Riugewen era uno de los meses que Ainelen más solía detestar. Empezando porque era el punto del año donde la mayoría de los árboles y plantas florecían, provocándole estornudos y enrojecimiento en los ojos. También era el comienzo de las altas temperaturas, pues estaban a falta de dos meses para que el infernal verano estuviera aquí.
Atrás quedaba el maravilloso frío, la lluvia fresca que hacía de las caminatas por Lafko una aventura cotidiana. Ah, esas tardes paseando por la costanera mientras el aroma a humedad inundaba sus narices.
«Me gusta este lugar», pensó Ainelen. «Ya van tres meses, pero siento que hubiera llegado hace años. Es como lo que llaman paraíso. Supremo Uolaris, ¡el mar es maravilloso! Brisa fresca todo el año».
Muchas tardes de cielo despejado, pudo ver la puesta de sol con ese cielo totalmente puro, libre de aquella anormalidad monstruosa que no merecía estar ahí.
La chica ahora mismo se hallaba paseando por la playa, descalza, sintiendo la arena fría bajo sus pies.
Cerró sus ojos.
A su alrededor oyó la risa de niños mairenses y alcardianos disfrutando juntos. Era felicidad; las conversaciones de adultos mayores, el llamado de los padres a sus hijos para que regresaran a casa, los gritos de vendedores frente al mercado costero. El olor a sal y a mariscos.
Ainelen sonrió. A continuación, extendió sus brazos y dejó que su mente volara.
Era libre.
Entre todos sus pensamientos que mezclaban tanto sensaciones positivas como negativas, sobresalió uno:
La imagen de un joven de cabellera erizada y finas manos blanquecinas, con una voz grave que la hacía estremecerse. Aquellos ojos oscuros que simbolizaban serenidad y al mismo tiempo fuerza.
Holam.
No podía quitárselo de la cabeza. Bendito fuera Uolaris, ¡que algo hiciera con Ainelen!, se estaba volviendo loca.
Se llevó las manos a su pecho y suspiró.
—No lo he visto últimamente —murmuró para sí misma. Admitió que había estado haciéndose la tonta, evadiendo las invitaciones de Amatori para ir a beber por la noche.
Si eso le provocaba angustia, era porque se lo buscaba. Sin embargo, cuando estaba con Holam, también se sentía inquieta y nerviosa; terminaba poniendo excusas para volver temprano a su residencia. Cualquiera de las dos opciones, estar con él o sin él, hacía que Ainelen estuviera tensa.
«¿Qué me sucede?».
Era como si de pronto la vida la tuviera subiendo y bajando, presionándola constantemente. Se sentía demasiado viva. Tal vez debía saltar, gritar, patalear, como lo haría una niña pequeña. ¿Por qué no?
Ainelen soltó una gran risa, sin importarle las ocasionales miradas de alguna persona que paseaba cerca, entonces se lanzó al agua y emergió, luego se volvió a sumergir, hasta que una ola la hizo caer de espaldas en la arena. Se levantó con voz divertida y corrió de vuelta a la costanera.
Su cabello húmedo suelto chispeó gotas de agua para todos lados, danzando al ritmo de la libertad mientras avanzaba descalza. Al llegar al camino, lo secó un poco y recuperó su sombrero, poniéndolo de vuelta sobre su cabeza.
La vista del sol carmesí hundiéndose en el filo del mundo era majestuosa. Era conmovedora, hermosa, y también un poco triste. La puesta de sol simbolizaba el final. Si reflexionaba sobre eso, podría llenarse de ideas negativas, pero también, servía para darse cuenta que muchas cosas se valoraban recién cuando se terminaban.
—Cómo me gustaría tenerlos junto a mí. Vartor, Danika, donde quiera que estén, sepan que no los olvidaré hasta el día de mi muerte.
Había cosas que en un tiempo a Ainelen le hubiera costado aceptar, sin embargo, poco a poco eso fue cambiando. El pasado era parte de su historia, todo era una suma de actos que la llevaban a ser quien era hoy en día.
Todavía existían cosas que no quería tocar, aunque confiaba que más adelante sería capaz de plantarles cara.
Luego de su paseo por la tarde, se encontró con Amatori, esperándola en la entrada del edifico donde ella se alojaba. Estos últimos eran una excepción al diseño general de las construcciones, ya que contaban con más de un nivel y con un techo triangular extendido. Abarcaban toda una manzana.
—Hola —dijo él, sentado sobre uno de los tantos barriles que se dejaban en la pequeña plaza que solía usarse de lavadero.
—Tori, ¿qué haces aquí?
—¿Te apetece ir a beber? Pago yo.
Poniendo rostro benevolente, la joven asintió y fue a cambiarse. No podía seguir negándose tan a menudo a las salidas nocturnas junto a los chicos.
Charlaron animadamente de camino a la taberna Lomay, entonces Holam asomó de pie en la entrada de esta.
Tal como era de suponer. Lo difícil comenzaba ahora.
—Tan animado como siempre, Holam —bromeó Amatori.
—Soy un genio cuando se trata de ser el alma de la fiesta, ¿no lo ves?
Ainelen soltó una risita nerviosa. ¿Desde cuándo que Holam jugaba bromas de ese tipo?
—¿Cómo has estado, Nelen? —dijo de pronto el pelinegro.
—Todo bien. Puedo complementar el trabajo y el entrenamiento de buena forma. ¿Y tú?
Amatori soltó un grito.
—¡Oye, oye, guárdense la charla para después!, ¿no ven que si no se quedarán sin temas de conversación y se excusarán para irse temprano?
Ainelen y Holam bufaron. Conectaron miradas por un instante, pero él la apartó de inmediato. Solía evitar sus ojos recurrentemente. ¿Qué se le pasaba por la cabeza al tonto? Ainelen quería saberlo. No parecía ser solo ella quien actuara extraño. Aunque si no tenía claro todo lo que sentía propiamente, menos lo haría con Holam.
En la actualidad, podía afirmarse que Ainelen y Holam seguían siendo muy buenos amigos. Nada había cambiado. Por fuera, a lo menos.
Los chicos ingresaron a la taberna, encontrando un ambiente donde las risotadas, los vasos de vidrios tintineando en brindis unos con otros, la música de la guitarra y el violín, eran los reyes de la fiesta. Tuvieron difícil la tarea de hacerse un lugar, pero lo lograron.
Ainelen y Amatori pidieron cerveza, mientras que Holam bebió aguamiel. La joven de ojos púrpuras había desarrollado un gusto bastante particular por la cerveza. Se tomaba mínimo dos jarras llenas dos veces a la semana.
Hablaron acerca de su día a día. Ainelen trabajaba de costurera por la mañana y en la tarde iba a entrenar con la Compañía de Liberación organizada por Leanir. Quien lideraba los entrenamientos era el astuto de Ezazel, aquel joven alto y sonriente que se asemejaba a Vartor.
Como costurera ganaba dinero, a diferencia de lo que ocurría en su anterior vida. Le pagaban setenta oels por semana, cuya mitad bastaba para financiar sus gastos comunes.
Por su parte, Amatori se dedicaba a la construcción y exploración, mientras que Holam cocinaba en un restaurante. Compartían la misma rutina de entrenamiento con Ainelen durante la tarde.
—Falta solo un mes —dijo de pronto Amatori. Los rostros de sus dos amigos se volvieron serios. Asintieron.
«Regresaremos a Alcardia», pensó Ainelen. «Me pregunto cómo estarán las cosas por allá. Mamá, abuela, abuelo. Erika, Ailin».
El chico con boca de gato dio un largo sorbo a su jarra y luego la dejó sobre la mesa con un fuerte golpe. Se limpió la espuma con el dorso de la mano, entonces cambió el tema:
—Por cierto, ¿participarán mañana del festival?
—¿El Rito a las Divinidades? —preguntó Holam, ladeando la cabeza. Había una expresión interrogativa en su cara—. Tengo curiosidad. ¿Irás tú, Nelen?
—¡¿Yo?!, eh... no sé. ¿Qué se hace ahí?
—Leilei me contó que bailan. Les ofrecen pescado a sus ancestros —respondió Amatori, entre bostezos.
—También los alcardianos aprovechan de hacer ofrendas a Uolaris —añadió Holam.
—Ya veo. Puede que lo haga. No estoy segura.
Una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de Amatori.
—Vamos los tres. Quién sabe si sea nuestra última oportunidad de pasarla bien viendo cuerpos desnudos.
—¡Oye! —exclamó Ainelen, un tanto sonrojada.
Amatori se echó a reír.
—Das por sentado que los mairenses andarán desnudos.
—¿Y donde más se dibujarán los glifos? Ya andan con poca ropa toda la semana. Apostemos, Holam. Las mujeres irán igual que los hombres. Aunque ahora que lo pienso, no me emociona tanto ver sebosas calvas en pelotas.
Ainelen y Holam se miraron. Enarcaron una ceja, luego soltaron una risita.
******
El día del festival comenzó bastante agitado en Lafko. La gente corría como una gallina loca ajustando los últimos detalles de la celebración, la cual se llevaría a cabo en la playa, junto a la desembocadura del río Yuneo.
Ainelen llegó a tiempo para el inicio, momento en que el sol ya había desaparecido en el mar occidental, dando paso a un cielo pincelado de naranja y tonalidades que variaban entre el violeta y azul.
Era increíble que con el frío que llegaba a condensar su aliento, los mairenses fueran a danzar con tan poca ropa (si es que no se desnudaban, claro).
La muchacha subió a la enorme plataforma de madera donde se erguía una figura hecha de paja. Alrededor de ella se formaba un círculo de antorchas que según supo, se usarían para quemarla, eliminando así los malos espíritus.
Y hablando de espíritus, eran a estos a los que los Azomairu rendían tributo. No existía un dios, solo sus antepasados. Para un mairense era un sueño obrar bien en vida, para luego, al morir, volverse un ente que protegiera a las siguientes generaciones.
Ainelen observó a Holam subir las escaleras y luego acercarse lentamente hasta donde yacía parada ella.
—Hola, ¿esperaste demasiado?
—No. —Ainelen negó con la cabeza—. Acabo de llegar.
Holam asintió.
Esperaron en un incómodo silencio a que Amatori llegara. Mientras eso ocurría, los mairenses se reunieron en el escenario, desnudos del torso hacia arriba, hombres y mujeres por igual. Los chicos quedaron estupefactos.
De acuerdo a lo que sabían, la tribu de piel azulada no tenía el pudor de los alcardianos. Como las culturas se mezclaron con el tiempo, las mujeres mairenses adoptaron la costumbre de taparse los pechos. Pero el Rito a las Divinidades era sagrado, así que era de suponer que no serían flexibles.
Los bailarines se movían al ritmo de los tambores, exhibiendo con orgullo los enormes glifos dibujados delante y atrás de su tronco. También cantaban en patrones rítmicos irregulares. Se oían como canciones de guerra, aunque su naturaleza era bastante pacífica.
—Se está demorando —dijo Ainelen, luego de percatarse que, tras largo rato, Amatori no aparecía.
—Sí.
Tenía un mal presentimiento sobre eso, y se fue acrecentando más cuando la figura de paja ardió y luego los alcardianos comenzaron a venerar el hexágono de Uolaris construido en madera sobre un altar. En este punto, Amatori ya no llegaría.
«¿Lo ha hecho a propósito?», pensó Ainelen, su cara enrojeciéndose inevitablemente.
Junto a Holam se unieron a los rezos. La muchacha sacó su rosario, el cual de alguna manera seguía acompañándola después de todo el caos por el que había atravesado. Estaba agradecida de tenerlo, era como si le brindara autentica protección.
Regresaron para marcharse. En el camino vieron a Aleygar, Lincoyan y Nehuen echándose comida a la boca de la manera más glotona imaginable.
A punto de descender las escaleras, una voz mayor les hizo detenerse.
—Oigan, chicos, ¿gustarían de unirse?
Ainelen se volvió hacia el hombre calvo que los había llamado, entonces sus pupilas se clavaron en el lugar al que señalaba. Era el centro del escenario, espacio que ahora ocupaban los alcardianos, saltando en parejas a bailar animadamente.
—¿Nosotros? —tartamudeó.
—¡Sí!
Más allá de que le costara decir no a otras personas, esta vez fue incapaz de reaccionar. Estaba atontada. Esto era... esto era... ¡¿bailar con Holam?!
Deslizó un vistazo para ver qué reacción tenía su compañero, quien estaba igual de tieso.
Como el hombre viejo parecía no tener mucho tiempo, los tomó a ambos de una mano y los llevó al escenario junto a las demás parejas.
—No sé bailar, señor —soltó Holam.
—Qué importa. Ustedes son jóvenes, pueden aprender rápido. Mírame a mí, un viejo que rogaría por moverse sin un miserable dolor de huesos.
Los chicos fueron dejados a solas, entonces, se quedaron con ojos como platos mirándose el uno al otro. Naturalmente, si ibas a bailar, el espacio entre tú y tu pareja era bastante reducido. Esto era de lo más cerca que Ainelen y Holam podrían estar.
Aprovechando de liberar un poco el nerviosismo, Ainelen estudió a las demás parejas, intentando captar cómo iba el asunto. Levantó un poco su bufanda, tapando su cara avergonzada.
Supremo Uolaris, era un vals. Hombres y mujeres se tomaban de las manos y extendían los brazos, moviéndose para lado y lado, como meciendo una hamaca.
«Maldita sea. Rayos. El corazón se me saldrá por la boca en cualquier momento. Tengo que hacer algo». Quedarse en medio de la pista de baile como la única pareja inmóvil era humillante.
Ainelen deslizó una mano tímida hacia la de Holam, entonces entrelazó sus dedos con los suyos. Él se dejó, luego lo mismo con la otra mano. Comenzaron a moverse siguiendo a los demás bailarines.
Un paso a la derecha, otro a la izquierda. Oh, ella le pisó el pie. Esperaba no haberlo molestado. Siguieron bailando como si nada, iluminados por las llamas de las antorchas.
A medida que la coreografía avanzaba, parecían ir acostumbrándose. Eso fue hasta que la mujer debía darse una vuelta en un pie, mientras el hombre la sujetaba con una mano alta. Ainelen giró torpemente y tropezó. Su cuerpo se detuvo a escasos centímetros del suelo, gracia del rápido y fuerte brazo de Holam, el cual pasaba por su espalda y cuya mano la agarraba de la cintura.
Ainelen se quedó sin respiración.
Estaban inclinados el uno muy cerca del otro. Incluso sintió el aire cálido de Holam en su rostro.
Duró una eternidad, y, por alguna razón, deseó que no acabara jamás.
De pronto, el pelinegro salió de su estupor al notar las miradas que el público les lanzaba. Aleygar era una de ellos, quien tenía una muy melosa, por cierto.
Holam tiró de Ainelen con gentileza, entonces esta se quedó bailando un poco encorvada. El baile finalizó, y, de inmediato, desaparecieron del escenario como si quedarse significara morir.
«¡Maldito Amatori, sé que lo hizo a propósito!, ¡estoy segura!, ¡debía saber que tocaría bailar, así que creyó que hacer pareja con Holam sería buena idea!», pensó ofuscada, aunque sintió que al mismo tiempo una parte de ella lo agradecía. ¿Lo agradecía?, ¿por qué?
Mas encima les tocaba caminar la misma ruta hacia la residencia, luego él seguía de largo hacia la suya, que se encontraba más lejos.
No se podía sacar de la cabeza lo que acababa de pasar, y, mientras más vueltas le daba, su enojo era reemplazado por otras sensaciones que recorrían su espina dorsal.
Ainelen había bailado con Holam.
¡Ainelen había bailado con Holam! Y él la había tomado de la cintura. Supremo Uolaris.
—Lo siento. Fue un poco accidentado. —La voz grave del chico la sacó de sus delirios, abrazando su cuerpo, como si le provocara escalofríos.
—No... te preocupes —respondió Ainelen, con nerviosismo—. No se pudo evitar.
Holam asintió en silencio.
Tras eso, llegaron hasta la residencia. La joven curandera se despidió y se apresuró a cruzar la entrada. Quería tranquilidad para reflexionar y calmar su corazón, pero Holam se encargó de frustrar aquello.
—Ainelen.
Ella se detuvo, volviéndose con el rostro cubierto en su bufanda. Holam se acercó, como ignorando el hecho de haberla llamado por su nombre completo.
—Gracias, Nelen, por bailar conmigo.
—Uh, claro. Yo también estoy agradecida.
La mano de su compañero se movió, con un gesto que luego detuvo. Sus ojos negros parecían mirar la mano de Ainelen. ¿Él quería...?
—Lo atesoraré —añadió finalmente Holam—. Que tengas dulces sueños —entonces se giró en la dirección indicada, y caminó lentamente bajo la mezquina luz de las antorchas que delineaban la calle.
Esta vez Ainelen se quedó inmóvil, viéndolo marchar. Una voz dentro suyo gritó que no quería que se fuera, que regresara, que la abrazara. Una idea completamente loca: quería que Holam le pidiera dejarlo pasar la noche junto a ella, en su dormitorio.
—Oh, Uolaris —murmuró, casi llorando. Su pecho ardía, su respiración era agitada.
Entonces, de una vez por todas, enfrentó con honestidad sus sentimientos:
Ainelen amaba a Holam con todo su corazón.