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Chapter 9 - Capítulo VIII: Doncella Egipcia

[Cielo Nun: Gran Pirámide]

—Ahora entiendo lo que sentía el hermano Gabriel —comentó San Rafael estando sentado en una silla, con el codo derecho apoyado en el posa brazos, mientras se tapaba el rostro con la mano.

—Yo igual. Me siento como si fuera un estúpido juguete esperando a ser elegido por un niño —se quejaba San Uriel, sentado en un sillón con la cabeza tumbada hacia atrás y los ojos cerrados.

—No empiecen ustedes también —dijo San Miguel cruzado de brazos y recostado en una pared, bastante disgustado—. A mi tampoco me agrada esto, pero no hay otra. ¡Y tú deja de reírte que no es nada divertido!

—¡Pero si que lo es! ¡Ja, ja, ja! ¡El karma por malos hermanos! —decía San Gabriel estando parado y sosteniéndose el estómago, mientras se reía a grandes carcajadas de sus hermanos, quienes no tenían ni una pizca de buen humor.

—No hables antes de tiempo mi queridísimo hermano, porque al universo le encanta hacer jugarretas de mal gusto ¡Je, je, je! —comentó San Remiel estando sentado en una silla con los pies montados en una mesa, mientras jugaba con chispas eléctricas entre sus dedos.

Los Siete Arcángeles estaban en el cielo del Panteón Egipcio, específicamente dentro de una pirámide, que actuaba como lugar de negociación entre Panteones. Los siete se encontraban en lo que parecía una sala de huéspedes, de arquitectura egipcia, con diez sillones, tres sofás y cinco sillas repartidos por el lugar. La entrada no tenía puerta, aunque sí tenía una gran estatua de esfinge en ambos lados. Cada arcángel llevaba su respectiva armadura y todos estaban allí, esperando la llegada de una nueva prometida para uno de ellos.

En el pasado el Panteón Israelita y el Egipcio eran amigos. Pero después de que los mortales egipcios esclavizaran a los mortales israelitas, comenzó a quebrarse esa amistad, y el Panteón Egipcio se negaba a cooperar para liberar al pueblo israelita, dando origen a un nuevo conflicto entre Panteones.

Para terminar con la guerra sin sufrir bajas, se le dio permiso a Lucifer para que enviase a sus archidemonios a causar algunas plagas en el Territorio Egipcio. Luego fue el turno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis el crear otras. Pero no fue hasta el final, cuando tuvieron que recurrir a la ayuda del jinete de la muerte, el arcángel San Azrael, para obligar al faraón Ramses II a liberar al pueblo israelita. Y el resto lo hizo un humano hebreo, con ayuda del avatar de un dios extranjero; ambos escogidos para guiar al pueblo israelita de regreso a lo que una vez fue su hogar original.

Sin embargo cuando terminó la guerra, había que establecer un acuerdo de paz con el ahora enemistado Panteón Egipcio; lo que significaba que debía iniciarse una nueva boda, como sello de paz. Y por ende, los siete Altos Príncipes al ya estar todos casados, por obligación de la Ley de los Panteones uno de ellos iba a tener una nueva esposa. No obstante debido al desastre en el Territorio Egipcio, como consecuencia del conflicto entre Panteones, los inmortales egipcios aceptaron el Sello de Paz bajo una condición: que sólo fuera la diosa disponible quien eligiera a su pareja, sin cuestionar.

Y en cuanto a la diosa disponible, era la hija menor de Anubis, el Dios Egipcio de la Muerte. En un principio, la hija menor de Anubis iba a casarse con Hap, el Dios Egipcio del Nilo. Pero según Anubis su hija sólo quería casarse por puro interés, sin ningún motivo romántico ni amistoso, porque Hap era uno de los dioses egipcios de más alto rango y con incontables riquezas. Pero esa era una de las artimañas de Hap para ganar aprecio, porque en realidad era un ser repulsivo y espantoso; no solo por fuera, sino también por dentro, y es que si ya de por sí su apariencia era horrible, lo que había detrás de tanta fealdad era algo incluso peor que los demonios.

En este caso no podía aplicarse el clásico dicho mortal: "no juzgues a alguien por su apariencia".

Sin embargo mientras que a la joven diosa no le importaba si su futuro marido era cruel o no, siempre y cuando tuviera una alta posición y grandes riquezas, a Anubis no le parecía nada bien que su hija se casara con alguien así, que incluso podría llegar a lastimarla. Por eso aceptó el sello de paz con el Panteón Israelita; para salvar a su hija de cometer el peor error de su existencia, como el casarse con un ser despreciable.

En cuanto al sello de paz, justo ahora los arcángeles habían llegado al Panteón Egipcio para que la joven diosa eligiera a uno de ellos. Luego de llegar fueron recibidos —con cierta dureza— por Anubis, quien los guió a la sala común donde debían esperar a que su hija terminase de arreglarse para verlos.

Según el dios egipcio, su hija pasa incluso horas arreglándose para eventos importantes, debido a que ella era una fanática de tener buena imagen en público. Y tal como lo explico, pasaron casi dos horas en las que no había señal de que viniese alguien. No obstante la espera por fin terminó, cuando los arcángeles escucharon pasos en el pasillo, acercándose a la entrada de la sala, seguido de un grito que hizo eco en el lugar.

—¡Muy bien criaturas emplumadas pónganse en orden!

Con la fuerte exigencia, de inmediato los arcángeles se reunieron en medio de la sala, alineándose y parándose firmes para ver el dueño de la voz, quien sin previo aviso había llegado al lugar, acompañado de dos guerreros egipcios que eran no-muertos similares a los muertos-vivientes de Morrigan, aunque en este caso estos estaban momificados.

Los guerreros egipcios hacían de guardaespaldas para un hombre alto de piel violeta, físico delgado pero con una considerable musculatura, y con vestimenta elegante egipcia de color verde oscuro con bordes dorados. Aunque no traía camisa portaba brazaletes dorados en los biceps a modo de adorno, y en una mano sujetaba un báculo dorado con el ojo de Horus. Pero lo único que destacaba de él, era su cabeza de chacal, cuyos ojos eran rojos, aparte de tener debajo de los mismo el característico delineado negro.

Era el Dios Egipcio de la Muerte, Anubis.

—Saludos otra vez señor Anubis —decía San Raziel con suma cortesía—, ¿alguna noticia de...?

—¡Ahórrate tus preguntas estrella emplumada! —le interrumpió Anubis golpeando el suelo con su bastón, denotando un mal humor que no lo hacía muy amigable—. ¡Y sí! ¡Mi dulce niña ya está aquí y lista para conocerlos! ¡Así que compórtense o los desplumare igual que un pollo!

Terminado de explicar aquello —igual que un verdadero malhumorado en toda la definición de la palabra—, el dios egipcio se apartó de la entrada, luego se giró y dirigió su mirada a la entrada. Es entonces cuando comenzó la cadena de momentos surrealistas, que para los arcángeles pese a ya ser tales momentos algo común en sus vidas, todavía no dejaba de sorprenderlos.

—¡Querida hija ya puedes salir y escoger a tu consorte! —dijo Anubis, ahora (para la absoluta sorpresa de los arcángeles) con un repentino cambio tanto de humor como de expresión y tono de voz, a uno más amable y gentil e incluso tierno, que lo hizo parecer casi una persona diferente al Anubis de hace un momento.

Entonces ingresa a la habitación alguien más; era una adolescente que aparentaba estar cerca de los 18 años. Pero debido a su apariencia juvenil, a simple vista podría aparentar un poco menos de la mencionada edad. No obstante tenía el cuerpo lo bastante desarrollado como para no parecer una niña, además de que se notaba que cuidaba muy bien su cuerpo, dado a que era delgada y un poco esbelta. Su cabello era negro azulado y cortó hasta por debajo de la barbilla, sus ojos eran rojos y su piel tenía un perfecto bronceado.

Llevaba un atuendo característico de la realeza egipcia, aunque con modificaciones propias; debido a que, en vez de vestido o camisa, sólo llevaba telas blancas que le cubrían los pechos, y una falda corta sujetada a una correa dorada que reforzaba su apariencia juvenil. También llevaba pantimedias negras, y guantes adornados con detalles de oro que les llegaban hasta los bíceps. Y por último tenía una corona egipcia, con forma de alas de ave en ambos lados, y una pequeña cabeza de cobra en el centro de la tiara.

Era la segunda hija de Anubis y Anput, y por lo tanto hermana menor de la Diosa Egipcia de la Purificación, Qebehut; era la Diosa Egipcia del Calor y la Protección, Wadjet.

—Agh... padre, ¿De verdad estos son los famosos y hermosos Altos Príncipes? Pues no son la gran cosa —contestó Wadjet denotando un enorme ego, además de molestia y decepción, mientras pasaba frente a cada arcángel—. ¡Éste es demasiado tétrico, éste es pelirrojo, éste parece un bufón, éste parece un ermitaño, éste es muy bajo para mi gusto, éste es una copia cutre de Ares y éste parece un mestizo de indio y hebreo!

Decía ella refiriéndose a San Azrael, San Uriel, San Remiel, San Raziel, San Rafael, San Miguel y San Gabriel respectivamente, quienes sin duda no les agrado mucho la forma en cómo la doncella egipcia se dirigió hacia ellos; algunos hasta tuvieron que hacer un considerable esfuerzo para no parecer enfadados por respeto al dios Anubis, y en vez de ello tratar de desahogar la cólera interna en sus pensamientos.

"¿Pero quién se cree que es para hablarnos de ese modo?", pensó San Miguel tan furioso por la actitud de la joven diosa, que apenas podía disimular estar calmado.

"Luce como una mujer joven. Pero su actitud me recuerda a una niña malcriada", pensó San Gabriel bastante estupefacto y sin hacer mucho esfuerzo en ocultar su desagrado.

"Por favor Padre y Madre, si escuchan mis plegarias, que esta niña no me elija por favor", suplicaba San Rafael en su mente con los ojos cerrados, implorando con todas sus fuerzas no pasar la eternidad con aquella diosa.

—Honestamente no sé a quién elegir. ¡Todos son igual de ridículos! Sin embargo... se llaman "Altos Príncipes", así que por ende todos deben de tener la misma grandiosa posición —decía Wadjet bastante indecisa y molesta, hasta que se le ocurre una idea—. ¡Quiero ver el historial de los siete!

—¡Por supuesto hija! —dijo Anubis con enorme gentileza y cariño, mientras levantaba la mano derecha e invocaba entre sombras lo que parecía una tabla dorada, con un lado de color azul cristalino, en el que ponía en letras blancas "Los Siete Arcángeles".

Parecía una tableta de la época moderna, aunque de diseño egipcio y sin aberturas. Luego Anubis se lo pasó a su hija, y ésta, tras tomarla con cierta brusquedad, comienza a leer los textos en el cristal. Pasaron unos cuantos minutos que se sintieron como horas, en las que los arcángeles tenían expresiones que reflejaban su gran preocupación (excepto San Azrael quien parecía indiferente), pues uno de ellos iba a tener que soportar a esa diosa por toda la eternidad.

Durante todo el corto lapso de tiempo Wadjet solo miraba la tabla, deslizando con su dedo índice la pantalla para leer los diferentes textos que se encontraban más abajo, hasta llegar a una información que le llamó la atención. Después leyó con detenimiento aquellos datos, y fue cuando se dibujó una sonrisa orgullosa en su rostro, que no inspiro nada de confianza en los arcángeles.

—Ya tome una decisión padre —contestó Wadjet sonriendo con orgullo y diversión cínica, mientras le devolvía la tabla a su padre.

"Padre y Madre nuestro que están en el cielo y en el océano, por favor que no sea yo...", oraban en su mente San Rafael, San Uriel, San Remiel y San Gabriel al mismo tiempo con todas sus fuerzas, deseando que no fueran ellos los elegidos.

—¡Elijo al que se hace llamar San Gabriel! —decreto Wadjet de un modo alegre e infantil.

En cuanto la doncella egipcia nombró al candidato, los demás arcángeles como si estuvieran sincronizados dieron un paso atrás; dejando adelante al mencionado arcángel, quien estaba en total shock, al no poder procesar lo que acababa de pasar. Pero cuando por fin termino de hacerlo, fue invadido de nervios, angustias y desespero; todo eso mezclado a gran nivel, y que se le notaba por lejos con solo ver como se agrandaron sus ojos y balbuceaba tratando de decir algo.

—¡¿Qué?! ¡Pe-pe-pe-pe-pero por-por-porque yo! —protestaba San Gabriel igual que un niño que va a ser castigado por algo que no hizo.

—Bueno, no es nada normal que un hombre fuese obligado a casarse con dos diosas; eso te hace muy interesante. Además, si voy a tener una compañera, ¿Qué mejor que dos? —explicó Wadjet de un modo inocente, y luego muestra una sonrisa alegre e infantil—. ¡Estoy segura de que nos llevaremos todos muy bien!

—¡Y por supuesto ya pueden ir afuera! ¡Nos tomamos la libertad de preparar la boda de inmediato! ¡Así que se casaran ahora mismo! —anuncio Anubis con indescriptible regocijo y felicidad, al grado de casi soltar una lágrima, como si fuera el día más feliz de su vida, aunque en realidad lo era puesto que su querida hija iba a casarse. Lastima que no podía decirse lo mismo de cierto arcángel mensajero.

—¡¡¡¿Qué?!!! —exclamó San Gabriel todavía incapaz de creer todo lo surrealista que sucedía, al grado de creer que él estaba dentro de una terrible pesadilla, de la que no iba a despertar y, por ello, desahogó toda su impotencia en un grito que se escucharía por todo el cosmos—. ¡¡¡Nooooooooooooooooo!!!

[Noveno Círculo del Infierno: Centro del Cocytus]

Mientras tanto en la oscuridad del Noveno Círculo del Infierno, cierta persona estaba al tanto de lo que acontecía afuera; sobretodo de la situación del Ángel de la Divinidad, y eso fue lo mejor que ha visto hasta ahora.

Al contrario de lo que se cree, en el centro del Infierno no había fuego ni cenizas, sino una vasta tierra de nieve y hielo. Y en centro del círculo se hallaba un lago congelado, en el cual, a pesar de la intensa oscuridad, podía distinguirse la silueta de un gigante, con dos pares de alas de murciélago y tres rostros con un par de cuernos en cada una.

Aunque el gigante estaba atrapado en el lago congelado de la cintura para abajo, de todos modos apenas podía moverse, a causa de un sin número de cadenas blancas repartidas por todos los rincones del lugar, que envolvían al gigante casi por completo. Y como si no fuera suficiente tenía un círculo blanco resplandeciente en su pecho, en el que estaba trazado cinco estrellas doradas, y en el centro el dibujo del símbolo de los cuatro puntos cardinales; era un círculo mágico de sellado.

Aquel gigante no era más que la prisión física de Lucifer; un mero ser artificial, en el que la Estrella de la Mañana estaba encerrado. Y aunque él tratase de teletransportarse fuera de ese cuerpo, automáticamente sería enviado a una pequeña dimensión, en la que tampoco puede escapar; sería enviado a su prisión psicológica.

Aquella dimensión, o más en específico, el lugar exacto al que iba Lucifer cada vez que intentaba teletransportarse, era una hermosa tierra de pasto y plantas rosadas, con algunos árboles en los alrededores, como si fuera un bosque infinito. Y aunque era de noche, la extraña luna violeta servía para dar luz al ambiente, y más sin embargo no era necesario, porque del pasto emergían chispas luminiscentes, que danzaban en el aire cual luciérnagas, y algunas plantas desprendían un mágico brillo azul.

Pese a ser un lugar hermoso, para la Estrella de la Mañana era un total infierno psicológico; él no podía alterar el lugar ni usar el resto de sus poderes, excepto la capacidad para verlo todo y teletransportarse. El único detalle que le consolaba, era que podía traer allí algunos objetos u otros seres y regresarlos. No obstante cada vez que él regresaba, volvía al interior del cuerpo del gigante, el cual controlaba igual que una marioneta o disfraz.

Aparte él siempre trataba de no estar en esa dimensión durante el día, porque en dicho tiempo estaba lo que él consideraba su mayor tormento. Pero ahora que era de noche, Lucifer podía estar tranquilo; se encontraba tumbado en el césped, con nada más que un taparrabos oscuro y un par de brazaletes blancos con cadenas doradas en sus antebrazos, riendose como un completo loco.

—¿Ahora qué sucede cariño? ¿Tiene que ver con ese repentino grito?

Lucifer detuvo sus risas descontroladas un momento, para después sentarse y mirar detrás de él, en dirección a una descomunal y simple cama rectangular, en la que, debajo de las sabanas, descansaban diez mujeres de piel blanquecina: tres eran de cabello negro, cuatro rubias, dos de cabello blanco y una pelirroja. Esta última estaba despierta y sentada en la cama, mirando con cierta confusión a la Estrella de la Mañana.

La mujer pelirroja era la de apariencia más madura y voluptuosa de las que se encontraban en la cama. Tenía los ojos tan rojos como la sangre, y sus labios rosados y carnosos. Su cabello era rizado y largo hasta por debajo de los hombros, y poseía un cuerpo delgado tan desarrollado, que su busto era enorme y por debajo de las sábanas se podía notar sus grandes y voluminosas curvas. No obstante lo más notable de su apariencia sin duda eran el par de puntiagudos cuernos encima de su cabeza, y otro par más pequeño a ambos lados de sus mejillas.

Ella era la segunda Reina del Infierno y segunda esposa de Lucifer, además de ser su hermana menor; era la Diablesa Primordial Bailarina de la Noche, Agrat-bat Mahlat.

—¡Así es cerecita! ¡Lo que sucede es que acabo de ver lo más gracioso que he visto en siglos! ¡Ja, ja, ja! ¡Jamás pensé que nuestro hermano Gabriel, el ángel más puro e inocente de todos, sería pegado para toda la eternidad con tres diosas: una volcánica, una psicópata y una malcriada! ¡El maldito karma! ¡Ja, ja, ja!—respondió Lucifer incapaz de controlar sus risas, para después volver a tumbarse en el césped y seguir riendo sin control.

—No me sorprende. Nuestro hermano budista siempre fue propenso a sufrir estupideces surrealistas. ¡Je, je, je! Aunque eso es lo que siempre nos ha divertido a mí y a la hermana Nyx.

Respondió otra diablesa levantándose de la cama para mirar a Lucifer. Era una mujer joven que aparentaba estar entre los 23 y 26 años. Tenía el cabello de color negro, liso y largo hasta por debajo de los hombros, los ojos de color rosado, y aparte de su característica piel blanca, también poseía un par de pequeños cuernos de carnero a ambos lado de su cabeza. De cierta forma se parecía bastante a Naamah, solo que un poco más madura, y había un motivo de ello; en el futuro sería la progenitora de Naamah.

Ella era la primera Reina del Infierno y primera esposa de Lucifer, además de ser también su hermana menor y hermana mayor de Agra-Bat; era la Diablesa Primordial Madre de los Demonios, Nanma.

—¡Tienes razón querida hermana! —contestó Lucifer todavía en el suelo y entre risas—. ¡Oh, no puedo imaginar la cara de nuestra hermana Nyx cuando se entere de esto! ¡Ja, ja, ja!

—Lo más seguro, es que este destruyendo algún que otro planeta para desahogar su descomunal furia y celos —dijo Namma con una sonrisa divertida, mientras miraba el techo imaginando lo que acababa de decir, lo cual le causaba mucha gracia, y luego vuelve a dirigirle la mirada a su hermano mayor—. Y si ya terminaste de reírte, ¿podrías volver a la cama? Nuestros futuros bebés no se concebirán solos.

—¡Además recuerda que nos debes a cada una un siglo completo de "diversión sexual" por no contarnos sobre tu pequeña aventura secreta con la esposa de Zeus! —exclamó Agra-Bat haciendo un puchero molesto de un modo muy infantil.

—Ya les dije que eso debía mantenerse en secreto de todos, por seguridad de ella —respondió Lucifer con una sonrisa divertida, mientras se sentaba y le dirigía la mirada a su hermana diablesa pelirroja, y pensaba para sí mismo: "y para proteger el fruto de nuestra unión, si es que el tiempo que pasamos juntos fue suficiente, como para que la semilla fuera sembrada y comenzará a crecer en su vientre, para convertirse en el verdadero heredero del grandioso poder de mi querida madre".