El sonido de una risa inocente despertó a Ainelen. Se puso de espaldas contra una pared de roca, frotándose las lagañas que sobresalían de las comisuras de sus ojos. Bostezó.
—Fue una buena siesta, ¿cierto? —dijo Vartor, mostrando su dentadura radiante—. Descansar siempre es bueno, Nelen Nelen. Yo siempre disfruto hacerlo.
El corazón de la chica dio un salto.
A su alrededor, estaban sus camaradas ya despiertos, sentados cada uno sobre una roca. Veían a Ainelen con expresiones dispares, no obstante, eran positivas. Toda el área de fondo yacía difuminada, bañada en infinito blanco. Parecía que el grupo tenía un brillo estremecedor.
—Vartor, se dice Nelen. Una sola vez. Idiota.
—Tori es idiota por explicarme algo que es sorprendentemente fácil de saber.
—¿Lo haces a propósito?
El palote cerró sus ojos, ofreciéndole una sonrisa pícara a Amatori.
—No —respondió.
—Ser idiota es su naturaleza —añadió Danika—. Aun así, me agrada más que tú, pedazo de mierda.
—¿A quién estás llamando pedazo de mierda? Oveja amargada.
—No soy amargada... ¡¿sigues con lo de oveja?!, ¡¿quieres morir?!
Ainelen casi escupe el agua que estaba bebiendo de su odre al oír lo anterior.
«¿Le molesta más que le digan oveja que amargada?», pensó, divertida.
Holam, que estaba viendo el mapa de forma disimulada, llamó la atención de Ainelen. Estaba escribiendo algo sobre él.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Anoto las distancias y el avance en un solo... —el pelinegro se interrumpió. Parecía avergonzado de que los demás se voltearan a verlo.
—¿Día? —continuó Amatori—. Eso es bastante útil. Es increíble que te interesara la escritura. Algún día podrías llegar al consejo.
Vartor gritó, como si hubiera descubierto una mina de diamante azul.
—¡Serías el primer hombre consejero!, ¡quisiera ver eso!
—¿Se podrá? Las consejeras parecen seleccionadas desde que nacen para llegar a su cargo. Es todo un arreglo.
Ainelen asintió, en acuerdo con Danika. Siempre había pensado eso, que para ser parte del Consejo Provincial se nacía.
—Bueno, siempre habrá espacio para intentar cosas nuevas. —Vartor se puso de pie, preparándose para la marcha de esa mañana. ¿Por qué era el primero en hacerlo? Lo normal era que Amatori lo hiciera, o a veces Danika.
Todos los demás lo imitaron, echándose las mochilas a sus espaldas con cierta pereza. Todos, excepto Ainelen.
Vartor se acercó a ella, que permanecía aun sentada, anonadada.
Quería hacerse la tonta. Quería seguir jugando ese papel, el de creer que lo que vivía era cierto. Pero sus emociones verdaderas afloraron.
Ainelen levantó la cabeza y apreció a su compañero.
Esos ojos castaños irradiaban familiaridad, un genuino sentimiento de calidez e inocencia. El joven, a pesar de su inmensa altura, no se veía intimidante en absoluto. Era como el padre que te echaba sobre su hombro y te llevaba de paseo por el bosque en un día de sol. Cada fibra de Vartor era sinónimo de simpatía.
Sus dedos larguiruchos se extendieron hacia Ainelen.
—¿Vamos? Amiga mía.
Mientras a la chica se le formaba un nudo en la garganta, pudo observar de fondo al resto de los integrantes desaparecer en la niebla espesa.
«No quiero hacerlo. No quiero tomar su mano. Si lo hago...».
Pero si no lo hacía, dejaría a Vartor esperando. Lo haría sentir mal.
Ainelen tomó su mano. El agarre suave, así como su piel, inundaron su ser con calidez regocijante. El grandote tiró de ella suavemente hasta ayudarla a levantarse del todo.
Vartor le sonrió, entonces corrieron tomados de la mano hacia la luz.
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Ainelen se levantó de sopetón, su cabeza estrellándose contra una rama dolorosamente. Gimió mientras se acariciaba la frente.
Los ronquidos de su compañero llamaron su atención. Amatori yacía desparramado en el suelo yermo, con la cabeza recostada en una dura roca. No comprendía como alguien podía dormir en esas condiciones.
Ainelen se dedicó a observarlo.
El día comenzaba con el cielo repleto de nubes, aunque el sol se vislumbraba como una mancha luminosa que mantenía el bosque tenuemente iluminado. La temperatura era un poco helada, nada que molestara demasiado.
Como el suelo todavía se hallaba humedecido, no era de extrañar que las ropas se mojaran un poco. Sí que incomodaba. Por ahora tendrían que lidiar con eso.
«Solo un sueño. Anteayer él estaba con nosotros». Parecía increíble.
¿Dónde estarían Holam y Danika?, ¿se encontrarían bien?
«Solo tengo a Tori a mi lado. En el sueño todos se iban. Me pregunto si será así», pensó la joven, mientras sus ojos entrecerrados se clavaban en el suelo. Cabizbaja, su mente tejió las peores ideas imaginables.
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Amatori levantó un pie con esfuerzo y pisó un peñasco. Casi se va de espaldas cuando la maldita roca se deslizó por delante, logrando que perdiera el equilibrio. Gruñó enfadado.
—Debes tener cuidado —dijo Ainelen, caminando un poco más atrás. Traía una expresión difícil de describir, no era algo a lo que se estuviera acostumbrado a esperar de ella. ¿Negativa? Sí, debía serlo. Un poco seria, mezclada con tristeza y ausencia.
—¡Lo sé!
Cuando el joven gritó, la curandera levantó la vista, como volviendo en sí. Clavó una mirada preocupada en Amatori. Diablos, ese lunar bajo el ojo derecho la hacía ver muy atractiva. ¿Por qué creyó eso? No lo sabía. Tal vez los lunares eran su debilidad.
«Lunares y culos, qué intereses tan particulares. Estoy perdiendo la cabeza. Nadie me dijo que crecer me volvería un tonto de mierda», pensó Amatori, con una leve sonrisa, la que desapareció al instante. «No me culpes, es lo que hacemos los hombres al crecer». Aunque ciertamente, no te podías acercar a una mujer, a menos que ella te pidiera como su esposo antes. Leyes de mierda. Alcardia siempre fue una puta mierda.
Durante la mañana cruzaron un monte yermo, apartado del bosque que relucía hacia el sur. La geografía del lugar daba pie a incontables acantilados. Era un terreno donde las mesetas abundaban, no de mucha altura, aunque suficiente para que, si cayeras desde una, te rompieras todos los huesos del cuerpo.
Sujeto a lo anterior, era común hallar cavernas hundiéndose en aquellas paredes rocosas. Los chicos no fueron tontos, pues evitaron acercarse. De todos modos, se cruzaron con un par de minotauros, los que sortearon ocultándose satisfactoriamente.
Pasado el mediodía habían salido a una zona más estable, una llanura con las montañas Arabak al norte. Amatori casi pisa una extraña serpiente de dos cabezas que descansaba bajo un arbusto. Logró retroceder a tiempo, soltando un grito exagerado.
El corazón saltó como loco en su pecho.
Bueno, la tenía a ella. De seguro la curandera podría haberlo sanado en caso de que la serpiente lo hubiera mordido.
A todo esto, ¿hacia dónde estaban yendo? Ya habían pasado la ruta que los llevaría al rio Lanai, donde se estrechaba lo suficiente como para cruzar. Si la intención del grupo era seguir el camino trazado en el mapa, tenían que pasar de vuelta al otro lado. Amatori dudaba de que eso fuera posible si seguían caminando hacia occidente. Fuera como fuese, sus propios deseos eran diferentes.
«Podría conducir a Ainelen hacia la frontera desde aquí. Tal vez no encontramos a Danika y Holam, por lo que convencerla no sería tan difícil», pensó.
La situación, sin embargo, se tornó complicada. El muchacho sentía que su estómago se contraía de tanta hambre. Tampoco había bebido nada. Luego de perder casi todo al huir de los perseguidores, caminar en el Valle Nocturno parecía ser una aventura con un tiempo límite.
—Oye, Nelen. ¿Tus poderes pueden curar la fatiga y el desgaste por hambre y sed?
La joven, que no había dicho una sola palabra durante el viaje, negó perezosamente con la cabeza.
—Solo daños físicos. Heridas. La pérdida de sangre tampoco.
—¿Y los venenos? —Esta pregunta era clave, puesto que, de ser posible, podrían comprometerse a masticar hongos y plantas que tuvieran dudosa procedencia.
—Creo que sí. No estoy segura.
«Grandioso. Tomaré eso como un sí».
El que no intentaba se quedaba. Eso decía la hermana de Amatori. Prefería arriesgarse a morir que quedarse a esperar la muerte segura. Era una actitud razonable.
—Te noto decaída. ¿Pasa algo malo?
—Estoy bien.
—Si tú lo dices.
Demonios, ese desanimo con que ella respondió.
—¿Aun estás así por lo de ayer?
Cuando Amatori hizo ese comentario, se arrepintió al instante. La chica abrió los ojos, quedándose petrificada. La piel de sus pómulos marcados palideció.
—Yo... al curandero...
Ainelen no parecía ella en aquel momento, tanto que le produjo un miedo intrínseco a Amatori. ¿Quién era esta chica?, ¿ocultaba algo más?
La curandera tenía una cara de sufrimiento, entonces sus ojos perdieron el brillo. Sacudió la cabeza.
—Tengo hambre —murmuró sin emoción, como olvidando lo sucedido.
Amatori frunció el ceño, quieto, viéndola cruzar a su lado. La chica se adelantó, luego se detuvo y preguntó:
—¿Dónde podríamos conseguir comida? —Al no llegar respuesta, Ainelen se volteó—. ¿Tori?, ¿te sientes mal?
—No. Supongo que podríamos intentar cazar.
Su compañera asintió.
«Creo que mejor será encontrar de nuevo a esos dos. Me siento un poco raro a solas con esta chica», pensó Amatori, preocupado en parte por no tener una solución para el agua. Al mirar el cielo, se dio cuenta de que las nubes oscuras comenzaban una vez más su notable conquista.
Un trueno retumbó a lo lejos.