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Chapter 20 - Capítulo 2.1

2 meses antes.

Explicar la nula decencia que Hatano Sora presumía, podía asociarse al cúmulo de vivencias, dicho también, lo aprendido de una madre decorosa, monótona, cuadrada y sumisa, aferrada a un matrimonio insípido. Reúne esas "cualidades" y serás la esposa japonesa ideal, te ganarás sosas apologías, blandos aplausos, despectivas alabanzas con doble significado.

«Si alguna vez mis padres se amaron, no lo recuerdo», pensaba Sora durante las comidas familiares. Paseaba su mirada, exasperada de la invariable rutina. Se figuraba como una pobre desdichada, que le sorbían preciada materia gris y, cuando estuviera seca, formaría fila al sistema de aburridas esposas.

Perdió la virginidad a los quince, el encargado de hacerlo era un chico de diecisiete. La fue moldeando a cada encuentro sexual y Sora, descubrió lo mucho que disfrutaba tener relaciones.

Duraron el transcurso que su amante cumplió dieciocho, le siguieron otros tantos.

Ese temor que la muchacha guardaba, sobre sucumbir y convertirse en su madre, dejó de acosarla.

Con frecuencia, Sora soñaba despierta la reacción que tendrían sus padres, si revelará aquellas detalladas sesiones de escandalosa lujuria, deseo y perversión pura que vivió.

«¿Qué creen? Su hijita ha tenido mucho sexo, me he acostado con toda clase de hombres, soy una jodida promiscua. ¿Qué harán al respecto?», el escenario siempre empezaba al decir eso...

Sora apreció deslumbrada, algo semejante al algodón quirúrgico. Blanco y  esponjoso, navegó aletargado, a través de la pasiva ventisca matinal que soplaba la ventana.

Logró atraparla, sin tener que levantarse del colchón.

«¿Que harán papá y mamá ahora? ¿Acaso me extrañan?», pensó Sora, la semilla rodó apoyada en su palma.

...

Rasgó suaves y torpes kanjis. Sostener una pluma, en sentido literal, incomodaba a Kisaki Suki.

Seguidas de numerosas pausas reflexivas, enumeró cuarenta y tres anotados.

«Salón 3-A:

Fukui Yasu

Hatano Sora

Washio Aimi

Uzaki Tina

Shimazaki Naomi

Noyori Isamu

Kugisaki Yuu

Ono Hikaru

Aoi Yuna

Obata Hideki

Akiyama Seita

Michikata Satou

Ishii Tasuku

Nambu Toshihide

Higa Misora

Hibiki Minami

Ōmura Hiroki

Kubo Miki

Ikeda Mayu

Salón 3-C:

Gwen Liana Delaney

Waka Ichika

Gennai Koji

Tanaka Ima

Shimo Daiichi

Kururugi Nori

Yagi Churi

Kawakita Miru

Tsumigi Karen

Azusa Nino

Ishihara Atsu

Maskawa Inou

Ekiken Zacarias

Iwasaki Okura

Konan Sadao

Shinoda Ume

Oshikawa Janae

Yoshine Kumi

Kisaki Suki

Utada Harura

Hayaishi Hachirō

Ohsumi Shūji

Araraki Rian

Ranzan Saburō»

«Estoy segura que la mayoría me apoyarán». Suki repasó esperanzada el papel, inscrito de posibles simpatizantes, necesitaba apoyó urgente si quería cumplir su objetivo... regresar a casa.

Para Suki el transcurso de ocho semanas, sobrepuso notables problemas, haciéndose culpables cuestionamientos.

¿Por qué no ha pensado soluciones? ¿Cómo es qué actúa tan lenta? ¿No está siendo una inútil?

El cuestionario servía como paso inicial y Suki, abordó a la primer persona que encontró sola.

—¿Qué opino de "ésto"? —repitió Uzaki Tina, de cara al zaguán. Conforme miraba la fina tormenta, no hizo más que empeorar—. Es una pregunta difícil... a veces siento como si fueran vacaciones en el campo.

—Pero no lo son —le recordó, expresándose quizás un poco exasperada—. Hemos pasado dos meses aquí, lejos de Japón, en un mundo extraño con extranjeros extraños.

Tina predispuso que responder, entendió la falta de educación en dar la espalda y volteó.

Suki sintió cólera, no intencional, Tina generaba envidia allá donde pisará. Teniéndola cerca, la chica comprobó las habladurías.

Dolía percatarse de cuan bella luce. Blanca, alta, ojos que casi la hacen pasar por occidental, inclusive el cabello recogido era tremendo acierto.

—Yo no diría que son extraños, se han encargado de todos nosotros.

—Aunque lo digas así... ¿no extrañas a tus padres?

Tina achicó sus ojos, pensativa, a punto de contestar... agachó la mirada, tornándose turbada, tensa.

Parecía sometida a fuerzas mayores, impidieron que dijera alguna palabra. El labio inferior le tembló, derramó una lágrima y corrió hecha un huracán.

Suki no hizo ademán de pararla.

...

Todavía contrariada, Suki cenó desanimada. La usual atmósfera retraída del salón C, mermaba cualquier ánimo social. De ahí, la sutil reticencia de los contrarios clase A quienes hacían turnos.

Ellos comían primero, luego venía su turno.

«Todos somos japoneses, es el momento que más unidos deberíamos estar», se quejó mustia y acabó de apartar las papas. Aquel revuelto platillo le desagradaba, como todo lo demás.

—Hola chica.

Suki encontró a Sora, sentada al extremo opuesto del comedor. Dado su descuido, la muchacha bien podría parecer una invocación fantasmal.

—Hola... —contestó apresurada, tras esconder el listado, que tonta de ella, dejó a la vista.

Sora, da nulas señales de haberse dignado a espiar lo que decía, y prosigue.

—¿Eres Suki, cierto?

—Sí y tú eres, Hatano-san.

—Sora —corrige la muchacha, tajante—. Resulta raro dirigirse tan formal por aquí.

—No tiene nada de raro, así es nuestra educación —saltó Suki, a todas luces, defensiva.

—Ya...

—¿Qué deseas?

—Vine aquí por Tina, algunas amigas me contaron que hablaron hace rato. Debiste decirle algo muy feo, si se encerró a llorar en su cuarto.

Suki entrecerró los ojos, afligida del pesado bochorno que sacudió sus nervios. Pasó el trago amargo, y le siguió la culpa.

—Yo... no quería hacerla llorar. No sabía.

Exacto, quiso justificarse a través del desconocimiento.

—Cálmate, no es que venga como venga como su defensora y te vaya a gritar tus verdades.

—¿Entonces? —inquirió desconfiada Suki, mientras acomodaba sus gafas.

—Antes, admite que fuiste insensible, admitelo.

—¿Ha?

«¿Qué se piensa está intento de Gal moderna?» pensó ella furibunda. Su reacción ocasionó la burlesca sonrisa de Sora.

—Una no pregunta temas tan serios como la relación de tus padres. Es sentido común.

—No deberías decir opiniones generalizadas —refutó Suki cada vez más enfadada—. Los padres son sagrados.

—¿Sagrados, eh? ¿Dirías lo mismo si por su culpa tienes un colapso nervioso? No por nada nuestra taza de suicidios es tan alta. 

—Lo diré de nuevo-

—Ni hablar, el tema aquí es sobre Tina y como sus padres de mierda la hicieron trizas. 

Sobrepasada por la indignación, Suki estampó las manos sobre la mesa, el plato y cubiertos rebotaron bruscamente.

—No todos somos como tú...

Se contuvo, un poco más y la llamaba "vaga promiscua que avergüenza el honor familiar" y Sora de seguro lo supusó.

—Es verdad, no todos tienen el valor de vivir como deseen. ¿Qué piensas, Suki? Olvídalo, tu mente ya esta moldeada al cuadrado.

Suki estaba por gritarle, lo evitó la inesperada intromisión de un nativo. A su llegada, los demás recibieron al señor con furtivas miradas hoscas, resignados a terminar la comida.

El tiempo que demoraron en hacer fila, estuvo observándolos sin emitir sonido.

Como Suki seguía sentada, el nativo la contempló, sus labios estaban sellados y su ceño transmitía infinita paciencia.

—Oh, con que ese es el viejo que los cuida —musitó Sora, que los miró cómoda tras la banca.

La dejó sola ahí, apresurada por acoplarse o el señor estaría esperando todo el día.

...

Aquel viejo, quizás mayor a los cincuenta , dijo llamarse Renhy la única vez que respondió una pregunta. Sucedía que les dirigía pocas palabras, actuaba faltó de entendimiento, como quién lidia con molestos extranjeros.

Enseñaba mudo y los trataba de manera paciente, Suki veía mal esos tratos, notaba la ofensiva condescendencia.

«Nos trata como si fueramos tontos», pensó la ocasión que aprendieron a montar. De hecho, es acertado resumir todas sus activades, hasta ahora, en viajar.

Las primeras veces, pasearon por la villa hasta memorizar todo rincón al derecho y al revés. Llegado el momento, Renhy los guió mediante caminos empedrados, que llevaban a coloridos pueblos repletos de casas pintadas. Conforme avanzaban, las locaciones iban tornándose sombrías y empobrecidas.

La cabalgata desembocó en la más curiosa aldea, vista hasta hoy. Suki vió el alto edificio blanco opaco, con forma cilíndrica e inclinado para el lado izquierdo, construido sobre la cima de una colina.

—Es un «sagrario», ahí se pide favores a los santos —explicó Renhy cuando Suki preguntó que era esa cosa.

«O sea, un templo», confirmó sin pedir aclaraciones. Le recordó a la torre de Pizza.

Tocaron piedra otra vez al cruzar el puente, allí, corrían poderosas aguas turbulentas, que echaban espuma. Suki limpió sorprendida la humedad pegada a sus gafas.

El ensordecedor oleaje la incitó a taparse los oídos, lo que soportó con éxito, aquello requería valor y soltar las riendas. Le asustaba saber el futuro de una tontería así. 

Atrajeron miradas, ella imaginó que pasaría. Aldeanos vigilantes apartaban las cortinas, se asomaban afuera de su puerta abierta y volteaban sin despegarse del trabajo.

Al mandarles esperarlo, Suki miró intrigada a Renhy, que descabalgo metiéndose en aquel rústico inmueble rocoso, flanqueado de cuartos desiguales.

Bajó apenas el viejo cerró la puerta.

—¡Oye! Suki-san —la llamó Yoshine Kumi, ni siquiera le explicó lo que pensaba hacer.

El picaporte oxidado fungia como seguro, aunque a Suki le daba pena el sencillo funcionamiento. Corrió el pasador y alguien tapó la pasada.

—Andas malincaminada, vuélvete atrás —dijo el obeso, cargaba un picudo garrote negro.

—No, espera, soy... soy empleada, sirvo al señor don Renhy —farfulló la muchacha, «miente, rápido »—. Verá, el no sabe escribir y necesita de una persona para que anote las cosas.

El guardia bufó, pegándose a la pared rugosa.

—Decirme de primeras que vas como «copista» pues, uno no sabe atinarle.

—Ah, gracias... pero, ¿qué puerta es?

Suki temió colmar la paciencia de aquel obeso, pero le señaló la puerta ubicada al final del pasillo.

Escuchó el rubro de voces escandalosas, el sonido amortiguado interrumpía un poco las frases quedas, y salían atropelladas. Debían estar discutiendo.

«¿Sobre qué? ¿Y con quién?».

Suki comprendió que las respuestas en tono bajo, provenían de Renhy, por ende, quedaba información inconclusa.

Siguió el impulso de abrir la puerta, tres pares de ojos la contemplaron cerrar.

—Soy la copista del señor Renhy —exclamó, adelantada a posibles preguntas.

El viejo la miró silencioso, Suki actuó con naturalidad, acomodándose cerca de él, sin atreverse a sentarse.

—Con que copista... —murmuró el sujeto, reconocido por ella como aquel que gritaba segundos atrás—. ¿Ya andas malo de memoria Renhy? Hasta donde se no eres tan mayor.

—El ciclo nos alcanza a todos, las labores comienzan a serme gravosas —argumentó Renhy—. Prosiga, castellán.

Suki repasó lo último, castellán significaba alcalde. El representante de tan gran cargo, era un hombre cuyo rubio alcanzaba las pestañas, rozaba los cuarenta y la barriga le sobresalía. Sudaba pesé no hacer calor, de tanto rubor parecía una cereza.

—Como te iba diciendo, aquí mismo estuvieron las «Protegidas del Cerezo», que no sabré yo si en mi casa se llenaron la panza. Su buena tomadera se dieron, y de la guardadora, se nos vendieron los marranos más chanchos. Verás t-

—Eso no castellán, el asunto de la carta.

—¿Cómo dices? Ah sí, anda tú... si luego mande otra, ¿No ha llegado?

—Mencionó hombres perdidos, muertos y con desmembramientos.

Suki tragó saliva, a todas luces conmocionada.

—Que sí, pero vuelvo a decirte. Se arregló. Si no les llegó la carta me discul-

—La carta llegó, y comparto su dicha de que pudieran resolver tamaña desgracia. 

—Me iras a disculparme tú... pero contento no te miras.

—Quisiera saber quién le resolvió.

—"Quién" —repitió el castellán con una ceja arqueada y bufó a través del bigote—. No se te va ni una condenado. Entre nosotros, la salvadora apareció sola.

—Salvadora, ¿se veía como esta pipiola?

Suki plantó la turbada vista al frente, suficientemente erguida para hacerse pasar por militar.

—No, está mozalba, de a seguro pasaba las dos décimas. También era renegrida, eso si, mismo pelo. Los ojos marrones, pestañuda, pinta y espléndida.

—Ya oiste Suki, pelo negro, marrón de los ojos y manchada de la cara.

Ella lo miró sin saber que decir, ¿estaba pidiéndole memorizar eso?

—¿Dijo algún nombre? —preguntó el viejo.

—Sí me dijo, me lo aprendí porqué fíjate, nunca lo había oído. Era... Rocío, Rocío Esquivel Ocaña.

Suki abrió desmesuradamente los ojos.

«No es japonés, pero es un nombre extranjero, no de aquí» estaba segura.

—Me serviría oír los detalles —pidió Renhy, el perceptible interés le marcó más las notorias arrugas del rostro. 

—Sí así lo requieres... viene a ser lo que nombré. Por supuesto, aquí en mi tierra no pasaban esos malisimos atentados. Era una aldea más allá, Dadapkzi. El Gencho estuvo de paso ocho o nueve amaneceres atrás, y trajo aquellos maléficos divulgos...

»Se les estaba muriendo la gente, se hallaban hombres tirados, todos despanzurrados, como quién se despacha un cochino y ninguno sabía por que. Mande plebada mía para ver que santos arreglar... amanece anochece y nada, pedí ayuda con gremios aquí cercas, a esos mentados «valentones». Todavía voy yo, ofrezco buena paga, ahí para sus buenos tragos y sus sabrosas comidas, que se les llene bien la tripa. Esos hijos de su cagada y regalada madre no vinieron, y tal vez el asunto no me convenía... ¿pero es de honrados dejar uno a los sufridos? Anda tú. Y en eso sale esta mozalba, Rocío, pregunta para donde ir. La verdad me comporte grosero, traía unas pintas sabe como y aparte, se metió en platica de hombres. Sigo pues, insiste, conozco a mis vivanderos y esa venía de otro lado, decidí decirle donde es.

—¿Así nada más?

—Perate... dijo que servía como, como, exorcista —respondió el castellán tras tronar los dedos—. Y que ella sola podía. Por si acaso mande al Gencho, que vuelven a las oscuras. Pasé una docena de jornales en ascuas y la mozalba nos lo arregla y alcanza venirse en la mera cena.

—¿Supieron qué fue?

—Un endriago —mencionó al instante el alcalde—. La Rocío esa lo traía montado encima de la carreta. 

—Puede ser que...

—¿Lo puedas ver? No te conociera, vente y te enseñó.

Acompañados de Suki, se adentraron a un pasillo mucho más remoto. Las dobles puertas fueron abiertas, y el aroma encerrado le hirió los sentidos.

—¿Huele mucho no? —la interrogó el alcalde con sorna, entretenido de verla toser entre espasmos y lágrimas.

Consiguió asentir, aunque el ardor quemaba su garganta y fosas nasales.

«Arde, no puedo respirar».

El alcalde le pasó algo metálico que tenía  pomada.

—Untate eso en las narices.

—Por la perra castellán, habría sido prudente advertirnos —maldijo Renhy entre sacudidas de mano para alejar el mal olor.

—Te aseguró que lo que hay ahí es peor que ésta peste.

Resultó peor... Suki estuvo de acuerdo, permaneció pasmada varios minutos, tomándose el tiempo de comprender que definición darle, como describirlo, la forma de entenderlo.

Ocho ojos en hilera veían muertos la nada, faltaba todo del torso para abajo,  incluso las extremidades. Las quemaduras dejaron un cadáver incinerado, de piel maltrecha, e irreconocible. Cuentas de madera ataban la deforme anatomía.

Suki entrecerró los párpados, notó que colgaba una medalla pequeña de oro, grababa con la Virgen María.

—Estaba amarrado así cuando Gencho lo vino a dejar —explicó el alcalde visiblemente incómodo.

—¿Y la mozalba? —quiso saber Renhy.

—Se marchó tan temprano que no la vio ni el «orador». Te adelantó que si fue ella la que mató ese endriago roba vidas.

—¿Quién la vió?

—Mi servidor, me contó como pasó y le pare la palabra a la mitad. No estoy para esos cuentos.

Renhy miró una vez más al ser, aplicó más tensión a su ya tensa mandíbula.

—Estoy conforme, vamonos.

...

—¿Qué haremos ahora? —inquirió Suki.

—Nos volvemos —dijo Renhy y subió al corcel de un salto.

—Espera. ¿No vamos a investigar más? ¿Buscarla?

Necesitaba hacerlo, Suki quería averiguar el misterio, tener la oportunidad de escuchar una perspectiva distinta.

—Eso no te concierne, Suki... tampoco a mi.

—Pero...

—Súbete a tu montura, ya. Síganme —comando Renhy y espoleó el caballo.

El animal aceleró bruscamente, dejando una cortina de humo.

...

Hubo dudas en Suki, acerca de visitar éste espacio. Respaldadas en tanto escuchó las desvergonzadas risotadas, y detectó unos mareantes hedores.

«Se embriagan a plena luz del día, son de lo peor».

El grupo, exclusivo de mujeres, hacía bulto pegado a quién estuviera sentado.

—¡Ay perra mal nacida! —exclamó la desconocida y derrumbó el tablero de un puñetazo.

—¡Quédate quieta Banina! Acabas de presumir tu resistencia al dolor —dijo burlona Kugisaki. 

—Así te escupan mendiga... pasa que en la vida me jalaron los pelos de ahí.

Kugisaki soltó la carcajada, y levantó unas pinzas para cejas.

—Disculpen... —terció Suki, la chica se percató de su presencia.

—¿A quién buscas?

—A ti, quiero decir, quisiera hablar contigo —contó ella demasiado rápido.

Kugisaki relevó las pinzas a una muchacha rubia de sonrisa fácil.

—Le deben quitar los vellos de alrededor, las cejas delgadas te hacen lucir más linda. ¿De acuerdo?

Suki acomodó sus lentes intimidada, ambas eran desconocidas, si acaso hicieron conversación la vez que elogió el vestido que traía.

Kugisaki Yuu desechó el uniforme pasados tres días de su estadía, así mismo el bolso y conservó los cosméticos. Cumplida la semana, recibía los buenos días de varias servidoras, favores especiales, preferencias. Parezca malo o bueno, Suki valoró la rapidez con que se adaptó.

—¿Cómo estás?

—Mejor que nunca —contestó Kugisaki, directa y concisa.

—Me alegro —mintió Suki, la perspectiva del fracaso, tras entrevistar algunos compañeros, aumentó el estrés que cargaba. De repente consideró quitarle la cómoda sonrisa a Kugisaki, una bofetada sería suficiente.

—Se por que vienes a verme, «Revolucionaria».

«¿Me pusieron un alias? ¿Qué les pasa?».

—Al menos escucha lo que tengo que decir. No puedo ser la única cansada de estar atrapada en un lugar que no conozco —despotricó enojada, faltaron dos centímetros para que perdiera las gafas.

—Controla ese temperamento, Suki.

Ahí estaba otra vez, la falta de sufijos. Era el distintivo principal.

—¿Has pensado en el futuro, Kugisaki-san? ¿Acaso han pensado lo que nos deparará la vida si seguimos bajo esta situación?—Suki la reto, mientras tiraba preguntas invasivas—. Estamos estancados.

Kugisaki tendió un silencio pesado y encargado de ponerla ansiosa.

—La única estancada, pareces ser tú.

—¿Discul-

—Es verdad, ¿qué derecho tienes para decidir lo más conveniente? Ninguno, cero, nada.

Suki jadeó, dispuesta a oponerse.

—¡Eso no-

—Si lo piensas, nuestra situación es mejor —dijo Kugisaki, interrumpiéndola por segunda ocasión.

—¿Sin estudios? ¿Sin ningún futuro estable?

—Puedo vivir con eso. Aguanté una vida de estudios y entendí lo jodido que era... de Lunes a Sábado, desde las ocho hasta las cuatro y media. Aquí estudian gratis los que quieren, no hay universidad, un maestro te enseña el oficio al que quieras dedicarte y eso no toma ni cinco o siete años —mencionaba los hechos, según creía, como ventajas y facilidades.

Suki despreció aquel sistema, viéndose reducido a un personal juicio arbitrario. 

«Dice tonterías. No saben nada, lo único que veo son pueblerinos ruidosos, violentos, apestosos y groseros».

—¿Acabaron su parola? Tantas mascadas y nomais se pasan zacate del viejo —exclamó la atendida por sirvientas, incorporándose.

«¿Por qué me mira así?» pensó ella, paralizada. Era una mirada dura, fija, incomodaba de sobremanera.

—Suki no entiende tu dialecto, Banina, yo le explico —se ofreció Kugisaki—. Quiere saber por que perdemos el tiempo discutiendo algo sin sentido, si ninguna va a ceder. ¿Verdad? —la chica esperó obtener la razón.

Pero Banina estaba centrada, Suki resopló aire contenido, la ansiedad le restó resistencia o fuerza y no dijo ni queja.

Arrebatada de incluso pensar, Suki contempló un particular rostro salteado con pecas, fruncido en inexplicable amargura y de cejas desiguales. La derecha milímetros más arriba. 

—Eso mismo andaba diciéndote —contestó Banina, sus cejas arqueadas presionaron el ceño—. Clarillo puede verse tú, Suki.

—¿Cómo?

—Se percibe la basca que te damos. Tál cual, lo mismo de lo mismo, que la de los malhadados hocicones.

«Es inútil, no entiendo que dice».

Kugisaki asintió, la sonrisa burlona picó el pecho de Suki.

—Ya lo entiendo. Disculpa a mi compañera, no todos los japoneses somos tan xenofobicos.

—¡Eso no es cierto! —refutó ella, alterada.

—Me vale cinco camotes, retírate —ordenó Banina con un grosero ademán—. Mi comadre ya no tiene asuntos contigo, ¿o qué?

—Tienes razón —repusó Kugisaki.

Suki preparó múltiples argumentos, aún así, abandonó la habitación abatida. 

...

Palpó intrigada el curioso rectángulo rosado, Kugisaki profirió sorprendidas exclamaciones mientras intentaba despegar los dedos.

—¡Es pegajoso! ¿Qué es?

—Les décimos «pillon», provalo, te plazerá—sugirió Kanñiteola, la misma rubia que sonrió a Suki.

El bocado que ella probó fue por compromiso, agasajada del agradable sabor, dulce y ácido, la chica pataleó.

—Sabe muy rico.

—Un dulcor que no hallarás en otras tierras.

Banina se metió dos piezas, les metió tal mordida, que parecía apunto de morderse.

—¿Qué te vino a chuchear esa dichosa Puchi? —inquirió, todavía mascando dulce.

—¿Suki? Ah, veras. Oí los rumores sobre sus raras actividades, hace preguntas, parece que sólo a compañeros de escuela.

—¿De qué?

En Kugisaki surgieron irritantes emociones estorbosas. Lentamente, se esfumó la animosa alegría que evocaba antes, y quienes aguardaban respuesta, notaron el dilema.

—Japón, el lugar donde vivía...

—Para esas contestaciones que me diste, parecías muy sufrida —destacó Banina—. ¿Malos recuerdos?

Ella asintió, sintiéndose vulnerable, contener el aire detuvo las lágrimas.

—Sí ocupas sacarlo...

—Odió Japón... ¿Sí? —murmuró Kugisaki trastornada, aunque no indagó en detalles.

La cascada de inolvidables  memorias tortuosas insistían quedarse.

«Váyanse, váyanse, váyanse», repetía para sus adentros. Incluso al cerrar los ojos, se proyectó la vez que unas compañeras atacaron a Kugisaki.

Viéndose derrotada por diferencia numérica, suplicó incluso al notar caer mechón tras mechón.

Amaba su melena y de ella quedó nada, cabellos disparejos, cuero cabelludo adolorido, tristeza.

Aquel trago amargo, implicó mayor humillación cuando Kugisaki relató lo sucedido, sus propios padres es probable que tuvieran sospechas... inútiles, debió valerse sola.

«Estoy donde puedo ser yo misma, no hay mejor lugar que este».

...

«No soy xenofobica», negó furiosa y ofendida.

Suki rechazó tales acusaciones, mejor dicho, inventó excusas. Validadas por su fiera xenofobia y patriótico conservadurismo interno.

No pensaba otra cosa que meterse bajo las sabanas, dormir y jamás despertar.

El súbito encontronazo arrancó, escandalosas exclamaciones de una empleada doméstica.

—¡Santos benditos! ¡Asi te remuevas!

«¿Quién es esta?» Suki procuró comportarse y aguantarse pedirle irse, ya que cargaba su ropa.

—Discúlpeme, no esperaba ser vista —confesó la empleada, una pelirroja de labios rosados y cara madura.

Sus excusas le daban igual,  Suki únicamente fue y le arrebató la canasta.

—Yo lo haré... no necesitas tocar mis cosas.

—¿Cómo dice? —inquirió a Suki, puesta en una situación incomoda, intentó recuperar el cesto.

—¡No me toques! ¡Ya te dije que lo haré yo! —vociferó exasperada.

La empleada retrocedió sorprendida, vaciló escasos segundos en aceptar el pedido, bajo la mirada y se alejó enmudecida.

...

La actividad se postergó el doble. Cumplidas cuarenta y ocho horas, Suki enfrentó demasiados rechazos, sobrevenidos por argumentos vagos y tras prestarles atención, concluyó que eran meras estupideces.

Obata Hideki encabezó el top con anticipación, al tratarla de manera condescendiente. Suki desconectó el cerebro y espetó un breve gracias, algo molesta, convencida de haber desperdiciado sagrados minutos en charlas infantiles.

«¿A quién le importa que vivas tu destino soñado? Mejor madura», razonó de la limitada palabrería que escuchó. 

—Lo que preguntas es complicado —dijo Shimo Daiichi, Suki parpadeó sustraída de su ensoñación.

La colina donde estaba destaparrado apenas media el metro y medio. Ella miró también a Ishihara Atsu y Ohsumi Jin. le desconcertó notar que Ishihara andaba rapado. Los destellos del cráneo lampiño eran como una perla recién pulida.

—¿Tiene algo de complicado preguntar si extrañas a tus padres? —recalcó Suki.

—Algo así, creo que bastantes de nosotros ya hemos superado ese punto. Extraño a mis padres... pero los conozco y para este punto, quizás han aceptado mi desaparición —asumió Daiichi, ninguno esperaba oírle pronunciar tamaña franqueza.

Ohsumi Jin, giraba por el tallo la flor que arrancó, distraídamente.

—Shimo tiene razón, desde mi punto, no guardo tanto cariño por mi familia. Pensaban que era un bueno para nada —añadió Ishihara, pasándose la mano encima del cráneo liso—. Da igual, no les guardo rencor ni les deseo el mal.

—Ishihara, tú... después de todo tienes sentimientos —a Daiichi le sobresalió la momentánea impresión.

—Cállate —objetó el rapado, no sin antes tronar la lengua.

Intercambiaron objeciones y bromas, Suki aún ahí, admitió dolida el gasto de saliva.

—¿Viste al demonio?

De ninguna manera vió venir aquello, es más, razonó echarse a correr tan pronto sus piernas la traicionaron, e hizo el ridículo.

La curiosidad ganó.

—¿De qué hablas Ohsumi-kun? —inquirió Suki, el paso de saliva supo reseco.

—Lo viste, ¿cierto? Un demonio de ocho ojos, muerto y quemado.

—¿Cómo sabes eso?

Ohsumi observó distraído la elipsis del tulipán. 

—Acerté, por ahora —la frase, sonó como una afirmación para él mismo.

De esa forma, Suki libró seguir enredandose con ellos. 

...

Manifestada la inquietud, Suki recibió tentadoras sugerencias, pasear debía servirle. Estuvo por calcular que horas serían, hubo de conformarse con mirar las estrellas.

Validar su repentina temeridad, bastó, una insignificante enseñanza paterna. «La oscuridad es un miedo inmaduro».

Visto así, Suki traspasó la inofensiva penumbra del patio. Para volver, solamente habría de perseguir dos antorchas, apostadas al exterior. Evitó cuestionar la llamativa hoguera, que ardía ante el oscuro ambiente de luna nueva.

El sentido común tardó demasiado, y lo felicitó. Puestas cómodas delante de la ardiente fogata, Kubo Miki finalizaba la banal anécdota, eso recabó Suki, Shinoda Ume procedió a tomar voz.

—Con lo que me tardó aquí en secarme el pelo, si lo tuviera más largo me volvería loca —prorrumpió con la nariz arrugada, la iluminación le confería aspecto tétrico, siendo una chica bajita de cara redonda, los ojos más estrechos jamás conocidos, a la par de naturales labios hinchados.  

—¿No éstas ya lo bastante loca? —preguntó Kubo, a son burlón. Suki distinguió el destacable patrón de pecas, y las sombras creaban surcos cual ojeras.

—No más que tú.

—Considero mis acciones de naturaleza justa, equilibradas bajo las circunstancias —explicó Kubo y revisó el calcetín secándose al calor.

—Mataste a tu primo.

—Tú casi matas a tu hermanastro.

—Eso casi nadie lo sabe y prefiero no mencionarlo, estaba harta y el desgraciado no se detuvo.

—Mi primo tampoco quiso detenerse, tenía quince años y yo siete. Pero fui lista y él no... aunque una amiga me ayudo.

Suki prefirió sacarles la vuelta o las nauseas, serían vomito.

...

—Me parece que aunque estemos con comodidades, no pertenecemos a este mundo, somos como invocados. Sí existe un modo de regresar, seré el primero en irme sin pensarlo.

—Gracias por tu tiempo, Akiyama-kun —Suki se despidió haciendo la tradicional reverencia japonesa.

«Alguien me apoya», sonrió inspirada, acción que perduró lo mínimo. La clase C formó fila reanimada. Renhy, sobrado de paciencia, atestiguo la mecánica formación.

Fue tonto, esperar del viejo alguna medida previa, a las obvias advertencias climáticas. El sol daba la prematura luz de un atardecer, Suki rogó tener refugio cuando empezará el torrente lluvioso.

—Se saben los mandos, «Fepevrit», esperarán que grité y me siguen. Jinetes casi juntados, yendo —dijo Renhy y emprendió la marcha.

Iban a trote pausado, el rugido los alarmó. Suki, deseosa de gritar al margen menos impreciso, pareció una demente tartamuda.

—¡Fepevrit! —el potente tirón amenazó tirarla, rodó ambas muñecas y por cinco minutos balanceó la posibilidad de lastimarse, irremediablemente.

«Oh no puede ser». La fricción era una prueba irrefutable, pero imposible. No existe animal capaz de acelerar tanto.

Su cabello dio latigazos contra el viento y aguzo el oído. Este ritmo no sería duradero.

La senda recta, prolongó el osado cabalgar más tiempo del esperado, Renhy comandó «¡Abdaij!», y acudieron cuantiosas sacudidas de riendas.

—Tu cabello es un desastre, Suki-san —señaló Shinoda, estar igual de despeinada, le quitaba cualquier derecho a criticar.

La burla resbaló de Suki, ofuscada, por los alaridos de transeúntes mirones y mercaderes que prefirieron saber que ocurrió, en vez de cuidar el negocio.

La primicia, ladrona de atenciones, correteó con el forzado consentimiento del gentío agitado.

—¡He de retornar ya! —bramó el desahuciado.

Suki advirtió el venjade remojado, que protegía pectorales y pecho de un joven, cercano a la perdición.

Renhy detuvo sus espasmos.

—Cálmate rapaz.

—¡He de retornar! ¡Tengo que! —imploró el desesperado, mientras intentaba zafarse, pero los dedos de Renhy eran firmes tenazas.

—¡Gracias a los santos y a ustedes! —exclamó la extraña salida de aquel entrometido montón—. La lacerada se le puede rajar más.

—Buenos días sean —gruñó el viejo.

Aquella jadeante mujer pelirroja, correspondió tras recuperar el aliento.

—Si pudiera serme ayuda y traer al lastimado.

El gesto adusto de Renhy generó ansiedad, ni siquiera objetó la petición.

—¿Qué hacías? —le habló al joven.

—Soy maderero, ya íbamos para con el patrón... yo, Falr, Viboi, Guolazz... la cuadrilla entera. Y que luego viene que sabe que, nadie supo. De los troncos se apareció. Nos empezó a matar por 'onde quisiéramos correr.

Suki lo escuchó rememorar el supuesto accidente, acompañado de espamodicos sollozos.

—¿En que parte fue?

—Ande allá... para la matorriza, El Bosque Reservado de Cvizca.

El viejo quitó las manos que sujetaban al herido, expresaba pura indiferencia.

—Vamonos.

Reanudaron la marcha, ajenos a cualquier plan que Renhy hubiera ideado.

Extrañada de mirar tres caminos, Suki sospechó que desviaron la ruta usual. El letrero con tres carteles tenía una escritura ininteligible, y sus intentos por descifrarlo la frustraron.

El mar, un rasgó imperdible del horizonte, estaba tranquilo. Suki rehuyo la vista, en preferencia de observar chozas torcidas, armadas con palos y cuerdas... a los excrementos en las esquinas.

«Apestoso, esta aldea huele muy mal». Orines y popó, principalmente.

Los posibles mugrosos aldeanos, ni la cabeza asomaron.

—¿Qué hacemos aquí? —exigió saber Suki, Renhy, dos caballos adelante no volteó.

—De por aquí viene el rapaz rajado.

«¿Tan lejos?», Suki juraría que llevaban recorridos incalculables kilómetros, si a eso sumamos la falta de civilización, se hizo una idea de porque la aldea luce espantosa.

Por suerte, la cabalgata desembocó en los brotes, e inicial ambiente boscoso y compañía inesperada.

«¿Qué demonios?» boquiabierta, Suki las reconoció; Kubo Miki, Kugisaki Yuu, Shimazaki Naomi, Washio Aimi y Hatano Sora... sin contar la rara presencia de una mujer morena, vestida con cuero viejo. Limpiaba el afilado sable que sostenía, como el granjero cuando decapita ganado para venderlo.

—Te aguardaba, Renhy.

—Diliv —respondió el viejo—. ¿Qué movida es ésta?

—Izol nos apremio... así no —corrigió Diliv, brevemente nerviosa—. Me apremio de prestar socorro. 

—A eso vine.

—Sosiegate, las profecías de los conjuradores rebasan cinco pasos al destino y no te hubieras entretenido mucho —la morena mandó hacia Renhy algo, que bien podría tratarse de fruta o una pelota.

Suki tapó a tiempo sus labios, ansiosos de comunicar el pánico. Otras lo hicieron por ella.

Lo que rebotó, era la cabeza decapitada de un inhumano engendro rosa, baboso y flácido de ojos estirados. La cara familiar de babosas y caracoles.

—Cuida a tus doctrinos Renhy, no les vaya a dar algo —mencionó Diliv muriéndose de risa.

—Ya estuvo —dijo el viejo—. Puedes irte, si eso deseas.

—¿Y si nos vamos conjuntos? Izol puede, con sus conjuros lo hace todo.

—La «Llamada», es util, concuerdo. Pero mis asuntos no se acaban aún.

—¿Acaso no ves que mate la cosa que mantiene a la plebe escondida?

Renhy descabalgó, pasándole encima al caracol gigante.

—Estás mal... no era ese.

—¿Cómo dices?

—Que maravilloso, cuantas presas han venido.

Incluso con el sonido del agua, la voz sonó fuerte y clara. Suki sintió escalofríos, aquel intruso sabía japonés.

De hecho, vestía el tradicional estilo de los «Komusō»; canasta de paja en la cabeza, un holgado kimono amarillo vestido sin «ohashori», el haori abierto se veía impecable.

Salido del bosque, Suki intentó silenciar el fatal pensamiento que le alteró.

Usó presas como adjetivo, la ofensa no impulsó interrogantes o retadores, sólo miradas cautelosas. 

—Tú —murmuró Renhy si pretendía objetar, el tiempo había terminado.

El falso komusō exhibió de que era capaz. Precipitado, encaró cara a cara al viejo, fue comparable al accionar una pistola.

Hubo un trencé que produjo percusión, el embiste de masas vivas.

Renhy maldijo con los dientes apretados.

—¡Me viste! —destacó el falso komusō, mientras detenía la finta y el verdadero ataque del viejo. La palma parecía un sable.

Diliv, presta, aprovechó la apertura. El tajo que efectuó degolló al komusō.

La cabeza giró como maduro fruto caído, y de las hendiduras en la canasta emergieron avispones asiáticos. El enjambre imposibilitó la intervención, rodeandola por completo.

Renhy zafó los brazos, al trotar dos pasos atrás, arrojó lo que sustrajo del cinturón.

Esparció un polvo blanco un milisegundo después, hizo combustión.

Los insectos ardieron entre horribles silbidos agudos y Diliv reapareció, manchada de hollín y sangraba por docena de orificios.

—¡Hijo de una perra! —bramó hincada.

—Vete Diliv, no está muerto.

Tras señalar el hecho, aquel individuo reacomodo la parte amputada, que flotaba hace unos instantes.

—Que observador. ¿Qué fue lo que hiciste?

Como respuesta, recibió un corte, la profusa incisión fue tan veloz que Suki, paralizada pocos metros de distancia, perdió el habla.

El komusō se cubrió la sangrante garganta.

—No usas espada...

Renhy lanzó un tajo diagonal, fue detenido, no dos veces. Enterró uñas y dedos de la mano izquierda, el pecho del komusō mano finas líneas rojas.

El individuo, en una breve flaqueza, demoró su reacción y el viejo arremetió.

Se escapó, como la lluvia que Renhy rasgó. Corrió tras él, procuró arrebatarle más vitalidad, mano a mano intercambiaron golpes.

El komusō hacía escudo con los antebrazos, tomó ofensiva y acertó. Renhy trapeo la tierra húmeda, sin permiso a levantarse, lo estrellaron contra los pinos por el lomo, sujeto del talón.

—Para ser viejo, lo hiciste bien. ¡Toma! —exclamó y Renhy surco los cielos, luego estampó las frágiles copas, perdido enmedio de ramas inestables.

«¿Si el pierde que hacemos?», Suki buscó asustada solucionar el miedo.

Caras asustadas, eso halló.

Excepto Diliv.

—Ahora podemos seguir, mujer —ofreció el individuo, acercándose, las pasadas heridas estaban recuperadas.

—Te proclamas muy pronto, mal nacido hediondo —de su apuñada zarpa, excavó una roca descomunal que manejó con facil apremio. Aplastó al komusō, en lodo y solida piedra—. Anda y pudrete.

Diliv recibió la misma piedra devuelta, empujada, derribó árboles.

—Oye si que te luciste, ni un gorila podría hacer eso —dijo el komusō, relajado.

Las chicas que acompañaban a la morena, no buscaron huir.

—¿Ustedes son tan fuertes como ella?

Hatano Sora respondió encogida de hombros.

—Averigualo si le ganas al viejo —apuntó el índice tras el individuo.

Renhy estaba de pie, nada más herido del labio. Frente a él, surgió una dorada luz y la materialización de una puerta.

La morena en ese momento tumbó la piedra, parpadeó y pelo los ojos.

—¡Mozalbas, a correr! —gritó obligándolas a pararse.

—¡¿Por qué se van?! —preguntó Daiichi, se quedó sin respuesta.

—¿Te escondes tras una puerta? —inquirió el komusō, atraído de nuevo por Renhy.

—«Puerta de Las Crónicas» —musitó él viejo... y la puerta se abrió.

Suki parpadeó, deslumbrada ante el efecto de lo que el viejo creó, por obra de magia o poderes místicos. Sea cual sea la explicación, ahora sostenía una campana de plata y un mazo oxidado.

—¿Qué ha sido eso viejo? ¿Piensas pelear a campanadas?

Renhy tocó el instrumento. La melodía retumbó y empezó a narrar.

—Acérquese si desean oírme, si desean saberlo. Vengan y oigan, una de mis historias. Dice así la crónica, de las más añejadas les haré oír. Tres camaradas; un vende pieles, un elfo y una maga, de oficio aventurero. Salían de misiones. Famosos se volvían...

Suki y el resto presenciaron, la inexplicable manifestación, como la historia cobraba vida. Figuras etéreas, dos para ser exactos, estaban hombro a hombre de Renhy.

El komusō avanzó, decidido a destruirlo. El viejo le frenó los pies con una segunda campanada, el retumbar formó una barrera.

—Aventuras vivieron, rachas buenas, rachas malas y la camaderia siempre perduró en todas ellas. Un día, aceptaron un trabajo, sin saber cuan difícil sería. Tardaron sus seis amaneceres y seis anocheceres, al séptimo amanecer encontraron la guarida del lich.

Una tercera creación liberó siniestras sombras, intangibles y rebeldes. Daban vueltas sin apatarse de Renhy.

—El desafío que les esperaba fue el más difícil, la muerte respiraba cerca, susurraba sus finales al oído.

—¡Maldito! ¡Con palabras no vas a matarme! —lo insulto el komusō, rabioso.

—Pero había esperanza, un último intento, la última muestra de resistencia.

El brillo dorado reapareció, otorgó color y las figuras revelaron caras definidas, detalles visibles. Suki los vió, los tres aventureros.

La maga clavó el bastón, observó al individuo y recitó cánticos.

—La maga pidió que sus viejos camaradas por una vez se cobijaran tras ella y nombró un hechizo, uno secreto.

Con su propia voz la maga empleó magia, que corría a través del retorcido báculo. Una blancura cegadora se acumuló en la punta.

—El lich, de arrogancia ilimitada, aseguró resistir el hechizo, subestimo a la maga y ella lo lanzó segura de su triunfo. 

Se volvió imposible definir que sucedía, Suki ya no veía la más mínima sombra y entonces, el lugar tembló con una onda expansiva.

...

El olvido operó los días posteriores, al cabo, Suki pudo pasar el día en paz.

La entrevistada final; Gwen Liana Delaney, no acabó de gustarle.

«Es extranjera, de milagro debe pensar sobre sus padres». Gwen repasó el cuarto, pensativa.

—¿Quieres saber la verdad? Actualmente, estoy aliviada.

Habiéndolo supuesto, Suki cuidó comentar al respecto.

—Aliviada por mi papá —continuó ella y reveló una sonrisa incongruente, pues la voz le salió quebrada—. Lo siento, es solo que... acaban de caerme todas mis emociones de golpe... estoy aliviada porque, papá ya no deberá preocuparse de su hija que solo sabía ocasionarle problemas. Desearía haber sido una mejor hija, antes de irme de su vida.

Fue tomada por sorpresa, Suki acomodó sus lentes, desistió de plantearse consolarla.