El crepitar de las llamas se oía con severidad, allí, en ese tiempo y espacio; en aquel crepúsculo agonizante que presentaba un cielo pincelado de escarlata y violeta, tornándose cada vez más oscuro.
Solo la grieta blanca prevalecía, aunque era sabido que también estaba destinada a morir.
Unos vivían más que otros, pero no importaba cuando: la muerte era lo único seguro que los seres vivos poseían.
Los tres jóvenes que todavía residían en el mundo físico yacían en solemne silencio, observando a la que hace solo un día atrás había estado junto a ellos. Danika estaba acostada con sus dos manos sobre su vientre. Sus ojos cerrados y su cabellera suelta se exhibían una última vez antes de volverse cenizas.
Ainelen siempre pensó que la nariz pequeña y redondeada de Danika, junto a sus labios gruesos eran de una hermosura excepcional. Le molestaba su propio lunar, pero en cambio, hallaba que las pecas en ese rostro moreno habían nacido con el único propósito de complementarse.
Los ojos de la curandera estaban enrojecidos de tanto llorar. Sonó su nariz, todavía aguantando no volver a quebrarse. Quería estar serena, por lo menos en ese momento tan especial.
—Es hora —indicó Holam, quien era la persona que se ofreció a llevar a cabo el ritual. Bajó la antorcha que portaba en su mano y prendió la yesca que rodeaba el cadáver de Danika. El fuego avanzó trazando un círculo, luego ardió progresivamente hacia el centro.
Ainelen estaba frente al improvisado altar, mientras que Amatori se hallaba de pie a unos metros a su izquierda. Estaba dándole la espalda, aunque cuando las llamas quemaron a su antigua compañera, se puso de frente para verla con expresión imperturbable.
No pudo soportarlo. Ainelen rompió en llanto por enésima vez, tapándose la boca con una mano mientras se encogía en su lugar. Se volvió demasiado pequeña, el mundo y sus hostilidades la abrumaban.
Amatori y Holam no ofrecieron más que su silencio.
Cuando las llamas consumieron por completo el cuerpo, los alrededores de la mina ya habían sido envueltos por la noche. Holam tomó restos de las cenizas y las amontonó junto a la espada, la armadura y el broquel de Danika.
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El equipo pasó la noche dentro de una de las cuantas casuchas de piedra que estaban instaladas en la bajada a la mina. Eran viviendas de aspecto extraño, rústico, con una arquitectura rectangular. Las ventanas con sus vidrios rotos no impedían que el frío ingresara, no obstante, era mejor eso que dormir a la intemperie.
Estaban ordenadas en dos filas, separadas por un camino que venía desde el desconocido horizonte hasta el acceso al ascensor. Incluso durante el día era difícil de distinguir.
El amanecer llegó puntualmente, el sol mostrándose sin que le importara lo que sucediera en el mundo humano. La naturaleza no se detenía por nada.
Ainelen despertó junto a los demás y exploraron la zona en completo silencio. Con todo lo sucedido se les había pasado analizar dónde era que se encontraban.
El pueblo fantasma, asentado junto a las enormes espinas de diamante azul en el bajo de esa llanura, inspiraba un sentimiento deprimente. El terreno en general era yermo, como aquellas historias que hablaban de desiertos. ¿Era este uno?, ¿cómo llegabas del Valle Nocturno, un lugar plagado de vegetación y áreas verdes, a un territorio así de seco?
«Da igual», pensó Ainelen, entrecerrando sus ojos que miraban sus propios pies al caminar. Cabizbaja como los otros chicos, no esperaba que nada bueno sucediera.
Pasaron al lado de una planta de hojas larguiruchas y dentadas, luego subieron por una colina desde donde se podía ver el área con amplitud. No, no era tan árido como se suponía. Hallaron árboles espaciados adornando el campo, y, a sus espaldas, un pozo junto a un río pequeño. Más allá se veía una entrada derrumbada y más lejos todavía, un agujero en el suelo.
—La grieta estaba mucho más al norte que de costumbre —Amatori estaba pateando una roca con sus botines. Había reemplazado el suyo dañado por uno de los de Danika—. Es ridículo.
—La nube negra... —Holam dejó la frase a medias, como temeroso de continuar.
«La nube negra debió ser un fenómeno espacio-temporal», completó Ainelen dentro de su mente.
El cielo estaba limpio, sin embargo, desde el norte venía un manto oscuro que la hizo creer que llovería dentro de poco.
Tenían que agradecer que gracias a la grieta y al sol, que trazaba su arco en dirección al sur, sabían más o menos orientarse a grandes rasgos.
Para la tarde de ese día habían masticado hojas de algunas plantas, con Ainelen y su poder mágico restaurado, lista por si reaccionaban de mala manera. Demasiado tarde.
Bebieron agua de sus odres. Uno de ellos lo destinaron para guardar las cenizas de Danika, manteniéndolo cerca.
Próximo al atardecer, la lluvia cayó torrencial. Algunas gotas se filtraron desde el techo de la casa, el cual pareció como si fuera a venirse abajo por la intensidad del aguacero.
Las preocupaciones acerca de tener goblins cerca existían, sin embargo, nadie se había referido a ello. En ese par de días no ocurrió nada extraño, y el ascensor seguía anclado a la plataforma. Parecía que solo se podía operar directamente desde ese panel, así que, con el chamán muerto y el aparato en la superficie, lo más probable era que las criaturas quedaran atrapadas.
Ainelen estaba cansada, su dolor se había convertido en algo distinto. Ya no tenía energías para seguir llorando. Lo peor de todo fue que el sueño se rehusaba a auxiliarla.
Ver los restos de su fallecida compañera junto a sus armas la ponía mal, así que se paró con dificultad y se dirigió hacia otro cuarto. Fue tanta la dificultad, que de hecho su costado superior ardió, como paralizando sus músculos y articulaciones hasta el cuello. Eso la hizo caer de bruces sobre unos muebles viejos.
—Oye. —Amatori gateó hacia ella, mientras que Holam tensó su rostro.
—Nelen, ¿te sientes muy mal? —preguntó el chico de aspecto frágil.
—Les he estado ocultando algo.
Vaya momento que eligió para decirles.
Ainelen se irguió un poco, quedando de rodillas, sentada sobre sus talones. Abrió sus ojos como platos, con expresión paranoica. Los chicos debieron tomarse eso con bastante susto por sus gesticulaciones.
—Estoy infectada con la marca de la bruja. —Ladeando su cabeza, la joven arremangó su camisa y exhibió parte de su cuello y brazo escamoso.
Amatori retrocedió un poco, frunciendo el ceño.
—¿Desde cuándo?
—Desde antes de conocerlos. Quizá desde antes de unirme a La Legión.
—No puede ser, Nelen. Tú no...
—Holam —Ainelen le dirigió una mirada con determinación—, Amatori. He estado usando hechizos para calmar mis molestias. Antes de bajar al cuarto nivel de la mina usé la mitad de uno, con ese habría salvado a Danika.
Vamos, eso era lo que quería. Ver a sus dos amigos así de consternados y furiosos era lo que se merecía. La culpa ya no la dejaba tranquila.
Con esto la abandonarían de seguro. Además, presentía que su condición de salud estaba tan deteriorada que la muerte la alcanzaría dentro de poco. Si podía hacer que Holam y Amatori eligieran ir por caminos diferentes a los de ella, estaría complacida.
Los puños de Amatori estaban apretados de la ira. De pronto, agarró a Ainelen del cuello de la camisa con un movimiento veloz y tosco. La atrajo hasta dejarlos cara a cara.
—¿Nos estuviste ocultando todo este tiempo que estabas enferma? Dime que es una broma.
Con un gemido, la joven cerró sus ojos. Pensaba que él la golpearía. Que así fuese, pues la mentira y la incapacidad se pagaban caro. Danika y Vartor habían caído por su culpa, además, la marca de la bruja podía ser hasta contagiosa. La irresponsabilidad de Ainelen no tenía nombre.
—No los merezco. Perdón.
—¿Te das cuenta de lo que nos hiciste?
—Perdón.
—Eres una estafadora.
—Lo siento mucho. Sé que soy terrible, una persona repulsiva. Danika murió por mi culpa. Yo la maté, yo la maté...
—¡Cállate!
—¡Amatori!
Sintiendo que el agarre de su camarada aflojaba, la curandera se dejó caer en el piso, agarrando su cabeza con sus dos manos. Con expresión de sufrimiento abrió un poco los párpados, descubriendo al pelinegro sujetando con ira la muñeca de Amatori. Este último clavó sus ojos castaños en Ainelen, llenos de desprecio.
El bajito se liberó de Holam con un tirón, entonces gruñó y salió de la casa. Por el sonido de una patada contra la madera, probablemente había ido a alojarse en otra de las viviendas.
—Tenía miedo de que me abandonaran —susurró Ainelen, ahora acostada de lado, con la mirada perdida en unos frascos de vidrio rotos bajo una silla. Holam estaba de pie, viéndola de reojo con un aire oscuro—. Siempre le he temido a estar sola. Pensé que si les decía la verdad me dejarían. Pero ya no importa, yo no merezco el amor de nadie.
El chico caminó hacia ella y se dejó caer lentamente contra la pared. Al estar sentado cerca de Ainelen, relajó su expresión.
—¿Crees que eso es suficiente como para que te dejemos tirada?
Ella no respondió.
—Yo también pude haber causado la muerte de algún compañero por mi incapacidad.
—Pero eres útil en combate, y también inteligente.
—Y tú nos has salvado en innumerables veces. Te debo la vida, Nelen.
Ah, eso. La irritaba hasta ponerle los nervios hinchados. Aunque no podía culparlos. Fuera como fuese, la realidad de las cosas era que sus amigos todo este tiempo habían querido a la curadera, a la chica capaz de sanarles sus heridas. No era Ainelen, sino su poder el que valía de verdad. Sin él no tenía importancia para el grupo.
La joven se irguió un poco, cerca de Holam. Lo vio directo a los ojos, implorante.
—Si no fuera curandera sería totalmente inútil, Holam. Es lo único bueno que tengo.
—Eso no es cierto, tú...
—¿Yo? —Ainelen esperó a ver qué decía, pero se tardó tanto en eso, que al final bufó con sarcasmo—. Eres un mentiroso. Tú debes odiarme, por lo que te hice en el pasado, por haber dejado morir a nuestros amigos, por mentirte. ¡Deberías odiarme, Holam!, ¡Sé que lo haces!
¿A dónde iba todo esto?, ¿por qué le estaba gritando?, ¿qué era este revoltijo de emociones que de pronto retumbaban como una tormenta dentro de Ainelen? No tenía idea.
—Nelen —dijo Holam, entablando contacto visual con ella. Sus ojos castaños, tan oscuros que parecían negros, eran fríos. No, en ellos hubo un pequeño atisbo de bondad—. Yo ya te he perdonado.
Fue largo el rato en que ambos se quedaron mirando mutuamente sin pestañear. La joven se hallaba boquiabierta, incapaz de decir una palabra.
—Éramos unos niños, ¿qué más da?
—Te hice sufrir. A ti, a Vivi. Manipulé a Dreader, a Tania, a Vihel.
—A esa edad no pensamos bien las consecuencias.
—Eso no borra el dolor, no justifica nada.
—Cierto.
Holam cerró sus ojos, como si sopesara las experiencias negativas.
—Fue duro. No me volví a juntar con otros niños nunca más luego de eso. Me gusta estar solo en parte gracias a eso mismo.
Así estaba mejor, reconociendo lo cruel que Ainelen había sido en esos años.
—Pero, sabes, la chica con la que me encontré en La Legión era muy distinta. Tenía... no lo sé. Algo... especial.
La joven contuvo la tos al atragantarse con su propia saliva. El golpe de sorpresa le había dado de lleno en toda la cara.
—Esa Ainelen, la que veo aquí, es una que me transmite emociones positivas. Yo creo que las personas cambian, todos merecemos una segunda oportunidad —hizo una pausa—. Te vi dar todo por nosotros. Te he observado anteponer nuestro bienestar al tuyo. Que las cosas hayan salido tan mal no es tu culpa, ¿vale? No podemos resolverlo todo, somos humanos.
Para ella fue difícil de asimilar que él le diría cosas como esta en algún punto de su vida. Era imposible, desde afirmar que ya la había perdonado, hasta el valor que representaba como persona.
—Holam —dijo Ainelen, con un suspiro. Uolaris, ¡él estaba rojo! Se percató de que era evidente, entonces torció la cabeza hacia el otro lado.
Con todo el caos que había significado perder compañeros, hacer frente al duelo y mantenerse vivos, que el chico le transmitiera tanta paz y seguridad en momentos donde todo parecía irse al infierno, era algo que no tenía precio.
La tormenta de Ainelen fue apaciguando en un largo lapso de sigilo, el cansancio mental tornándose en un sueño placentero que la llamaba.
El pecho se le apretó.
¿Esta era una amistad?, ¿cierto? Y por cómo se sentía, una bastante especial. ¿Una amistad fuerte, tal vez? ¿Desde cuándo que le ponía la piel de gallina y le hacía sentir pequeños hormigueos en la barriga?
«¡Ah, basta!», se regañó Ainelen. Sus mejillas también se habían enrojecido.
Estaba agotada. Hiperactiva, pero agotada. Necesitaba descansar junto a algo cálido.
Se dejó caer sobre el pecho de Holam, envolviéndole los brazos alrededor de su delgado torso. Este gimió asustado. Probablemente no acostumbraba a que la gente irrumpiera en su espacio personal así, con tanto descaro.
—Por favor —suplicó Ainelen. Para su deleite, el pelinegro se dejó abrazar. Dentro de un tiempo, sintió que relajaba su postura.
Ainelen yacía con sus ojos cerrados, disfrutando aquella calidez, de esos latidos frenéticos, de esas respiraciones temblorosas. Quién diría que una persona como Holam fuera tan intensa por dentro.
Justo cuando pensaba que no podría ser mejor, sintió una mano suave recorrer desde su frente hasta su nuca. Las vibraciones viajaron a través de la espina dorsal de Ainelen, extasiada por las delicadas caricias de Holam, que se repitieron una y otra vez sobre su espesa cabellera.
Qué bien se sentía. No merecía nada de esto, sin embargo, se tomó una licencia para saborearlo al máximo.
—Hay que hacer algo con tu enfermedad. Eso sí que me preocupa.
—Probablemente voy a morir. ¿Sabes que estás abrazando a una infectada?
—No hay pruebas de que la marca se contagie, solo rumores de gente ignorante. Además...
—¿Además?
—No me importa si se trata de ti.