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Chapter 65 - Interludio I

El canto de las gaviotas se escuchaba a lo largo de la extensa playa de Lafko. Los pies desnudos de Amatori dejaban sus huellas en la arena suave a medida que se adentraba en las inquietas aguas del mar occidental. Hacía un frío terrible. Tal vez ni siquiera debería intentar imitar a los mairenses.

«Qué más da».

Se lanzó a nadar y aleteó, pataleó, gruñó, luego se hundió y volvió a emerger, respirando con locura. Mierda, no estaba funcionando. Pronto se dio cuenta que el mar lo tragaba.

Qué estúpido sería morir en un momento así, teniendo recuerdos frescos donde sí que estuvo cerca de liarla.

Sintió que alguien lo agarraba de los brazos, luego lo tironeaba y lanzaba de vuelta sobre la playa. Despatarrado y con el torso desnudo sucio, tosió y escupió agua salada. Al levantar la vista, vio a una mujer de piel azulada frunciéndole el ceño.

Ella dijo unas palabras inentendibles, aunque su tono delataba ira.

—Deberías hablar rosarino. Así no podré agradecerte —bromeó Amatori.

—Hijo de puta suicida —dijo entonces la mujer, yendo en otra dirección.

—Oh, sí podías hacerlo. Haberlo dicho antes.

Estando solo, el joven se quedó sentado viendo el cielo adornado de blanco puro.

Qué raros eran los Azomairu. Se la pasaban lanzándose al mar y trayendo canastillos repletos de pescados en sus espaldas. Las mujeres y hombres se diferenciaban principalmente por dos rasgos (aparte de la envergadura física): ellas usaban un aro en la fosa nasal derecha y se dejaban crecer mechones de cabello cerca de las orejas. Por su parte, los varones llevaban un arete en el lado izquierdo y dejaban crecer una trenza desde la nuca. En resumidas cuentas, eran unos calvos sebosos.

Amatori jugó con un mechón de su cabellera ondulada. No hacía mucho que se la habían recortado. Fue el último en aceptar la oferta de Niedel, el barbero. Considerando que ya llevaba casi un mes en Lafko, se había hecho esperar demasiado.

«No nos desagrada llevarlo largo», pensó.

Decidió regresar al campamento donde se alojaba. Recorrió la costanera del río Yuneo, que era en realidad el mismísimo Lanai. Los mairenses le ponían nombres raros a todo.

Luego de cambiarse de ropa pensó a dónde ir. Tenía el día libre. Ya se había hecho cercano a varias personas, no obstante, su opción predilecta era reunirse con Ainelen y Holam. Hablando sobre eso:

«Hace rato que esos dos se evitan. Veamos, nos hemos juntado a beber en la taberna, pero soy yo el que hace preguntas y los hace interactuar. Esto se está haciendo insostenible. ¿Qué puta mierda se les pasa por la cabeza? Echarán a perder nuestra amistad».

¿Y qué iba a hacer Amatori? Era evidente que ambos sentían algo el uno por el otro, pero desde afuera poco se podía hacer. ¿Les daba un empujón? Eso llevaría a dos opciones posibles: Ainelen y Holam se declaraban sus sentimientos, luego a Amatori lo excluían; o, en su defecto, se rechazaban y la amistad terminaba por romperse. Amatori los perdía a ambos, pues no creía que le perdonaran su metida de pata.

—Esto apesta, hombre —se dijo a sí mismo mientras subía al mirador.

—¿Tú apestas? Sí, estoy de acuerdo.

—Claro, apesta... ¡Oye!, ¡¿quién dijo eso?!

Cuando el muchacho bajito se detuvo en medio del ascenso, pudo notar a sus espaldas a una chica delgada y pálida con una cola de caballo alta, la cual tenía una mano en su cadera.

—Aleygar, ¿me estás siguiendo?

—¿Yo?, ¿siguiéndote?, ¿a ti? —preguntó la pelinegra, con tono despectivo. Sonreía presumidamente. Le apuntó con el dedo, luego se echó a reír.

Maldita perra. Se veía tan severa cuando apenas la conoció. Quizá su notable parecido con Holam lo hizo creer que ella sería igual de introvertida. Fue todo lo contrario.

—¿Por qué no? —la desafió Amatori—. Soy un joven guapo, atractivo por donde me mires. No me dicen Terror de los Dragones por nada.

—¡Ajá! Estoy de acuerdo con eso.

—¿En serio?

—Por supuesto, eres espantoso.

A Amatori se le hinchó una vena en toda la frente.

—¡Déjame solo, maldita zorra grosera!

—¡Oh, el hijo de puta se ha enfadado!

—¡Cállate! No sé por qué actúas tan presumidamente.

—¿No lo haces tú igual?

—Yo tengo argumentos para ello. ¿Tú qué?

La sonrisa se deshizo en los rosados labios de Aleygar. Pasó delicadamente una mano por un mechón de su pelo lacio, cayendo en un lado de su cara. Lo empujó hacia atrás mientras cerraba sus ojos. Inflando el pecho, hizo una pose demasiado egocéntrica.

—Yo, soy, hermosa. Intenta negarlo.

—¿Qué? —Amatori casi se atraganta. Ósea, no le gustaba, pero sí que era imposible negar que Aleygar era una chica bastante linda. Si no fuera por su sucia boca.

—Te has puesto nervioso. ¿Lo ves? Con eso confirmo que cualquiera que me vea queda hipnotizado con mi belleza.

—Qué buena broma.

—Las bromas se basan en la realidad, querido. No vayas a creer que intento ligarte, lo mío solo es un placer que obtengo al romper el orgullo de chicos como tú.

—Ya veo. Eres una estúpida.

Aleygar exhaló, satisfecha. Enarcó una ceja.

—Por cierto, bonito trasero.

—¿Eh? —Cuando Amatori se dio cuenta, vio que su pantalón tenía una mancha de pintura que dibujaba dos círculos en la parte posterior—. ¡Ah!, ¡¿cómo fue que...?!

Recordó que de camino al mirador se recostó en una casa recién pintada. Creía haberse salido a tiempo cuando notó que estaba fresca, pero ahora se enteró que no fue así.

—Bueno. —La chica de piel blanquecina se dio la vuelta y fue en la dirección contraria—. Suerte para la próxima. Veo difícil que consigas una novia; tal vez deberías intentarlo con dragones.

«Zorra engreída», pensó Amatori. ¿Había estado siguiéndolo solo para advertirle lo de su pantalón? Con molestia, intentó refregar su trasero. La mancha no desaparecía. Maldita sea.