Amatori no estaba. Ese era el punto central del asunto a la mañana siguiente.
Cuando Ainelen y Holam despertaron, fueron a buscarlo a la casa vieja donde había pasado la noche en solitario, pero dentro no hallaron más que una silla de madera puesta sospechosamente frente a la entrada, y ninguna otra cosa que fuera relevante.
Ambos jóvenes se miraron buscando una respuesta, aunque no encontrarían nada quedándose así. De esta forma, subieron por el camino erosionado, el cual dejaba entrever que unas botas se habían hundido en la tierra mojada por la lluvia reciente.
Las siguieron.
El rastro de Amatori los condujo hasta la extensa pampa ocre, salpicada por arbustos de extraña coloración rojiza. Las hojas eran como vidrio, con secciones de figuras geométricas que reflejaban la luz del cielo.
Por ahora el agua no caía, sin embargo, el viento helado soplaba traicionero. Ainelen se abrazó a sí misma mientras sentía que su rostro se congelaba.
Durante el camino se tambaleó, adolorida por la marca de la bruja. También sentía leves mareos. Era demasiado complejo moverse para ella, tanto, que fue dejada atrás por Holam a poco de partir. Este último redujo la velocidad para que ambos fueran al mismo tiempo.
Ainelen dio lo mejor de sí. No dejaría que la cargaran, así que ignoraría la inflamación que paralizaba su cuerpo y daría tranco y más tranco.
Las huellas desaparecieron al llegar a una sucesión de colinas que se superponían a lo largo del paisaje interminable. Si lo comparabas con la geografía accidentada de Alcardia y sus alrededores, esto se sentía como estar en un hoyo. No había montañas sobresaliendo en el horizonte, tampoco bosque ni valles, solo tierra infértil. Era todo tan melancólico y solitario.
«Supremo Uolaris, ¿moriremos en un lugar así? Parece que este rincón del mundo estuviera maldito. Me costaría creer que estemos dentro de la provincia. La grieta se veía, pero, eso podría ocurrir desde cualquier lugar del mundo, ¿no? Espera, ¿y si estamos fuera de la barrera?». Ese último pensamiento hizo que la sangre hirviera dentro de su cabeza.
¿Cuán probable era que la nube los hubiera arrojado fuera del rango de la maldición que envolvía a Alcardia?
Quiso discutirlo con Holam, sin embargo, dado el momento y la sensación desesperante de no saber qué había sido de Amatori, decidió mantener el silencio.
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Se escuchó un grito a los cuatro vientos. La voz fue potente, chillona, capaz de reventar los tímpanos a cualquier miserable que se atreviera a posarse cerca.
Pero aquel ambiente lo volvió muerto.
No hubo un eco ni nada parecido. La voz de Amatori se perdió entre el sonido del viento friolento.
Apretó los puños sin soltar ningún garabato.
Yacía de pie sobre la punta de una gran roca con forma de trampolín, de cara hacia el oeste. Aun con el cielo repleto de nubes viajando rápidamente a poca altura, sabía orientarse con astucia.
Miró más abajo de sus pies, hacia el precipicio que a ratos le susurraba al oído que lo deseaba. Tentador, su oferta le permitiría acallar todos los malos sentimientos que habitaban en su corazón.
No sentir nada, qué bien sonaba.
—¿Por qué estoy así? —murmuró para sí mismo, con ojos dormilones.
Claro, sus planes de salir de la provincia se tornaron un lío. El control de la situación había desaparecido, arrinconados por las circunstancias que nunca supo prever con certeza.
Nadie tenía certeza, ni Uolaris. Si no, ¿por qué una maldita bruja se había colado en sus planes y había logrado conquistar a todo un pueblo? Por eso mismo prefería actuar sobre la marcha, porque lo planificado nunca iba como lo deseabas. Naturalmente, eso también tenía consecuencias negativas.
Aferró en su mano izquierda su espada diamantina, desenfundándola con el desliz especial que había que hacer, para evitar que las espinas posteriores se engancharan. Luego de eso la puso frente a su rostro, viendo el reflejo de un joven con ojos cansados, de bolsas negras, barba y bigote más remarcados, además de una cabellera ondulada que caía en mechones sobre su rostro y cuello.
—¿En qué momento nos convertimos en alguien tan patético? —resopló con sarcasmo—. Pristina se reiría en mi cara si supiera que he cedido a todo aquello que renegué con insistencia.
Los echaba de menos. Maldita sea, a su hermana mayor, a su madre fría y amargada, a su padre, el perdedor de perdedores. Volverlos a ver tal vez le revolvería el estómago, pero al menos lo reivindicaría para regresar a ser el mismo de antes.
Tenía mucha rabia, tanta como jamás la había sentido. Era una mezcla de cada cosa, aunque la que más sobresalía, era la de su propia debilidad, la de su corazón.
—Tengo que hallar una manera de salir de Alcardia. Lo voy a hacer. No necesito a Ainelen y tampoco a Holam para eso. Puedo arreglármelas por mi cuenta, ya verás.
Dolor. Un dolor que no aquejaba su carne, nada físico. Fue cortante, punzante, inconmensurable. Trajo consigo el constante recuerdo de una muchacha de cabellera rizada, amarrada con una cola de caballo alta, de un físico repleto de musculatura y una cara que le transmitía sabiduría.
Danika había sido alguien a quien más allá de las peleas estúpidas que habían tenido, la respetaba como a ningún otro del grupo. Una mujer fuerte, de buen juicio, preocupada por el bienestar de cada uno de los chicos, dispuesta a ir al frente sin dudarlo.
Era como una verdadera madre.
Amatori sabía que él mismo tenía talento, no obstante, tener una diamantina era como hacer trampa, si te comparabas a alguien que no la usaba. En esa línea, la chica se lucía en combate y a ratos opacaba a Amatori sin necesidad de ese agregado. Eso tenía un mérito estúpidamente grandioso.
«No fuimos como ella. Danika era mejor que yo. Quería superarla, pero...».
Pero había muerto.
Un vacío enorme apareció desde entonces.
Con Vartor no fue de esa manera, aunque comprendía que se debía al poco tiempo que convivieron.
Ainelen...
...ella no fue capaz de salvar a Danika. ¿La culpaba de su muerte? No lo sabía a ciencia cierta. Incluso si hubiese tenido sus poderes curativos disponibles, tal vez los goblins no les hubiesen permitido el tiempo para llevar a cabo el ritual mágico. Lo que sí sabía, era que había surgido un odio natural hacia ella.
¿Cómo se había atrevido a ocultarles que la marca de la bruja infectó su cuerpo? Espera, ¿qué era exactamente lo que a Amatori le molestaba de eso? Tampoco lo sabía.
No la odiaba lo suficiente como para desearle la muerte. Todo lo contrario. ¿Temía realmente que le pasara algo malo?, ¿le irritaba que no confiara en el grupo para buscar ayuda?
Amatori gritó una vez más, frustrado.
Supremo Uolaris, incluso si a Holam le pasara algo, le terminaría afectando. No, sí que no quería imaginarse a esos dos pereciendo ante sus ojos. Sabía bien que, si se alejaba de ellos, alguna criatura hostil podría apagar la llama de sus vidas, y eso le dolía.
Le dolía alejarse de ellos.
—¿En qué momento los comencé a ver como amigos?, ¿por qué me he ablandado hasta rebajarme a sentimentalismos asquerosos?, ¿será una consecuencia del pacto que hice contigo, Rosa Maldita?
El viento sopló con más fuerza, obligándolo a poner una mano delante de sus ojos para seguir viendo el horizonte. Casi se resbala de la roca; un pequeño ataque de pánico lo invadió tras regresar a zona segura. Qué cerca había estado de caer.
Amatori normalizó su respiración, entonces vio a los pies de la montaña dos puntos oscuros que ascendían lentamente en su dirección.
—Mierda. —Se dio media vuelta, entonces continuó hacia donde iba antes de detenerse.
Qué cansado se sentía. Sus pies temblaban, el frío calaba en los huesos de sus manos y pies. Qué desastre era todo esto. Su mente festinó con imágenes de carne de pollo, un plato de cazuela humeante en una habitación cálida, cerveza, mujeres, cánticos, peleas, risotadas...
De pronto se desplomó.
«No puede ser. Ni la boca me obedece, necesito comer. Mi estómago está matándome. Pristina, ¿por qué demoras tanto con el almuerzo?, ¿Mamá, papá?, ¿están ahí? No veo nada, demonios».
******
En algún lugar y tiempo desconocido, un niño de bracitos tan finos como la rama de un pequeño arbusto, se ocultaba bajo la mesa de un hogar que no era un hogar. Dos adultos entraron, lo vieron, pero al mismo tiempo no lo hicieron, pues los ojos de esa mujer y ese hombre no irradiaban más que indiferencia.
El niño era invisible para ellos.
Era el resultado de varios intentos de traer al mundo a un varón, intentos donde cada uno de ellos significaba acabar con la vida de una niña recién nacida.
Luego de que los adultos se marcharan a su dormitorio, el niño quedó en completa oscuridad una vez más. Su barriga gruñía, molestaba como una chicharra. A ratos se acordaba de haber visto a otros pequeños yendo con sus padres a los festivales, comiendo dulces y sopas que se olían y veían deliciosas.
Pero esa no era su realidad. La realidad de Amatori era esta, la que simplemente le había tocado.
Pasó mucho tiempo hasta que de pronto la entrada de la casa volvió a abrirse. Con un crujido de la puerta, detrás de esta asomó una muchacha hermosa de ojos carmesí y vestido blanco.
—Pequeño —dijo ella, con voz misericordiosa. Sus labios se contorsionaron. Parecía que lloraría, sin embargo, fue capaz de articular una mirada seria, para luego prender la lámpara y comenzar a maquinar sobre el mesón de la cocina.
Amatori se quedó a la espera, sintiendo nada. Encorvado bajo la mesa, un aroma delicioso entró por sus narices. Levantó la vista, olfateando como un cachorro. Fue entonces cuando puso atención a los sonidos del cuchillo cortando sobre la madera a un ritmo estable.
El niño gateó curioso hacia donde trabajaba la muchacha, luego se paró a su lado y se puso de puntillas sobre sus pies. A penas alcanzó a asomarse para ver unas zanahorias rebanadas.
Pristina le indicó que debía esperar sentado en la mesa, que por mientras le ayudara a poner los platos y utensilios, así que así lo hizo.
La espera duró mucho, sin embargo, tuvo su recompensa.
—Aquí tienes —dijo Pristina, echando una cucharada de sopa sobre el plato de Amatori. Tras eso llevó de nuevo el cucharón al perol y se sirvió una porción de sopa para ella misma—. ¿Cómo se dice? —preguntó.
—Hermana Pristina, muchas gracias.
—Con hermana o Pristina por sí solas bastaba. Pero bueno, qué se le va a hacer. —La adolescente sonrió al tiempo que dejaba el perol sobre el mesón. A continuación, se sentó a la mesa junto a Amatori.
El calor inundó la barriga del niño. La felicidad de saborear el arroz, las papas, las zanahorias y los demás vegetales. También había pan y mermelada. Todo lo había traído Pristina.
Ella no comió de inmediato, sino que se quedó viéndolo con una expresión cariñosa, al tiempo que sostenía su mentón sobre ambas manos cruzadas. Una sonrisa, ojos llenos de amor.
«Ah, quiero verla», dijo de pronto la voz de un joven desaliñado.
La oscuridad regresó de nuevo.
El maldito abismo. Cómo quería que acabara ya.
Pero oía una voz femenina.
—¿Pristina?, ¿eres tú?
No, también escuchó la voz de un hombre.
Oh. Eran Ainelen y Holam.
El cuerpo de Amatori fue sacudido, luego decidió abrir sus ojos con dificultad.
—¿Estás bien, Tori? —preguntó la curandera, con una mano acariciando la mejilla del muchacho. Cuando este último levantó la mirada, encontró un rostro triste, aunque en esos ojos también había amor.
—Te estuvimos buscando toda la mañana —dijo Holam. Si bien sonaba tan frío como de costumbre, de alguna manera logró hacerlo sentir un poco mejor.
¿Qué era lo que Amatori buscaba?, ¿libertad?, ¿y qué era la libertad verdaderamente?, ¿salir de un lugar maldito hacia donde nadie lo estuviera esperando?
No tenía tiempo para responder a esas preguntas, solo se limitó a sentarse y demostrarle a sus amigos que aún no tenía ganas de ir al otro lado.