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Chapter 2 - Lillian

-Nick y yo vamos a ir a la fiesta del viernes juntos -me dijo, con sus habituales aires de diva- y se nos ha ocurrido un juego: yo elegía a una persona y él a otra, y esos dos tenían que ir de pareja al baile.

«¿Por qué debería hacerlo?»- pensé; pero al instante me acordé de aquel favor que le debía.

Ahora era su marioneta.

-Te he escogido a ti -sonrió, riéndose -. Ponte tu mejor vestido.

Girando sobre sus talones, dio media vuelta y se alejó, dejando en el pasillo el olor de su denso perfume como única prueba de que había estado allí.

No me hacía ninguna gracia. Seguro que en el fondo, Karen tenía horribles intenciones: avergonzarme y humillarme. Era difícil imaginar que ella era capaz de hacer algo bueno por los demás, algo que no fuera para beneficiarse a sí misma.

Pero esta vez no iba permitirlo. Ya había sufrido bastante.

Mi familia no tenía muchos recursos: en mi armario sólo había un vestido, aunque había que decir que era muy bonito.

Llegué a casa ilusionada, pues por fin iba a poder lucir mi regalo de hacía unos años. Lo saqué del armario, y sacudí el polvo que se había adherido a la tela como consecuencia del paso del tiempo. Era más corto de lo que imaginaba.

Me lo probé, aunque sin resultados. No me entraba.

«No me vale» fue lo único que pude pensar.

La realidad me golpeó de pronto, y caí al suelo, derrotada. Y de pronto comprendí lo que eso significaba: no iba a ir al baile. Ahogué un sollozo, pero después de pensarlo durante un rato, llegué a una conclusión: si yo no iba, Karen quedaría mal, dejando de lado al elegido de Nick.

Si ella quería que yo acudiera, me tendría que prestar un vestido, aunque me sorprendió su reacción cuando fui a su casa.

-No. Búscate la vida.

Estaba cerrando la puerta cuando la corté:

-No, Karen. Si quieres que vaya al baile, me prestas un vestido. Uno de los mil que tienes. Porque si no lo haces, no voy. Tú veras -me encogí de hombros, intentando hacerle creer que me era indiferente.

-Vale, pasa -refunfuñó. Probablemente se había imaginado la situación y cómo quedaría su reputación-. Pero te aviso, el vestido rojo es mío.

Su casa era enorme, de piedra vieja. Parecía una de esas lúgubres mansiones de las películas de terror: estaba vacía, no se oía ni un ruido, y se veían telarañas en cada esquina. Me pregunté cuándo era la última vez que habían limpiado a fondo. Estaba claro que la casa se pasaba de una generación a otra, tenía por lo menos cien años.

Karen me condujo a través de un laberinto de pasillos y habitaciones pobremente iluminado. Por fin llegamos a una estancia bastante grande para ser una habitación individual. Eché un rápido vistazo a mi alrededor: había una cama enorme, varias estanterías llenas de libros para mi sorpresa, y un tocador con muchísimo maquillaje.

Pero me quedé helada cuando abrió el armario. Tonos que ni siquiera sabía que existían, ropa de marcas caras...

-¿A qué esperas? -preguntó, cruzándose de brazos.

-No soy capaz de elegir -dije, con la boca abierta. La cerré inmediatamente, consciente de que parecía un tanto estúpida.

Karen, sin pararse a pensarlo, cogió el primer vestido que su mano alcanzó, y lo tiró sobre la cama con un desprecio que no había visto nunca. Lo señaló, invitándome a probármelo.

-Yo creo que el amarillo no me favorece -comenté, bajando la mirada. No es que no me favoreciera a mí, estaba segura de que no le sentaba bien a nadie. Era horrible.

Ella relajó su expresión. Cogió el vestido de nuevo, y lo guardó cuidadosamente. Karen tenía cambios de humor frecuentemente que me despistaban.

-Vamos a ver... -rebuscó en el fondo del armario, con el ceño fruncido. Parecía que sabía lo que buscaba. Sacó un vestido negro, precioso, con brillantitos en la cintura. Pegado, con escote... era maravilloso. Debió de notar que me gustaba.

-Pruébate este -me lanzó una mirada de solsayo.

La verdad es que me sentaba bien; mejor de lo que había pensado, ya que Karen estaba más delgada que yo. Mirándome en el espejo, el vestido hacía notar mis curvas.

-Que el elegido de Nick se prepare... -dijo, sonriendo- estás divina.

***

El día del baile no pude pensar con claridad hasta que salí del colegio. Toda la jornada estuve como en una burbuja, y el pánico me invadió cuando abrí la puerta de casa.

Era mi primer baile. Mi primer baile.

No había ido a ninguno anterior en parte porque los bailes nunca me habían llamado demasiado la atención, en parte porque nunca había tenido nada que ponerme y no teníamos dinero para comprar ropa por capricho.

En esta ocasión seguramente no hubiera ido si no hubiera sido por el jueguecito de Karen. No me agradó la idea cuando me lo dijo, pero ahora estaba nerviosa. Quizás hasta emocionada.

Aún quedaban dos horas para el evento. Habíamos hablado, y Karen, Nick, y su acompañante me esperarían en la puerta del instituto.

«Respira -no paraba de repetirme-. Cálmate. No es para tanto. Es sólo un baile»

De pronto me imaginé una escena que algunos habrían descrito como cómica: Una chica muy guapa entrando en la sala: yo. Todos me miran, asombrados. Está claro que no me esperaban. Observo a los presentes, sin parar de caminar. Entonces tropiezo, caigo de bruces y se hace un silencio que no me gusta nada, ya que va seguido de muchas carcajadas. Noto como empiezo a llorar, y salgo corriendo, tratando de abandonar ese lugar.

Sacudí la cabeza, intentando convencerme a mí misma de que eso no iba a pasar.

Me permití el lujo de tomarme unas onzas de chocolate; porque normalmente me calmaban, o me ayudaban a pensar que lo hacían. Decidí darme una ducha rápida para tranquilizarme.

Cuando salí del baño, envuelta en toallas y en vaho, miré el reloj. Ya sólo me quedaba una hora. La ducha había durado más de lo que me habría gustado.

Me apresuré a arreglarme. Delante del espejo, me maquillé y me ricé el pelo, formando tirabuzones. Me observé con admiración. No me quedaba nada mal.

Saqué el vestido del armario. Lo contemplé pensando cuánto debería costar, pero intenté apartar ese pensamiento de mi mente. Me lo puse, y, por primera vez en mucho tiempo, lucía con orgullo una prenda de ropa. Hasta que vi mi reflejo y una vocecita en mi cabeza susurró:

-No eres digna de llevar esto.

Sacudí la cabeza. Nada iba a estropear mi noche de gloria. Levanté la barbilla, para observarme desde arriba.

Mi imagen me gustaba.

Era el turno de los zapatos. Hacía una eternidad que no me los probaba, por lo que supuse que me quedarían pequeños.

Ni me entraban. Si hubiera elegido sufrir y hacerme ampollas durante toda la noche tampoco habría podido. No me cabía ni medio pie. Recordé con amargura cuando los había llevado por última vez: en la graduación de primaria. Algo triste y deprimida, empecé a buscar en una solución.

Me dejé caer en el sofá, derrotada. Se me acababa el tiempo, y mi mente seguía en blanco.

Entonces reparé en aquellos viejos tacones que guardaba mi madre en su habitación. Corrí hasta allí, deseando que no se enfadara por cogérselos sin permiso, y los encontré. Mientras examinaba la caja no paraba de toser, había muchísimo polvo. Me pregunté cuánto hacía que alguien se ponía esos zapatos.

Destapé la caja y me quedé un rato mirándolos, impresionada. Impresionada ante la belleza de la sencillez.

No eran ni muy altos ni muy bajos y por supuesto no estaban bien conservados; pero me quitaron el habla.

Con cuidado, como si fueran de cristal, me los probé. De cuero negro, iban a juego con el vestido.

Respiré y sonreí. Iba a ser una gran noche.