Quizás si le rogaba un poco al reloj colgado en la pared las manecillas avanzarían un poco más rápido y así podría salir un poco antes. Tocó su bolsillo izquierdo y comenzó a juguetear con sus preciadas canicas, algunas compradas con su mesada y otras ganadas durante los recreos; había ganado cerca de quince a lo largo de los últimos dos años, pero también había perdido varias, algunas tan hermosas que la tentación de abalanzarse contra sus nuevos dueños estuvo a punto de vencerlo.
Volvió a ver el reloj y en vez de oír a la profesora hablar sobre las cadenas tróficas lo único que resonaba en sus oídos era el rítmico y excitante tic tac del reloj. Tic tac. Dos minutos para salir. Tic tac. Un minuto y cincuenta y nueve segundos para poder jugar por una canica de un niño un año mayor de color naranja que le recordaba al fuego de la fogata que su padre prendía siempre que iban a acampar. Tic tac. La profesora seguía hablando, ya había olvidado de qué trataba la clase de ese día, luego vería qué le diría a su madre al llegar a casa, ahora lo único que en verdad importaba eran el reloj y sus manecillas que parecían haberse confabulado en su contra para torturarlo por querer más el tacto del cristal en sus dedos en vez del supuesto placer del conocimiento absoluto. Pero hablando enserio, ¿qué podía ser más importante que esa única y hermosa canica?
La respuesta era nada, absolutamente nada era más importante que ella.
Tic tac. Sacó la mano de su bolsillo izquierdo para comenzar a prepararse para poder salir primero en cuanto tocara el timbre; no tardó en comenzar a sentir sudorosas las manos y el corazón retumbarle desesperado por no poder tocar sus preciadas canicas, esas figuras esbeltas dotadas de curvas y colores capaces de encantar al más sobrio. Mientras guardaba sus lápices recordaba vívidamente su canica celeste con naranja, ambos colores danzando en esa diminuta esfera de frágil cristal en un eterno vals de enamorados; al cerrar su cuaderno un dibujo de un ave le recordó a una de sus canicas perdida en una mala jugada, esa belleza de exóticos colores que fácilmente habrían opacado a un guacamayo esmeralda encima de un pavo real en pleno celo. Eran obras de arte perfectas de dos centímetros de diámetro que dejaban pequeña a la pintura que había oído hablar a la profesora de arte que alguien había pintado en un techo durante una semana completa sin mucha dificultad.
Sonó el timbre y él fue el primero en salir. Por poco olvidaba su mochila de la emoción pero jamás sus preciadas canicas, ellas siempre iban en su bolsillo izquierdo como fieles vasallos al servicio de él, su Señor. Corrió hasta una esquina del patio principal como si fuese el camino hacia el Edén; ahí lo esperaba un círculo hecho con tiza que se rehacía cada vez que ya no se distinguía el suelo gris de la silueta blanca. Tenía un objetivo: la canica de fuego, y ya había pensado en qué hacer para conseguirla; sacó de su bolsillo izquierdo una canica que cualquiera hubiese pensado que la había escogido al azar, pero conocía tan bien a sus vasallos que sabía a la perfección que no necesitaba verlo para saber de quien se trataba. Una bella canica de color ónix salió de su bolsillo y al girarla un poco contra luz se podía ver leves destellos de otros colores que acababan desparramados en el suelo, a veces anaranjado, otras veces rojo, y otras pocas azul.
Pudo oír de fondo a algunos niños hablar sobre lo hermosa que era su canica y él se deleitó por los halagos hacia la más hermosa de su colección, su mayor orgullo. Ahora sólo le quedaba esperar a que más niños llegasen para jugar, en especial el dueño de la canica de fuego. Su futura preciosa canica de fuego. Cuando lo vio llegar no pudo evitar emocionarse. Imaginar esa belleza junto a las demás de su colección, poder tocarla y usarla cuando se le antojase, poder acariciarla durante sus horas de aburrimiento a la espera de un poco de diversión.
Había más premios que ganar, pero su objetivo era claro, aunque no le molestaba en absoluto conseguir alguna canica más, nunca se tienen suficientes soldados en las filas de batalla. Todos los que iban a participar en esa batalla debían poner a sus soldados, cinco en total. Puso una de color blanco con toques de rosa que en verdad no le gustaba mucho, una verde que quiso ganar dos semanas atrás porque le recordaba al helado de pistacho con chocolate, una anaranjada con amarillo que le había dado su hermano de regalo que no le gustaba en absoluto, una de color azul rey que vibraba con su profundidad y por último su preciada de color ónix. Una vez todas las canicas de todos los jugadores estuvieron en el campo de batalla uno de los chicos repasó el círculo donde se debían poner a todos los soldados, el pozo de los perdedores como a él le gustaba llamarle; uno de los chicos que no iba a jugar iba a hacer de jurado, aunque en realidad lo único que hacía era dar inicio a la batalla que acabaría con el toque de la campana.
-¿Listos? –preguntó el chico, se notaba que aún le costaba modular bien.
Los comandantes en jefe de cada quinteto de canicas afirmó y a la cuenta de tres dio inicio una batalla que sabía acabaría en una victoria más para el batallón de sus bellas canicas.
Jugueteaba con la canica del sol felizmente camino a casa, en el bolsillo izquierdo sentía el tintineo del cristal contra cristal de sus demás canicas, entre ellas su campeona ónix. Alzó un poco su nueva adquisición y pudo ver a contra luz los secretos que el cristal intentaba ocultar pero que jamás podría escapar de su ojo crítico; tarde o temprano siempre acababa descubriendo cada uno de los secretos de cada una de sus posesiones. Una canica tan preciosa como esa jamás debería ser comparada o confundida con otra, ni siquiera con la campeona ónix.
Al llegar a casa dejó todas sus canicas en un frasco de mermelada que su madre le había dado para que guardara sus canicas, pero la canica de sol se la dejó para apreciar con más detalle cada uno de sus colores y contrastes, su parecido entre algo místico y divino, ¿o eran lo mismo? Qué importaba, algún día le dirían la diferencia entre ambas palabras en clase de lengua y por supuesto que no le prestaría atención a ese insignificante detalle, lo único que valía la pena saber eran los secretos que ocultaba esa canica y las que llegase a conseguir en un futuro.
Todo era oscuridad. No oía nada, ya ni el consolador contacto frío de la soledad lo visitaba de vez en vez como antes. Nunca fue bueno calculando el tiempo y mucho menos ahora que el vacío que lo desolaba parecía ser una hora eterna que no marcaba ningún tic tac sino el bum de su corazón que se volvía poco a poco el único sonido a resonar en donde se hallaba.
No sabía llorar y las palabras nunca habían salido hasta entonces de su boca. No tenía consuelo en ese mar de alquitrán que no lo dejaba respirar sin sentir que nada valía su aliento, qué poco había valido su existencia. Le había dado a la única persona que lo había valorado lo que quería y ahora había vuelto a la oscuridad al igual que los demás mientras que el nuevo compañero de esa persona era mimado en algún lugar.
Tanto tiempo había pasado hasta entonces, tantas veces había sido desechado por falta de motivación y utilidad, tantas veces había sido lanzado al vacío del sinsentido que no se creía capaz de soportar el pozo de los perdedores por mucho más.
Luego del fin de semana se levantó para volver a la cárcel de los sueños. Tomó el frasco de vidrio y comenzó a sacar varias canicas, serían sus vasallos ese día, esta vez irían por una canica de color blanco que al comienzo había confundido con una menta. La primera canica que tomó fue su última adquisición, ese bello sol frío y frágil.
Tomó canicas al azar, y al tomar la última sintió algo extraño en la mano. No era suave ni frío como siempre, sino punzante y áspero. Abrió su mano y vio polvo negro, y con una mueca tomó el primer trozo de papel a su alcance para quitarse el polvo oscuro de la mano y no pensó más de dos veces antes de tirarlo a la basura. Ya no le servía de nada.