Chereads / El Quebrantamiento / Chapter 10 - Capítulo 9

Chapter 10 - Capítulo 9

Le costaba mantener el equilibrio, sentía que la coordinación de las piernas no era correcta, notaba como el líquido que daba vida a su cuerpo recorría por todas partes con intensos bombeos. Su agudeza auditiva le permitió escuchar como Unai se dirigía a aquel desconocido como «Rabdomante». Y no le pasó desapercibido el detalle de como ese enjuto hombre se aferraba a aquel objeto punzante. Un nuevo sospechoso encabezaba la lista.

«¿De dónde ha salido?», se preguntaba Héctor mientras intentaba recuperar la calma.

Apoyado con una mano en la pared ya fuera del nido del amo, repasaba con la mente su lista, y ninguno de los siete sospechosos que investigaba había provocado tal inquietud en él, y es que al ver y reconocer por completo el puñal de Karina que el Rabdomante agarraba con su mano, supo que aquel desarrapado era el indicado, y que ninguno de los presentes en aquel lugar, era consciente de quien había sido la anterior dueña de aquel extravagante puñal. Era una ventaja sobre los demás que solo Héctor parecía tener, y por un momento, se alegró de la desconfianza de la Rabdomante.

Karina no era una persona que se jactase de llevar armas tan singulares, a pesar de ser una gran luchadora y reconocida no solo por su don de sabuesa, sino por sus rápidos y letales movimientos, era una mujer muy desconfiada y recelosa de enseñar sus ases bajo la manga, pero en alguna ocasión, en pleno frenesí de la batalla, Héctor pudo comprobar con sorpresa como Karina pasaba de la desventaja, a sacar armas de entre sus ropajes que cambiaban el transcurso de la pelea, dejando ver en una de aquellas ensangrentadas batallas, el puñal de lapislázuli con rubís incrustados.

Ahora su dueño era otro, un hombre raquítico y acojonado que temblaba ante la presencia de Unai, y que solo parecía salvarse por su don.

Héctor volvió a sentir la calma en su cuerpo, una calma que le transmitía de nuevo el control de sus acciones, y aunque ahora su cerebro procesaba decenas de posibilidades, decenas de situaciones en las que poder recuperar el puñal, solo concebía una pregunta que inquietaba su futuro: ¿El Rabdomante será el nuevo portador del libro?

Sus pasos aligeraron hacia el cuartel de comunicaciones, las tormentas y la radiación del Páramo Hispano provocaba que las conexiones fueran lentas, y que, con suerte, alcanzaran a enviar algún que otro mensaje al Ruedo. Las antenas eran un constante problema a la hora de comunicarse, no aguantaban mucho tiempo en pie a causa de los excesivos temblores del Páramo Hispano, o las fechorías de los Sacadientes. Era evidente y no se podía negar que esos demonios del Páramo Hispano no tenían miedo a nada, aunque no dudaban en retirarse si veían su vida peligrar. Por alguna razón habían perdido aquel sentimiento que podía paralizar a cualquier otra persona, y era tal su descaro, que se atrevían a desenfundar sus anticuadas y oxidadas armas, y lanzarse en grupo de media docena de Sacadientes, para desmembrar a los soldados de turno que custodiaba el campamento alrededor de la antena. Esto ya lo sabía Unai, así que ordenaba entre risas, enviar a los pobres desgraciados que no daban la talla como soldados leales, y los abandonaba a su suerte en un campamento de antenas desprotegido, con las armas y las balas justas, que muchos, usaban para volarse los sesos cuando escuchaban el ulular de los Sacadientes.

Para Héctor, la faena se le acumulaba al igual que los problemas. Colocar al Rabdomante como cabeza de su lista, le obligaba a retroceder y repasar uno por uno los anteriores nombres, descartando sospechas sobre su posible participación en el asesinato. Nombres como Jorge, al que apodaban el «Paraca», y al que escuchó hace dos semanas fardar con otros hombres: «Esa zorra, se me puso chula y le tuve que dar la lección de su vida, me tiré encima y la apuñalé una y otra vez, la muy hija de perra, se creía especial. Se las daba de señora y no tenía nada encima, ni una Corona». Al saber que el nuevo Rabdomante de la Colmena portaba el puñal de Karina, lo más seguro es que el Paraca estuviese hablando de otra mujer. Por el camino, estuvo tentado a desaparecer entre los laberínticos pasillos de la Colmena, y enviar una abeja mensajera con el nuevo nombre de la lista que realmente les sorprendería a todos. Pero pensó que no era el momento adecuado de desvelar dicha información hasta estar seguro del todo. ¿Y si ese tal Cristofer simplemente se encontró el puñal? ¿Y si lo llegó a comprar en el mercado? Si fuesen ciertas las dudas de Héctor, no podría recuperar el libro y quedaría en ridículo ante el consejo de Ambite. Lo más seguro es que quedase relevado como número III, en el grupo de los Agentes Maquinales de Ambite. No podía arriesgarse, necesitaba más información.

La destreza de Héctor pasando por los laberínticos pasillos demostraba por qué fue el elegido para infiltrarse en esta fortaleza. Una memoria envidiable para recordar con facilidad largos y confusos pasillos, donde el cambio era constante en los ciudadanos de la Colmena, menos en el mercado y en el Bloque R, donde las cosas cambiaban bien poco. Algo que no sabían en la Colmena, es que, durante meses, y antes de la guerra por el Páramo Hispano, algunos estudiosos de Ambite se dedicaron a recorrer todos esos pasillos, memorizando y dibujando puerta por puerta todos y cada uno de aquellos bloques de la fortaleza, incluso en su gran mayoría, indicando en aquel entonces quien vivía en aquella zona. Con el tiempo, llegaron a idear una similitud de código morse marcando señales en los azulejos de las esquinas superiores de cada pasillo, donde indicaban la dirección de cada lugar importante del bloque, y a cuantos pasillos y giros quedaba con exactitud. Para Héctor, era imposible perderse. Lo tenía grabado en su cerebro como una copia de seguridad almacenada en la nube. El camino siempre estaba disponible.

Tras varios minutos de recorrido, se dio cuenta de la gran fuente de información que podría ser aquella persona que acababa de ver: Arón. Héctor, sabía exactamente que pelotones partían de misión de reconocimiento aquella mañana, y recordó que los únicos grupos que marcharon de reconocimiento, y que eran los únicos que podían haberse encontrado con el Rabdomante, era exactamente el grupo formado por Linaria, Senecio y Buxus. Arón, ni cuando estuvo con la pierna vendada por un machetazo dejaba solos a sus compañeros: Tebas y su líder de grupo, Bishop.

—¡Arón! —Héctor levantaba la mano para indicarle su posición ante tanto gentío—. ¡Aquí!

Arón se acercó a Héctor con una clara desconfianza.

—No pienso cubrir a nadie más —dijo amenazando con el dedo índice—. Soy demasiado bueno, pero ya me tenéis hasta los cojones con vuestros cambios de guardia.

—No es eso, no necesito que me cubras.

El perro inseparable de Arón erizó el pelo de su lomo, alargó sus puntiagudas orejas y gruñó.

—¡Tule! ¿Qué mierdas te pasa otra vez? —Arón miró al perro, extrañado—. Tío, Héctor, mira, no le caes bien, ya van tres veces que te hace eso.

Héctor se encogió de hombros, y mostró las palmas de sus manos en un gesto de precaución.

—Tranquilo Tule, no te voy a hacer nada.

—¡Tule! ¡Siéntate! —Arón esperó unos segundos, pero el perro seguía igual—. Joder…

Héctor retrocedió lentamente.

Arón se desató la correa de la cintura y la unió al arnés del perro. Pegó un tirón hacia él.

—¡Ya basta! —Sacó un trozo de galleta de su bolsillo y se la dio al perro, que se relamió y la engulló sin darle bocado.

Héctor se fijó que todos a su alrededor los miraban. Arón también se dio cuenta.

—¿Qué miráis? ¿No tenéis nada mejor que hacer? —El gentío volvió a sus quehaceres y les ignoraron—. Será posible…, sapos.

—Creo que más que mirarnos a nosotros dos, miraban al perro, estoy seguro de que querrían comérselo.

—Que lo intenten, les cortaré el cuello —gritó Arón.

Héctor no pudo evitar sonreír ante el griterío de Arón y su gesto de desquiciado mental, pero la sonrisa se le quitó al ver de nuevo la actitud del perro.

—Bueno, ¿y que querías entonces? —preguntó Arón dando tirones al perro para que se calmase.

—Ah, sí. Tú venías en el grupo de reconocimiento de esta mañana, ¿cierto?

—Si, ¿qué pasa con eso?

—Nada, es…, una duda, sobre el Rabdomante.

Aron le interrumpió con una fuerte palmada.

—¡Joder! Que rápido vuelan las noticias.

—Solo tengo curiosidad por saber quién es, ha ido directo a Unai.

—¿Y cómo no? Siendo un jodido Rabdomante.

—¿Lo ha demostrado?

—Con litros de agua.

—¿Es de fiar? —Su semblante era serio.

—Ni idea, solo sé que a partir de ahora va a vivir de puta madre, como el cabrón de Bautista.

—Ya… —Héctor se llevó la mano a la barbilla.

—¿Por qué te interesa tanto ese esmirriado? —preguntó Arón con una ceja arqueada.

—Por nada, solo que, es un Rabdomante, no se encuentran tan fácilmente. 

—Qué quieres que te diga chico, tengo olfato para encontrar oro —Sonrió.

—Oro un poco desgastado.

—Ya, da asco verlo, ha debido deambular por el Páramo Hispano durante mucho tiempo. —Arón sacó otra galleta de su bolsillo y se la zampó de un bocado, y el perro, ladeando la cabeza, se quedó mirándolo durante unos segundos hasta volver a su antigua posición de agresividad—. Pero he encontrado un Rabdomante, lo que le pase luego no es cosa mía, como si se muere de hambre.

—¿Y por qué estará así? ¿De dónde ha salido?

—Pues verás, en realidad fue gracias a mí. —Se señalaba la sien con el dedo índice, orgulloso de aquella decisión—. Le dije a Tebas, tira para allá, para el sudeste. —Señalaba con la mano—. Tenemos que ir al río Jarama, tiene muchos kilómetros y su función como río es purgarse una y otra vez, quizás haya vuelto agua en buen estado.

Héctor se mantenía callado, esperando que siguiera. Pero Arón solo mantenía su mirada distraída.

—¿Y entonces? —preguntó Héctor, impaciente.

—Ah, pues nada, el río seguía más seco que las comisuras de los labios de un abuelo. —Su propia frase debió de hacerle pensar en las comisuras blanquecinas y pegajosas de los abuelos, porque la cara que puso Arón fue de un completo asco.

—Ya, pero, ¿allí encontrasteis al Rabdomante?

—¡Que va! No, Bishop se enfadó por mi cabezonería, ya van cuatro veces que les hago ir a comprobar el río y todo sigue igual. —Se le escapaba una risita nerviosa—. Pero les dije, ya que estamos por la zona, comprobemos la Poveda o la Serna, pero nada, la mayoría de la edificación de aquella zona estaba derruida.

—Y allí estaba el Rabdomante, ¿no?

—Tampoco.

—Joder… —Negaba por lo bajo.

—Tranquilo tío, las historias desde un principio.

—Vale, pero te he preguntado por el Rabdomante, no por tu viaje por el Páramo Hispano.

—Bueno, pues si no te interesa mi historia, me largo.

Aron se giró para marcharse, pero Héctor le frenó agarrándole del brazo. Lo soltó con rapidez, pues el perro ya estaba a punto de abalanzarse sobre él.

—Perdona, tienes razón —dijo Héctor sin apartar la mirada del perro—, entiéndeme que la noticia de un nuevo Rabdomante me cause esta prisa por saber de dónde ha salido.

Aron suspiró.

—Te entiendo, me pasó lo mismo cuando le encontramos. —Carraspeo—. No sé por qué, corría como un desquiciado, haciendo movimientos raros con un cuchillo o algo que portaba en su mano, no alcancé a verlo bien por los prismáticos, corría por las afueras adentrándose a Arganda del Rey, fue allí donde lo encontramos.

—¿Arganda del rey? —Sus ojos torcieron a la esquina superior izquierda.

«Muy lejos de Ambite…, aunque hace semanas del asesinato de Karina», pensó Héctor.

—Si, recuerdo haber ido en una ocasión a aquella localidad, bastante devastada y desolada, solo había escombros y algunas pequeñas casas en pie junto a la plaza. —Movía la cabeza negando—. Pero ese cabrón…, ese cabronazo nos llevó hasta una grieta enorme que antes no estaba, una grieta donde rebosaba agua. Que, por cierto, se veía bastante pura.

—¿Así que es otra joya de Unai?

—Si, un cabrón con suerte.

Héctor se acercó más a él. El perro gruñía aún más.

—Y dime, ¿traía consigo algo más a parte de su increíble don?

—¿A qué te refieres?

—No sé, alguna cosa que destacase, que no fuese «normal».

—Bueno, ahora que lo dices…, el tipo llevaba consigo un puñal muy guapo.

—¿Y dijo donde lo consiguió?

—No.

—¿Llevaba algo más?

—Tío, yo que se, parece un interrogatorio. —Volvió a pegar otro tirón al perro—. Bueno, si eso es todo yo me voy largando, que tengo cosas que hacer y, además, a Tule no le agradas mucho.

—Si, yo también tengo cosas que hacer, perdona, y gracias.

Arón elevó su mano y se perdió junto al perro entre toda la multitud.

«Arganda del Rey…», pensó Héctor.

Siguió su camino hacia el centro de comunicaciones, sin poder parar de analizar los pasos del Rabdomante. Se arrepentía de no haberse unido al pelotón de aquella mañana, de haber negado su participación con una excusa barata, para así poder quedarse en la Colmena e investigar otra pista que resultó ser una completa decepción. Para el colmo, Ambite seguía sin Rabdomantes, y la Colmena, sumaba otro más. A Héctor le atemorizaba saber que tendría que enviar una abeja mensajera con aquel detalle.

Neones a toda potencia que alumbraban una pequeña cúpula dentro del recinto, el vaivén de personas con folios en sus manos, registrando cada palabra que asomaba por sus desgastados auriculares. «La gente quemando libros para no congelarse en el Páramo Hispano, y estos aquí anotando cada tontería que sueltan sus soldados por radio. Unai debe de estar verdaderamente acojonado de que lo traicionen», se dijo Héctor, mientras le invadía el característico sonido de varias radios que buscan una frecuencia con la que conectar. «Si supiesen la de falsos mensajes que enviamos para crear discordia entre ellos…», reía por lo bajo. 

Ágiles dedos tecleando sin parar, ordenadores fundiendo al máximo las baterías Julen. La producción de chivatos iba viento en popa. Y Héctor, como un aligátor sumergido, dejando asomar palos sobre su cabeza, a la espera de que su presa decida anidar en él. 

Detectó a su preferida, la más rápida y precisa de todo el recinto.

—Abril, necesito que envíes un mensaje.

—¡Hola, he! —dijo Abril, girando el cuello y dejando ver que, ofendida, arqueaba una ceja.

—Si, perdona, hoy no estoy en mi mejor momento, la cabeza me da…

—Dispara —le interrumpió.

—¿Qué?

—Que me digas el mensaje, tengo mucho trabajo. —Con las cejas completamente arqueadas, dio medio giro en su silla ergonómica, la mujer gesticulaba con sus dedos simulando apretar las teclas de un teclado de ordenador—. ¿Qué quieres que envíe?

Héctor cerró los ojos y se puso las manos en la sien. Escuchó el resoplido de impaciencia de Abril. Recordó el número sesenta.

—¡Ah! Si, sesenta. Necesito que envíes este mensaje: Por orden expresa de Unai, la Colmena solicita el sesenta por ciento de la producción en un plazo de siete días como máximo.

Abril le interrumpió con un sonoro «¿qué?», y con cara de incredulidad. Héctor se encogió de hombros.

—¿Estamos locos o qué? —Abril se levantó y le dio toques con el dedo índice en el pecho—. No podéis quitarle tanto al Ruedo, ¿estáis mal de la cabeza? —Seguía dándole con el dedo y desplazándolo hacia la entrada de la cúpula—. ¡Locos, todos locos! ¿Sesenta? 

—Yo no… —intentó decir Héctor, pero Abril se negaba a escuchar.

—Tengo familia allí, joder. Ya tienen dificultades para llenar el estómago con todo lo que se lleva ese tipo. ¡Son ochocientas personas! ¿De qué van a comer si les quitáis el sesenta por ciento de la producción? ¿Os creéis que por tener las baterías y los acuíferos sois mejores, o que podéis hacer lo que queráis?

—Soy un mandado, solo recibo órdenes. —Seguía encogido de hombros.

—¡Eres un idiota, Héctor, eso es lo que eres! Y me da igual que el imbécil de Unai me escuche en sus estúpidas grabaciones de enajenado, no podéis hacerle eso a la gente del Ruedo.

—Por favor —Héctor gesticulaba pidiéndole más discreción.

—Me la suda, estoy harta, asqueada, esto es una mierda, insufrible, cada día la misma porquería —Sus lágrimas brotaban por unas mejillas enrojecidas de rabia—. Cada vez quiere más.

Héctor suspiró abatido, cabizbajo. 

—No podemos permitir más tiempo todo esto, no puede hacer lo que le venga en gana. Somos personas.

—Si que puede, Abril. Puede hacer lo que quiera —susurró.

—Mientras se lo permitamos. —Se giró dirigiéndose a su silla ergonómica—. Dile a ese hijo de puta que el Ruedo recibirá el mensaje, y que se vaya a la mierda.