Tres monjes en un templo hablaron de los espíritus extraños que rondaban la isla.
El primero dijo que iba a dejar los tributos al barco cuando una niña con las manos azules lo detuvo en el camino. Le pidió dinero, mas como esas piezas de oro no le pertenecían a él sino a la siempre correcta madre de la justicia Sahidra se las negó. Al poco rato una luz como una estrella bajó del cielo. Con su angelical voz le pidió su escudo de la orden por su pecado. Como él no accedió el espíritu invocó de la tierra a un hombre que de sus ojos salía un brillo verde. El Monje se asustó y accedió a las demandas de la entidad divina.
El segundo habló de que él y sus aprendices atropellaron con el carruaje real a un niño sin darse cuenta. Ellos debían llegar a toda costa al monasterio de Sahidra. Antes de irse una niña con las manos brillantes apareció frente a ellos. Creyeron ver a Sahidra con su cabello rojo, pero con una apariencia más inocente. Los llamó hipócritas y dijo que lanzaría toda su furia. La pequeña diosa tocó el suelo y el suelo se hundió. Para pagar su error, les ordenó tapar a la víctima con una de sus túnicas. Así lo hicieron. Cuando se voltearon tanto diosa como niño desaparecieron.
El Monje mayor dijo que él defendió a dos niños de un demonio con forma de hombre. Uno de ellos estaba herido. Sus manos eran azules por la maldición. El usó la bendición de Sahidra para desterrarlo a las tinieblas y la tierra se lo tragó.
Al lado de ellos los hermanos Fergolak y Gorlick escucharon con atención las tres historias.
—Con todo respeto su excelencia Monje mayor y sus señorías, ninguna de esas entidades es real. Ustedes están hablando de los conocidos «tres bandidos de la calle» —. Aclaró Gorlick—. A mí y a mi hermano nos hicieron quedar como un par de ladrones ante todo un pueblo.
Así fue como iniciaron los rumores de un grupo que según unos salió de las tinieblas, otros del cielo como expulsados y la mayoría de la imaginación. Saigona escuchó esas historias. «Interesante».