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Chapter 11 - Capítulo 10

¿Triunfo, o fracaso? Cristofer no lo tenía claro. Se sentía a salvo, pero también acorralado. Ya lo había conseguido, estaba dentro, muy dentro del sistema más prefecto que se podía permitir a estas alturas la humanidad, un excelso patrimonio monumental; la Colmena. Aunque no era lo que esperaba; mientras Cristofer soñaba lúcidamente con un lugar resplandeciente, repleto de oportunidades a elegir, de comida y agua abundante, de avances sociales esperando un atisbo de compasión ante la aplastante y asfixiante realidad de ser los «últimos», se encontraba con la jugosa y brillante manzana roja, que, por dentro, se pudría, siendo devorada por gusanos. 

Por un momento se sintió desconectado del mundo, recordando un falso recuerdo que él mismo se creó: Un eco de fondo, el silbido de un periquito que le atraía a la felicidad, por un pasillo de paredes al gotelé, adornados con cuadros de paisajes de montes y jarrones, de motivos de caza. Pisando baldosas azuladas con marcas florales que brillaban intensas por los rayos de luz, que, con un sol de verano, entraban por la puerta acristalada del balcón que observaba al fondo. Al cruzar el pasillo, y otear de pasada dos habitaciones laterales, se encontraba con lo que más había amado. Le esperaban a él, sonriendo, la familia que daría su vida por él. Personas sentadas en sillas de madera alrededor de una mesa decorada con tapetes de ganchillo, y un gran manjar sobre ella, una mesa colocada a un lateral de un comedor con cortinas blancas y un gran mueble de puertas acristaladas, repleto de utensilios; la vajilla color caramelo, blanco y verde; libros y manteles; figuras de porcelana y cristal con forma de elefantes, tigres y querubines; frutas de plástico; la «bailaora» de blanca sonrisa, y un sinfín de cotidianos objetos que marcaron una época. Bajo una gran lampara de lágrimas reinaba el centro de la estancia, allí, le esperaban sonrisas, agradables conversaciones y abrazos reconfortantes. Un falso recuerdo que él mismo se creó, fanático de viejas películas de una época ya muy lejana, y que le habría encantado vivir. Una vida mejor.

«Me das asco»

Cristofer recibió una fuerte palmada en la espalda, era él otra vez con ese insoportable silbido.

—¿Otra vez por aquí parejita?

«¡No vuelvas a tocarme!», dijo Cristofer para sus adentros, aferrando con fuerza esos pensamientos. Evitando que saliesen al exterior en una gran explosión de furia.

—Siempre justo a tiempo, me viene perfecto que estés por aquí, Abel. —Bishop mostró una mueca de sonrisa—. Tengo cosas más importantes que hacer que llevarle a Nocta, así que te paso la pelota.

Abel arqueó una ceja y señaló a Cristofer dando a entender que él tampoco iba a ocuparse de esa «pelota».

—No pongas esa cara, le acompañas, lo revisan, y luego se va con Alex o Ricardo.

Cristofer se sentía como una patata caliente, su mirada rebotaba de Abel a Bishop, su nombre pasaba de boca en boca, como si alguna enfermedad extraña les fuese a contagiar por sostenerla en sus manos.

—No me hagas esto, soy un hombre ocupado —gritó Abel mientras Bishop seguía su camino. Bishop levantó su mano en saludo y se perdió entre tanta multitud, Cristofer y Abel se miraron.

—No voy a hacerte de niñera, así que camina despojo humano —Abel chasqueaba los dedos y susurraba—. No creas que por ser Rabdomante te voy a tratar como un principito.

Los dos caminaron por pasillos y salas donde el griterío hacía imposible concentrarse en un solo lugar. El aroma a óxido y excrementos, provocaban severas punzadas en el estómago de Cristofer. 

Abel paró de silbar por un momento, se puso un pasamontaña que cubría la parte trasera del cráneo y mitad de la cara, luego, miró a Cristofer para soltar su incómoda pregunta:

—¿Cómo cocinarías la carne humana?

—¿Qué? —Cristofer estaba asombrado que de todas las preguntas posibles fuese esa la que eligiese.

—¿Sabes que no puedes comerte la carne humana cruda verdad?

—No, yo no…

Abel no le dejó acabar, parecía que aparte de proferir su molesto silbido, le encantaba hablar.

—Pues bien, atento, porque no lo explicaré otra vez. —Carraspeó—. Como toda carne, hay que cocinarla bien, ¿ves a toda esa gente? —Abel esperó respuesta y Cristofer le contestó con un movimiento de cabeza, afirmativo—. Pues la mayoría no están esqueléticos porque no coman, aquí realmente puedes conseguir comida haciendo todo tipo de favores. Esa gente, está así por comer carne cruda.

—¿La carne que ingieren no les alimenta?

—A ellos no… —Se mofó un buen rato—. Esos idiotas alimentan al gusanito que tienen dentro.

Cristofer no dijo nada más. Se tocó la barriga, pensando que realmente un gusano podría estar rondando por sus intestinos, devorando toda comida a su paso.

—¡Aparta mindundi! —gritó mientras empujaba a un indigente que le ponía la mano para pedir unas monedas—. Estos putos desarrapados. Pues sí, la tenia. Está escondida en la carne, como los Sacadientes se esconden entre los escombros. Y cuando menos te lo esperas… —Se pasó el dedo pulgar por el cuello.

» Pero bueno, como decía, hay que cocinarla bien, porque la carne cruda o poco cocinada es la principal fuente de intoxicaciones debido a la presencia de bacterias. Y ya no te digo en la carne humana, joder. —Movió su dedo índice en círculos por su sien—. El Kuru, esa mierda te vuelve loco, te mata por dentro, el cerebro se te va pudriendo.

«Viaje directo a la locura», se carcajeaba la Boca.

Después de un largo y pesado tiempo en el que Abel se dedicó a contarle todo tipo de enfermedades que había descubierto en el trabajo que tuvo como enfermero en el ejército en la época del NOM, Cristofer supo que habían llegado al lugar. Un amplio salón cubierto por pinturas muy simbólicas, jarrones y figuras demoníacas, calaveras y garras, frases alumbradas por antorchas y un olor a tinta y pintura.

—Espera aquí, «poca cosa».

Abel caminó hacía un cuarto accediendo a él por una cortina con cordones de bolas de mariposas. Cristofer miró a su alrededor, solo el electrónico sonido de la máquina de tatuar cortaba la increíble calma y silencio que reinaba en aquella sala. Tranquilidad absoluta, una tranquilidad que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Y vaya si lo disfrutó. 

Cerró los ojos. 

Dejó que la pequeña brisa que desprendía uno de los conductos del aire le rozase la piel de la cara, respiró profundamente, y saboreó el momento.

La sensación de que nada importaba, de que todo estaba bien y de que los problemas eran lejanos, le gustaba, pero, algo ya incrustado y programado en su mente le hizo desconectar de aquel pequeño paraíso.

Entonces cayó en algo que había pasado desapercibido para él: ¿cómo de segura era la Colmena de cara a la radiación? Toda esa historia del recubrimiento de plomo y demás químicos para repeler la radiación era interesante, pero, ¿cómo iban a evitar que la radiación sobrepasase las barreras de la Colmena con tantas ventanas? ¿Se habían parado a pensar en esto los ciudadanos de la Colmena? ¿Vivían de una falsa historia? ¿Quién carecía de bultos e irritación en la piel?