Pensé, por enésima vez aquella noche, que estaba preciosa. Su sonrisa y las pecas que salpicaban su cara le daban un aire travieso, y se había recogido el pelo de tal manera que sus ojos verdes destacaban.
La observé de reojo, y advertí que ella también me estaba mirando.
De repente, dejó escapar un estornudo. Ignoraba la hora, pero sería bastante tarde. Unos segundos después comenzó a chispear. Primero era casi imperceptible, pero luego las gotas caían ininterrumpidamente.
-Es esta calle -comentó con una sonrisa tranquilizadora -.
Estábamos tan cansados que preferíamos mojarnos que correr. Lillian tenía el pelo empapado y sus estornudos eran contínuos: se estaba empezando a resfriar.
Eso le hacía más bella. Me llamé estúpido internamente. ¿No podía pensar con claridad? ¿Ese era el efecto que me estaba produciendo?
Algo en mi instinto me dejó claro que no la volvería a ver en un tiempo si enfermaba. Inmediatamente, sin pensar, me quité la chaqueta y se la puse sobre los hombros. Era de cuero, por lo que abrigaba bastante.
Ella me miró abriendo mucho los ojos, sorprendida. Supuse que ni se lo esperaba, ni me creía capaz de poseer tales modales. Pese a su reacción, alzó las comisuras de los labios en una suave sonrisa y se abrigó con mi prenda de ropa.
No me habría dado cuenta de que el tiempo había pasado, de que habíamos avanzado, de no ser porque se paró. Giró la cabeza hacia el edificio que teníamos a la derecha. Unas escaleras de ladrillo viejo conectaban la acera con el recibidor.
La casa de Lillian no era grande, de una única planta y tenía muchas ventanas. No estaba bien cuidada: los cristales estaban rotos, la pared exterior necesitaba urgentemente una capa de pintura, la puerta principal estaba rota por abajo y había muchos nidos de pájaros debajo del tejado.
Entonces me fijé en la ropa de Lillian. El vestido que llevaba no parecía ser de la persona que vivía en aquella casa. Obviamente, su familia no era precisamente rica.
Algo no cuadraba. Fruncí el ceño.
Quizás observé durante demasiado rato el edificio, reflexionando, intentando encontrar una respuesta. Lillian se percató de ello, y su sonrisa se esfumó. Mantuvo la cabeza baja, y clavó la vista al suelo.
-Gracias por acompañarme, Néstor. Nos vemos el lunes -dijo, apresuradamente -.
En su voz había tanta pena, tanto dolor, que supuse que se avergonzaba de su hogar, de no tener dinero.
Su ojos húmedos también me conmovieron.
Y de lo que iba a hacer me arrepentiría tiempo después.
Con un impulso me acerqué hasta Lillian, recorriendo esos dos pasos que nos separaban. Le di un beso en la mejilla, rápidamente.
Ella se quedó tiesa, inmóvil. Le quité la chaqueta con cuidado y di media vuelta. Me la puse y subí la cremallera hasta el cuello. Comencé a andar por la oscura calle, dejándola atrás, todavía estupefacta. Pude percibir que se había llevado la mano al carrillo, en el lugar exacto donde le había dado el beso.
La situación me arrancó una sonrisa divertida. Me esforcé por ocultarla, por si me llamaba y tenía que girarme, para no estropearlo todo.
Sin embargo, no pasó nada.
Aceleré el paso y consulté mi reloj. Era tarde, pero todavía podía llamar a un taxi. El trayecto fue breve. Estaba como en un sueño, todo me parecía demasiado lejano e irreal.
¿Por qué le había dado un beso?
Lillian no me gustaba, y el sentimiento era mutuo. De hecho, ella me detestaba.
No supe encontrar la respuesta, lo que aumentó mi frustracción. Intenté pensar en otra cosa, pero todos los pensamientos terminaban, de alguna forma, en Lillian.
Llegué a casa y, como un gato ágil y silencioso, me metí en la cama e inmediatamente, me dormí.
Soñé que bailábamos de nuevo.