«Dales algo de falsa dopamina, y olvidarán que viven en este mundo pestilente. Alimenta con mierda sus cerebros, y trabajarán para ti el resto de sus días», se decía Luca. Y no se equivocaba.
Mugrientos suicidas. Así los apodaban los demás. Personas dispuestas a arriesgarlo todo por el mayor salario de los Suburbios. «La ciudad más próspera del Páramo», «Alístate a la mina, y asciende a la cima», rezaban algunos carteles publicitarios, decorados con sus hologramas, iluminados a gran distancia por el brillo de los neones. Era la llamada al dinero rápido. Cinco días de trabajo, que equivalían a vivir tranquilo durante semanas. Por lo menos el que sabía administrarlo bien. En alguna ocasión, poco más de la mitad volvía con vida, pues el ferrocarril terminaba donde empezaba el océano, donde se encontraba la mina de carbón más segura. Los temblores eran habituales, algo que no preocupaba mucho a los trabajadores, pues protegían bien su huida frente a los derrumbes, pero la repentina subida del agua que provocaba la inundación, dejaba a los obreros sin salida alguna, como hormigas atrapadas en una gota de agua.
Los Suburbios, situado en el antiguo distrito de Simancas, que en su día fue zona residencial de fábricas, pero que adquirió el estatus de pequeña ciudad a las afueras del distrito de la Concepción, en el mandato del NOM, utilizaban la antigua alarma de los bombardeos para indicar el camino a la estación del ferrocarril. Tres timbres largos.
Luca los observaba deambular por las calles como lo haría la Santa Compaña. Miradas rotas y perdidas que observaban un punto fijo, quizás, adentrándose en otro mundo al que escapar. La hora de trabajo había llegado. El viaje de cuarenta y cinco minutos era inevitable, como la colosal nube negra que desprendían las fábricas colindantes. Escasos hombres luchaban ya por sus familias. Aquella palabra, «familia», estaba a punto de extinguirse. La mayoría lo hacía por mantener el consumo propio. ¿Qué iban a mantener sino? El sol ya no producía la energía de antes, ahora, desperdigado en varios trozos, como una placa de hielo amarillenta que flota en el agua, a penas conseguía atravesar la verdosa capa.
Los AP69, primeros de su generación, saludaban al humano desde la puerta con sonrisa cariñosa, palabras precisas, y una forma de ofrecer con el contoneo de su cuerpo bastante erótica. Realistas, pero diferenciables a los humanos, y perfectos al tacto. Edificios enteros fueron reconvertidos en terreno de depravados, equipados con lentillas adheridas a sus ojos, transformando su triste vida en un brillante renacer.
«¿Quieres pasar un buen rato? ¿Desconectar? Tan Solo firma aquí» —los anuncios eran simples y muy visibles, pero no necesitaban nada más— «donde pone no vales nada».
El juego de moda, lo llamaban, donde violar, asesinar, o simplemente descargar toda tu ira contra un trozo de metal recubierto de carne y piel sintética estaba bien visto.
—Hola, amor. —Guiñaba un ojo, e invitaba a entrar con un sutil gesto de su mano.
—Piérdete —dijo Luca.
—Haré lo que tú quieras. —Logró escuchar Luca, antes de adentrarse a la multitud que anhelaba el calor del fuego.
Era habitual ver a aquellas personas congregarse en pequeños focos de hogueras, rodeados por neumáticos podridos y tablones de madera de muebles que sacaban de los hogares que jamás volverían a ser habitados. La antigua Madrid había descendido al nivel de vida del trueque. Y, a cambio de favores de toda índole, el grupo de David Bascol, al que le encantaba que llamasen Grupo de Salvación, ofrecía alimentos al demacrado pueblo de los Suburbios. Pero para Luca, más bien le sonaba a Grupo de Sentencia, ya que una vez que entrabas en aquella rueda de favores, no salías bien parado. Siempre debías más de lo que habías solicitado. Anclado a una rueda que no frenaba y se hacía más grande a cada bocado que dabas.
Para Luca, era curioso ver como aquellas personas se dejaban llevar por una corriente de miseria. Vivían en los bajos fondos de la antigua Madrid, eso era más que cierto, un mundo desolado, sin esperanza futura, pero rodeados de posibilidades infinitas. Lo que el Quebrantamiento se llevó en su gran mayoría, fueron vidas humanas, pero la tecnología, aunque algo destrozada, seguía ahí, al alcance de sus manos. Solo se interponía el primitivo conocimiento de la reparación. «Si tan solo supiesen lo que pueden conseguir manipulando estos trastos», pensaba Luca, mientras pasaba cerca de aquellas cascaras vacías y observaba como a su alrededor, enfocados por luces de neón aparecían joyas tecnológicas que podrían mejorar su vida en cuestión de minutos. Pero ese no era su problema, ese no era su objetivo. Y ella lo tenía muy claro, la venganza estaba por encima de todo. Sus hermanos, camuflados con la fibra invisible, la seguían de cerca para cumplir todos sus deseos.
Luca agachaba la cabeza, evitando las miradas de súplica de algunos, que o bien querían que les arreglasen su rota vida, o bien no tenían el valor suficiente para acabar con ella.
Hacía ya un mes que Luca arregló varios dispositivos, y los entregó como regalo en las negociaciones con varias personas. Una de ellas era David Bascol, al cual le interesaba tener bien comunicado a la distancia y solo verlo para completar la entrega.
Hace tres días, Luca recibió el mensaje codificado que tanto esperaba del contrabandista: «Tengo tu dos ruedas lista y cargada, cuando quieras puedes venir a verme, preciosa», «Estoy ocupada, en unos días me paso con el pago», contestó Luca. A Luca, le interesaba aquella motocicleta, y más aún de batería. Si iba a moverse por el Páramo Hispano, era mejor moverse sin hacer ruido. Su anterior motocicleta, la que tanto le encantaba, se movía gracias a la imantada Tierra, proporcionándole una energía inagotable, hasta que la estrelló.
Sabía que aquella moto no iba a desaparecer del almacén de David Bascol, y que estaba solamente adjudicada a ella, ya que, por otra parte, intuía que Bascol esperaba un gran regalo a cambio, y sabía que Luca podría proporcionárselo. ¿Pero el qué? Lo estuvo pensando varios días, dándole vueltas, hasta que llegó a la simple conclusión de ofrecerle lo más caro que pueda conseguir una persona.
Aquella idea encajaba a la perfección con su objetivo. Si por una parte se lo arrebataba a unos, podría proporcionárselo a otros. Solo era cuestión de abrir y soldar, y sus hermanos podían hacerlo.
Caminó por callejones oscuros y evitó los focos de vigilancia, a medida que se adentraba en el corazón de los Suburbios, los edificios eran más altos y resistentes, y las luces más intensas. Y es que David Bascol, había elegido un buen lugar para anidar y criar a su prole de arañas. Tejer su tela de araña había sido un gran negocio en este mundo de miseria. Se centró en una zona donde ningún elemento parecía querer acercarse, los terremotos no llegaban, y las tormentas pasaban sin pena ni gloria, y desde allí, fue construyendo su pequeño imperio de ilegalidad donde controlar los precios y recompensas. Al tomar la calle que le permitió ver aquellos oscuros almacenes, le llegó una fugaz idea a la que se unió un sentimiento de estupidez.
—Puta idiota… —se dijo a sí misma.
Si se había adentrado en otras ocasiones a cablear y conectar algunas cámaras en la Colmena para estar vigilando ciertos puntos, ¿por qué no lo iba a hacer en los Suburbios? ¿Cómo no se le había ocurrido antes tener ciertos puntos vigilados y operativos? Aquella idea le llevo a otra aún más grande: ¿y si montaba su propia red?
Sabía que existían personas competentes en la Colmena que controlaban cada mensaje de las antenas, que transcribían todo lo posible. Solo era cuestión de saber sus puntos flacos, de entender hasta donde podían llegar para comprarlos, y trasladarlos a un lugar seguro en los Suburbios desde donde operar.
De repente, Luca tuvo que esconderse detrás de unos contenedores, observando con cautela. Una patrulla militar. Sujetaban a una mujer que suplicaba. La subieron a un vehículo y se la llevaron.
«Podría haber sido yo», pensó Luca. Y como si sus hermanos se hubiesen adentrado en sus pensamientos, iluminaron unas pequeñas luces hacía su cara, como diciéndole: estamos aquí.
Finalmente llegó a los grandes almacenes. Los perros se hicieron a un lado, era fácil entrar.
—¡Querida Luca! —dijo Bascol, con una sonrisa enigmática. Y Luca pensó que aquella moto le sería muy cara—. ¿Cómo te encuentras?
—No tengo tiempo para falsas amistades.
—Joder, tú siempre tan social.
—Me gustan las cosas claras —se permitió decir en aquella situación. Tener el apoyo de sus cuatro hermanos la hacía sentirse superior e intocable.
—Y a mí me gustan los precios justos.
Luca pensó que en sus precios nunca había nada justo, que lo justo era que él se quedase con el doble de lo que valía su mierda.
—Destapadla —ordenó Bascol, señalando a una lona que parecía cubrir su próxima montura.
A Luca le gustó lo que veía, justo lo que necesitaba, una R5 de batería Julen recargable con tan solo quince minutos de sol, calor a temperatura del fuego, o mediante generadores alimentados por combustible fósil. ¿Cargar baterías de vehículos con combustible fósil? Luca no les culpaba, la estupidez humana se propagó hace décadas.
—Bien —asentía Luca—, tengo algo que se adapta a tu oferta.
—Espera, siempre que viene alguien, me gusta escuchar sus ofertas, no lo negaré, pero más me gusta pedir. —La sonrisa, junto a aquellas picudas cejas, proporcionaba a Bascol una faz endemoniada.
Luca esperó el veredicto, mientras Bascol, hacía una pausa, seguramente, disfrutando el momento.
—Quiero uno de tus juguetitos. —Señalaba a alguna parte de alrededor de Luca.
—¿Qué juguetitos?
—Esas bolas que te siguen a todas partes. —Levantó una ceja, y observó a su alrededor—. He visto cómo se pueden llegar a camuflar, y sé que las llevas contigo, una zorra tan lista como tú no vendría a buscar esta preciosidad de moto sin unos refuerzos.
—No.
—Luca, Luca, Luca… —Chasqueaba con la lengua—. Tus últimas excursiones con las motos que te proporcioné no salieron como esperaba. La verdad, lo que te pedí entonces por las motos no fue un precio justo para mí. He perdido mucho dinero. Ninguno de mis hombres quiere ir a recuperar esas piezas si saben que hay Sacadientes cerca. Tal y como vivimos hoy en día, yo creo que es un gran desperdicio hacer eso con tan valioso material.
—Lo que haga yo con lo que te compro, son solo mis asuntos.
—Si —Bascol asentía con la cabeza—. Son solo tus asuntos, pero, se convierten en mis asuntos cuando tanta chatarra chamuscada con mis credenciales aparece por ahí tirada. Quien tiene que dar explicaciones a la Colmena, soy yo. ¿Entiendes? La gente hace preguntas, y esas preguntas llegan al poder militar, y si llegan al poder militar, acabarán llegando hasta aquí.
—¿Tus credenciales? Eres un traficante más.
—Joder, me ofendes Luca, pensaba que éramos amigos. Incluso llegué a pensar que podría haber algo más entre nosotros dos.
Luca se quedó inmóvil, esperando que aquella absurda conversación de Bascol llegase a su fin, y se decidiese a escuchar su oferta. Las intenciones de Bascol, eran evidentes, salir ganando siempre.
—No sé qué mierdas pueden llegar a hacer esas cosas, pero, joder, la gente te tiene pavor cuando te ven con ellas, y seamos sinceros, guapa, si están hechas de fibra invisible, quiero una.
—No.
—Que más te da, sé que por lo menos tienes cuatro.
—Te he dicho que no.
Bascol dio una fuerte palmada.
—Pues no hay trato —Los hombres de Bascol, armados con subfusiles de nivel militar, hicieron sonar los seguros y avanzaron unos pasos.
Los hermanos de Luca, revelaron su posición, y la frente de los hombres de Bascol, incluido Bascol, se iluminaron con un punto rojo.
—¡Puta tarada! —dijo uno de los hombres.
Luca sonrió.
—No, no, no, amigos, seamos amigos. Tranquilos, joder. He dicho que no hay trato, pero no he dicho que termine aquí la negociación. La hostia, calmad ese genio, y hablemos como personas civilizadas —dijo Bascol, que parecía disfrutar más que nunca de la situación.
—Pues que tus perros se calmen, o pienso pintar de rojo esta puta mierda de almacén.
—Zorra de mierda, ¿a quién llamas perro? —gritó uno de los hombres—. No serías tan chulita sin esas chatarras que tienes por cometas.
—¡Que os calméis, joder! —ordenó Bascol—. Luca, amiga, hemos negociado en otras ocasiones, ¿verdad? Siempre hemos llegado a un acuerdo. No hay porque manchar nada de rojo.
—Pues escucha lo que venía a ofrecerte.
—Te escucho, te escucho. El problema es que eres una kamikaze, Luca. No son fáciles de conseguir estas baterías.
Los guardias de Bascol se movían como perros enjaulados, de un lado a otro, sin perder la mirada sobre Luca y sus hermanos, esperando la orden del dueño para atacar.
—Puedo ofrecerte agua.
La cara de Bascol cambió a sorpresa. Luca sabía que después de esto, no tendría nada más valioso con lo que negociar, y menos con un hombre tan ávaro como Bascol.
—¿De cuánta agua estamos hablando? ¿Y cuál sería su pureza?
—Toda la que quieras. La más cristalina que hayas visto en tu puta vida —dijo Luca. Sabía moverse por las entrañas de Madrid, las que antiguamente llamaban metro o cloacas. Comprendía que nadie se aventurase en aquel lugar, pues los terremotos que no eran escasos, desplomaban la tierra sobre los raíles y taponaban entradas y salidas. Pero ella, sabía por dónde moverse gracias a los escáneres de uno de sus hermanos. La zona más segura, para llegar a la zona más cara. Solo era cuestión de tiempo que se nutriese de los acuíferos de la Colmena a través de aquellas cuevas que dejaban pasar maquinarias de hierro. La faena prometía ser sencilla: frenar la salida del agua, desviar un pequeño reducto, soldar e ir filtrando el agua poco a poco, sin que se lleguen a dar cuenta.
—Me gusta, pero, ¿cómo piensas hacer eso? —preguntó Bascol, ya más interesado en la negociación.
—El cómo lo haré, es mi problema. —Luca extendió la mano.
—Ya sabes qué pasará si me mientes. —Bascol sacó un llavero del cual colgaba una llave y un osito diminuto—. Si te descubren, si la cagas, o si todo esto es una puta falacia…, pienso ir con todo.
Bascol le lanzó el llavero.
—Contenedor once. —Señaló atrás—. Esta era solo una muestra.
Luca se limitó a observar a cada uno de aquellos perros, y tras dar el último vistazo al ojo sano de Bascol, dio media vuelta para marcharse.
—Espera —dijo Bascol—. Se rumorean cosas por la Colmena. —Bascol se acercó a Luca—. Nuevas antenas.
No era novedad lo que le iba a pedir. Luca ya había ofrecido aquel tipo de información a Bascol en otras ocasiones. Todas las antenas que mantenían activas en la Colmena para comunicarse a distancia habían sido manipuladas por Luca. Todo lo que se hablase por aquellos números de frecuencia, Luca lo sabría, o más bien, uno de sus hermanos lo sabría y sacaría la información más importante para ella, almacenando todos los datos posibles en su memoria.
—Dos, concretamente. No sé si será cierto, pero las quiero.
—Eso tendrá que esperar.
—Lo sé, seguro que tienes cosas más importantes en mente. —Bascol sonreía, y Luca, sentía su presencia cada vez más cerca de la nuca—. Como traerme agua.
—No me hagas perder más el tiempo. Si me hago con las antenas, te lo haré saber.
Luca apartó con un gesto de hombro la mano que iba a posarse sobre ella, y caminó hacia la salida.
—Negociaciones como esta son las que me la ponen dura —dijo Bascol, y los demás rieron—. Ojalá y sigas necesitando más cosas de mí, preciosa.