Cuando Ainelen abrió los ojos, lo primero que vio fue oscuridad. El dolor de su espalda le hizo saber que yacía acostada sobre unas mantas que bien poco disimulaban la dureza de la madera. ¿Madera?, ¿dónde estaba?
«¿Me desmayé?, ¿cuándo sucedió? ¡Ah!, ¿qué estaba haciendo en ese entonces? No puedo recordarlo».
Se levantó con cuidado hasta quedar sentada. Las yemas de sus dedos palparon la suavidad de una tela que habían dejado a modo de frazada. Considerando que era pleno invierno, se hacía insuficiente para capear el frío.
Escaneó la habitación de aquí para allá. La luz entraba débilmente a través de una ventana. Se trataba de un cuarto cuyo techo ascendía recto, hasta que las dos paredes se juntaban en una línea. ¿Un triángulo? Sí, sonaba estúpido, pero era lo más acertado.
«¿Quién construiría una casa triangular?», pensó Ainelen, estrechando sus ojos al tiempo que bajaba la cabeza. ¿Su ropa había cambiado también? Espera, ¿alguien la manoseó, la desnudó?, ¡¿alguien la vio desnuda?!
Sofocó un grito, entonces se tapó la boca con ambas manos al oír unos pasos acercarse. Había una puerta enfrente. Su rostro ruborizado fue iluminado cuando el crujir trajo consigo la silueta oscura de una muchacha. La extraña se quedó de pie en la entrada, como a la espera de que Ainelen dijera algo.
Pero no fue así. La joven del flequillo se limitó a observar con ojos tímidos, sumida en la vergüenza y el nerviosismo.
La otra muchacha habló, una voz femenina joven, altanera y bastante cortante.
—Ya te despertaste. Perfecto, acompáñame. —La persona se dio la vuelta. La cola de caballo alta se balanceó sobre su cabeza—. Hey, mi tiempo vale.
Como Ainelen no sabía las consecuencias de negarse a una petición de ese tipo, obedeció sin rodeos.
Fue conducida fuera de la casa triángulo, cuya coloración marrón rojiza parecía ser gracia de una pintura bastante aromática. Sin embargo, lo que captó la total atención de Ainelen fue el paisaje que tenía enfrente:
Estaba en medio de una sucesión de casas que se erguían cuesta abajo en una inmensa ladera. Barrancos mortales abrazaban un cordón geográfico que tenía un río pasando junto al pueblo, en la parte más baja, y, donde este desembocaba...
...una masa de agua colosal. Una línea azul en el horizonte que parecía infinita.
Ainelen no pudo evitar que sus labios gesticularan por su cuenta.
—Supremo Uolaris, qué es lo que ven mis ojos.
La chica pelinegra, que aún estaba de espaldas caminando por delante, se detuvo.
—Al principio se hace raro ver el mar, pero eventualmente te acostumbrarás.
—¿Mar? —Ainelen levantó la cabeza y cerró sus ojos. Había un olor similar a la sal. ¿Sal?, ¿la sal tenía olor? No supo si era correcto afirmar aquello, no obstante, le pareció de esa manera. Dejando que sus narices desentrañaran el asunto, sus oídos sintieron el cantar de unos pájaros. Gaviotas, tal vez.
—Así le llaman.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Debe haber una razón, ¿cierto?
Con evidente enfado, la muchacha de la cola de caballo giró por primera vez su rostro hacia Ainelen, quien retrocedió un paso al notar su ceño fruncido.
—Perdón. Déjalo así.
Luego de eso, la pelinegra continuó guiándola escaleras abajo. Era una calle estrecha que a lo lejos llegaba hasta un edificio triangular que sobresalía sobre los otros. Era alrededor de tres veces el tamaño de estos últimos.
No se veía nadie más que ellas dos en el área cercana. Extraño.
En la mente de Ainelen quedó grabada a fuego la imagen de la joven. Ese cabello liso y oscuro, esos ojos negros profundos y juiciosos. Incluso esa piel blanquecina como la nieve. ¿Holam?, ¿podría ella haber sido la hermana perdida?
Fue ese el instante en que la realidad cayó como una dura roca sobre sus hombros. ¿Qué había pasado con sus amigos?
«Estábamos descendiendo la montaña con Holam después que Amatori desafiara al dragón. Luego...». Sus recuerdos eran borrosos. Tuvo vagas imágenes que avanzaron como una procesión dentro de su cabeza. Había algunas donde una nube de polvo los cubrió, Ainelen gritaba el nombre de Amatori, Holam se desmayaba y...
...la voz de un hombre extraño. ¿La había puesto sobre sus hombros y dejado sobre un caballo? Recordó un viaje incómodo, constantes golpeteos sobre una superficie dura y delirios por fiebre.
Quiso preguntarle a su guía sobre todo eso, aunque creyó que la respuesta de su parte no sería amable. La curandera se dejó llevar por las circunstancias.
«Por favor, Uolaris, protege a Holam y Amatori, donde quiera que estén. Son lo único que me queda. Sin ellos no soy capaz de mantenerme cuerda», pensó Ainelen, con ojos clavados en el suelo de adoquines.
—Entra.
Oh, estaban detenidas frente al edificio grande. El tiempo fue mucho más corto de lo esperado por Ainelen.
Procedió a caminar a través del único telar que protegía la entrada. La otra chica se quedó como una estatua ahí mismo.
Dentro del edificio, la oscuridad dominaba la gran y única habitación, la cual era adornada por dos telares de colores diferentes. Había un glifo en cada uno de ellos: el azul tenía un gato melenudo, mientras que el celeste exhibía una criatura de una decena de tentáculos. Eso sí, la mayor atracción era el trono que se elevaba en la parte más lejana.
El techo tenía una ventana que permitía que los rayos del sol cayeran sobre la persona que yacía sentada en la cima, como si una fuerza divina la resguardara.
Ainelen tuvo la intuición de que debía acercarse hasta la base. Con miedo creciente de no saber qué era lo que sucedía, se detuvo cabizbaja y esperó.
¿Por qué siempre agachaba la cabeza? Odiaba esa actitud suya, como si estuviera siempre predispuesta a ser sometida por otros. Danika una vez le había dicho que le gustaba verla segura de sí misma.
Rectificándose, la chica levantó el mentón y cambió a una mirada seria para observar al líder del pueblo, presumiblemente.
Casi se va de espaldas al notar la piel azulada y repleta de músculos que había bajo una escotada camisa.
¡¿La tribu de salvajes caníbales?!
Ainelen abrió los ojos como platos. Estaba dándose la vuelta para salir corriendo, pero entonces la voz masculina del desconocido la detuvo:
—¿Tan rápido? Sí apenas nos conoceremos. —Era un acento rosarino muy extraño. Incluso la conjugación del verbo era rara.
—¿Eh?
—Niña alcardiana, relájate. Seguro me confundes con mis primos, los pelotas come-come.
Ainelen ladeó la cabeza, confundida.
—Los mairenses nómadas son solo unos pocos desadaptados. Nosotros somos el verdadero pueblo Azomairu, aliados. No te preocupes, que la única carne que como es de pulpo y pescado —rio el hombre, poniéndose de pie. A la luz del sol quedó expuesta su cabellera negra adornada de rastas.
Rayos. Sí que se veía como un hombre robusto, que inspiraba tal fortaleza, suficiente como para derribar el edificio si golpeara uno de los pilares de madera.
—¡Cierto! Presentación. Cómo pude ser tan desastre. Soy Loeari, Kuntum máximo de Lafko. ¿Quieres alcohol? Aquí hay mucho. He oído de Leanir que a los niños los hacen crecer de esa manera en Alcardia.
—¡Oye, yo nunca dije eso! —exclamó una nueva voz. Sin que Ainelen se diera cuenta hasta ahora, desde la izquierda asomó un hombre de piel blanquecina y barba recortada oscura. Se veía como una persona normal, además de hablar con acento rosarino.
—Oh, ¿fue Aleygar?
—¡Hijo de puta, no inventes! —gritó desde afuera la joven pelinegra.
«¿Está bien que trate así al mandamás?», pensó Ainelen. Sin embargo, Loeari se echó a reír tan fuerte que tuvo que presionar su barriga.
Leanir, el hombre de barba, se acercó a Ainelen con expresión amistosa.
—Discúlpalo. Es un tarado, pero verás que es un buen líder, inteligente a pesar de que no lo parezca —hizo una pausa—. Yo soy el Kuntum de los alcardianos. Me han contado vuestra historia, así que puedes estar en confianza con nosotros.
Eso significaba que Holam estaba ahí, ¿verdad? Esperanzada, Ainelen escuchó atentamente la charla de los dos hombres.
Estaba en un pueblo costero, al noroeste de la provincia de Alcardia. Lafko, que para los mairenses significaba "tierra junto al mar", constaba de más de mil habitantes, de entre los cuales se podía encontrar en su mayoría a gente del pueblo Azomairu, además de una porción de alcardianos. Estos últimos habían comenzado a llegar hace unos quince años por uno que otro azar del destino.
Dada la naturaleza pacifista de los nativos de piel azul, la integración se hizo posible y ambas culturas aprendieron la una de la otra. Desde el idioma, hasta las costumbres y actividades de agricultura y pesca, sin mencionar muchas otras cosas.
Cuando Ainelen preguntó por qué no se sabía nada de ellos en Alcardia, la respuesta que recibió fue un enigmático silencio. Loeari y Leanir se miraron con unas caras que parecían sospechosas.
Luego de la charla de bienvenida, la chica fue llevada por Aleygar, la anterior muchacha, hacia una nueva casa. Afuera estaban haciendo guardia dos mairenses igual de musculosos que el líder. A Ainelen se le erizaban los pelos cuando conectaba las miradas con ellos. ¿De verdad eran pacíficos?
Las chicas abrieron la puerta y luego cerraron. En el interior de la casa esperaba sentado un muchacho de cabello erizado y patillas que eran cada vez más largas. Holam giró su rostro lentamente hacia Ainelen, sonriéndole de manera muy tenue, aunque perceptible.
Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa con más intensidad. No, qué tonta, fue exagerado. Ainelen sintió que su cara se enrojecía, así que se hizo la desentendida y fingió observar los rincones de la habitación.
Los chicos se sentaron juntos, silentes mientras esperaban a que sucediera algo. Los habían traído por un asunto en particular, así que era cosa de tiempo para que gente nueva arribara.
Se sintió fatal al volver a sopesar lo que significaba que Amatori no estuviera aquí. Parecía que de verdad él había muerto. De los cinco que hace meses salieron en busca de libertad, solo dos habían sido capaces de sortear la desgracia.
Tras un largo rato perdida en sí, Ainelen levantó la vista para apreciar a Holam, quien observaba ausente. Luego clavó sus pupilas en Aleygar, quien estaba recostada en la pared, de brazos cruzados.
Sí que lucían como hermanos. Incluso sus personalidades reservadas parecían competir encarnizadamente.
La puerta se abrió con un crujido. Apareció Leanir, acompañado por un hombre cuarentón que masticaba hierba y un muchacho alto, sonriente y de cabellera ondulada.
El corazón de Ainelen dio un salto en su pecho. Esta persona se parecía demasiado a Vartor. Supremo Uolaris, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Una herida que el tiempo trataba con desesperación cerrar, se abría hasta dejar caer la sangre a borbotones.
—Disculpen la tardanza —dijo Leanir—. Pedí una reunión junto a ustedes, solo entre alcardianos. Es lo que hacemos siempre.
—¿Siempre? —preguntó Ainelen.
—Sí, cuando llega gente de los pueblos. Verás, hay personas de las que debemos protegernos. Si no tenemos cuidado, podríamos estarle permitiendo a nuestro enemigo robarnos información preciada. Lafko, como se dieron cuenta, no aparece en ningún mapa de Alcardia. Y no debería ser así jamás.
Holam estaba viendo a Ainelen con ojos inexpresivos. Ella lo miró un instante.
—Digan la verdad. —El hombre que masticaba hierba enarcó una ceja—. ¿Son espías de la División de Inteligencia?
—¿División de Inteligencia?, ¿Qué es eso?
—Una respuesta estúpidamente sospechosa, jovencita.
—Pero es la verdad. No sé de qué me habla.
—Tener una diamantina curativa puede ser un argumento en contra —intervino el joven alto, sonriendo mientras sacaba debajo de su abrigo el bastón-hoz de Ainelen.
Los interrogadores se miraron con expresiones suspicaces.
Holam intervino:
—O también puede ser uno a favor.
—Dijiste que los perseguían veteranos de La Legión. Puede ser verdad, aunque mientras no exista una comprobación de eso, nuestras sospechas no cesarán —dijo Leanir, acariciando su barba elegantemente recortada.
Ainelen creía que el asunto de los perseguidores, Alcardia, La Legión y todo lo relacionado con Kuyenray había quedado en el olvido. Pero era todo lo contrario. La situación parecía de pronto haber llegado a un punto culmine, como si la presión en una tetera hirviendo fuera a estallar.
Estas personas eran los opositores a quienes casi acabaron con sus vidas. Eran verdaderos enemigos de quienes mataron a Vartor, con quienes la obligaron a dejar a su familia y todo lo que amaba en Alcardia.
¿Cómo los convencía de que eran inocentes?
—Sigan la línea roja —murmuró Holam—. Hacia el oeste, donde la tierra se acaba. La esperanza los guía.
Leanir dejó atrás su rostro tranquilo, cambiándolo por uno de sorpresa. ¿Qué había sucedido? Espera, esa frase era conocida.
—Las palabras que le confié a Iralu.
—Leanir, ¿crees que sean víctimas? Es cierto que son muy jóvenes, pero no sabemos qué métodos utilizan actualmente. —El hombre cuarentón abrió sus manos, negando con la cabeza—. No les creo nada. Sería buena idea ejecutarlos.
A Ainelen se le cortó la respiración.
—Señor, le juro que nosotros...
Unas campanillas sonaron fuera de la casa. Los guardias llamaron a los alcardianos, indicándoles que vieran algo.
—Parece que lo encontraron. —Leanir se giró hacia los chicos—. Tiene tanta suerte como ustedes. Felicitaciones.
¿Qué ocurría ahora?
—Holam, ¿Sabes algo de esto? —susurró Ainelen.
—Les dije que uno de nosotros se había quedado atrás. Leanir fue quien nos trajo a Lafko, después enviaron a otros hombres a buscar a Amatori.
Supremo Uolaris. Ainelen se puso de pie como una fiera. Salió corriendo de la casa, olvidándose de la posición en que se encontraba. Para su sorpresa, cuando Aleygar intentó detenerla, Leanir se lo impidió.
En la cima del camino, apenas notorio en aquel campo arenoso, venían tres caballos. Dos personas cabalgaban uno respectivamente, mientras que sobre el último había un bulto.
Cuando los alcanzó, ignoró las miradas despectivas de los jinetes, concentrándose en la figura que venía envuelta más atrás. Solo una cabellera marrón sobresalía. No se detuvieron, por lo que Ainelen se vio obligada a seguirlos de regreso al campamento.
Una vez los exploradores llegaron junto a Leanir y los demás, se detuvieron y bajaron al muchacho.
El cadáver de Amatori fue descubierto, revelando múltiples quemaduras en la mitad de su rostro y todo el costado izquierdo.
A pesar de la desoladora imagen que Ainelen y Holam contemplaron, allí de pie, la joven sintió desde lo más profundo de su ser que por lo menos podrían darle una digna despedida.
Leanir le solicitó al joven alto el bastón curativo, entonces se lo ofreció a Ainelen. Esta última lo recibió, atónita.
—Vamos. Haz tú trabajo, curandera.
—¿Qué?
Ainelen clavó sus ojos en Amatori, dormido como un ángel. No había luz de meridianos.
Sí la había.
Tal vez fue porque su consciencia se hallaba nublada, pero sí que había un mínimo de energía recorriendo el cuerpo de su amigo.
Ainelen cayó de rodillas. No pudo evitar romper en llanto de la manera más desvergonzada posible.