La luz del símbolo de la diosa creadora de todo acaricio las piernas de una hija de la tierra. Ella elevó sus plegarias a quien dio vida a todos los mortales. Sus lágrimas besaron el suelo santo en pacto de fidelidad de sus palabras.
—Tú que estás arriba, mirándonos todo el tiempo, tú que comprendes nuestro dolor y bajaste del cielo con honor y grandeza para forjar con amorosa misericordia la salvación de las almas. Escucha la oración de esta insignificante hija tuya. Mira en el corazón de él. Busca en sus sentimientos más profundos y encuentra a quien tú conoces. Al hombre que ha peleado como el fiel más firme entre los hombres. El que te entrega el amor más puro y que pelea como bestia entre las bestias para defender tu nombre de todo mal. Busca la bondad que hay en él y por el amor que él te tiene a ti, sálvalo. Tráelo aquí libre de todo mal como el que recibe el fruto de la mayor obediencia.
—El fruto de la obediencia es el más amargo para tu generación —. Contestó la diosa creadora de todo al pararse frente a la mujer. Sus ropas brillaron cuán guardián del cielo. Sus cabellos y ojos azules sembraron el terror más grande vivido por un hijo de la tierra. Su cuerpo temblaba y su mirada no se atrevía a cruzar con el semblante blanco y lúcido de su creadora —. Pero todo aquel que deseé comer de él, será abrazado como el fuego más grande por mi misericordia.
Con sus manos delicadas la diosa levantó el rostro de Yasaf. Secó sus lágrimas. «Mas la salvación de un hombre requiere, la fortaleza de un árbol y la promesa de una madre. Por eso en el día y la hora que tu hombre vuelva victorioso en su fe, me entregarás tu cuerpo y junto a él consumaremos la unión de cielo, madre y tierra. La unión que sembrará el pacto entre la antigua y nueva generación. Del árbol nacerá un fruto que nos traerá una nueva vida. Uno que tendrá un precio. Precio que pagará la sangre en la tierra, la sangre de la madre».
—Todo lo hago por ti y por él.
—Que nadie más se entere. Tus testigos son el cielo y la tierra. Tu ofrenda tus lágrimas y tu fe mis palabras.
Así llegó el día y la hora en la que Maldra el magnífico regresó a brazos de Yasaf. El guerrero creyó estar confundido. Pasaron más de veintitrés más una noches cerca de un amor y lejos de otro. Creyó verlas en una sola. En su ser había un vacío. Ni los mares habrían saciado. Pensó así que la luz de ese cuerpo lo iluminaría. Quitaría su frío interior. Como quien recoge la cosecha tomo a ese ser tan bello con sus ojos azules atrapantes y caderas anchas. Cielo, madre y tierra sembraron el árbol.
El fruto de cabellos rubios y ojos azules cayó en manos de los sabios y de los ancianos del pueblo. El padre no miró a su hijo. Le advirtieron que su corazón se corrompería. Los maestros de la luz acusaron de traición máxima a Yasaf. Distintos investigadores preguntaron. Ella respetó el pacto. El luchador preguntó «¿Me esperaste mujer? ¿Aún hay amor en tu corazón para mí? ¿Qué secretos ocultas?»
—No hay secretos en mi corazón —. Dijo la mujer al cerrar sus manos. Así supo su marido que ella mentía.
En el altar de piedra, frente a la estatua de la diosa creadora de todo los maestros de la luz, los ancianos y los sabios entregaron el objeto con el que partirían el alma traidora. «La daga».
El sumo sacerdote preguntó a la mujer «¿Ha cometido traición contra este hombre?»
—Sí —. Ella cerró sus manos. Así supo su marido que ella mentía.
—Entonces que tu hombre selle tu destino y pague por tu deshonra —. Así ella supo que el pacto se cumpliría.
Con su mano temblorosa y su rostro lleno de dolor, Maldra el magnífico destrozó el corazón de su mujer. Las lágrimas y la sangre besaron la tierra.
Arrepentido Maldra buscó a los investigadores de la luz que degollarían al niño en el río para lavar su sangre y así pudiera ir en paz al jardín. Los encontró heridos, tirados al lado de la playa. Uno de ellos, el más joven, creyendo que veía en su auxilio, le dijo que siguiera el rastro de sangre de los ladrones.
Corrió como solo un guerrero sabía hacerlo. Arrastrándose encontró al secuestrador. Le quitó la capucha blanca. Reconoció así a Timote, compañero suyo de mil batallas. «¿Por qué me hiciste esto o fiel amigo?»
—Hice un juramento ante mi diosa —dijo con el último suspiro para no romper el secreto.
Los otros guerreros de la luz cruzaron la puerta de piedra y llevaron el fruto ante la diosa Sahi. Ella lo tomó con ternura y con una sonrisa en sus labios rojos.
—Por fin estás conmigo mi pequeño Bli.