Una niña con una larga trenza jugaba divertidamente con un trocito de madera. Con sus pequeñas manos comenzó a echar puñados de tierra alrededor, con diligencia. Poco a poco el terrón adquiría la forma que deseaba.
Qué divertido.
—¡Este es mi castillo! —gritó Ainelen, levantando las manos, triunfante. Una sonrisa radiante se dibujó en su rostro.
—¡Woah, el castillo de la reina es imponente! —Dreader se volvió para presenciar la magnífica e incomparable obra de la niña.
—¡Como era de esperarse de Ainelen!, ¡Nuestro imperio conquistará Alcardia! —añadió Euna.
Ainelen corrió a pararse en lo alto del patio. Separó sus piernas, ataviadas en su largo vestido crema y elevó un puño.
—Por supuesto. Nadie podrá resistirse a nuestro dominio. —Tenía que decir algo más. ¡Oh! Se le ocurrió algo que había oído de unos adultos cerca del pozo— ¡Someteos a mí o morir!
Embelesados, los amigos aplaudieron el breve pero contundente discurso de la monarca. ¿Dónde estaba Tania? Maldita niña, ya había pasado bastante del mediodía. Tal vez su madre se la había llevado a los cultivos. Bueno, nada que hacer.
Era el primer mes de verano en Alcardia. Ohel solía traer con seguridad el calor sofocante y el sudor en frentes y manos. Ainelen se tomaba dos odres completos de agua todos los días. Cómo detestaba esta parte del año.
Los tres niños pasaron la tarde completa construyendo una ciudad de tierra. El área donde jugaban quedaba cerca del pozo sur, en la zanja donde generalmente muchos niños iban a jugar en estos días. Si bien Tania no llegó, quien sí lo hizo fue Vihel.
—¿Y quienes serán los súbditos? —preguntó de repente el muchacho antes señalado.
—Ustedes, obvio —respondió Ainelen.
—Nosotros somos tus lacayos. Digo, tus amigos. Eso no es ser súbdito. Necesitamos a alguien que nos sirva.
«Puede ser», admitió Ainelen, dentro de su cabeza.
Para ello tendrían que buscar a otros niños que estuvieran dispuestos a obedecerla. Pero a pesar de que había muchos otros con los que jugaba ocasionalmente, era raro que alguno disfrutara tomar ese rol. Todos querían mandar.
Como no quería estar sin otros a los que poder someter libremente, decidieron salir a buscar niños que sí tuvieran la disposición de hacerlo. En su camino se hallaron con los típicos grupos de mocosos que venían cada tarde a lanzarse la pelota de lado a lado. Pobre del que se le cayera, le dejarían rojo el trasero a patadas.
Ainelen y sus compañeros también solían enfrentarse a otros en eso, sin embargo, a las chicas no solían castigarlas.
Se encontraron con la negativa de casi todos a quienes preguntaron. Excepto dos niños, una chica y un chico que Ainelen vio una que otra vez, apartados del resto. A veces podías hallarlos escondidos detrás de un árbol, mirando con timidez a otros niños. ¿Por qué simplemente no decían que querían unirse a jugar? Era muy fácil.
—Tú nombre, lacaya. —Ainelen levantó el mentón, frunciendo el ceño en gesto severo.
—Vivi —respondió la niña de brazos gorditos y melena colorina.
—¿Y tú?
Cuando la monarca se volvió hacia el niño de tez pálida, pudo escudriñarlo con la vista en el suelo. Parecía muy poco determinado. ¿Sería capaz de hablar, por lo menos? «Es como si estuviera por mearse», pensó Ainelen.
—Holam —dijo él, con voz nerviosa.
Eso causó las risas entre los chicos. Dreader se apretó el estómago con una mano, gozando extasiado.
—Es solo un juego. No te lo tomes tan en serio.
Holam, de ojos y cabello negro, asintió. Fue como si en realidad no hiciera caso a la advertencia. Al cabo de un tiempo seguía igual de tenso que antes.
El grupo jugó esa tarde hasta que se hizo de noche. La grieta en el cielo se formó como una monstruosidad increíble, logrando que el corazón de Ainelen latiera con frenesí. ¿Por qué eso estaba allí? Era terrorífica.
En cuanto al juego, Vivi y Holam se encargaron de construir casas de tierra por todo el patio. Para eso tuvieron que transportar agua en baldes, mezclándola para formar construcciones de barro. Por otra parte, Dreader, Euna y Vihel posicionaban al ejército fuera de los muros, preparando una nueva expedición a los territorios de Minarius. Esta vez sí que terminarían de conquistarlos.
Ainelen observó triunfante, sentada en el columpio del único árbol que sobresalía en la colina. A su alrededor, las casas cilíndricas de piedra eran una sucesión ordenada, una línea que llegaba hasta poco antes de donde el terreno se hundía. El humo azulado ascendía a través de las chimeneas, unidas a los techos puntiagudos. En los patios, las sábanas y prendas de ropa ondulaban ante la brisa del viento, refrescante y agradable a esa hora.
El Bosque Circundante era un siniestro espectador de la tranquilidad de Alcardia, cuyos árboles sobresalían encima de la omnipresente muralla. Los sonidos que a veces provenían desde ahí podían ser un tanto inquietantes.
Esta era la rutina de una niña desinteresada: pasaba los días jugando con su grupo y, bien entrada la noche, regresaba a casa de sus padres. Aunque en realidad, no siempre la dejaban estar hasta tan tarde. Si no fuera por papá, mamá ya habría barrido el piso con Ainelen en más de una decena de ocasiones.
Aquella noche regresó corriendo, pues calculó mal el tiempo. Al cruzar el cerco del patio de su casa, encontró a Ayelén fuera de esta. La progenitora se oyó desde lejos con sus llamados histéricos.
—¡Ainelen!, ¡¿Dónde estabas?!
—Con mis amigos, jugando. Todavía no es tan tarde, mamá.
—No me tomes de estúpida. Ya está completamente oscuro. Vamos, entra a la casa.
La niña agachó la cabeza. Vio directo a los ojos de la mujer, suplicante.
—No me... ¿verdad? —tartamudeó.
Fue inútil. Una vez dentro, mamá le dio una cachetada en la mejilla que sonó como una varilla golpeando una mesa. Ainelen echó a llorar.
—No hay caso contigo. No me obedeces, te levantas tarde, llegas a casa tarde. Tampoco quieres aprender a coser. Ni cocinar sabes. ¿Qué dirán los vecinos de mí?
—Perdón, mamá.
—Soy una madre fracasada con una hija inútil. —Ayelén suspiró, reajustándose el cabello largo detrás de su oreja. Le dio la espalda a su hija y fue por comida. Ainelen tuvo que obedecer sin quejas y sentarse a comer la sopa.
Cuando estaba a punto de dormirse, la puerta se abrió con un crujido suave. Ainelen abrió los párpados y se levantó de la cama. Ante sus ojos saltones asomó un hombre de sombrero y agradable bigote enroscado.
—Tahiel. ¿Por qué has demorado tanto?
—El padre Arturius estaba ocupado. Me atendió recién cuando se hizo de noche.
—¡Papá! —Ainelen corrió y se pegó como una araña al hombre. Sus brazos, a pesar de ser pequeños, lograban cruzar su cintura. Estaba creciendo, nadie podía negarlo. Ella era incluso más alta que la mayoría de sus amigos hombres.
—Nelen, ¿estuviste llorando?
—Yo...
Su nula respuesta fue una sugerente pista de lo que había sucedido. Tahiel vio a Ayelén con ojos dolidos, entonces negó con la cabeza. Acarició la coronilla de Ainelen con sus dedos suaves. Qué bien se sentía.
La cálida luz de las velas bañaba las siluetas, cuyas sombras ondulaban por la inestabilidad de la llama.
Tras un rato, mamá rompió el silencio.
—¿Qué te dijeron?
—Ela Arturius me felicitó. Nos deseó toda la suerte del mundo.
—¿De qué hablan? —preguntó Ainelen, boquiabierta.
Tahiel puso sus manos sobre los hombros de su hija.
—Vas a tener un hermano.
Como si de pronto la noche se volviera día, o más bien, como si el verano se volviera invierno, el ánimo de Ainelen se transformó rápidamente. Una sonrisa de alegría sincera se formó en su cara.
—¡Mamá!, ¿por qué no me dijiste nada?
Ayelén hizo una mueca de desagrado y cerró los ojos.
—No estaba segura.
—Entonces, ¿papá viene de inscribirlo con la iglesia?
—Así es —respondió Tahiel.
—¡Genial! —Ainelen dio un saltito y dio vueltas en circulo alrededor de la mesa. «Sí, tendré un hermanito. Voy a ser hermana mayor. Tendré un hermanito. Lo cuidaré y le enseñaré a jugar al agárrala que si no te pego en el culo», pensó—. Esperen, ¿Cómo saben si será hermanito y no hermanita?
No supo muy bien si lo que dijo fue demasiado bueno o demasiado malo, pero sus progenitores abrieron los ojos y se quedaron mudos.
—Va a ser un niño, no te preocupes —respondió papá, con voz temblorosa.
—Son cosas de adultos —añadió mamá. Parecía avergonzada. En serio, ¿Cómo hacían para saber el género del bebé?
—Bueno, a tu madre también le dan nauseas por la tarde. Así que es obvio que será hombre.
—¡Oh, ya veo!
Ya no necesitaba darle más vueltas. Ainelen estaba feliz. Ahora comprendía también porqué la vieja bruja estaba así a estas horas.
Un pensamiento cruzó su mente:
«Había una, ¿Cómo se llamaba?, ¿ley de remunerancia?, ¿ley redondancia?, ¿ley redonda? No, estoy cerca. Era... ¡ya sé! Ley de redundancia. Decía algo como que, no permitían tener dos niños o dos niñas. Menos mal que será hermanito. No quisiera imaginarme que pasaba lo contrario». Y es que para Ainelen era mejor así, pues quería ser la única chica.
******
Aquel día Ainelen tuvo que quedarse en casa. No fue un asunto sencillo, sino que de verdad tenía estrictamente prohibido salir. Se lo había ordenado el mismísimo Tahiel. Y es que, luego de los dolores de mamá, hubo tremendo ajetreo por parte del vecindario cuando la Iglesia de Oularis se la llevó al sanatorio.
La niña estaba preocupada. Le habían dejado sopa, pan, leña y todo lo que necesitaba para mantenerse en buen estado durante el día. Pero eso no quitaba sus pensamientos acerca del bienestar de mamá.
Verla sufriendo de esa manera era completamente nuevo para Ainelen. ¿Así fue con ella también?, ¿por qué las mujeres sufrían tanto para traer una criatura al mundo?
—Uolaris, explícate —murmuró para ella misma, echando un palo de leña a la estufa. Era un día helado, a pesar del sol que brillaba en el cielo despejado.
El día transcurrió. Durante este, incluso llegaron hasta la casa sus amigos. Dreader, Tania, Euna, Vihel, Holam, Vivi y Kandai asomaron en el patio preguntando si podía ir con ellos a jugar, a lo que Ainelen respondió con una negativa espontánea. La verdad, no tenía tiempo para eso ahora. Así que sus amigos se vieron obligados a irse.
La noche llegó, todavía sin ninguna noticia acerca del parto. Ainelen en este punto no soportaba la espera. Se puso un abrigo sobre su vestido y luego de apagar la lámpara, salió corriendo rumbo al edificio de la iglesia.
Cuando llegó al sanatorio, se encontró a una delegación de sacerdotes en la entrada. Ainelen quiso entrar, no obstante, aparte de negarle el ingreso, le preguntaron qué hacía ahí y quiénes eran sus padres. La situación cambió cuando a lo lejos vio a Tahiel, caminando de aquí para allá en el oscuro pasillo. Su sombrero y la forma en que se movía lo delataban desde kilómetros.
Ainelen burló a los sacerdotes con gran agilidad y llegó donde su padre.
—Niña, ¿qué haces aquí? —preguntó él, encorvándose para tomarla de los hombros delicadamente.
—¡He estado preocupada y quise venir para saber lo que sucede con mamá y mi hermano! ¡No doy más! —exclamó la muchacha. A sus espaldas, los religiosos se detuvieron al notar quien era en realidad.
El silencio inundó el lugar. Tahiel, e incluso, los sacerdotes, parecieron haber perdido sus lenguas. ¿Qué ocurría?, ¿estaría bien Ayelén?
—Hija, escucha —dijo el progenitor. Sus ojos clavados en el suelo coincidían con lo cabizbajo de su postura—. Tu madre está bien. Es solo que...
—¿Es solo qué?
La continuación de Tahiel demoró en llegar. Pareció que le costó un mundo decirle eso. Y Ainelen pronto lo entendió.
—Cometimos un error de cálculo. No era un hermano, era...
En aquel escenario medio en tinieblas, la voz de Tahiel se rompió. El llanto resonó a través de las frías paredes de roca. Los religiosos parecían compadecerse de Ainelen, quien no sabía cómo era que habían llegado a tal momento.
—¿Y qué harán con ella? —preguntó.
—¿Tu madre?, se recuperará pronto. De seguro uno de estos días ya estará en casa.
—No. No con ella. ¿Qué harán con mi hermana?
Ainelen recordaría toda su vida, que, para esa pregunta, la mejor respuesta que pudo haber recibido fue el mismísimo silencio.