El eco de aquellos atronadores golpes tras la puerta retumbaba en su cabeza, como el padrastro que golpeaba la puerta con la intención de darle una reprimenda a base de silbidos cortantes de cuero. Cristofer, tembloroso, esperaba con una mezcla de expectación y miedo a la apertura.
El esfuerzo de Bishop por mover todos esos quilates era evidente, y el ruido de los ejes de la puerta ensordecedor. Con el peso de aquellos quilates, el marco y las bisagras habían cedido, y en el suelo se formaba una media luna de marcas amarillentas. Por un momento, a Cristofer, le pareció estar en frente del portón de una gran mansión antigua o un castillo abandonado por las idas y venidas de la guerra, abandonado por décadas al inexorable deterioro del tiempo.
La luz del interior le cegó por un momento. Cuando recobró la vista, le asombró ver el interior de aquel lugar; un entramado de kilómetros de cables se cruzaba de un lado a otro cubriendo gran parte del techo. Los neones, desprendían luz diurna, y rodeaban las molduras de las cornisas interiores de toda la sala, ocupando también todos los zócalos. Aquella sala carecía de ventanas, en su lugar, cuadros de las ciudades más reconocidas de antaño. Todo tipo de aparatos electrónicos en pleno funcionamiento, televisores de gran pulgada que retransmitían deportes; noticias de periodistas ya fallecidos; pornografía; escenarios de guerra, y grabaciones de cuando el mundo aún estaba vivo. Sintió el frescor en aquella sala, donde algún aparato regulaba la temperatura. Sus fosas nasales se abrieron al máximo, un olor agradable y dulce le inundaba, y a la vez, de fondo, se mezclaba con un nauseabundo olor metálico. Lo reconocía, era sangre. Localizó con la mirada de dónde provenía el olor más potente, un carrito repleto de comida y todo tipo de bebidas alcohólicas. Las pisadas de sus destrozados zapatos se hundían en alfombras esponjosas de piel de animal. Al fondo, una gran mesa de cristal rodeada de tronos de madera. Eran tantas las comodidades de aquella sala, tan largo etcétera de lujos por los que cualquiera de ahí a fuera mataría, que ya se había olvidado del retumbar de aquellos golpes.
—Unai —dijo Bishop.
No hubo respuesta.
Bishop chasqueó los dedos cerca de la cara de Cristofer. Cristofer se sentía como si hubiese estado hipnotizado. Recobró el sentido de su cuerpo y comenzó a moverse. Fue entonces cuando localizó el origen de los golpes. En el fondo a la izquierda, tras una lona de plástico casi transparente —de no ser por las manchas de lo que parecía ser sangre— unida a un raíl que cubría aquella esquina estaba él: Unai.
Cristofer volvió a la realidad de la situación por la que estaba en aquella sala. Los golpes y rugidos no cesaban, con la diferencia de que ahora, Cristofer sabía a lo que Unai estaba golpeando: la sombra difuminada tras el plástico de una persona desnuda, colgada de los pies, y que emitía un leve quejido.
Olor a metal. Olor a sangre.
—Unai —Bishop alzó la voz.
Los golpes cesaron, y una mano ensangrentada corrió la lona.
La piel de aquella persona colgada se veía arrugada y morada como la remolacha, algunas partes agrietadas e hinchadas por los constantes golpes que había recibido. Supuraba sangre por todas partes. Cristofer no podía reconocer en qué lugar estaban los ojos o la nariz, la mandíbula desencajada traqueteaba con el intento de emitir palabras. Las manos de aquel saco de boxeo humano habían sido cortadas y vendadas. Cristofer no supo adivinar si fue para evitar un desesperado ataque por salir de aquella sala, o simplemente se las amputaron por pura diversión. Los pies, a punto de estallar por la acumulación de sangre que había sido cortada por aquellas cuerdas estaban ennegrecidos.
«¡Qué maravilla! Es todo un artista»
«¿Cuántas horas llevará ahí colgado?», se preguntó Cristofer, y se extrañó de que su primera y única pregunta fuese aquella. ¿Qué importaba las horas? ¿No era más lógico pensar el posible motivo por el que estaba ahí para así evitar ese error en un futuro? Su cerebro colapsaba por momentos ante tal salvajada.
Pudo ver por fin la cara de su nuevo «señor». Unai, mostraba un gesto de satisfacción y superioridad.
—Traedme a otro. Este está acabado —ordenó Unai.
Unai estiró los brazos hacía arriba y movió su cuerpo de un lado a otro haciendo crujir su columna vertebral, el sonido era desagradable y metálico, pero a él, parecía proporcionarle una sensación de relajación. Dio un paso hacia atrás y propinó una patada al saco de boxeo humano.
—¡Buen chico! —Se quedó de espaldas a todos, mostrando sus injertos metálicos en la columna.
Bishop parecía no poder soportar aquella escena; apretaba los puños con tanta fuerza que Cristofer vio como las venas le brotaban. Carraspeó.
—Unai —volvió a repetir Bishop.
—¡Amo! —Se giró enfurecido—. ¿¡Cuantas veces os tengo que repetir que me debéis llamar amo!?
Se acercó hacia ellos con la intención de atacar, con fuertes y largas pisadas, Cristofer retrocedió, y Unai, profirió un extraño rugido, pero su cara cambio cuando entrecerró los ojos y comprobó que quien le llamaba era Bishop.
Sonrió.
—Ah, mi trébol. —Buscaba con ansias a su alrededor—. ¿Dónde están? —murmuraba.
Cristofer, pudo ver por fin su cara bien definida; tenía una cara alargada, casi afeitada por completo, de no ser por la ridícula coleta que le colgaba del centro de su cráneo y golpeaba sus mejillas a la vez que giraba su cabeza bruscamente; destacaban varias incrustaciones de diamantes en su frente; sus cejas estaban afeitadas por líneas irregulares; el blanco de sus ojos ya no existía, pues se había inyectado algún líquido, el izquierdo de un color rosado, y el derecho parecía ser un verde fosforescente. En su pómulo había una flecha tatuada con la frase: «te veo». Nariz grande y labios pequeños tatuados con rayas negras. Los dientes, en su mayoría formados por colmillos de oro, le proporcionaban una sonrisa macabra.
Bishop se daba media vuelta y mostraba la palma de su mano izquierda señalando a Cristofer, pero Unai le interrumpió.
—¿Dónde están mis putas gafas? —susurraba.
—Tenemos otra nueva incorporación en la Colmena, una incorporación «singular» —interrumpió Bishop.
Unai se quedó en silencio, rascándose la barbilla y mirando atentamente durante unos segundos a Cristofer, se hurgó con la lengua entre los dientes y cruzó los brazos.
—Ve al puto grano.
—Él. —Volvió a señalar con la mano, algo que ya era evidente—. Estábamos en Arganda del… —Entraron interrumpiendo varios soldados cargando un nuevo saco de boxeo humano que parecía estar aturdido—. En Arganda del rey…, cuando…, vimos…, lo vimos… —Bishop parecía incapaz de conjugar una frase completa, Cristofer veía que su mirada se centraba en el saco de boxeo.
De una zancada rápida se acercó a Bishop, y dio varias palmadas delante de su cara.
—¡Espabila Bishop! En Arganda del Rey, ¿qué?
Bishop apartó su mirada del saco de boxeo humano y prosiguió.
—Le vimos a él, cerca de una grieta donde manaba agua. Parecía bastante pura, portaba consigo una vara de Rabdomante, aunque… —Unai lo interrumpió.
—¡Si! — Unai daba palmadas eufóricamente—. ¡La puta que te parió! ¡Mierdecilla, estás de suerte! —Era evidente la alegría en la cara de Unai, y sus gestos de victoria hacían presentir un buen augurio a Cristofer—. Por eso te rebauticé como Bishop, por eso estás al mando de estos idiotas.
«Apuñala a este bocazas»
—¿Tu nombre? —preguntó Unai.
—M-Me llamo —dijo, tartamudeando—, Cristofer.
«Me me me llamo mo mo, ¡eres patético!»
—Cristo, te manda Dios para multiplicar mis aguas. —La cara de Unai se iluminó, sus ojos, se abrieron como los de un búho. Parecía haber descubierto la respuesta a todo, el porqué de su existencia, el camino a seguir.
«Deberías estar contento, cerdito, alguien
que piensa que eres especial»
—Pues estate tranquilo, has ido a parar al mejor puto sitio del Páramo Hispano, de hecho, —Levantó el dedo índice—, has tenido suerte de no caer en manos de las putas cerdas del pueblucho de Ambite, allí habrías sido un desperdicio total, y tu don, sería inútil, ¡en cambio! —Respiró hondo—. Aquí, tienes protección total. —Le pasó una mano por el hombro, y deslizó frente a su cara la otra mano en un largo círculo que recorría la sala—. La Colmena está blindada contra la radiación, paredes gruesas recubiertas de macropartículas reforzadas de plomo —decía acercándose a la pared propinándole fuertes palmadas, Cristofer seguía su movimiento, zarandeado por Unai—, que hacen rebotar esa mierda gamma. —Unai se dio varios golpes en el pecho mientras exclamaba «¡sí!» en repetidas ocasiones—. Escolta las veinticuatro horas del día, o las veinte, las que haya, ¡ja!, comida, agua y lujo. —Su garra se soltó del hombro de Cristofer, se ajustó los pantalones—. ¿Quieres zorras? Si, seguro que sí, ¡yo te proporcionaré zorras! ¡Todas las que quieras! —Pegó su cara a la de Cristofer y susurró—: y lo mejor de todo es que ya ninguna puede quedarse preñada. —Se reía con fuerza sacando su amarillenta lengua.
«Por fin alguien que sabe
lo que necesito», Cristofer
notó como la Boca se relamía.
—Eso si enano…, puedo llamarte enano, ¿verdad?
Sintió como la Boca se carcajeaba.
Los demás soldados comenzaron a reírse a carcajadas. Hacía mucho tiempo que no le llamaban así, desde aquel verano de 2096. Cristofer, vio como el poderío de la industria tecnológica se apoderaba del mundo. Soberanía digital la llamaron. Un mundo bajo la autoridad del NOM, que ya vivía fusionado con la incorporación de los autómatas en gran parte de los trabajos a nivel mundial, y su puesto como jardinero pendía de un hilo, trabajando por un mísero sueldo, replantando, donde aquellas primeras «versiones domésticas» aún les era difícil acceder por su inestable coordinación en pendientes. Una época donde levantarse de la cama era un reto diario, donde su aspecto no era agradable a la vista, ni siquiera a la suya. Sumido en una gran depresión, se esforzaba cada día por asumir la miseria que le rodeaba, puesto que ya anunciaban que aquel trastorno mental no suponía un grave problema para la población, aunque ya alcanzase a más del 70% a nivel mundial. «No tendréis nada, y seréis felices a la fuerza». Su vida dio un cambio radical al anunciarse la última versión del J.C.J: los 5.4, autómatas capaces de adaptarse al terreno con un equilibrio perfecto, imposibles de diferenciar de un humano real. Cristofer no tardó en ser despedido, y viéndose en la calle, sin ni siquiera poder ser un apestoso mendigo al eliminarse el sistema monetario físico, rompió en llanto. Ahí fue cuando llegaron ellos:
—Tú, jardinero —dijo el niño más flacucho del grupo.
Cristofer, sentado, con su carta de despido mojada por las lágrimas, siguió con la mirada clavada en el suelo.
—¿Qué haces aquí sentado llorando? Estás ensuciando el suelo.
Cristofer seguía sin decir nada.
—¿Estás llorando porque eres un enano?
Los amigos del niño comenzaron a reírse.
Las manos de Cristofer temblaban. La Boca movió los dedos. Era como si un rastro negro inundase la pigmentación de su piel.
—Te estoy hablando a ti, e-na-no.
«Déjame un poco de control», susurró la Boca.
Estalló. Toda la rabia acumulada de injusticias en su miserable vida fue utilizada para acallar aquellos niños. Se abalanzó contra el burlón, lo agarró del cuello, y con desmesurada agresividad fue propinándole puñetazos hasta desfigurar aquella cara angelical. El niño no aguantó mucho en pie y cayó desplomado, pero, Cristofer, no paró, se colocó sobre el niño y siguió golpeando.
—¡Enano! ¡Enano! —Unai pasaba la palma de su mano por delante de la cara de Cristofer.
«Creo que es a ti», reía.
Cristofer supo contener su rabia, antaño había aprendido la lección con unas seberas consecuencias. Además, se preguntó si sería capaz de tumbar a Unai, su nuevo señor, del cual aún no se había percatado que estaba en buena forma, con brazos definidos y marcados.
—Preferiría que me llamases… —consiguió decir Cristofer antes de que Unai le interrumpiese.
—Me da igual. —Unai fijó su mirada hacia la cintura de Cristofer—. ¿Qué es eso? —Alargó su brazo y sacó el puñal de la cintura de Cristofer—. Vaya, empuñadura de lapislázuli con rubís incrustados y filo de acero, tu sí que sabes elegir un arma, enano.
Unai hizo varios gestos muy acrobáticos con el puñal, simuló que le apuñalaba y se lo devolvió, se giró hacia la mesa central de la sala, allí agarro un pequeño dispositivo que parecía ser una jeringa precargada en forma de vial, el cual se colocó en el vórtice rojo brillante marcado con dos franjas negras, lo encajó, y apretó la base exterior. El líquido naranja fue penetrando. Tras el instantáneo temblor de Unai y el espeso vapor anaranjado que exhaló por la nariz, Cristofer supo que aquello era el VK18, y que, en pocos minutos, Unai estaría alterado con un exceso de hiperactividad, y quizás, alucinaciones.
Cristofer apretaba con fuerza el puñal.
—Bien, Rabdomante —dijo Unai.
Cristofer se rascaba su descuidada barba cuando oyó entrar a otro hombre a la sala.
—Amo, los suministros del Ruedo están casi al tope —dijo el hombre.
Unai, apoyado en la mesa, alargó hacia atrás uno de sus brazos alzando el dedo índice.
—Espera —dijo, con algo de dificultad para mantener el equilibrio. Se giró—. ¿Héctor? —Entrecerró los ojos.
—Si. —La cara de Héctor expresaba confusión, parecía no comprender que le estaba pasando a Unai.
—Vale, vale, vale. Diles a esos gilipollas, que este mes nos llevamos el sesenta.
—¿El sesenta? —preguntó Héctor, extrañado.
—Si, joder. El puto seis y cero, por ciento.
Cristofer vio como Héctor le analizaba de arriba abajo.
—El Ruedo a duras penas ha sobrevivido estos meses quitándole un cuarenta. —Volvió a mirar a Unai, quiso seguir, pero le interrumpió.
«Yo les quitaría todo»
—Me importa una mierda. ¡Son míos! ¡Míos!
—Si, amo, ahora mismo. —Héctor bajó la mirada y retrocedió unos pasos saliendo así de la sala, pero no sin antes volver a fijar su mirada en Cristofer, y el puñal al que se aferraba.
Cristofer se preguntaba qué era lo que tanto temían todos de un desquiciado como Unai. No eran cientos, sino miles, las personas que frecuentaban la Colmena, y ninguno era capaz de plantarle cara, ¿por qué? Bishop parecía ser el único que podía mantener la mirada a aquella bestia drogadicta, pero, aun así, como un buen perro, obedecía.
—Tú, tendrás un escolta todo el día, —dijo Bishop dándole un toque en el hombro a Cristofer—, y bueno, ya sabes lo peligroso que puede llegar a ser el Páramo, así que no cometas la idiotez de salir. Por ahora podrás quedarte con tu juguetito —dijo, señalando el puñal—, pero no tocarás las armas de fuego. Te quiero en el recinto de Rabdomantes al anochecer. De día, siempre a la vista de tu escolta, puedes moverte por donde te dé la gana. —Bishop señaló a Unai—. Todo lo que ves pertenece a Unai y a sus socios monetarios, no tienes que preocuparte de nada.
«Socios monetarios», pensó, a Cristofer le sonó a socios esclavistas dueños de acuíferos fuertemente protegidos, que seguramente, por un precio razonable, vendieron sus pozos a cambio de un eterno refugio dentro de los impenetrables muros de la Colmena. ¿Era eso lo que hacía realmente poderoso a Unai? ¿Tener el control de quien controlan los recursos?
—Menos el mercado del Carnicero —interrumpió un soldado.
Unai se giró y le señaló enseñando los dientes y apretándolos con excesiva agresividad.
—¡Cierra la puta boca! —Unai se giró hacia Cristofer aun con el brazo extendido y señalando—. Por poco tiempo. Despedazaré a ese hijo de perra, lo juro.
—Se te administrará un buen porcentaje de crédito en monedas. —Bishop extendió su mano y se la enseñó, junto a un monedero—. Supongo que ya la conoces.
«La Corona, la moneda de la rebelión», pensó Cristofer, y asintió con la cabeza.
—Con ella podrás conseguir los alimentos que desees, aunque si lo prefieres, puedes vivir del trueque. —dijo Bishop. Cristofer agarró el monedero y le preguntó:
—¿Qué otras cosas?
—Por ejemplo; dientes, como la caja de dientes que lanzaste, ¿no?
«Como te mira, sabe que mientes»
—Así que mi pequeño Cristo es un sádico juguetón —Unai mostró una larga y macabra sonrisa—. Bishop, diles a los mensajeros que corran la voz, lo quiero en periódicos, pantallas y en el boca a boca, hay un nuevo Rabdomante en la Colmena, que nadie lo toque, a menos que mi enano quiera que le hagan una paja.
Bishop asintió con la cabeza, los demás rieron.
—Y en cuanto a los negocios, enano, Ambite… —Le miró a los ojos por unos segundos, agarró la muñeca de Cristofer y alzó una ceja—. Dejaré pasar esto porque soy un líder bondadoso.
Cristofer entendió que su poder como Rabdomante le ofrecía innumerables recompensas y protección absoluta, y una de ellas, era seguir vivo aun habiendo negociado y convivido en el pasado con el poblado de Ambite.
Cristofer podía ver su cara reflejada en los brillantes colmillos de oro de Unai, hacía mucho tiempo que no se reflejaba en algo, y observaba su aguileña nariz que tanto había odiado a lo largo de su vida. La sonrisa de Unai se desvaneció. Inhaló como si se estuviese ahogando, sus pupilas se agrandaron y, Cristofer, supo que el efecto de la VK18 estaba alcanzando su pico máximo. El punto más crítico.
Notó como todos daban un paso hacia atrás, mientras él, inmóvil, se quedó observando.
—Irás directo a Nocta, te hará la marca, te registrará, y jamás nos abandonarás. —Unai soltaba las palabras casi sin aliento.
—Vamos, Nocta te espera. —Bishop agarró el brazo de Cristofer y lo desplazó hacia la puerta con suma rapidez.
El saco de boxeo humano se despertó, babeando, desorientado. La droga que le hacía permanecer en un placentero sueño se le había agotado, su cara desencajada y sus ojos cargados de terror le dieron a entender a Cristofer que aquel saco de boxeo sabía cuál era su destino final.
—Mis…, mis…, —gritó el saco de boxeo humano con la voz desgarrada—, ¡mis manos!
—¡Por fin! El relevo está listo. —Unai profirió una gran carcajada.
—Camina. —Bishop lo desplazaba como un padre tironea de su hijo.
—¡Recuerda enano, eres mío!
Cristofer siguió caminando hacia la puerta. Volvió a escuchar aquellos golpes que tanto le inquietaban, puño contra cuerpo, piel violácea, huesos rotos, gritos de dolor. Se marchaba con la misma sensación que tuvo al entrar: terror.