Dentro de todo lo malo que había sucedido en los últimos días, aquella tarde por fin Ainelen se permitió un respiro. Mientras caminaban hacia donde la grieta en el cielo los guiaba, contempló con satisfacción al muchacho silencioso y a la rizada de aspecto severo. Estaba demasiado contenta de que estuvieran bien, de que, por fin, regresaran a su lado.
Amatori también escapó de una situación fea. Por supuesto que eso igual era bueno.
Y es que no podía permitir que cayera uno más de sus camaradas. Ainelen se había acostumbrado a cada uno de ellos de forma tan íntegra, que, si uno solo faltaba, el vacío dentro de ella se tornaba gigante.
Los integrantes del grupo eran piezas irreemplazables. Eran órganos vitales para que ese organismo funcionara.
Por la tarde ascendieron una montaña y la noche los encontró cuando iban descendiendo hacia un valle. Holam había destruido el mapa por seguridad antes de que los perseguidores los atraparan, pero memorizaba a la perfección todo lo que Iralu había escrito.
Danika preguntó qué fue de Antoniel y sus hombres. La respuesta a eso vino por parte de Amatori, quien fue bastante discreto al señalar que el curandero "cayó en batalla" ante un minotauro, por lo que era difícil que se arriesgaran a seguirlos sin nadie que los sanara.
Pasaron la noche sumidos en el frío de las estribaciones. Los chicos se ocultaron de la ventisca en un agujero entre las rocas, envueltos en sus capas de cuero. Por lo menos no había llovido, lo que permitió que las ropas secaran un poco. Lo malo de las temporadas como el otoño e invierno, era que cuando salía el sol, las mañanas y tardes te congelaban.
En medio de esa extraña calma, Ainelen sintió con mayor claridad el dolor de su zona superior izquierda. Mordía, de a poco, pero implacable. Le seguía trayendo problemas al moverse. Tuvo que dormir contra su costado derecho.
Al día siguiente aterrizaron frente a un riachuelo de agua cristalina. Los jóvenes bebieron hasta que no pudieron más, luego aprovecharon de lavarse la cara y el cabello. No tenían nada para el aseo personal, lamentablemente.
—Bistec de vacuno —dijo Amatori. Yacía con las manos apoyadas en sus rodillas, sentado sobre un tronco. Parecía que el suelo estaba dotado de comida deliciosa, por como lo veía—. Quiero comer carne. Carne, carne, mucha carne.
Los demás lo ignoraron.
Continuaron en silencio el viaje hacia la nada. Fueron raras las ocasiones en que alguien dijo algo.
Cuando ese día anocheció, se cruzaron con un no-muerto de aspecto harapiento. El ser llevaba una masa oxidada, la cual blandió con hostilidad apenas vio a los chicos.
—Vamos a saquearlo —propuso Amatori, ajustando el agarre de su diamantina.
«¿Saquearlo?», pensó Ainelen. No estaba bien hacerle eso a los muertos. Sin embargo, ¿se podían preocupar por la forma en que actuaban dada las complicaciones que atravesaban?, ¿y si llevaba algo útil?
Su opinión no importó, de cualquier manera. Amatori y Danika embistieron contra la criatura, rodeándolo velozmente. Cuando luchabas en superioridad numérica, era sencillo encontrar los flancos de tus enemigos, y, si a eso le sumabas que blandías una espada que cortaba todo como papel, entonces se trataba de un asunto breve.
—No tiene nada útil, pobretón hijo de puta. Oh, ¿un odre? —Amatori estaba acuclillado encima del cadáver. Danika arrebató de sus manos el objeto que estudiaba curioso.
—Todavía sirve —dijo la rizada, entonces se lo arrojó a Ainelen. Esta última puso ambas manos, agarrando el odre con torpeza.
«Con una limpieza bastará», pensó la curandera. Al olisquearlo detectó olor a vino.
Luego de eso avanzaron un poco más, por precaución. No querían acampar cerca de un posible nido de no-muertos. Se detuvieron en pleno bosque, durmiendo en un área repleta de hojas secas que barrieron antes de establecerse.
Al día siguiente partieron bajo la llovizna mañanera. Parecía que se aproximaba una tormenta. Lo sorprendente de esa jornada, fue que hallaron en la lejanía una columna de humo. Cuando fueron hacia esa dirección, salieron a un campo abierto, una llanura en la que muy bien podría haber estado asentado un pueblo junto a sus cultivos. Atrás quedaron las montañas que durante días los acompañaron.
Ya cerca del lugar donde provenía el humo, los chicos se ocultaron detrás de la maleza. Se oían ruidos, voces humanas. Cuando Ainelen hizo un espacio entre las hojas, vio una sucesión de tiendas marrones, presumiblemente hechas con pieles de animales. Delante de estas, personas semidesnudas conversaban en torno a una fogata. El sitio era una arboleda que usarías para instalarte sin llamar mucho la atención, aunque si prendías una fogata, eso se iba a la basura.
—Tienen comida y fuego —susurró Ainelen, su estómago se contrajo—. Podríamos pedirles que nos compartan.
—Espera —la interrumpió Amatori—. ¿Entienden lo que dicen?
Los chicos endurecieron sus expresiones. Ainelen puso atención a la charla de esas personas. Era muy difícil oírlos, nada extraño si estabas a unos veinte metros o más de distancia.
—Amul, task, etma, dirue...
«¿Qué significa eso? No es lengua rosarina».
Cuando Ainelen por fin entendió, Holam se adelantó a lo que iba a decir.
—Una tribu salvaje.
—Sí. ¿Qué proponen? Necesitamos comer —planteó Danika.
—Intentemos comunicarnos con ellos. Tal vez podamos entendernos con gestos —murmuró Ainelen.
Amatori, quien jugaba con un mechón enroscado, negó con la cabeza.
—Podría apostar a que si te les acercas te van a descuartizar como animal al palo. No todas las personas somos tan civilizadas.
Las palabras de su compañero hicieron a Ainelen tragar saliva. Rayos.
—Me temo que aquí solo hay lugar para el bienestar de un bando. Nuestra situación es favorable.
Él planeaba... ¿aniquilarlos? Cuando la joven escaneó el campamento, no pudo evitar que se le trituraran los nervios. Había niños pequeños, mujeres que los transportaban en canastos a sus espaldas. También se veían personas discapacitadas, alguno que otro cojo y otro manco. El número de personas debía ser de una veintena, aproximadamente.
Danika suspiró, sus ojos se entrecerraron como ranuras. Parecía acomplejada.
—Robémosle comida y piedras para hacer fuego. No es necesario ir más allá de eso.
—Podríamos quedarnos con sus carpas y todas sus herramientas —continuó diciendo Amatori, sin una pizca de remordimiento en su rostro—. Si caemos en sentimentalismos podríamos terminar por lamentarlo.
—Estoy de acuerdo con Danika. Es lo más sensato —afirmó Holam. La rizada asintió, con gesto de satisfacción.
Amatori exhaló, disgustado. Por su parte, Ainelen fue incapaz de decir algo más. La decisión estaba sellada.
El grupo esperó el momento adecuado. Varios hombres, los cuales vestían solo una prenda en la parte baja y un sombrero de plumas en la cabeza, se alejaron de la fogata. Quedó solo uno, quien, de espaldas al grupo, parecía tirar impetuosamente de una presa de carne con sus dientes.
Ainelen siguió a los demás, quienes avanzaron con Danika en la vanguardia, preparada para cubrirlos en caso de que los salvajes tuvieran flechas. Lograron cerrar la distancia con el hombre sin ser detectados. Al hallarse muy cerca de él, Ainelen descubrió que, a diferencia de los colores de piel a los que estaba acostumbrada, esta era de un gris pálido, levemente azulado. Había patrones dibujados en su torso, figuras como glifos, aunque nada relacionado el sistema que se usaba en Alcardia.
De pronto el salvaje se giró hacia ellos.
Hubo un silencio indescriptible.
—Tranquilo —dijo Amatori, con una risita nerviosa—. No somos enemigos.
El hombre gritó a todo pulmón.
—¡Mentí! —Corrigiéndose a sí mismo, el muchacho le asestó a su adversario un puñetazo en toda la quijada. El chillido paró ahí mismo.
Sin perder tiempo, Danika y Holam corrieron y tomaron los pedernales que estaban puestos alrededor de las llamas. ¿Qué más? Claro, Ainelen debía buscar animales que estuvieran preparados para ser cocinados.
Junto a Amatori fueron hacia las carpas.
—Esperen —murmuró Danika, pero no le hicieron caso, así que esta chasqueó la lengua y los siguió.
Amatori abrió la primera de las cuatro tiendas que encontró y apuntó con su diamantina. Dentro había cinco mujeres amamantando bebés, todas calvas. Abrieron los ojos como platos e intentaron huir despavoridas hacia el lado contrario, solo para volcar la tienda al no encontrar salida.
El muchacho se retiró y fue por la segunda carpa. Ainelen echó un vistazo hacia el lugar. Toda la tribu ya había sido alertada. Los hombres, armados con lanzas y garrotes, asomaron desde distintos rincones, cantando melodías con ritmos acelerados.
Algo llamó la atención de la curandera: eso que colgaba de los cuellos de los salvajes, ¿eran cráneos humanos?
—¡Lo tengo! —exclamó Amatori. Había dado con unos recipientes de greda—. Si lo destapo, puedo encontrar... ¡pero por Oularis! —El joven soltó la tapa de la olla. ¿Qué era lo que vio?
Cuando Ainelen se asomó a mirar, encontró dentro del recipiente vísceras. Podrían haber sido de cualquier animal, lo que no era nada raro. Pero lo cierto, era que junto a ellas reposaba un brazo despojado de pelaje, además de una cabeza a todas luces humana.
«Supremo Uolaris y sus seis pilares». Ainelen se tapó la boca. El hedor del lugar le revolvió el estómago.
—No me digas —Danika gruñó al tiempo que colocaba su escudo por delante.
Amatori cerró la tienda y preparó su espada, al igual como había hecho Holam.
Alrededor del grupo los salvajes formaron un círculo, cantando mientras, de fondo, algunas mujeres golpeaban unos tambores. Era un espectáculo terrorífico ver aquellos rostros sonrientes, con las mandíbulas abriéndose y cerrándose, con los dientes sonando burlescamente.
La presa había ido directa hacia el cazador.
—Debí haberle cortado la cabeza a ese tipo —dijo Amatori, entonces Holam hizo un gesto hacia las tiendas. Por ahí, todavía nadie cerraba el paso.
Los chicos corrieron entre las carpas, escurriéndose hacia los árboles cercanos. Detrás de ellos vinieron los aborígenes, tarareando con una emoción que parecía dotarlos de energía desbordante.
El corazón de Ainelen latió desordenado. Lo único que había querido era echar algo a su barriga, no terminar siendo la cena de una banda de salvajes.
Qué rápidos eran. Saltaban las ramas con una facilidad sorprendente, como auténticas ranas. A este paso los alcanzarían.
—No me dejan opción —dijo Amatori, notando el problema—. Danika, cúbreme. Necesitan saber quienes son realmente la presa aquí.
El muchacho pasó a la retaguardia, siendo protegido por Danika y su postura firme. Cuando el primero de los hombres saltó hacia ella, la rizada empujó y lo desestabilizó. Amatori se lanzó con la diamantina activándose, entonces, cortó la cabeza del salvaje y se la lanzó hacia sus compañeros.
—¡Si dan un paso más los rebanaré como a un ciervo!
La tribu pareció dudar. Los salvajes se miraron entre ellos, luego olisquearon hacia los chicos.
—No se detendrán —advirtió Holam.
—¿No? —Amatori blandió un mandoble contra el árbol que estaba a su lado. La hoja azul brillante cristalizó la materia y atravesó con limpieza el tronco. El sonido de la madera crujiendo hizo retroceder a los aborígenes. El muchacho había calculado bien, pues el árbol cayó sobre ellos.
No hubo tiempo para saber si algún enemigo quedó atrapado en el impacto, pues los chicos se limitaron a darse la vuelta y correr a toda prisa. Fuera como fuese, Amatori había logrado darles tiempo suficiente para salir enteros de esa situación.