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Chapter 49 - Cap. 49 Propósito

Posterior a salvarse de ser comidos por caníbales, los chicos vagaron toda la noche rumbo al oeste. Como no llovió, pudieron avanzar sin muchos inconvenientes.

Ainelen lidiaba con el rocío penetrando la textura de sus botines. En este punto ya se había acostumbrado a la sensación de sus medias humedecidas. Lo que no le hacía gracia, era que sus pies quedaban heridos al final de cada día, viéndose obligada a sanarlos siempre que la situación lo permitiera.

Nadie estaba tranquilo después de lo ocurrido, así que decidieron que antes de cualquier descanso, debían alejarse lo más posible de la zona. Quizá cuantas tribus de esas se ocultaban en los territorios inexplorados de la provincia.

Entre los integrantes del equipo reinaba el silencio. Imaginar que alguien abriera la boca se sentía como intentar romper una celda de hierro con las manos desnudas. En ocasiones Ainelen quiso señalar una idea, pero su propio ánimo ya estaba lo suficientemente bajo como para hacerlo.

Por su parte, Amatori se mostró bastante raro. El ceño fruncido era común cuando se enojaba o hacía bromas engreídas, sin embargo, ahora último denotaba perturbación. Estaba así después de la huida de los salvajes.

Ainelen podía empatizar con él a la perfección. Aun no superaba lo que le había hecho al curandero.

¿En qué momento un minotauro la dividiría en dos? Sentía que alguien se encargaría de hacerla pagar por todo el sufrimiento que había provocado a lo largo de su vida. Tal vez un animal se le lanzaría al cuello, o caería de un barranco, o, directamente, le caería un rayo. El dolor que su hombro irradiaba era solo un pequeño karma. Vivir la avergonzaba.

El avance del tiempo era implacable, y, con él, la desesperación del equipo se acrecentaba sin un límite visible. La falta de descanso y la mala alimentación les jugaron una mala pasada. Recurrieron a nutrirse de plantas y hierbas que de vez en cuando se cruzaban en el campo. No era una experiencia sabrosa, pero no quedaba de otra.

Un día se detuvieron en la entrada de una cueva y se quedaron desde el anochecer de ese mismo día hasta el siguiente. Ainelen acusó mucha debilidad corporal, incluso llegando a desmayarse en una ocasión. Su cuerpo se sentía acalorado, sobre todo su frente y rostro. Sucedió justo después de haber hecho la curación rutinaria a sus compañeros, por lo que la debilidad posterior a usar magia y la falta de esta última para curarse a sí misma, fusionaron todas las consecuencias negativas posibles.

—No debiste haberte forzado demasiado, tonta —murmuró Danika. Estaba de rodillas a un costado de Ainelen, quien yacía recostada contra la irregular pared de roca. La rizada puso su mano extendida en la frente de la enferma, tocándola suavemente, entonces la retiró.

Ainelen respiraba con dificultad, sus mejillas enrojecidas mientras sus ojos púrpuras batallaban para no cerrarse. Dormir con fiebre era una de las sensaciones más molestas.

—Para la otra cúrate primero a ti. Así puedes seguirnos sanando a nosotros.

—La fatiga no se puede sanar con una curación, Danika. Sería como... eh... como comerte tu propio estómago para saciar el hambre.

—¿De dónde sacas esas comparaciones? —la rizada bufó, mirando hacia la entrada de la cueva. Afuera caía la noche. El viento soplaba con cierta intensidad, antecediendo al inminente temporal.

—¿Holam y Tori aun no regresan?

—No.

—Ya veo.

¿Hace cuánto rato fueron a explorar el sector? Parecían horas, aunque Ainelen no estaba segura de eso. Tanto el sentido del tiempo como los sentidos del cuerpo en general no le funcionaban bien. Las hendiduras y el moho de las paredes bailaban como insectos en una danza estúpida. Era divertido.

Soltó una risita.

Los chicos regresaron más tarde sin ninguna novedad.

—Estás peor que ayer —comentó Amatori, sentándose cerca de la entrada de la cueva.

—No mejorará de la noche a la mañana.

—Lo sé, Danika. Espero que... no sea nada grave.

«Oh», dijo Ainelen en su mente, sorprendida. «Gracias por preocuparte».

Rato después de que estuvieran en silencio oyendo el temporal, la curandera se mantenía en un estado intermitente, deambulando entre el sueño y la lucidez. Se daba cabezazos contra la pared sin detenerse. Pudo oír a Holam y Danika conversando en voz baja.

—Sí, no es mucho lo que se puede hacer —decía él.

—Supongo. Cuando se trata de picar diamantina es algo que se hace todo el año. A veces te cansas, pero no puedes detenerte. El capataz siempre estaba encima de mí, diciendo que me mandaría a tirar de los carros junto a los caballos. —Danika sonaba divertida.

—¿Lo odiabas?

—No, no. En realidad, agradezco que me diera el mismo trato que a los chicos. Pensé que se contendría porque soy mujer, pero los hombres se toman bastante en serio el trabajo.

—Aunque en La Legión algunos parecían empeñados en vengarse más que en ser igualitarios.

—En eso tienes razón. ¿Sabías que me fui a puñetazos con un muchacho para defender a Nelen? Así fue como la conocí.

—¿Eh?, ¿de verdad? No sé qué decir de eso.

Ainelen pudo mantener la lucidez al oír ser mencionada.

¿Cuánto tiempo llevaban ellos dos hablando? Tenía la vaga impresión que desde hace mucho. Últimamente no era extraño verlos dirigiéndose la palabra. Ya no existía esa sensación tensa de antes. ¿Había sucedido algo mientras estaban lejos?

«Curioso», pensó la joven.

******

El día siguiente fue cuando la esbelta joven sintió una recuperación importante de su salud. La magia no quitaba el hambre y el cansancio crónico, pero luego de dejar atrás la fiebre, su afligimiento menguó considerablemente al lanzarse un hechizo de curación.

Decidieron que intentarían cruzar el río Lanai, sin embargo, aun cuando era una consideración lógica, lo cierto era que las condiciones climáticas no ayudaban para nada. Padelor ya había aterrizado en Alcardia, siendo el mes que daba oficialmente el comienzo al invierno.

Imaginar cómo estaría el río en esos momentos era un pronóstico demasiado pesimista.

Holam explicó que seguir hacia el oeste podría acercarlos a "donde la tierra se acaba", que era la clave misteriosa del lugar al que los enviaba Iralu. Ella no fue clara con lo que intentaba decirles, y, para ser sincera, Ainelen sentía inquietud cuando oía esa frase.

La realidad de las cosas fue que, debido a las tormentas que azotaron el valle, no pudieron avanzar más que la mitad de un día. De hecho, tuvieron que regresar a la cueva al no dar con ningún otro refugio. De esa manera fue como estuvieron detenidos no solo días, sino que semanas.

El equipo convirtió su improvisado nuevo hogar en una base equipada de plantas puestas sobre hojas de otras plantas más grandes. Habían logrado conseguir yesca para prender fogatas, secando otras más humedecidas que servirían para más adelante. También lograron recolectar insectos, entre ellos gusanos, los que se forzaron a comer para saciar el hambre.

Fue asqueroso. Ainelen vomitó un par de veces. Fuera como fuese, era increíble que los instintos cambiaran tu percepción del entorno cuando batallabas en una situación de vida o muerte. Las veces posteriores, Ainelen pudo admitir que hasta sabían sabrosos.

La magia no podía hacer el trabajo de nutrir un cuerpo e hidratarlo, tampoco recuperarlo de una fatiga, así que era una lucha constante por la supervivencia en toda regla. Ainelen solo se encargaba de que sus hechizos detuvieran las infecciones y recuperaran el cuerpo de daños físicos. Hasta ahora parecía funcionar de maravilla.

Cuando reflexionó acerca de lo que estaba viviendo junto a sus compañeros, se percató de que, incluso lidiando con el estrés diario, con los peligros de las criaturas a las que se cruzaban a menudo, con todo lo hostil de la naturaleza, a pesar de eso, su vida no era vacía. Luchar por mantenerse vivo un día más, salir a recolectar alimentos, dosificar los hechizos curativos para aplicarlos entre el equipo, turnarse para hacer guardia en la noche, todo tenía un sentido.

Su vida en Alcardia revivía en sus memorias constantemente. Ese era el lugar donde su historia se había escrito, por lo que era natural sentir nostalgia al recordar personas y momentos. Ainelen no olvidaba a nadie de sus seres queridos, los mantenía en su corazón. Sin embargo, la vida que llevaba hoy en día, radicalmente distinta, tenía algo que la hacía tan preciada como la anterior.

Antes fue la comodidad, la calidez de tener una madre, un padre, abuelos y amigos. Esa seguridad a veces excesiva, convertida en cadenas que dictaban lo que tendría que hacer al llegar a la adultez.

Claro, ella lo había olvidado.

Ainelen se unió a La Legión con el objetivo de evadir sus responsabilidades de adulta. Lo que buscaba era la libertad.

Libertad.

Hoy no estaba segura. El peligro acechaba en todos los rincones, pero ya no estaba sometida a leyes sin sentido. Aun con todas las cosas malas, podía decidir morir a su manera.

Todo tenía su costo, claro que sí. Al fin y al cabo, nunca se podía tenerlo todo.

Aquel día por la mañana, Ainelen pensó:

«Nunca he pensado en tener hijos. Suena terrible. Con suerte puedo manejarme a mí misma», rio. «Pero si se pudiera, no tendría que sacrificar a uno si su sexo se repitiera. Qué ley más estúpida. ¿Por qué lo habrán hecho? Ojalá hubiera un pueblo dentro de la provincia que no fuese tan cuadrado como Alcardia». Pero eso era imposible, por supuesto.

Los chicos descansaban tras haberse despertado hace muy poco. Amatori bostezó, luego salió de la cueva, probablemente a orinar. En su camino se tropezó con una roca, yéndose de bruces al suelo. Danika rio para sus adentros. ¿Holam seguía durmiendo? Si hace instantes estaba despierto, ¿no? Ainelen lo estudió. El muchacho acostumbraba a encorvarse, ocultando su rostro de los demás. Si lo vieras, dirías que era el mismo tanto despierto como dormido.

El día probablemente constaría de repetir la rutina de recolección de alimentos y combustible para el fuego. Lo bueno fue que, así como enfrentaban no-muertos, de vez en cuando se quedaban con un botín más que útil. Por ejemplo: se habían hecho con varios pedernales y cuchillas. Como estas últimas siempre estaban enfundadas, era más difícil que se oxidaran. También contaban con cuatro odres de agua, lo que sí que ayudaba bastante.

—Está bien oscuro afuera —indicó Danika hacia la entrada.

—Parece que hoy lloverá con ganas, de nuevo.

Una voz masculina gimió. Holam abrió los ojos y pestañeó perezosamente.

—No me digas que dormí todo el día.

—Claro —Danika puso una expresión burlona—. Parece que tú y el sueño se tenían ganas.

El pelinegro enarcó las cejas, procesando la información.

—En serio, pareciera que de pronto estuviera anocheciendo —siguió diciendo Ainelen. ¿Qué era esta extraña sensación?

Tal vez Holam también tenía mucha curiosidad, dado que se levantó para ir a ver afuera.

—No puede ser.

—¿Pasa algo? —preguntó Danika.

El chico estaba mirando hacia el cielo. En su cara había una expresión tan sombría como el día.

—Vengan a ver esto.

Las chicas se miraron la una a la otra, entonces fueron a observar. Cuando los ojos de Ainelen escanearon el horizonte, vislumbraron una enorme masa negra y gaseosa que brotaba de entre los límites que separaban las montañas y el cielo. ¿Eso era una nube? No, no lo era. Era diferente, pues se notaba mucho más densa.

—¡Hey chicos! —Amatori emergió de los árboles. Se aproximó a toda velocidad— ¿ven eso?

El equipo se quedó petrificado mientras el manto oscuro cubría el mundo a paso avasallante. No hubo que esperar demasiado para darse cuenta que, de no correr ahora, quedarían atrapados dentro. Los chicos regresaron coléricos a la cueva y tomaron todo lo que poseían. Al no contar con mochilas, usaron las hojas más grandes que habían sido convertidas en bolsas, con cuerdas trenzadas hechas de fibras de plantas.

Ainelen se obligó a ignorar el dolor que su zona izquierda sentía, corriendo con dificultad tras sus compañeros. Rayos. Cada vez se complicaba más.

Al mirar a sus espaldas, se percató de que lo que intentaban hacer no tenía sentido.

Se detuvo.

—¡¿Qué haces, Nelen?! —gritó Danika, pero entonces ella y los demás también dejaron de huir.

Inexplicablemente, la densa y horripilante nube negra ya estaba a menos de cien metros del grupo. Era difícil calcular su altura, pero daba la sensación de que, si estuviesen en un mirador, se vería como el pie de un gigante atrapando a unos insectos en su paso. Por más que se movieran como fieras, quedarían sobrepasados igualmente.

Entonces la oscuridad tragó los árboles frente a ellos. El vacío parecía contener rayos opacos que destellaban dentro, resonando como una voz demasiado aguda en un musical.

El viento estalló. Ainelen dio un paso atrás con su cabellera enloquecida. Hizo acopio de aferrarse a sus amigos, no obstante, no pudo mover una fibra de su cuerpo. El miedo la tenía paraliza, ¿o era algo más? La oscuridad la envolvió, y, sin hacerse esperar, un sonido desgarrador se oyó en su consciencia. Parecía como si hubiesen matado a alguien, como si se le torturara cercenando sus miembros uno por uno.

Ainelen no quería ver eso, tampoco oírlo. Cerró sus ojos con fuerza y se tomó la cabeza con una mano. En la otra aferró su diamantina como si su vida dependiese de ello. Tras un rato la voz se apagó, dejando en aquel vacío solo el soplido del viento fantasmal y friolento.

La muchacha levantó la vista hacia el único punto que parecía resaltar en las tinieblas.

El sol. ¿Por qué era negro? Incluso allí, era más oscuro que la cortina. Su contorno aun mantenía luz, un anillo, lo que, en vez de ser esperanzador, era lo contrario.

—¡Chicos!, ¡¿están bien?! —llamó Ainelen, deseosa de una respuesta. Rogó a Uolaris por que así fuese.

Nadie respondió.

Los latidos de la joven se aceleraron, quien comenzó a temblar. No podía ser. ¿Era esta la muerte?, ¿sus compañeros habían caído?, ¿o ella ya estaba muerta?

Quiso intentarlo de nuevo, pero cuando sus labios gesticulaban las palabras adecuadas, el sonido de un rayo impactó en uno de sus flancos. El suelo onduló al igual que el agua, el pasto verde fue reemplazado por terreno árido, entonces se abrió.

Ainelen cayó al abismo, perdiendo cualquier pizca de estabilidad física y emocional. El pánico la invadió. Su cuerpo daba vueltas en el aire. Le pareció ver durante un abrir y cerrar de ojos a unos seres alrededor del sol: unos mantos triangulares reunidos en círculos, observando atentamente su caída.