—Me estoy arrepintiendo de haber huido de Ambite y de lo que hicimos, ¡que estúpidos! —Los raquíticos dedos de Arturo, insaciables, seguían escarbando en la árida y contaminada tierra—. Allí vivía muy bien, joder.
—Exacto —dijo Cristofer, desprendiendo un gutural quejido, con voz ronca y forzada—. Tú vivías bien. —Cristofer se paró a observar con desprecio a aquel ser que escarbaba a su derecha, que nuevamente le miraba con intenciones mezquinas. A menudo, cuando paraban a descansar, Arturo se alejaba de Cristofer para vigilarlo desde la distancia como un alma perturbada. Camuflado con su entorno, casi transparente. Era algo que perturbaba la mente de Cristofer. Que aquellos ojos enrojecidos de enfermedad le mirasen con macabras intenciones le punzaba el cerebro, tanto como aquel raspar en la tierra de los raquíticos dedos de Arturo, que los sentía raspar tan a dentro de su cráneo.
Arturo señaló al cielo, y sonrió mostrando su mellada y negruzca dentadura.
—Comida —murmuró.
Un ave, seguramente carroñera, batía con dificultad sus infladas y deformes alas.
—Ojalá caigas cerca hija de perra —dijo Arturo. Era extraño que viesen algún animal surcar los cielos de aquella gran capa verde oliva que les cubría a cientos de metros sobre sus cabezas y que ya parecía mezclarse con el cielo, en aquel árido lugar. De hecho, Cristofer no recordaba la última vez que vio un ejemplar así.
Arturo murmuró de nuevo.
—¿Como puede hacer tanto frío habiendo tantos soles?
Cristofer lo ignoró, centró su atención en un pequeño gorgojo, que sin más que hacer, se posó en su agrietada mano. Lo observó detenidamente; el pequeño ya no aleteaba con ligereza, parecía haber perdido toda esperanza. Lo acarició lentamente con su dedo índice, sonrió al pequeño gorgojo, y de un rápido movimiento, aplastó la mano contra su boca, saboreando un bocado crujiente de proteínas.
—Qué suerte tienes, podías haberlo compartido, ese era bastante gordo —le recriminó Arturo, masticando, como si el gorgojo hubiese sido introducido en su propia boca.
Cristofer volvió a mirar dirección al cielo, fascinado por como aquellos pequeños y cegadores puntos conseguían sostenerse.
Pasar frío y sudar del agotamiento era el nuevo estilo de vida de Cristofer, y aunque esas pomadas que había encontrado en el Vertedero del Norte hace semanas le estaban dando una calma momentánea contra las pústulas, le ardía la piel. El color rojizo junto al cúmulo de pus en sus ampollas hacía que le preocupase cada vez más.
La comida, por otra parte, no le suponía un gran problema; sus años en prisión le enseñaron a ignorar el hambre, ignorar la sensación de tener un enorme gusano en el estómago apretándole a mordiscos, insistiendo en llevarse algo a la boca. Le asombraba la gran capacidad del cuerpo humano para devorarse por dentro así mismo ante la falta de alimentos. Sus pies estaban deteriorados; los dedos empezaban a deformarse, y cada vez eran menos los que conservaban uñas, le dolía a rabiar, pero sabía que no podía quedarse quieto mucho tiempo. Las botas que portaba estaban desgastadas y agujereadas, por la punta de una de ellas asomaban tres dedos mugrosos que aún conservaba, y siempre que se miraba aquel pie, recordaba el hambre que pasó poco después del estallido del Quebrantamiento, donde tuvo que llegar al punto de…
Cristofer dio un respingo, y tuvo que contener una arcada para no expulsar lo poco que había comido.
Llevaban semanas caminando sin rumbo fijo por el Páramo Hispano, efectuando escasas paradas en desolados pueblos de la antigua Madrid, superando todo tipo de obstáculos añadidos a su camino por la furiosa naturaleza, y en ocasiones, esquivando en el último momento asentamientos que protegían las últimas antenas en pie. El Páramo Hispano era la prueba de fuego para todo aquel que no aceptase las normas. Caminar por largos desiertos rocosos y repletos de deshechos de la antigua civilización. Encontrar algún vestigio de humanidad, deambular entre rocosas praderas de hierba muerta y secos árboles, constantes neblinas amarillas y bajas temperaturas. Y luego estaban ellos, encondidos como los insectos de los que se solían alimentar; los engendros que a Cristofer le aterrorizaba encontrar. Aquellos desalmados le hacían pensar que no estaba tan mal viajar junto a Arturo, alguien que le cubriese contra los ataques de quien no teme a la muerte, aunque, por otra parte, la opción de viajar solo le permitía moverse con facilidad y asegurarse de que, si era atrapado, sería solo por su culpa. Ya no podría hacerlo, no tras la decisión que tomó en el poblado de Ambite.
Lo escuchaba como un susurro constante, tan claro dentro de su cabeza: «Por lo menos en Ambite sabíamos por dónde movernos», Arturo siempre le repetía al anochecer, y Cristofer le recordaba que este camino de hambre y sed no lo eligió el solo. Con el tiempo, la decisión de quitarse de en medio a Karina y robarle sus pertenencias iba mellando en sus esperanzas: el anhelo de llegar a vivir como Rabdomante. Ya que ahora, cual mendigo, cargaba su mochila repleta de botellas vacías; utensilios de cocina; cuchillos oxidados y poco afilados; destornilladores; cuerdas y más enseres que para él le eran esenciales en el día a día. Sin rumbo alguno, empujaba un carro de la compra repleto de trastos viejos con la esperanza de venderlos en algún suburbio aislado, fuera de las miradas de las grandes urbes. Pero lo más preciado para él, lo guardaba bien al fondo del carrito metálico: su amado libro. El libro por el que tanto había sufrido, por el que tanto había dado, en cuerpo y alma. Aquel libro contenía un arte forjado hace miles de años, un arte, o más bien un don, que todos estaban buscando.
—¿Crees que pronto sabrás usarlo a nuestro favor? —le preguntó Arturo mientras lamía una roca.
A Cristofer le desquiciaba aquel comportamiento tan extraño. Era como si Arturo supiese a cada momento que pregunta lanzar frente a lo que estaba pensando.
—No lo sé. —Suspiró—. Ya te he dicho que faltan muchas páginas del libro, están arrancadas, y otras arrugadas y manchadas de sangre.
—Pero, hay suficiente para vivir de ello, ¿no?
—Joder…, no, lo, sé —repetía pausadamente con los dientes apretados—. He podido leer bien poco. He estado ocupado, vigilando cada noche para que no me rajes el cuello —murmuró lanzándole una mirada de desprecio.
—¿Cómo dices? —Arturo se acercó más, estirando una de las orejas.
—Nada, no digo nada.
—Pues, ¡yo si digo! —Se quedó parado—. Ya va siendo hora, estoy cansado de moverme de aquí para allá, me duele la pierna, mi cojera me está matando, ¿la tuya no? Llevamos días comiendo insectos de mierda, y, por si fuera poco, con la escasez de animales que hay, nos hemos encontrado solamente con deformes contaminados, y esos putos perros, son imposibles de matar en manada. —Gruñó—. ¡Ya solo quedan latas de conservas vacías por donde buscamos!
—¡Pues lárgate! —le interrumpió, y notó como por la garganta fluían unas uñas desgarradoras. Sintió el sabor de la sangre recorriendo su boca.
—Más quisieras, más quisieras quedarte con ese libro a solas y utilizarlo para ti solito —farfullaba Arturo, con las babas secas y blancas salpicando su canosa barba—. Perro, desgraciado, quieres joderme, lo sé, lo quieres todo, egoísta, egoísta cabrón.
Arturo escupiría saliva de la rabia con la que pronunciaba cada palabra si no fuese porque llevaban ya dos días sin probar gota alguna.