A causa de tamaño revuelo, las chances de escabullirse tendió su milagro a dos oportunistas. Dieron la vuelta al restaurante, bien agachados y así no los vieran.
En el mero esquinazo, Adreti los topó. Cansados de resistirse, bajaron las armas.
—Nos rendimos ya petiza. Nosotros nada hicimos, ni se nos pagó lo prometido, nada nos llevamos.—Explicó un hombre calvo ya mayor, aunque el hacha no la soltó.
Ella pareció abstraída, incapaz de comprender.
—Irse corriendo no quita que son matones. Tú y el de la ballesta.
Orillados a pedir clemencia, tiraron sus cosas. Tal vez si las circunstancias hubieran sido distintas, esto abría acabado ahí.
No obstante, en Adreti tan solo circulaban las infames ansias de desquitar el coraje.
Golpeó al calvo sin uso de técnicas o armas, solo la mano.
La mandíbula desprendida quedó embarrada en la pared, y había girado la cabeza al punto que, las vertebras rotas marcaron la piel.
El joven chilló loco del terror.
—No vale que llores, ¿olvidaste ya tus intentos de asesinarme?
Adreti recogió el hacha, la dejo caer tres veces. El desafortunado trató de cubrirse, lo que le dejo destrozado parte del brazo.
Aún bajo tales circunstancias, gritó y pataleo.
—El hacha no tiene filo.—Dijo ella, frívola a los lamentos de dolor. El hacha apuntó los cielos y descendió una última vez, partiéndo la cabeza de aquel puberto.
Lo contempló sufrir espasmos treinta segundos, muerto ya, desechó el hacha.
–No hacía falta.
Adreti volvió la cabeza, quién le hablaba retiro la capucha de su capuz.
—Esos hombres se rindieron, no hacía falta.—Repitió la mujer; joven, hermosa, de divinos ojos azul violáceo y cabellos blanquecinos.
—¿Y el conjurador?—Preguntó la Guesclin, ignorando lo que dijo.
—Muerto, no por mi. Un veneno le quito la vida, el tuyo.
—Razón te sobra... ¿Con quién tengo el gusto?
La mujer aguardó unos segundos, desprendía una serenidad enigmática.
—Lavikxa. Una de los Siete Caciques.
...
Lodrei transportaba el tercer cesto de ropa limpia, tras doblarla y acomodarla. Acostumbrada a las tediosas labores domésticas, quejarse daba igual.
Tema aparte, hacerlo sola mientras las demás servidoras platicaban felices de la vida, agotó cualquier tolerancia.
—¡Al fin! Esperaba que trajeran ese vestido tan bonito que use en la fiesta.
Anunció contenta una chica, conocida como Sora, que brincó de la cama y jaló el mencionado vestido. Lodrei sólo miro caerse seis prendas superiores.
—¡Sí es! Gracias ah...
—Lodrei.—Contestó ella apretando los dientes.
—La chica de Yasu.
«Van dos», pensó la casada. Frente a dos faltas de respeto, quería golpearla.
«Son la guardia del varón Carzvurxt». Exhalo aire y con suerte calmó el enojo.
—Le pediré que no relacioné así, insulta a mi marido.
La chica pelo los ojos.
—¡Wow! ¡¿Eres casada?! Si te ves muy joven.
—Uno diría que la atrasada es usted.
—Para nada, casarse a mi edad es muy pronto y los chicos de nuestra clase son blandos.
Al comentario le respondió una carcajada de otra muchacha, Kugisaki Yuu.
—Tienes razón, lo único que les prende son chicas de anime con las tetas enormes.
—Pues ganaste Yuu-chan. A ti te sobran.
Sora y Kugisaki rieron escandalosamente, cual cacatúas.
«Míralas, dos ratollas chillonas» las crítico Lodrei. Mejor recogió los calzones, pecheras, medias.
—Ey, ¿Escuchan eso?—Mencionó Sora, que volteó distraída.
Carretas, la casada escuchó un número mayor que el carromato de la varonesa Zsolin. Asomó por la ventana y contó tres.
Eran diferentes, de trasporte, carga, el último no hizo más que asustarla. De dimensiones cuadradas, madera gris, puertas aseguradas y rejas selladas.
Un trasporte para presos.
...
Sobrevivi otra vez, concluí para mis adentros, tirado en la cama.
Miraba el techo desde hace horas, cuando las nauseas y el susto se me calmaron, me atrevi a repasar lo que sucedió.
La violencia, sangre, cuerpos mutilados, gente moribunda, como estuve a nada de morir.
El estómago se me revolvió, no alcancé a llegar al baño y vomite al pie de la cama, arcadas vacías.
Esto no puede seguir así, no merezco pasar estas cosas. Quiero irme a casa... Pensé por un momento en papá y mamá.
Recordé la cara de ambos, sus nombres, sus voces. Me percaté de cuánto los extraño.
Nada resultaba, estoy de sobra, aborrezco todo lo que hay aquí.
Recobre fuerzas y gatee al colchón, subí con el mismo desánimo, para después hacerme ovillo.
Duré un rato así, estuve a punto de quedarme dormido si no hubiera oído la puerta.
Quién fuera, abrió la puerta, metiéndose.
—¿Cómo andas?
De todas las personas posibles, me esperaba cualquiera, menos Christian.
Ni siquiera contesté o quise voltear.
—Anda, pues jodido. Lo imaginaba, llevo observándolos desde el principio. Las cosas no son como tu pueblo, camarada.
—Tienes razón. Aquí todos están locos.—Espeté de manera grosera.
—Es una manera de decirlo.
—¿Manera? Es la verdad...
—Opa, me da a mi que vienes de un mundo pacífico, libre de crimen o gente loca y que la violencia jamás debe utilizarse. Ay camarada. A cada arroyo, corrientes distintas.
Empezaba a desesperarme que siguiera hablándome, desprecie sus sermones, de tener energías le gritaría.
—¿Qué diablos significa eso?
—Que la vida no es igual en todos lados. Ya será decisión tuya adaptarte, o seguir cerrado y menospreciar las creencias de esta gente.
—No quiero hacer nada...
—Y está bien. Puedes quedarte acostado, pasarla leve sin hacer nada, va en serio.
—...
—O te levantas y entiendes que diferentes son las leyes de estos lares. Tú dirás.
Christian no dijo más, luego oí la puerta cerrarse.