Sin más opciones y decidido, me dejé llevar por los acontecimientos, ya que todo lo que había hecho hasta ahora no me había servido de mucho, acepté ir con ellos. Solo tenía que esperar una oportunidad para escapar; me engañé de nuevo.
—Me sorprendió cómo trepaste el muro, Fortachón. Pensé que serías atrapado —comentó el niño conejo.
—No fue nada —respondió sacando músculo con el brazo izquierdo.
Mientras ellos hablaban, yo no podía evitar asombrarme con la ciudad en la que me encontraba. Aquel lugar parecía de ficción, una película steampunk, una locura digna de una novela.
—Oye, ¿qué le sucede al nuevo?
—No sé, está así desde que escapamos de los guardias.
—Debe estar catatonto.
—Se dice catatónico, ca-ta-tó-ni-co.
—Por eso, catatonto.
—No tienes remedio.
Alguien me codeó y me trajo de vuelta a la realidad.
—¿Vas a seguir perdido en tus pensamientos? Así nunca vas a conseguir nada —me dijo el jefe de la chusma.
Mientras todos estaban delante de nosotros, inmersos en sus charlas ociosas, el nuevo secuestrador se quedó atrás conmigo, tal vez temiendo que yo me escapara.
—¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿Quién eres? ¿Qué está pasando aquí? —comencé a llorar.
—Eso mismo me pregunto yo a veces —me respondió con una sonrisa triste.
—Oye, ya estás haciendo llorar a una chica otra vez —dijo el hombre llamado Fortachón.
—¿Otra vez? ¿A quién? Espera, ¿ella es mujer? —dijo el niño conejo.
—No puede ser mujer, no con esa manera de vestir —afirmó Tuky, el joven gato.
—Yo toqué sus pechos, es mujer —gesticuló con sus manos como si estuviera agarrando los pechos de una mujer.
Comencé a reírme de la nada, sus tonterías me causaban gracia. Yo me daba risa, ellos me daban risa, todo me daba risa. Sin embargo, nadie se reía conmigo, todos me miraban como si estuviera loco. ¿Qué esperaba? ¿Que todos se rieran como si fuera una película de comedia? De verdad que estaba loco.
—¿Estás bien? —preguntaron el chico conejo y el gato al unísono.
Los otros dos atinaron a mirarme sin decir nada. La ciudad estaba en silencio, y las calles estaban peor iluminadas que donde había aterrizado. Prácticamente, la luz de la luna era nuestra guía. La calle parecía estar hecha de piedra y no de asfalto. Las casas estaban hechas de troncos de madera y tenían un aspecto medieval. No sé con qué compararlas, ni sé los periodos históricos a los que se asemejan. Prácticamente, ya no sé nada. Pero de algo estoy seguro: esto no es Argentina. ¿Tal vez España? Pero nadie tiene un acento de ese país. Es más, lo que me parece extraño es que yo no me percatase del cambio de lo que es el hábito por excelencia: el lenguaje. ¿Es que mi sentido común se vio modificado de alguna manera al estar en este cuerpo?
—Otra vez está perdido en sus pensamientos.
—Está catatonta.
—Así no se dice, Fortachón. Es catatónico, ca-ta-tó-ni-co.
El jefe de la pandilla no se separó de mí en ningún momento. Los minutos que duró la caminata, siempre estuvo a mi lado, como si supiera acerca de mi plan de escape, pero permaneciendo en silencio. Tampoco volvió a interrumpirme otra vez cuando estaba pensando; ni ninguno de sus secuaces. Sin embargo, de vez en cuando podía escuchar cómo me nombraban en su plática los demás miembros de la banda.
—Ya estamos llegando al cuartel general. Pero antes de que lleguemos, quiero que me respondas: ¿te unes o no? —volteó a mirarme.
—Unirme a qué —respondí en voz baja.
Todos voltearon a vernos y comenzaron a escuchar atentamente la conversación.
—A la mejor pandilla de la ciudad, por supuesto. Los Zed, maestros en el crimen organizado. Entramos, robamos y nos vamos —respondió egocéntricamente.
¿Una pandilla? ¿Criminales? Yo jamás pisé una comisaría en mis veinte años de vida. Yo no podría ni matar a una mosca. Aunque bueno, con la fuerza actual, podría acabar con un oso. Además, ¿en qué clase de país tercermundista fui llevado? Pandillas, casas antiguas, personas disfrazadas de animales en el crimen organizado, secuestros extorsivos, persecuciones. ¿Es esta proposición una broma de mal gusto?
—¿Y si no quiero?
Fortachón comenzó a tronar sus nudillos y los demás a su alrededor tomaron posturas agresivas. Pero el jefe los calmó a todos con un gesto de su mano y se quedó mirándome a los ojos.
—Nada. No creo que nadie aquí pueda plantarte cara. Yo lo vi todo, tu fuerza es incomparable. Si nos enfrentáramos a ti, probablemente no, seguro perderíamos —respondió mientras se acomodaba la gorra de lana.
El silencio se prolongó. La nieve comenzó a caer más despacio, casi como si el tiempo se hubiera detenido.
—Pero si no aceptas, te arrepentirás el resto de tu vida. Somos tan geniales. Además, la fuerza sin control no sirve de nada. Probablemente termines muriendo en la calle, asesinada por un regimiento de guardias reales o ahorcada por hurtos para saciar el hambre. Y si no, sufrirás las inclemencias del clima de invierno —soltó una sonrisa pícara—. Con nosotros puede que llegues a sentir frío solo cuando estemos en algún trabajo. Pero cuando llegue el verano, no tendrás que preocuparte por eso.
—Yo solo quiero ir a casa —le respondí.
—Ya estamos llegando. No te preocupes.
—Está bien entonces, supongo —respondí y continuamos caminando.