Holam retrocedió con un movimiento ligero. Su pie de apoyo estuvo a punto de resbalar en la roca mojada, pero logró estabilizarse con un giro de su zona superior. Le valió un gran dolor. En todo caso, era mejor eso que lo otro.
Delante de él, Danika contuvo la embestida de un no-muerto esquelético, cuyos ojos parecían brillar, dejando una estela cada vez que se deslizaba intentando romper la defensa enemiga.
La morena empujó su broquel, mandando a la criatura hacia atrás. El contacto se había roto.
—¡Ahora! —gritó Danika. Holam ya lo tenía previsto, así que no perdió tiempo y corrió buscando la espalda del no-muerto.
Bien. Lo hizo a tiempo. Logró cerrar la distancia antes de que se diera la vuelta. Era un punto ciego, así que la ventaja estaba totalmente de su lado.
«Es necesario», pensó el muchacho. «Esto no me convierte en alguien como él. Esto es diferente».
Holam blandió un mandoble directo a la cabeza. La hoja reluciente hundió su filo en la carne putrefacta que aun poblaba el cuello de la criatura, entonces impactó el hueso con un sonido poco agradable. Cuando intentó retirar la espada, se dio cuenta de que se quedó atascada.
«No puede ser cierto», maldijo dentro de su mente. Holam frunció el ceño, su rostro empapado en la lluvia mientras el viento soplaba como la condenación misma.
—¡Voy! —Danika pasó por el flanco opuesto y con un golpe descomunal usando su escudo, arrancó la cabeza del no-muerto.
El pelinegro retiró su arma, verificando que el filo aún no se hubiera estropeado mucho. Halló un mínimo sacado, insuficiente para dejar la espada fuera de servicio.
«Mucho. Debo perfeccionar mi técnica. A este paso la hoja se estropeará antes que me dé cuenta. El peso es un problema». Pero en este momento, incluso lidiando con sus emociones de apuñalar a otro ser, había un asunto mayor.
—Hay que encontrar refugio —indicó, mientras cubría su vista con la mano arqueada.
Los árboles se retorcían ante el viento sibilante, sus ramas casi tocando el suelo. Las hojas secas desparramadas giraban en remolinos, con toda el área reducida a un campo de visión de menos de cien metros de distancia. Las nubes oscuras se movían tan rápido y bajo que parecía que los abrazarían mortalmente.
Holam apenas podía mantenerse de pie. Tenía que agradecer que el temporal tenía intervalos en los que menguaba, siendo uno de esos los que favoreció el combate. Ahora, sin embargo, la situación empeoraba otra vez.
—¡Vamos! —exclamó Danika, corriendo lo más rápido que podía con su peto de hierro. Las capas de ambos muchachos flameaban endemoniadas.
Buscaron un lugar en una zona baja del bosque, descendiendo por el lado de una meseta. Dieron con una cueva. No, parecía serlo, pero al acercarse, resultó ser una hendidura cubierta desde un flanco por rocas y desde el otro por un gran árbol. Les sirvió para resguardarse de la lluvia, que caía desde el norte por la gracia del viento.
Así fue como Holam y Danika se quedaron toda la tarde frente a frente. Estaban sentados con las rodillas flectadas, apoyando sus brazos y cabeza mientras el silencio y las expresiones de desanimo los invadían. Parecía que incluso el temporal no era capaz de romper esa tensión.
Danika no era una persona desagradable, eso creía Holam. Lo que sí pasaba, era que tal vez fueran muy diferentes entre sí.
La rizada clavó ojos serios en él, como si de pronto se enterara de que estaba pensando en ella.
«Debo caerle mal. No la culpo, es lo que todos deben sentir cuando me tienen cerca». Y es que a una gran mayoría no les agradaba las personas que se apegaban férreamente a las reglas y lógica en desmedro de lo sentimental. Si de ella dependiera, ya habrían ido por los chicos. Holam no quería eso todavía. Les daba vueltas a varios asuntos.
¿Por qué sucedió todo esto?, ¿por qué las diamantinas seleccionaban a ciertas personas?, ¿había una razón en específico?, ¿qué buscaba La Legión con Ainelen y Amatori?, ¿por qué ellos dos parecían mantenerse callados cuando a todas luces sabían algo?
También era probable que los perseguidores los hubieran seguido a ellos, así que estaban evitando un riesgo innecesario.
La vida no era gran cosa. Tal como este día, cuando Holam volteó la vista hacia la tormenta, encontró gris infinito.
Gris.
¿Para qué se vivía?, ¿había un sentido en hacerlo?, ¿la gente no se aburría de los ciclos? Todo se repetía una y otra vez. Naturalmente, el raciocinio terminaba cediendo ante los sentimientos. Desde una cuestión de deseos hasta necesidades, los humanos y animales terminaban replicando sus acciones pasadas.
«Quiero estar solo», pensó Holam. ¿Por qué siempre terminaba deseándolo? Inevitablemente caía una y otra vez en aquel pozo oscuro y hondo, cada vez más cerca del abismo. Tal vez, si saltaba a la tormenta ahora podría hallar descanso.
Tener a Danika cerca lo ponía incómodo, lo mismo hubiese pasado si se tratara de Amatori o el fallecido Vartor. Holam necesitaba apartarse para encontrar eso que lo hiciera menos miserable.
Las personas lo aburrían.
«No es culpa tuya», indicó en su mente, viendo a Danika. Sus ojos hicieron contacto, sin embargo, el joven de piel pálida cambió su enfoque apenas sucedió. «El problema soy yo. Algo está mal conmigo».
Había una excepción:
Ainelen.
Si existía una persona que lograba salir de esa monotonía, era ella. Era quien podía romper la burbuja de Holam y alcanzarlo. Eso era peligroso.
Esa chica era la rosa carmesí en medio de un desierto inmenso. Pensar en ella pintaba su corazón con diversos colores. Eran sensaciones de placer, dolor, ansiedad; cualquiera que pudieras imaginar. Y es que el pasado los unía, aquel donde conoció la pureza de un humano que recién comenzaba a vivir. Pensar que a esa edad pudiera existir semejante bestia.
«La de ahora es diferente», pensó. «Ella ha cambiado. Tanto que la desconozco. Me producen dos sensaciones totalmente distintas». Holam cada vez más se hacía la idea de que las etapas de una persona debían considerarse por separado, no hacer un balance del total de estas y un único juicio. De esa manera, Ainelen podía tener una oportunidad. Si no fuera así, probablemente el joven no hubiera soportado verle la cara.
La Ainelen de hoy lo hacía sentir de una manera muy diferente a como cuando la conoció en la niñez. Era muy raro, no sabía describirlo. Pero era como si... Holam buscara su atención. ¿No era eso muy infantil? Obvio que no exageraba, él hacía cosas sutiles.
Sus lado pasional deseaba verla. Tenerla cerca le devolvía de alguna manera la emoción de vivir. ¿A qué llevaría todo esto?, ¿Qué era ese sentimiento en realidad?
Lo malo de todo esto, o bueno, si quisieras verlo de esa forma, era que las memorias de Holam se mantenían demasiado frescas. Don o maldición, recordaba casi toda su vida con una claridad increíble. Eso le jugaba una mala pasada cuando pensaba en la curandera. A veces su imagen pasada se superponía a la actual, obligándolo a alejarse del grupo para respirar tranquilo.
En su cabeza se proyectó la imagen de aquel cuello fino y delicado, de esa clavícula marcada en una piel pálida. Con cuidado único, en algunas ocasiones vio desde su pecho hasta sus labios bien formados. La parte de Ainelen que más le resultaba...
El pelinegro golpeó su nuca contra la roca, al enderezarse de sopetón.
«¿En qué estoy pensando?».
Fuera como fuese, Holam era un chico, al fin y al cabo. De vez en cuando afloraba ese impulso irracional donde ponía una disimulada atención en el físico de sus compañeras. Se suponía que era normal, pero él no estaba dispuesto a ser sometido por los caprichos de la naturaleza.
Al buscar a su compañera de refugio, notó que esta yacía con la cabeza hundida. Danika parecía haberse dormido.
Holam suspiró, luego cerró los ojos deseando poder dormir también. Tenía poca fe en ello, tal como en todas las cosas.
******
Era el tercer día desde que se habían separado de Ainelen y Amatori. A medida que transcurría el tiempo, las señales no eran buenas. El Valle Nocturno era inmenso. ¿Cómo encontrabas alguien sin elementos que permitieran mostrar tu posición? Era más, ¿esos dos estarían bien aún? Holam no descartaba que La Legión los hubiera capturado, o, incluso, que hubiesen perecido ante alguna criatura del bosque.
«No quiero ni decírselo a Danika. Si lo hago, podría golpearme», pensó.
La morena caminaba a pasos torpes sobre la hierba, Holam la seguía un poco más atrás. Estaban subiendo una cuesta un tanto empinada.
El día se hallaba nublado. Si mirabas hacia el cielo, probablemente sospecharías que las primeras gotas estaban próximas a caer. El bosque yacía empapado, el olor a humedad de las plantas y la tierra reinando. Por lo menos tendrían qué beber.
El estómago de Holam ya no se estremecía. Solo quedaba dolor. No tenía idea lo que eso significaba. Si el hambre era reemplazada por otro tipo de malestar, nada bueno presagiaba.
Danika se detuvo y se acuclilló junto a la raíz pronunciada de un árbol, la cual recorría toda el área. Arrancó unas cuantas plantas y luego de sacudirlas, las desgarró con sus dientes. La chica masticó con gesto amargo.
Enarcando una ceja, Holam la observó un tanto nervioso. ¿En serio no le haría mal? Ya lo había hecho un par de veces antes y seguía viva. Aunque eso no significaba necesariamente que no dañaran el organismo.
Danika escupió hacia un lado los restos de las plantas y entonces arrancó otro manojo. Se las ofreció al pelinegro.
—No es necesario —declaró Holam.
—¿Nunca has comido rúcula? Es tan buena como la ensalada de lechuga.
—Ya veo, pero déjalo así.
—Te vas a morir de hambre. Es importante que tengas energías para el viaje.
Holam no respondió, lo que hizo a Danika resignarse. Se comió el segundo manojo de plantas ella misma.
Más adelante, la lluvia regresó, aunque esta vez sin el impulso del viento. Holam sentía su pantalón humedecido enfriando su piel. Como si ya no sintiera frío desde antes.
Atravesaron una meseta, planeando descender hacia...
Holam se resbaló, perdiendo el equilibrio en la roca mojada. Rodó, intentando desesperadamente agarrarse a algo. Si seguía deslizándose cuesta abajo, terminaría cayendo al abismo.
El aliento se le escapó del cuerpo.
Cuando el final del terreno llegó, dio con un peñasco al cual se sujetó con todas sus fuerzas.
Danika gritó algo, corriendo hacia el joven.
Terror. Holam en mucho tiempo experimentó lo que era el miedo a morir. Estaba muy cerca, si su agarre aflojaba un poco, caería desde una altura imposible de sobrevivir.
—¡Resiste! —La chica rizada se acercó lo más que pudo, lo que se traducía en unos pasos de distancia. Si se adentraba un poco más, el terreno irregular la podría hacer sucumbir también.
Cuando Danika le estiró una mano, esta última no fue capaz de alcanzarlo.
—¡Vamos, Holam!
El muchacho dudó, incluso en plena crisis. ¿Quería morir?, ¿de verdad era su deseo?, ¿tanto detestaba la vida?, ¿qué había de su madre y su hermana pequeña?, ¿no lo haría por ellas a lo menos?
Algo lo detenía. Un sentimiento similar al que lo mantenía alejado de la gente. Se negaba a ser ayudado, siempre lo hacía.
—¡Toma mi mano! —Danika gruñó, con dientes apretados—. ¡Maldita sea, Holam, deja ese orgullo de mierda y deja que te salven!
Orgullo. Era eso. Por mucho tiempo no quiso reconocerlo, pero ella tenía razón.
¿De qué servía el orgullo? Desde un punto de vista racional, no tenía utilidad. Holam se jactaba de actuar por razón y no por corazón. ¿No era una contradicción tremenda?
Se dio cuenta de lo estúpido que era.
Extendió su mano izquierda y agarró firmemente la de Danika. Esta atrajo al pelinegro con una fuerza monumental, lanzándolo de vuelta sobre el terreno seguro.
Aun con la lluvia fina perlando sus rostros, se quedaron tirados recuperando el aliento.
El corazón de Holam latía furibundo.
—Sí que eres un cabeza dura —dijo Danika, entonces se echó a reír.
—¿Lo soy?
—Mucho. Ustedes, todos los hombres son unos cabezotas. A esta edad más todavía.
—¿Odias a los hombres?
La rizada se tomó un tiempo en responder. Se apoyó con un codo, luego se torció para ver a Holam.
—Lo hacía. Cuando chica me caían realmente mal. Sabes, mi padre me abandonó cuando tenía tres años.
El pelinegro abrió los ojos. Se sentó, buscando el contacto visual con su compañera.
—Ya veo. Supongo que por eso debió ser.
Danika resopló, divertida.
—Puede que sí. Pero es curioso que incluso siendo así, siempre me interesaron las cosas de chicos. No sé, es tonto.
—No lo creo. Tonto es que nos impongan lo que debemos ser. Alcardia decide por nosotros.
—Claro, en eso tienes razón.
En el cielo, los rayos del sol penetraron la densa masa de nubes, iluminando el paisaje en secciones que contrastaron con aquellas a las que no llegaron. Era como si el día y la noche se hubieran juntado, conviviendo en armonía perfecta y solemne.
Holam cerró sus ojos, sintiendo el canto de los pocos pájaros que osaban cantar en tal clima. No era monótono; podía sentir lo que era la vida, su verdadero valor.
—Mi padre también se marchó —dijo de pronto, palabras que hicieron a Danika ganarse su atención al instante—. No solo eso, también cometió asesinato antes de hacerlo.
—Siento oír eso —contestó Danika, quien hizo una pausa—. En ese aspecto somos iguales. Quién lo diría.
—¿Te caigo muy mal?
—Ya no tanto. —La rizada soltó una risita—. Menos que Amatori, por lo menos.
Holam sonrió, sin querer.
—¡Oh! —exclamó Danika, boquiabierta.
Vamos, él no era un monstruo insensible. No era tan raro que mostrara un poco de felicidad.
La reflexión que Holam sacó de todo esto, era que tal vez parte de su malestar cotidiano se lo estaba provocando él mismo. Quizá estaba siendo muy prejuicioso con algunas cosas. Si no salía de su burbuja, jamás podría comprobar si lo que había era bueno o malo. No sería capaz de saborear las experiencias y definir si eran monótonas o coloridas.
Como Piria solía decir al cocinar: a veces la comida no era la mala, sino que su sabor dependía del cocinero y de su forma de prepararla y condimentarla.
También concluyó que tal vez con Danika podrían ser buenos amigos. Ella no parecía tan hostil como en un principio la había conocido. Ahora que lo meditaba, qué distinta era la gente cuando se abría a otros.