«¡No puede ser!», pensó Ainelen, aterrada. «Se me hizo tarde otra vez. Mamá me castigará».
Estaba corriendo por la calle que daba a su casa en la siguiente esquina. Faltaba muy poco para llegar, solo un giro a la izquierda y ya estaba. Pero el cielo era negro, incluso la grieta ya estaba desapareciendo.
Vieras como lo vieras, Ainelen no se salvaría de la ira de su progenitora.
Su casa asomó dentro de su campo visual, entonces se detuvo al llegar al jardín. Con pasos tímidos caminó a través del sendero que conducía hasta la puerta.
La niña tragó saliva. De pronto se escucharon voces poco amistosas. ¿Era papá? Ainelen acercó su oreja a la puerta.
«Están discutiendo otra vez».
La curiosidad terminó por ganarle, así que abrió un poco la entrada y asomó la cabeza sin que la notaran.
—Fui un tonto al esperar algo de ti, Ayelén —estaba diciendo papá. ¿Por qué mamá estaba desplomada en el piso, mientras se acariciaba la mejilla? No se veía enojada, estaba... ¿con miedo? ¿Por qué papá tenía elevada una de sus manos, sosteniendo un cinturón?
—Basta, por favor. Tenemos una hija, Tahiel. No es necesario intentarlo de nuevo.
—¡No rezaste lo suficiente a Uolaris, eso debe ser!, ¡O tal vez la bruja nos maldijo!
La mandíbula de Ainelen se abrió sin oposición a la gravedad. Esta persona no era su padre. Imposible, Tahiel nunca actuaría así. Jamás...
Dejó caer con un grito el cinturón y golpeó a mamá en sus manos. La mujer gimió adolorida, encogida en el suelo, como si se hiciera extremadamente pequeña.
—¡Papá! —exclamó Ainelen, abriendo la puerta con un estruendo. Tahiel puso los ojos como platos, quedándose petrificado. Por su parte, la hija sintió su rostro bañado en lágrimas, su corazón rompiéndose en miles de fragmentos.
Papá no dijo una sola palabra. Se limitó a bajar su brazo, luego dejó caer el cinturón sobre el suelo. Caminó lentamente hacia la puerta, sin dirigirle la mirada a la niña en ningún momento. Salió y se perdió en la oscuridad.
Cuando estuvieron a solas, Ayelén secó las comisuras de sus ojos, como intentando ocultar el sollozo. Ainelen se agachó junto a ella y acarició sus manos repletas de heridas y manchones enrojecidos. La miró directo a los ojos, entonces la abrazó.
Sabía que su madre era una persona que evitaba mostrar sus sentimientos más íntimos ante los demás, incluso con su hija y esposo. Pero en ese instante, ella le devolvió el abrazo a Ainelen, apretándola con fuerza.
Al tiempo que sus rostros se rozaban y sus cuerpos temblaban, un llanto emergió de ambas al unísono.
******
Había un paisaje distorsionado. A través de él se vislumbraba la imagen de un bosque sumido en el crepúsculo. Tiempos dolorosos, de los que había intentado sepultar en lo más profundo de su consciencia.
«¿Por qué estoy recordado todo?»
Era demasiado doloroso. Papá no fue un mal hombre. Aquello debió ser un error, debía haber una explicación.
«¿Entonces por qué no regresó?», cuestionó una voz. Era la misma Ainelen, su rostro reflejado en el paisaje. Una muchacha de flequillo y ojos púrpura brillantes, tan serios y punzantes que parecía no ser ella misma. Las comisuras de sus labios formaban una curva hacia abajo, una cara tanto furiosa como amarga.
«Respóndeme. ¿Por qué ni siquiera fue capaz de mirarte a los ojos?»
«Fue un buen padre. Él me amaba».
«¿Qué hay de tu madre? No creo que golpear a alguien sea un gesto romántico».
«A mí jamás me tocó».
«Genial. Destruyó tu hogar, pero es una buena persona. Suena coherente».
«Yo fui la culpable de todo. Yo hice enojar a papá. Yo maltraté a mis amigos. Gracias a que yo existo esa bebé fue sacrificada».
La chica en el reflejo levantó el mentón, entonces se alejó, desvaneciéndose y dando paso al bosque enrojecido. Antes de desaparecer, dijo algo más:
«Si no lo aceptas, seguirás sufriendo».
La tensión del momento cayó sobre el bosque rojo. Esto debía ser las afueras del pueblo. Ainelen estaba en el pasado trágico, en aquel día, aunque al observar su cuerpo comprobó que no era la niña de ese entonces.
Clavó sus ojos en el roble viejo. La visión se distorsionó al tratar de escudriñar la figura de la mujer que jugueteaba en el columpio. ¿Había sido así originalmente? No, cuando vino a este lugar, pudo apreciarla con claridad. De todos modos, no necesitó acercarse a ella, pues la extraña detuvo su risa y tras estabilizar el columpio, caminó hacia Ainelen.
—Hija sagrada. Espina de la Rosa —fue lo que salió de la boca de la mujer. Brillaba, incluso cuando un vestido negro envolvía su esbelta figura.
Una mano golpeó dentro del pecho de Ainelen, como intentando romper sus huesos y su carne, deseosa de alcanzar a la dama de cabello blanco sedoso. Cada uno de los pelos de su cuerpo se puso de punta, su piel como la de una gallina. ¿Qué era esto? Era como...
...si la deseara. Ainelen podría llorar de emoción por tenerla así de cerca. Sus ojos tal vez salieran de sus cuencas oculares, su corazón estallaría, el aire huiría de sus pulmones.
Su existencia le pertenecía.
No supo cómo sus piernas fueron capaces de sostener el peso de su cuerpo. Estaba temblando, aunque no de miedo.
Los labios de la bruja se movieron, gesticulando nuevas palabras con una voz que era solemne, pacífica y, al mismo tiempo, tan potente que la escucharías desde cualquier rincón del mundo. La muchacha pensó que nacía desde el interior de su propia mente.
—He escuchado tus suplicas. ¿Qué tienes para mí?
—Quiero arreglarlo —dijo la voz de una niña. «¿Qué? Yo no he dicho nada».
—¿Arreglarlo?
—Destruyo todo lo que tengo. Por favor, permíteme ser distinta. Quiero ser mejor.
Oh, claro. Todo esto era nada más que una visión. La Rosa Maldita no podía ver a Ainelen, por más que esta última se manifestara allí con su apariencia actual. No era tan sorprendente, aunque sí que se sentía bastante orgánico.
—Puedo hacer eso. Te concederé el cambio. —El rostro de la mujer se aclaró por completo, dejando expuestos aquellos ojos idénticos a los de la chica: púrpura, uno que si lo mirabas demasiado te hipnotizaba.
«No recuerdo haber pedido eso. Qué extraño».
La mujer se volvió una figura enteramente blanca, de ella emergieron millares de mariposas que revolotearon hacia la copa de los árboles y luego bajaron. Era como una cadena de luz que se deslizaba con sonidos oscilantes, similares a graznidos.
La mano derecha de la bruja se extendió delante del pecho de Ainelen, entonces el cuerpo de esta última brilló en diferentes puntos. Primero la cabeza, luego el corazón, después las extremidades. Esto era como cuando casteaba un hechizo. Qué curioso. No recordaba haber pasado por algo así.
Los puntos de luz destellaron con intermitencia, entonces se volvieron púrpuras, una energía antinatural. La bruja apretó su puño, haciéndolos añicos.
«¿Qué?», pensó Ainelen, anonadada. Los meridianos de su cuerpo fueron bañados en azul, la energía fluyendo libremente a través de ellos.
—Está hecho —dijo la mujer, enderezándose orgullosa.
¿Dónde estaba su deseo? Esto no la había hecho cambiar.
«No puede ser. Yo cambié por su don, me volví diferente por su gracia. Los demás me aman porque así lo quiso ella. No pude haber sido yo quien...».
Sus delirios se detuvieron cuando sintió unas manos cálidas y armoniosas acariciando sus mejillas.
—Ainelen. —Ella le sonrió—. Fuiste tú quien elegiste este camino. El amor de tus seres queridos lo forjaste tú misma. Nada ha sido falso.
—No —susurró la chica, negando con su cabeza—. Yo soy defectuosa. Lo arruiné. Todos se van de mi lado porque los echo a perder.
—Hija. No puedes cargar todo por ti misma. Debes aprender a aceptar que los humanos eventualmente perecen.
—No. Yo pude haberlo evitado. Papá, Dreader, Tania, Euna, Holam, Vivi, Vartor, Danika, Amatori... todos se han ido por mi culpa.
La mujer guardó silencio un instante. Su brillo disminuyó hasta dejar ver a una joven un poco más distinta a la de antes. Sus ojos ya no eran púrpura, sino azules. En su mano izquierda sostenía una rosa carmesí.
—Esa vez te concedí la libertad. Me buscaste y te quité las cadenas que los cobardes pusieron en ti al nacer. Sé que tarde o temprano lo aceptarás.
Sofocando las ganas de llorar, Ainelen soportó el peso de la realidad cayendo sobre sus hombros. Se dio cuenta por fin, que le dolía más aceptar que sus seres queridos podían fallar a que lo hiciera ella misma.
Siempre se había culpado de todo lo malo que ocurría a su alrededor. Como una adicción, una costumbre que arrastraba desde que había tenido conciencia.
La bruja, aquella mujer a la que llamaban Rosa Maldita, se dio la vuelta y caminó hacia el bosque. El paisaje ya no era rojo, sino que la luz del sol alumbraba con pureza.
Ainelen había cometido pecados que no se podían justificar. Pero, honestamente, era una carga mucho menor a la que creía en su ignorancia.
La dejó caer.
—¿A dónde vas? —preguntó a la peliblanca. Ella se detuvo, sin mirarla respondió:
—Estaré esperando.
—¿Esperando? ¡un momento!, ¿siquiera tienes un nombre?, ¿podrías decírmelo?
La bruja soltó una risita.
—Algún día lo sabrás.