La cabeza de Ainelen parecía que estallaría. Dejó caer una de sus manos sobre su cabello ondulado, el cual tenía aspecto grasiento luego de días sin un baño formal. La lluvia no era suficiente para llamarlo como uno de verdad. Había partes del cuerpo que las gotas no alcanzaban, naturalmente.
A pesar de lo anterior, el tema de la higiene parecía un problema demasiado insignificante para lo que ahora afrontaban. Ainelen y Amatori estaban detenidos ante una zona inundada. Lo que debió ser un arroyo, se había tornado en una corriente de agua que parecía un verdadero río.
El sonido del agua marrón oscuro intimidaría a cualquiera que estuviera en la posición de ambos jóvenes.
Amatori gritó hacia el cielo, maldiciendo.
Sumida en su propia lucha, Ainelen entrecerró sus ojos. Reforzó el agarre de sus dedos sobre su cabeza. Dolía. Sus recuerdos del pasado la invadían, así mismo como el nivel del agua sumergiendo la tierra.
«¿Por qué en un momento como este?», se preguntó. ¿Sería porque la esperanza de salir viva del Valle Nocturno parecía cada vez más tenue?, ¿la muerte estaba al acecho?
No lo sabía.
Ni siquiera lograron encontrar a los chicos. Eso la ponía extremadamente desesperada. El tiempo era una daga mortífera que cortaba sus arterias, desangrándola con cada hora que transcurría.
No haber comido nada en días había hecho que a su cuerpo le fuera complicado mantenerse en pie. A ratos, sentía que el aire escapaba de sus pulmones. La debilidad era recurrente.
Con Amatori discutieron acerca de cazar algún animal, pero había dos grandes problemas: el primero, con este clima no hallarían nada y, segundo, tampoco poseían pedernal y yesca para generar fuego. Si querías, podías elevar la dificultad: con la humedad del ambiente, sería una locura encontrar combustible. Al final todo se reducía a un futuro negro.
«Has matado a una persona. Te lo mereces», dijo una voz. Cuando sucedió, Ainelen abrió los ojos de par en par, escaneando sus alrededores fugazmente.
Nadie. Amatori seguía emitiendo sonidos ininteligibles.
«Pero ellos no», refutó Ainelen. «Mis amigos no merecen el mismo destino que yo. Son inocentes».
«¿Estás segura de que crees eso?».
«¿Por qué... no habría de estarlo?», preguntó con miedo creciente.
La voz se escurrió de su consciencia, riendo con voz siniestra. Era la voz de una chica que inspiraba oscuridad.
Ainelen meditó sobre eso. ¿Había dudas sobre lo que creía de sus camaradas?, ¿estaba bien que se culpara a ella misma?, ¿qué había de los demás?
Amatori pudo evitar todo esto si hubiera abierto la boca a tiempo, contándoles lo que sabía. Holam pudo comunicar mejor sus ideas al grupo. Si Danika hubiese tenido más determinación, sería una líder impecable que pudo haberlos guiado fuera de la desgracia.
«No puede ser. Qué patética soy. La única culpable de todo soy yo. Yo y nadie más. Si convencía a Vartor de no volver por Iralu, si no hubiera sido tan ingenua con que los perseguidores no nos encontrarían en la fortaleza, si planificaba lo suficiente teniendo en cuenta eso...».
Debía parar.
Ainelen no era capaz de hacerlo todo. No lo había sido, y no lo sería jamás. No tenía la convicción de Amatori, tampoco la fortaleza de Danika, menos la inteligencia de Holam. Echarse la culpa de todo no tenía sentido, menos cuando se obligaba a olvidar el pasado.
Los chicos se refugiaron de una nueva lluvia al atardecer, sin ser capaces de cruzar al otro lado del caudal. Se quedaron debajo de unos pinos que no cubrían muy bien, pero aun así era mejor que no tener nada.
Un relámpago destelló en lo alto, luego vino el trueno que rompió el aire. Las gotas de agua se estrellaban contra el suelo en el silencio de los alrededores. El mundo terrenal callaba ante el celestial, con obediencia. La noche era de un contraste fantasmal.
La mandíbula de Ainelen no paraba de tiritar. Incluso en la negrura, era capaz de distinguir el vaho que emergía de su boca. El clima frío y la ropa humedecida se hacían cada vez más insoportables. Lanzó un hechizo de curación para ver si algo cambiaba y, aunque durante el instante en que la luz destelló se generó un calor pálido, este desapareció tan rápido como la magia cuando concluyó.
«Espero que a lo menos cure nuestras enfermedades», pensó Ainelen, con poca fe. Aun llevaba en su bolsillo el collar de Uolaris. Lo apretujó contra su pecho, rogando por el bienestar de todo el grupo.
—Dicen que abrazándose se está más cálido —dijo de pronto Amatori.
Ainelen volteó la vista hacia su silueta.
—Solo bromeo, ¿vale? —afirmó él, retractándose.
—Hagámoslo.
—Cierto. Son cosas que la gente ignorante dice para... ¡¿Qué?!
—Tengo mucho frío, Tori. Por favor.
El muchacho de pronto se volvió un manojo de nervios. Tras gruñir un poco, se acercó con timidez hacia Ainelen.
—¿Seguro que quieres? Solo lo decía en broma, en serio.
—Broma o en serio. Te contradices.
—Yo... —antes de que Amatori dijera algo más, la curandera se lanzó hacia él y lo apretujó.
Oh. El calor de otra persona. El calor de un chico. Podía sentirlo, a pesar de la armadura de cuero.
—Son un estorbo —señaló Ainelen—. Mejor sin ellas —entonces tomó la iniciativa y desenganchó su blindaje. Su compañero parecía todavía más avergonzado, no obstante, terminó por imitarla.
Ya sin esa cosa dura separándolos, esta vez sí que pudo sentir el calor de Amatori en su esplendor. El corazón le latía acelerado. No era que fuera algo más que un abrazo para mantener la temperatura, ¿cierto? Él no tenía que actuar así.
El tiempo avanzó. La lluvia cesó, y ellos todavía seguían pegados el uno con el otro. El chico parecía haberse acostumbrado.
«Me pregunto, ¿Holam con Danika estarán haciendo lo mismo?». Claro, era una posibilidad. Mantener la temperatura corporal era muy importante, así que, en realidad, era probable. Espera, ¿por qué de pronto sintió algo negativo en esa idea?
No pasaba nada. Solo fue su imaginación.
Holam. Danika. Juntos.
El corazón de Ainelen dolió.
¿Qué?, ¿por qué se sentía así?
«Debo estar volviéndome loca», pensó la joven, intentando conciliar el sueño.
******
—Es un hermoso día, ¿no crees, Nelen? —Amatori se estiró, parado sobre una roca. Se veía radiante.
Ojalá ella pudiera estar así. Con todo lo sucedido ningún descanso le recuperaba el ánimo. Despertar era como una tortura.
—Sí —respondió Ainelen, forzándose a sonar amistosa.
Una vez la luz del astro rey envolvió su cuerpo, se regocijó del placentero calor que regresaba a ella. No creyó que en algún punto de su vida iba a terminar extrañando el verano. Esos días de juego con los niños, armando castillos de tierra y pateando la pelota de un lado a otro en la zanja se vislumbraban nostálgicos. Era común que el sol los acompañara en sus aventuras diarias en el pueblo.
El día parecía que seguiría la tónica de los anteriores, pero lo cierto fue que inició diferente. Ainelen sintió un leve mareo, luego la mancha comenzó a doler. No fue una molestia tan grande como en las veces anteriores; el tema, resultó ser que le costó moverse más de la cuenta. Sus movimientos eran erráticos.
Mientras deambulaban entre los árboles que desprendían gotas cristalinas, la chica decidió alejarse de su compañero bajo la excusa de que necesitaba orinar. Ainelen se ocultó entre la maleza y desabrochó su armadura. A continuación, destapó su hombro y echó un vistazo.
No parecía que la mancha hubiera crecido más. Seguía repartida entre su hombro, espalda y brazo. Lo que sí llamó su atención, fue que su aspecto se tornaba más escamoso. Era como si se hundiera en su piel, palpitante.
Si Ainelen tuviera que describir cómo se sentía tener esa monstruosidad, sería como que una araña gigante se te envolviera. Era sofocante, como si succionara su libertad.
Hizo como si nada pasara y regresó con Amatori, quien ya la estaba llamando con voz urgida.
—Oh, eso fue rápido —dijo él.
«Rápido te desesperaste», pensó la joven.
—Ustedes, para las chicas, ¿es muy difícil ir a mear? Digo, para nosotros es fácil.
Ainelen se sonrojó. ¡¿Por qué él preguntaba eso?! Rayos, hasta se hizo la imagen comparando a ambos géneros dando rienda suelta a sus necesidades.
No había visto a hombres orinando y esperaba no hacerlo. Aun así, sabía bien la forma en que ellos lo hacían, con una facilidad envidiable.
Espera. Sí que vio a algunos en el pasado, pero a hombres mayores que osaban soltar su cosa donde se les diera la gana. Qué repugnante.
—Claro —respondió Ainelen, nerviosa—. Supongo que sí.
—Ya veo —Amatori la miró a los ojos, con cierta inseguridad. Luego desvió la mirada.
Esa faceta suya se alejaba bastante de la usual, pero justo cuando Ainelen pensaba eso, el enano frunció el ceño, recuperando ese aire de confianza que lo rodeaba.
—Quiero salir de Alcardia —dijo él.
—Ya lo hemos hecho, ¿no?
—No del pueblo, de la provincia. Nelen, planeo cruzar la barrera hacia Minarius, y quiero que tú me ayudes.
Las ideas huyeron de la cabeza de la curandera. En blanco, fue incapaz de hallar sentido a esas palabras.
—¿Ir a Minarius? —dijo ella al fin, con expresión ausente.
Amatori asintió.
—Quiero abandonar para siempre este lugar. Quiero conocer otro reino. Me repugna la idea de pasar hasta mis últimos días en un lugar donde me tienen encadenado.
—Pero hay una barrera —Ainelen ladeó la cabeza—. Si vas hacia allá te convertirás en un no-muerto.
—¿Quién me garantiza que sea así? Te olvidas de algo: fuimos tocados por ella. ¿Y si su maldición no cae sobre nosotros?
Eso dejó pensando a la muchacha. Tenía miedo de aceptar que eso era posible. Sin embargo, había lógica en lo que decía Amatori. Incluso aunque fuese una locura, las posibilidades no eran cero.
—Libertad. ¿Te atrae esa idea, Nelen?
—Libertad —repitió ella, abriendo los ojos—. ¿Holam y Danika también serán libres?
El silencio cayó sobre ambos.
—Solo te necesito a ti. Una curandera que nos mantenga vivos. Yo me encargaré de cortarle el cuello a quien se atreva a acercársenos.
Ainelen retrocedió, aturdida.
—No. ¡No! Eso es imposible. Tu idea es de lo más estúpida. ¿Ir a una tierra que no conocemos?, ¿con qué futuro?, ¡¿dejar a nuestros amigos?!
—¡Hemos pasado días buscándolos y no hay rastro de ellos! Quizá estén muertos.
—¡No digas eso! —gritó Ainelen, llevándose ambas manos a la sien. El bastón cayó con sonido seco sobre el pasto—. Por favor, no lo digas. Ellos están bien. Holam y Danika regresarán.
Como si entendiera que lo que dijo había sido bastante hostil, Amatori suavizó su expresión y miró a lo lejos. Su voz se redujo casi a un susurro.
—Odio esa necesidad de aferrarse a una esperanza irracional. Es tan de perdedores. Oye, ¿te has puesto a pensar qué pasará con nuestros compañeros cuando se acerquen a la barrera? Exacto, no querrías imaginarlo.
—Entonces no vayamos. Sigamos buscándolos y hagamos lo que Iralu nos indicó que hiciéramos.
Dentro de ella, Ainelen se hundía en su oscuridad, creciendo una vez más. No importaba que se encontrara una pizca de luz, siempre las cosas se torcían otra vez. Rogó por que Amatori se quedara callado. No quería saber de nada.
La tierra tembló.
—Esto es... ¡oh, no otra vez!
Si no hubiera sido por su camarada, Ainelen habría caído exactamente en la enorme grieta que se abrió bajo sus pies. Fue empujada hacia atrás, rodando hasta la base de un acantilado.
Escuchó el tintineo de su diamantina estrellándose cerca, luego intentó pararse en vano. Toda la tierra se contraía y expandía. Entonces se oyó un fuerte rugido, acompañado del sonido del suelo resquebrajándose junto a las raíces de los árboles.
Durante un momento, el terremoto cesó. Ainelen se puso de pie.
Una vez más, frente a ella asomó esa bestia colosal nacida de las entrañas de la condenación.