[Un Mes Después]
—Ya veo. ¿No hubo una tragedia esta vez?
—¡Casi lo hubo!
Preguntó San Rafael, y respondió un histérico San Gabriel que se encontraba acostado en un sofá de madera con cojines verdes. Ambos estaban en una habitación que parecía el consultorio de un médico o curandero de la época medieval, pero con innumerables macetas por los rincones en las que había todo tipo de plantas y flores de los bosques irlandeses. Los muebles, tales como sillones y sillas, eran de madera color normal. Y en una pared se hallaba una ventana redonda sin vidrio, de la que se podía apreciar cerca un bosque que a la luz del sol parecía mágico.
Aparte en toda la habitación sobrevolaban hadas del tamaño de un colibrí; todas brillando de color verde y vistiendo ropas simples de tela. Aquellas hadas entraban a la habitación y salían por la misma ventana para regar las plantas, ordenar los pergaminos en una estantería y/0 limpiar algunas zonas.
Pero esas hadas no eran reales, sino creaciones artificiales sin conciencia, producto de la magia de la diosa hada Clidna. Y como tal, no contaban como "sirvientes", ya que era ella misma quien las controlaba igual que marionetas o extensiones de ella. Sin embargo eso era temporal, puesto que cada hada creada tenía un límite de tiempo para mantenerse activa, y al agotarse el tiempo, desaparecía.
El sitio en el que estaba el arcángel mensajero era nada más ni menos que el hogar de San Rafael y la diosa Clidna: un pequeño planeta ubicado también en el Séptimo Cielo, cuyo ambiente era muy parecido a los bosques europeos, sobretodo los del Territorio Celta. Orbitaba por el mismo sol del que orbitan los otros planetas, en los que vivían los demás arcángeles y otros tipos de seres. Y al igual que estos mundos, contaba con su propia luna.
De momento era de día en ese planeta, y el arcángel mensajero había hecho una pequeña (y urgente) visita a su hermano arcángel sanador, en busca de consejos. Y no estaban solos; en el cuarto también se encontraba San Raziel, sentado en una silla de madera al lado de San Rafael, quien también se hallaba sentado en una silla aparte; ambos estaban frente al sillón donde descansaba San Gabriel.
Los tres portaban sus respectivas armaduras, debido a que era un caso especial, y es que el hermano ermitaño y el hermano sanador estaban allí para ayudar a su hermano mensajero; mientras éste último relataba cómo fue su vida tras unirse a las tres diosas, San Rafael escuchaba y daba su propia opinión, y San Raziel anotaba todo en un pergamino usando una pluma con tinta.
Parecía terapia psicológica.
—¡Es en serio, tuve que remodelar la biblioteca para poner todos sus libros! —seguía diciendo San Gabriel, desahogando todo su estrés acumulado en las últimas semanas—. La sala de armas estaba casi vacía, pero ahora está casi llena por la colección de armas de ellas. En el jardín tuve que hacer un espacio deprimente, muerto y oscuro para los cuervos de Morrigan, un lugar parecido al Territorio Céltico para ser solo de Brigit, y una zona de arena con un río semejante al desierto del Territorio Egipcio. Más un sinfín de cambios más. ¡Y ni hablar de mi dormitorio!
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó San Rafael, cruzado de brazos, y bastante perplejo de todo lo que ha sucedido en la vida matrimonial de su hermano mayor.
—Parece cuatro habitaciones en una. Por un lado están mis cosas, por otro lado las de Brigit, por otro las de Morrigan y por otro las de Wadjet —respondió San Gabriel, ahora tapándose el rostro con ambas manos—. Por lo menos me alegro de haber convencido a Morrigan de no traer sus sirvientes no-muertos. Ya de por sí sus zonas de la casa son tétricas. Pero no puedo decir lo mismo de Wadjet, ¡ella aún sigue insistiendo en que tengamos sirvientes!
—Cielos hermano. Ya sabía que tu vida cambiaría desde ahora. Pero no pensé que tanto —contestó San Rafael aún estupefacto y poniéndose una mano en la frente por un momento.
—¡¿Qué no cambiaría tanto?! ¡Literal me siento como si viviera en el Naraka! —exclamó San Gabriel, por fin liberando la rabia contenida—. Con ellas, cada día es una lucha por sobrevivir; sobretodo en las noches y cuando nos bañamos juntos. Si antes me decían que necesitaba un poco de compañía y debía hacer más ejercicio, pues ahora mismo es lo menos que necesito.
—Te comprendo, en serio. Desde que Clidna me pidió que consumáramos el matrimonio, se ha tomado muy en serio lo de que ahora estamos casados. Y no he tenido el valor de negarme en alguna petición suya —dijo San Rafael, rascándose la nuca con enorme vergüenza.
—Yo igual. Debido a que yo fui el único con el valor de casarse con Ishtar, pese a su reputación, ella decidió "recompensarme", invitando a una de sus sirvientas más fieles de su Panteón, para unírsenos durante la reproducción —agrego San Raziel, cerrando los ojos con igual pena y ánimo decaído.
Ambos arcángeles, aunque no podían comprender en su totalidad la situación de su hermano peliplateado, si podían decir que le entendían un poco.
Después de que Clidna se casará con San Rafael, ambos no consumaron el matrimonio esa misma noche, sino que prosiguieron los días siguientes como simples conocidos. Esto en parte se debía a que la diosa hada aun no olvidaba como fue su anterior y primer amor; un humano mortal, que en un principio pareció quererla de verdad, hasta que la traicionó, y por esa misma traición, ella abandonó su Panteón (aunque no sin antes cobrar venganza).
Por ese noviazgo trágico, ella no volvió a interesarse en tener más parejas, y solo acepto casarse con el arcángel sanador para mantener la seguridad del Bosque de las Hadas de los demás Panteones, en especial el Nórdico y el Celta. Sin embargo con el transcurso de los días, en los que la diosa hada seguía conviviendo con el arcángel sanador, algo cambió.
Quizás esa inocencia y entusiasmo que caracterizaba a San Rafael, sumado con su pasión por los bosques y los animales, fue lo que atrajo a Clidna, puesto que ella compartía varias de esas aficiones. Pero lo cierto es que esa química entre ambos hizo que ella volviese a abrir su corazón. Y por eso en una noche Clidna decidió confirmar sus sentimientos, pidiéndole a San Rafael consumar el matrimonio, y éste aceptó solo por petición de ella, sin tener ni idea de lo que implicaba o conllevaría.
Desde entonces la relación entre ambos se ha vuelto cada vez más parecida a la de una verdadera pareja casada; aunque el arcángel sanador prefería más los días en los que solo eran conocidos, puesto que ahora en adelante, no podía hacer algo arriesgado ni hablar con alguna criatura femenina, sin pedirle permiso a Clidna; quizás esto en parte se debía a que ella temía volver a sufrir, y por ello se aseguraba de mantener a San Rafael siempre a su lado, a pesar de que sabía muy bien que él, por su naturaleza angelical, jamás llegaría a sentir ese tipo de amor.
En cuanto a San Raziel, su vida es tal como hubiera sido la de San Gabriel, si éste se hubiera casado solo con Morrigan, o quizás con Wadjet, debido a que Ishtar era un poco malcriada y a veces tenía un terrible mal humor. Sin embargo la vida del arcángel misterioso tuvo un cambio drástico, cuando ella quiso apremiarlo por aceptar tenerla como pareja; esto se debía a que Ishtar tenía muy mala suerte en el romance, puesto que todos sus amantes murieron o sufrieron un trauma que los dejo con miedo de seguir con ella.
Tal era la mala suerte de Ishtar, que en el Panteón Babilónico era conocida por ser fatal en el amor. Y eso continuó hasta el último amante ella, el joven Dios Babilónico de la Cosecha, Tamuz, cuya muerte causó que nadie más quisiera estar con Ishtar; condenándola a la soledad eterna. Sin embargo ella logró tener una oportunidad, cuando su padre aceptó el Sello de Paz con el Panteón Israelita, y la comprometió a ella con el arcángel misterioso, para así evitar que Ishtar pasará la eternidad sola, o siguiera causando —de forma indirecta— más tragedias.
Es por esto que la diosa babilónica apreciaba tanto al arcángel misterioso; puesto que, gracias a la habilidad de éste, podría salir vivo de cualquier peligro, y al igual que ella pasaba la mayor parte del tiempo solo, por lo que era el mejor candidato para ser su pareja. Ishtar estaba tan feliz que como recompensa decidió invitar a la casa, y la relación de ambos, a una de sus servidoras y esclavas más fieles; una joven diosa llamada Izha.
Al igual que Morrigan, a Ishtar no le importaba compartir sus amantes, ya que ella era la Diosa de la Sexualidad y la Prostitución Sagrada, sumado a que en su hogar, el matrimonio no era para unir a dos personas por motivos sentimentales como en otras tierras, sino para unir familias o reinos por motivos políticos, por lo que era común que las parejas casadas tuvieran amantes, y para Ishtar su "matrimonio" no podía ser una excepción.
—¡Y eso no es lo peor! —proseguía San Gabriel—. Después de que Wadjet quemó las esculturas que Brigit me regaló, casi estalla otra pelea en la que Morrigan se involucró porque uno de los disparos de fuego casi le da a uno de sus cuervos. Pero además de las peleas, ya casi no tengo tiempo para descansar, porque ellas, al ser diosas, tienen el libido muy alto. Y aunque saben muy bien que yo no puedo sentir nada por mi naturaleza angelical, eso no les importa, porque ellas son las que lo disfrutan. Ya parezco como su juguete.
—Eso es cierto. Pareces un juguete, al que tres niñas se turnan para jugar —contestó San Rafael, comenzando a sentir bastante lastima por su hermano mayor.
—Pues claro. Esto no es como cuando un hombre tiene tres esposas, ¡esto es como cuando tres dioses griegos comparten a una ninfa o tres dioses nórdicos comparten a una valquiria!
—Con la diferencia de que la valquiria debe permanecer pura, o si no la expulsan del grupo de las valquirias, lo cual me parece una estupidez, dado a que su reina se casó, tuvo un hijo y según he descubierto, sueña con tener una aventura romántica con tu amigo y maestro dios Rudra —agregó San Raziel bastante curioso de ese detalle.
—¡Estoy hablando en serio! —exclamó San Gabriel ahora bastante disgustado, luego se levanta y se sienta de forma brusca para mirar a sus hermanos—. Brigit es la más amable y cariñosa de las tres. Pero desde ese día en que la ayude a superar la muerte de su hijastro, ha comenzado a ser más posesiva y melosa conmigo, y cuando discute o se enfada, tiene un carácter que rivaliza con la de Hera, ¡e incluso con la de nuestra madre!
»Respecto a Morrigan, de cierta forma, la comprendo. Y podría decir que se le ablando... "un poco" el corazón. Pero sigue siendo una pervertida psicópata, con la que tengo miedo de quedarme solo en una habitación; ella es como una mezcla entre Afrodita y Lilith, con la diferencia de que, al menos, ésta última huiría de mí por miedo a mi aura divina. Y de las tres es la que tiene el libido más alto.
»Y en cuanto a Wadjet, es una niña mimada y malcriada en el cuerpo de una adulta; el parecido entre nuestra hermana Nyx y ella me sorprendió, e incluso no puedo evitar sentir algo de simpatía al verla. Pero me sigue frustrando su infinito ego y orgullo. Y por culpa de ese mismo orgullo, Wadjet se niega a pedir ayuda, o tan siquiera a disculparse por sus comparaciones ofensivas, insultos y acciones, lo cual termina creando la mayoría de las discusiones entre las tres.
—Cada una tiene su propio "caos" —bromeo San Raziel con algo de sarcasmo, además de nostálgico, puesto que se decía en la mente: "Je, je, je. Madre se hubiera reído por días de esto".
—Exacto —confirmó San Gabriel, apoyando ambos brazos en sus rodillas y situando ambas manos en el rostro—. Pero lidiar con ellas cuando están en desacuerdo con algo es lo de menos. También no dejo de sentirme muy mal por estar unido con las tres. A pesar de que ellas lo aceptaron, yo aún no lo hago... ¡Hahhhh! ¡Ya no aguanto más esto! Necesito estar un tiempo solo. Ir a un lugar donde no haya ni rastro de vida.
—¡¿Qué?! No puedes irte así sin más, creyendo que ahora que está forjado el Sello de Paz no habrá consecuencias —dijo San Rafael, preocupado de lo que planea su hermano mayor.
—Rafael tiene razón —estuvo de acuerdo San Raziel. Entonces baja el pergamino y mira a su hermano mensajero de forma severa. —Escucha hermano mayor, no puedes simplemente huir. Tienes que afrontarlas y poner un orden en tu vida.
—Curioso que me lo diga alguien, que también le cuesta desafiar a su compañera —comentó San Gabriel, bajando las manos para mirar de forma penosa a su hermano ermitaño.
—Descuida. Ya planeo desafiarla esta noche —contestó San Raziel ahora mostrando una sonrisa divertida.
—Yo igual, aunque me cueste las extremidades. Pero confío en que Clidna tendrá el corazón para escuchar mis suplicas —dijo San Rafael, no pareciendo muy animado a diferencia de su hermano ermitaño, e incluso se notaba el temor en su tono—. Y de todos modos el punto es que de nosotros, tú eres el que de verdad necesita hacerlo, en vez de largarte y empezar a huir de ellas.
—No me iré para siempre. Solo necesito tomar un descanso, lejos de todo esto —explicó San Gabriel, luego endereza la espalda y junta las manos en señal de oración—. O sea, hare un viaje de autorreflexión, para encontrar la iluminación, y traer algo de paz y luz a mi caótica y oscura vida.
—Estas sonando como Buda II. ¿Estuviste leyendo sus pergaminos? —preguntó San Raziel un poco estupefacto.
—Un poco, sí. Después de mi tercera Unión Eterna, Sun Wukong me regalo unos pergaminos de Buda. Me dijo que me servirían mucho, ahora que tengo que lidiar con tres compañeras eternas, y de verdad que él no bromeaba con eso.
—Ya veo. ¿Y no les dirás nada sobre tu viaje? —preguntó San Rafael, aún preocupado al estar todavía no tan convencido de la decisión de su hermano mayor.
—No porque... no creo que les agrade el hecho, de que me vaya a un lugar desconocido, por quien sabe cuánto tiempo. Y lo que menos quiero es me vengan a buscar —San Gabriel junta las manos en señal de súplica, casi de un modo exagerado—. ¡Por favor no les digan a ellas lo que planeo!
—Descuida, no hablaremos sobre tu... "viaje espiritual". Pero si empiezan a causar problemas el Paraíso por sus peleas tú serás el responsable —dijo San Raziel cruzándose de brazos y mostrándose muy preocupado, casi como si supiese lo que estaba por venir.
[Séptimo Cielo: Escalera de los Cielos]
Luego de la sección de terapia, San Gabriel salió del hogar de su hermano sanador, tan decidido a viajar para estar un momento en paz, que ni siquiera regresó a su casa para llevarse algo. De hecho quería tener todas las precauciones posibles para evitar que las tres diosas lo siguieran. Así que él voló por el espacio del Séptimo Cielo, hasta llegar a unas escaleras que parecían hechas de diamante celeste, que iba en ascenso y cuya longitud parecía infinita, aunque en ambos extremos había un agujero blanco.
Eran las escaleras que conectaban los Diez Cielos del Paraíso, y era uno de los medios para viajar entre los Cielos de forma rápida y fácil, igual que pisos de un edificio o sendero de una colina, puesto que cada Cielo era una pequeña galaxia, ubicadas todas en un mismo "universo aparte", que conforma el Tercer Reino del Panteón Israelita, siendo los otros dos el Purgatorio y el Infierno.
Y el arcángel mensajero justo usaba la escalera para salir lo más pronto posible del Paraíso, a alguna parte del universo de los mortales, en donde —cómo él había dicho antes— careciese de rastros de vida. No obstante era obvio que al bajar por las escaleras galácticas no pasaría muy desapercibido, ya que a tan solo unos cuantos escalones para llegar al agujero blanco en la parte inferior de la escalera, se topó con nada más ni menos que con su hermano San Miguel, en compañía de Atenea, quienes portaban sus respectivas armaduras porque regresaban de una sesión de entrenamiento en el Olimpo.
—¿Ese no es tu hermano San Gabriel? —pregunto Atenea estando al lado de su marido San Miguel, y deteniéndose junto a él al notar ambos que el el arcángel mensajero venía bajando las escaleras como si huyera de alguien.
—Si lo es —respondió San Miguel ahora de mal humor, por tener la idea de que su hermano menor estuviera haciendo una tontería. Así que extiende las alas y, con tan solo un breve vuelo, aterriza en frente de su hermano mensajero. —Hermano ¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó San Miguel de forma severa y cruzándose de brazos.
—No hables en voz alta —dijo San Gabriel casi en un susurro, mientras hacía señas con las manos de no levantar la voz, y después se acercaba rápido a su hermano para hablarle sin alzar mucho la voz—. Me voy una temporada a descansar de mi castigo eterno, que se hace llamar vida matrimonial.
—¡Que! —exclamó Atenea, estando cerca de ambos arcángeles y estupefacta al haber escuchado lo que dijo su cuñado mensajero—. ¡¿Y a dónde crees que vas?!
—No lo sé. Una isla en medio del océano, el Helheim, el Mundo Yokai, el Reino de los Devas, la novena galaxia, un planeta errante en los confines del universo. A donde no estén ni puedan ir Brigit, Morrigan ni Wadjet —respondió San Gabriel todavía en un estado frenético, y luego se dispone a pasar de largo de su hermano y cuñada, pero el primero lo detuvo al sujetarle el hombro.
—¡Espera un momento no puedes irte de esta forma! ¡Y no vas a poder llegar al Reino de los Devas solo volando! —decía San Miguel con absoluta seriedad y severidad a su estresado hermano mensajero.
—¡Debo intentarlo! —exclamó San Gabriel sin ninguna vacilación en su decisión descabellada.
Sin querer perder más el tiempo, el arcángel peliplateado termina de avanzar a paso tan veloz, que sin siquiera volar ya atravesó el agujero blanco y llego al Cielo inferior, logrando escapar del alcance de su hermano y cuñada en un segundo; estos dos últimos estaban tan perplejos de lo ocurrido, y tenían tan pocos ánimos de entrometerse en asuntos ajenos, que ni siquiera se molestaron en perseguirlo, sino más bien en sentir lástima por él.
—Y pensar que los mortales creen que tener más de un marido o esposa es como estar en el paraíso —comentó Atenea cruzándose de brazos, bastante sorprendida y estupefacta del famoso caso de su cuñado mensajero, aparte de también sentir lastima.
—Pues si son diosas, es infinitas veces peor —respondió San Miguel rascándose la nuca con igual lastima—. Lo bueno es que no lo comprometimos con una diosa griega.
—¿A qué te refieres exactamente? —pregunto Atenea, frunciendo el ceño, y girándose para ver a su marido, quien al instante se tornó en extremo nervioso y hasta asustado.
—¡Solo bromeo! ¡Je, je, je! —respondió San Miguel sonando ahora como un bromista, aunque se le notaba un poco que era fingido, debido al intenso nerviosismo y terror que denotaba ahora.
—¿Tú bromeando? Eso es nuevo. Pero está bien —dijo Atenea un poco confundida e inconforme con la respuesta de su marido angelical. Pero se relaja lo bastante, como para dejar pasar el tema, por ahora, haciendo que el arcángel caballero diese un suspiro de alivio.