coloso edificio de miles de metros cuadrados seguía en pie, inexpugnable, con vida en su interior. Ni las bombas, ni los terremotos, ni el mal cuidado por parte de sus ciudadanos ejercieron el suficiente poder para derrumbar aquellos muros interiores.
Atravesaron los arcos que formaban la entrada del Bloque R, cruzaron salones repletos de tenderetes de todo tipo. La zona estaba colapsada por personas que mercadeaban, mientras otros, simplemente veían las horas pasar, algunos en pie y otros enfermos, apestados que, tumbados en el suelo, agonizaban y eran ignorados como cualquier mero objeto inservible. Tan contaminados y podridos que ninguna peste o enfermedad era capaz de prosperar en aquellos cuerpos. El olor del sudor, excrementos y sangre, penetraba tan fuerte en la nariz como lo haría el amoníaco con su letal punzada.
Cristofer intentó memorizar los giros de pasillo con la mano puesta en la boca intentando evitar las arcadas, y por un momento recordó su encuentro con el Sacadientes de largos brazos. Eran demasiados, demasiados pasillos que recordar, incluso con señales escritas en la pared, cualquiera que no hubiese pisado la Colmena en años se perdería por dentro. La colosal Colmena estaba a la altura de las historias que contaban sobre ella, un mundo dentro de otro mundo, y aunque varios años atrás él era uno de ellos, jamás se adentró tan profundo como para ver los horrores que guardaban estas paredes. La manzana a la que todo el mundo querría hincar el diente, estaba repleta de gusanos.
—Aquí no te pares, Cristofer, no me gusta cruzar por esta zona, pero recortaremos camino. —Los ojos color gris de Bishop se clavaron en los negros ojos de Cristofer, las palabras que pronunciaba parecían ir muy en serio. El rostro de Bishop se tornó agresivo e intimidante.
Cristofer observo que en este frío y mugriento lugar escaseaban los militares de la Colmena. Formaban un grupo de tres, agrupados como perros atemorizados escondiendo su rabo entre las piernas. Se juntaban por cada esquina cercana a una de las salidas y entradas. La sala era enorme y parecía estar regida por un gigantesco hombre barrigudo con tirantes y nariz gruesa, que dejó de carcajear con sus clientes al ver pasar a Bishop.
Sus miradas se cruzaron.
Las pisadas de Bishop eran fuertes y decididas, las de Cristofer, torpes y temblorosas.
La cara de aquel gigante cambió, sentado en un trono de madera desgastada, decorado con manchas de lo que parecía ser sangre, y en sus extremos más altos, unas cabezas reducidas adornaban la madera. El gigante se puso en pie. Los ojos de Cristofer se agrandaron ante tal magnitud, y más cuando los amenazantes ojos, ojerosos y de abundantes cejas, se posaron en él. Una electrizante sensación viajó por todo su cuerpo, la piel se le erizó, y sin poder controlar su cuerpo, agachó la cabeza instintivamente y siguió caminando.
—Esta es zona del Carnicero —mencionó Bishop—. No se te ha perdido nada aquí.
Cristofer asentía con la cabeza, y de alguna forma se alegraba que le prohibiesen ir por aquella zona, se preguntaba quién sería ese hombre como para provocar tanto miedo y respeto entre los soldados de la Colmena.
—¡La mejor carne del Páramo Hispano al mejor precio, compren manos y no sean necios! —gritó con profunda voz el Carnicero.
La gente comenzó a reírse, pero Cristofer no lo entendió hasta que centró su mirada en las muestras de comida y carteles de oferta. La presencia del Carnicero era tan fuerte que no se había percatado de qué tipo de carne estaban ofreciendo allí mismo: muslos; piernas enteras; pectorales; brazos y manos. En gran parte, extraído de cuerpos humanos.
Al pasar ya la mitad de la sala, pudo vislumbrar de reojo una puerta entreabierta en el centro del tenderete del Carnicero, y más allá de aquella puerta, que parecía ocultar una sala de congeladores industriales, vio como alguien maniatado y colgado le clavaba una mirada de agonía y terror.
Sintió como una gota helada recorría su espalda, y de un gran saltó se pegó aún más a Bishop.
«Estás cagado», se carcajeo la Boca.
Ya se había acostumbrado a comer insectos y comida enlatada. Era difícil ver deambular animales sanos por el Páramo Hispano, los herbívoros no tenían con que pastar, y los depredadores no tenían herbívoros que cazar. Pero años atrás, cuando deambulaba por Ambite, pudo disfrutar de algún que otro pedazo de carne animal, pues allí se les daba muy bien mantener los criaderos a pesar de que la fauna animal llegase casi al borde de su extinción. Durante un corto tiempo de paz, la Colmena de Julen y Ambite intercambiaron energía por carne fresca.
—¡Carne, carne para todos! —seguía gritando el Carnicero.
Aquella imagen de cuerpos desmembrados le impresionó. Era evidente el canibalismo a las afueras de la Colmena, y que en la nueva era de la humanidad no había mucha cosa que llevarse a la boca, incluso él, habiendo tenido que traicionar o alimentarse de su propia carne para sobrevivir, sabía cuál era el sabor de la carne humana. Pero el escenario tan tétrico que se le ofrecía a la vista y ver con que normalidad pedía la gente su ración de carne le revolvía el estómago. Le impactaba ver aquella estampa donde personas pedían raciones de otras personas, donde podían elegir que acompañamiento y sazonado llevaría su próximo bocado.
—¡Bienvenidos al juego de ratas! —gritaba un hombre delgado y bajito con un rotulador en la mano simulando ser un micrófono.
A Cristofer le llamó la atención, aquella parte del salón estaba posicionada justo en una esquina donde varias personas formaban un círculo mientras abucheaban a los participantes.
—¡Hoy tenemos con nosotros a dos ladrones que no han podido controlar sus ansias de meter sus narices donde nadie les llama! —El hombre, maquillado con líneas diagonales en la cara, y vestido con falda y tacones altos, se mojó los labios con una copa repleta de algún líquido granate, y prosiguió con el discurso—: ¡Por eso fueron sentenciados a servir como alimento para la Colmena! ¡Pero mirad, que puto asco, su piel está contaminada y llena de pústulas enormes, ni sus huesos sirven para hacerse un caldo! —La gente se rio—. ¡Por ello, necesitamos cinco preciosos voluntarios que sepan lanzar cuchillos!
Cristofer seguía caminando junto a Bishop, pero no apartaba la mirada de aquella zona.
—¡Es sencillo! Tenéis un minuto, quien reviente más pústulas a esos desvergonzados será el ganador del gran premio: ¡cinco viales de VK18 y tres trozos de la mejor carne del mercado! —La gente aplaudía—. O también una noche conmigo puede ser el premio —dijo entonando una voz sensual. Reían.
«La VK18, oh, qué tiempos aquellos», sintió el
desagradable y caliente suspiro de la Boca en su nuca.
«¿La VK18 sigue activa?», pensó Cristofer.
La gente gritaba enloquecida, absolutamente todos levantaban la mano.
Le sorprendió que, una droga que extinguió a los dragones de Komodo, que sumió a la humanidad en una crisis global de miseria y enfermedades sin precedentes, más que cualquier otra droga que haya existido en la historia, hubiese sobrevivido a todo y la estuviesen regalando con tanta facilidad. ¿Cómo extraían el veneno de Komodo si ya no existía?
Con un silbido muy molesto un soldado de la Colmena se unió a ellos dos.
—¡He jefazo! ¿Vas a ver a Unai? —preguntó el soldado.
—¿Qué haces por aquí, Abel?
—Haciendo mis compras del mes. —Soltó una risa maliciosa.
—Tus compras, claro. —Bishop arqueó una ceja.
Abel se frenó en seco y se giró hacia Cristofer alargando el brazo y colocándole la mano en el pecho.
—¿Qué haces siguiéndonos? —dijo mientras con la otra mano hacía el gesto de sacar el arma del cinturón.
—Tranquilo, viene conmigo. —Le frenó Bishop, apartando el brazo que sujetaba a Cristofer.
—¿Este engendro va contigo? —Abel miraba a Cristofer con aires de superioridad mientras lo analizaba de arriba abajo.
—Si, Unai querrá saber de él —respondió Bishop.
—¿Y qué querrá Unai de tan poca cosa?
—Abel, nos une una amistad de varios años, pero no sé si estás preparado para saberlo.
—Claro que sí, capitán. —Abel volvió a mirar a Cristofer de forma despreciable—. ¿Qué esconde esta poca cosa?
Es nuestro nuevo «buscador» —susurro casi sin separar los labios.
—¡Joder! Otro más para la colección —gritó Abel, llevándose una mano a la cabeza. Pero viendo que llamaba mucho la atención siguió el gesto estirando el brazo y bostezando disimuladamente.
Bishop le hizo un gesto con la mano a Cristofer para que siguiera andando, y salieron del gran salón.
—Bien, muy bien, la cosa va mejorando. —Abel le dio una palmada en la espalda a Bishop e hizo un gesto de saludo militar—. Nos vemos más tarde capitán, tengo cosas que hacer. —Giró la mirada hacia Cristofer—. Y tú, poca cosa, encuéntranos agua.
«Raja esa garganta, así encontraremos
agua de mi color preferido»
Abel se marchó tan raudo como vino, con andares de superioridad y soltando por sus secos y agrietados labios un molesto silbido que entonaba en forma de canción.
—Pesado —susurró Bishop—. Vamos, no quiero perder más tiempo en esto.
Se pusieron en marcha y continuaron varios minutos más por unos laberínticos pasillos repletos de habitaciones.
Tras el largo recorrido, llegaron a un salón donde cinco militares custodiaban una extraña puerta.
Cristofer escuchó golpes y rugidos tras la puerta, y su corazón comenzó a acelerarse, sabía que ser un Rabdomante en la Colmena era garantía de supervivencia, pero el ruido al otro lado le inquietaba.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó, visiblemente inquieto.
—Unai.
Los soldados que custodiaban la puerta se apartaron con la llegada de Bishop y, Cristofer, pudo observar la exagerada y ostentosa puerta que le separaba de su nuevo «patrón», una puerta completamente hecha de oro con diamantes incrustados.