Chereads / Recopilación de Microcuentos / Chapter 23 - La doncella del mar (2/3)

Chapter 23 - La doncella del mar (2/3)

Estaba harta de la broma de mal gusto en la que se había tornado su estadía en las costas de ese condenado país.

El hombre que había considerado un buen amigo resultó ser otro humano prejuicios, incapaz de confiar, enfrascado en los rumores humanos sobre las brujas del mar. ¡Incluso había tenido el atrevimiento de confundirla con una de esas criaturas avariciosas! En qué mundo alguien podía confundir a un alma noble con una corrupta de esa forma.

Sí, se había logrado vengar de ese hombre que solo se fijaba en el físico al hacer que su lujurioso hijo quedase enamorado de una golfa, pero qué iba a saber ella que alguien más quedaría enamorado de ese ataque suyo. Cada día que oía esa molesta voz le rogaba a la Madre Mar que la salvase de esa criatura molesta. Probablemente ahora fuese ella la que se estuviese volviendo un dolor en los huevos para la deidad.

-¡Señora bruja! ¡Señora bruja, por favor, oiga mi deseo!

Los tentáculos se le tensaron. Ya iban ocho días, ¿cuántas veces más tendría que echarla de ahí para que la dejase en paz?

"Sé que me metí yo sola en este problema. ¿Pero en serio es necesario este nivel de tortura, Señora Mía?". Ojalá su diosa le respondiese, por lo menos para darle una bofetada divina.

Comenzó a mover su mano derecha en círculos, lo suficientemente fuerte como para crear una corriente que se llevase a esa molesta sirena, pero no lo suficiente como para encallar otro barco. Se quedó así largo rato hasta que supuso que esa chiquilla se habría rendido y decidido irse. Dejó de mover la mano y esperó hasta asegurarse de que no volvería, al menos ese día.

Tenía mejores cosas de las que preocuparse, y ninguna de ellas era llevar a una sirena caprichosa a tierra firme para que viese al hombre del que se había enamorado. Y le importaba un jodido pepino de mar si fue su culpa, no quería tener nada que ver con ese país, su rey, su príncipe, aunque le diesen como pago el espejo más grande que pudiese cargar su linda mascota.

Hablando de él, ¿dónde estaría esa mantarraya? Le había dicho varias veces ya que no se alejase mucho de la cueva por su pésimo sentido de la orientación.

-¡Señora bruja!

-¡Que me mate el perro de Neptuno y condene mi alma la Madre Mar si así lo quiere, pero déjame en paz de una vez, niñata de mierda!

Planeaba seguir insultando a la sirena largo rato para desquitarse, y con algo de suerte convencerla a la fuerza de que nunca volviese, pero cuando llegó a la entrada de la cueva que usaba a modo de hogar se quedó muda. Cabellos dorados, piel tersa y blanca, aleta y escamas que reflejaban el agua como si de un sueño se tratase. En efecto, era la dichosa sirenita que la llevaba molestando más de una semana, pero eso no era lo que la había acallado. Esa niña estaba sujetando a su mascota.

-¿De dónde sacaste eso? -le preguntó señalando la mantarraya.

-¡Ah, señora bruja! La llevo queriendo ver desde hacía tanto...

-Sí, sí, lo que sea. Primero responde a mi pregunta.

Resultó ser que la corriente que había creado para alejarla a ella, la criatura más molesta que había conocido en décadas también había arrastrado a su querida mascota. Ésta al verse desorientada y perdida comenzó a lloriquear llamando por su madre -la doncella del mar-, y la sirenita, diciendo tener un corazón puro y amable, le había prometido que la llevaría con su madre.

La cecaelia miró un momento a la mantarraya, ésta se le acercó y ronroneó. Y de no ser porque estaban en el mar se habría podido escuchar el gran golpe que se había dado en la frente con la mano. "Esto tiene que ser un castigo divino", comenzó a pensar para no desesperar. "Debe serlo. De otra forma tengo la peor suerte de toda mi especie". Tomó una bocanada de aire -si a eso se le puede llamar "aire"- para relajarse, se aclaró la voz y comenzó a hablar:

-Os agradezco por vuestra amabilidad al traer de regreso a mi amada mascota.

La sirena no podía aguantar la felicidad. Pero la cecaelia sabía que no era por haber hecho el bien. Las sirenas y tritones solo gustan seducir, raptar, devorar y ahogar humanos; además de ser halagados por cualquier motivo. Y esta en concreto había encontrado la excusa perfecta para hacer que su deseo fuese cumplido. "Válgame, Señora Mía, si me llego a arrepentir de lo que me va a pedir".

Esperó un rato a que la sirena comenzase a exigir su recompensa, pero al ver que ella era la esperaba su ofrecimiento se tuvo que tragar la ira que le producía su sola presencia. Además de vil, engreída y caprichosa, pretendía humildad como una perra. Quizás no acabase siendo tan mala pareja para el príncipe, pero él ya tenía un castigo dictado. "Quizás hacerlo casarse con esa pesada sea más tortuoso aún", pensó harta de la situación. Se volvió a aclarar la garganta.

-Por vuestro acto os ofrezco una recompensa. Si acaso deseáis algo, pídelo, pues tal es el aprecio y valor que posee mi amada mascota.

"Por favor, acaba de una vez con mi miseria". Ya no sabía a quién le estaba rogando.

La sirenita entró al hogar de la cecaelia mientras le respondía. La doncella la escuchó resignada a dar más motivos para ser considerada una bruja del mar. Aunque no le gustase, ambas especies sabían de hechicería marina, y con ella venían maldiciones, transmutaciones y bendiciones. Por poco lógico que pareciese, una doncella podía maldecir a cualquiera, pero en un esfuerzo de diferenciarse -sin éxito- de sus contrapartes su especie había pactado no hacer uso de ese tipo de magia.

-Permítame confesarle, oh, señora bruja, que he caído en desgracia.

No solo ella lo había hecho desde luego. No le hizo preguntas, pues ya sabía el motivo. Simplemente esperó a que ella siguiese contando su trágica historia mientras pensaba en cómo hacer que pudiese estar en tierra firme sin morir después de cinco minutos.

-Durante el temporal que se desencadenó hace eso de una semana conocí a un marinero. -Entre suspiros continuó-: Tan gallardo como lucía me acabó encantando, e irremediablemente me enamoré de él.

» Como pude lo socorrí y llevé hasta las costas temiendo que la tormenta lo acabase matando.

Llegado a ese punto de la historia la cecaelia pudo oír a la sirenita sollozar. Pero dada su naturaleza no sabía si era dolor fingido o una emoción aprendida de su desgraciado enamoramiento.

Por contrario de lo que suelen imaginar los mortales, la doncella, al igual que la bruja del mar, no tenía un caldero mágico y su hogar no era tétrico y repugnante. La hechicería era en sí misma maldecir o bendecir, pero solamente los objetos inertes son "hechizables", y su consumo otorga tal bendición o maldición al ser viviente. Pero qué le podía importar ese detalle crucial en las artes místicas a criaturas descerebradas incapaces de escuchar y ver la diferencia entre una doncella y una bruja.

-Pero él es un mortal, con dos piernas que caminan sobre la tierra, y un cuerpo carente de escamas y branquias. Por ello deseo, oh, señora bruja, que me dé algo que me permita ir y vivir a su lado.

La doncella hizo un gesto y su mantarraya se le acercó. La acarició e indicó que buscase "algo" fuera de la cueva. Rogó por que no se volviese a perder. En lo que esperaba a su mascota miró a la sirenita, quien esperaba expectante a que su deseo fuese cumplido. ¿Cuántas veces la había llamado bruja ese día? ¿Ocho? ¿Diez?

A diferencia del rey, no podía condenar a esa irritante muchacha, así como así. No porque debiese tenerle paciencia por ser la hija de un tritón de alto rango en la zona, eso no podía importarle menos. Simplemente sentía más pena por los prejuicios heredados de esos ingenuos y atemorizados mortales a los seres que se supone debían ser encarnaciones de las divinidades que los habían creado. Imaginar que el fútil pensamiento humano acabaría por enfermar la claridad de los vastos océanos le parecía cuanto menos lamentable y patético.

Como último acto de bondad hacia esa sirena tonta e ingenua le advirtió lo que irremediablemente sucedería. Porque quizás ella no fuese un oráculo, pero sí sabía lo que significaba condenar el corazón de los mortales.

-He de advertiros, pequeña sirena -comenzó a decirle-. Vuestro marinero no es otro que el príncipe del país a cuyas costas acabaste llevando tras la tormenta. Y aunque os duela oírlo, pequeña sirena, él ya fue condenado por el amor con una mortal, y es su destino casarse con ella.

-¡No me importa!

-Os romperá el corazón y hará que os arrepintáis del deseo que acabáis de hacer.

La verdad debía doler, porque la sirena había callado por primera vez tras largo rato. Era para mejor. Aunque le desagradase esa criatura en su totalidad, no lograba decidir cuál sería mayor condena: si amar a alguien ya atado por el destino, o la agonía que le supondría vivir en tierra firme.

-Tú eres una bruja del mar. Cambia su destino y entrelázalo conmigo. ¡Tú puedes hacer eso!

Con ese al parecer ya eran diez.

-No puedo cambiar el destino de alguien así de fácil, pequeña sirena -le dijo armándose con toda la paciencia posible para no volver a insultarla. Debía demostrar que estaba agradecida por haber cuidado a su mantarraya. Pero era difícil-. Eso solo se hace maldiciendo a alguien, y yo solo otorgo bendiciones.

Quizás con eso captase que no era bruja.

-¡Entonces haz que mi destino se entrelace con el suyo y otórgame la posibilidad de hacer que no se case con esa mortal!

"Válgame, Mi Señora. Esta niña me sacará canas blancas", pensó aun sabiendo que su pelo era blanco.

La mantarraya llegó al poco rato con un frasco cerrado. La doncella esperaba que le trajese algo comestible, no una botella de ron. Luego tendría una seria discusión con su mascota sobre ir a botes encallados sin su supervisión, pero ahora tenía otro trabajo pendiente.

Acercó la botella a su pecho mientras pensaba en lo que estaba a punto de hacer. Le daría lo que quería: piernas en vez de cola, piel humana en vez de escamas, perdería sus branquias y el aire puro sería su única forma de respirar. Aunque en principio sonase como una bendición divina, para un ser marino que nunca ha experimentado la sensación de caminar, sentir sin escamas que lo protejan, o la sensación en la garganta del aire, resulta en un tormento por sí mismo. La arena en los pies, al igual que el roce de los zapatos, los sentirá como mil agujas clavándole los poros vírgenes de su piel, y no importará qué haga, el dolor nunca cesaría. El aire le secará la garganta al instante, haciendo que intentar emitir sonido le irrite y haga sangrar la boca, y no importará cuánta agua beba, pues en tierra firme solo beben agua dulce y no lograría socorrerla correctamente, y su cuerpo ya no podría soportar el agua salada como para que sea una cura.

Y su deseo de ser encadenada al destino de ese príncipe también sería cumplido, pero nunca resultaría como ella quería. Él, como ser lujuriosos y perverso que era, jamás la vería como una mujer ni la tomaría en cuenta como mujer. El único motivo por el que se volvería un perro faldero tras las faldas del sexo opuesto era porque ella así lo había concebido, y aun habiéndose casado con esa golfa nada aseguraba que le fuese totalmente fiel hasta el fin de sus días como casados. Y esa sería la mayor ironía de la vida, pues él cometería adulterio con la misma calaña de su mujer.

Viviría un calvario a costa de su propio deseo absurdo. Y la doncella del mar no haría más por ella. Ya le había advertido, ya había sido sumamente paciente con ella, y aunque su agonía no le produjese la misma satisfacción que el castigo impuesto al rey, tampoco se lamentaría de la existencia de un ser tal lamentable como esa sirena.

Abrazó la botella de ron y la bendijo con el deseo de la sirenita, y luego se la entregó con dos condiciones:

-No bebáis de la botella a menos que os encontréis en tierra firme, o al menos que vuestra boca y la botella se hallen fuera del mar.

» Y nunca olvidéis que os advertí sobre vuestro deseo. No tenéis permitido maldecirme, odiarme o culparme, pues la responsabilidad desde este momento en adelante será únicamente vuestra.

La sirenita tomó la botella sin prestarle mayor importancia a las palabras de la doncella, a quien aún creía una bruja por haberle entregado tal brebaje que le traería inmensa felicidad. Y sin decir gracias ni adiós salió de la cueva hecha un torpedo.

La doncella suspiró agotada.

-Por favor que esta sea la última vez que tenga que lidiar con algo relacionado a ese trío -comentó para sí misma refiriéndose al rey, el príncipe y la sirenita, que sabía que en un par de horas dejaría de serlo y se convertiría en humana.

La doncella solo deseaba paz. Pero al parecer las sirenas no conocen ese concepto. Al menos eso pensó cuando vio a seis sirenas plantadas a la entrada de su cueva, una de ellas sujetando a su mantarraya a modo de rehén.