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Chapter 3 - Historia de un trovador

Bajo la luz de una noche de fiesta alguien apareció en la taberna; lucía como mendigo, un desamparado de la vida, un sin suerte desprovisto de felicidad que no parecía poseer más de lo que llevaba a cuestas: calzas desteñidas en las rodillas, camisa desgastada hasta el punto de deshacerse con un suspiro, y qué hablar de sus zapatos, casi simples piezas de cuero cubriendo las plantas de sus pies con una absurda cuerda.

Esa noche no había rincón en el reino donde no se festejara. El alcohol parecía brotar de las fuentes de la plaza, los borrachos surgir de las sombras llamados para conmemorar la ocasión. La princesa había contraído matrimonio a sus veintidós años con un duque del país vecino. Ya no habría más pobreza, las ratas podrían salir de las alcantarillas y volver a ser hombres, las golfas podrían vestir sus prendas y volver a sus hogares junto a sus familias. Todo mejoraría en adelante, había motivo para festejar, era la hora de beber hasta desfallecer. "¡Alabado sea el rey!". "¡Larga vida a la princesa y al duque!".

Entre el jolgorio de la taberna había una sola alma que seguía sumida en la desolación de la tristeza y desesperanza. El último hombre en entrar al lugar y el último que saldría.

La pasión de la que se llegó a jactar en el pasado había muerto ese día a las once de la mañana tras los diez campanazos de la iglesia. Ver su musa condenada al eterno castigo de ser quien no es realmente, amar a quien no ama, estar donde nadie, ni ella misma, la quieren. Ahí murió su pasión, ahí desafinó y quebró su voz, allí, junto al carruaje al compás de las campanas, veía irse su vida, la única que estaba dispuesto a vivir.

Recordaba alguna vez haber sido uno más de esos borrachos con infinita imaginación y talento para crear y narrar historias, mofarse del que a su lado estaba, humillar a Su Majestad, "Rey de las ratas", hombre que en cuanto tuvo la oportunidad acabó con su felicidad. No estaba seguro pero lo podía imaginar riendo, burlándose de su desgracia, festejando la muerte de un trovador más de su asqueroso reino, él mismo echaría el primer palazo de tierra sobre su cadáver y redactaría su epitafio, que rezaría: "Aquí yace la rata más ingenua del reino. Bufón del Rey rata".

Se permitió una bebida, solo una bebida se decía para sí. Al beber recordaba una figura cubierta del manto más enigmático del lugar, una capa de lujuria y un aura de curiosidad que lo acabó por encantar hasta la locura. Siempre acudía adonde él fuese a actuar, casi siempre tabernas y otras pocas bares; no importaba si era lúgubre, de mala muerte, hogar del pecado o un simple lugar donde caer muerto tras pasarse de copas, la figura siempre estaba allí sentada, a veces cerca de él y otras lejos, expectante a la espera de su actuación, preguntándose: "¿Cuál será la ocurrencia de hoy?".

Sólo cuando la vio acudir a un bar en las periferias del reino se atrevió a acercarse a la ladrona de sus sueños, creadora de sus horas en velo, maldita bruja que lo hechizó al dejarse ver. Hermosa, maldición, no, era mucho más que hermosa. Preciosa se queda corto para definirla. Ninguna palabra existente tenía el derecho, la potencia, la gracia, el valor suficiente para describirla. Fue cuestión de minutos para que se decidiera: ella sería la única, nadie más que ella.

Prefería guardar para sus noches entre sus sábanas desprovistas de cariño los recuerdos de las noches junto a ella. Sonrió, más al calor que sintió por el alcohol que por el dolor que sentía al recordar, y de un sopetón se acabó la bebida. ¿Valía la pena seguir recordándola? Contempló su vaso ignorando la música a su alrededor, las decenas de personas que bailaban, otras tantas que cantaban y tocaban para animar lo que ya no necesitaba más emoción, y unas cuantas que creían ser invisibles para los demás que se permitían la borrachera para sacar valor para amar y ser amado, dejarse amar y demostrárselo en los rincones, porque allí es donde debe quedar el corazón, en la oscuridad bajo la complicidad de dos amantes sin que nadie más pueda verlo. Ahí fue donde debió haber dejado su frenesí de enamorado principiante, pero no pudo evitar que el alcohol le aflojara la lengua, no pudo evitarlo. No quería evitarlo.

Alzó la mano sin ganas y esperó a que rellenaran su vaso, era un día para festejar, quizás no todos festejaran lo mismo pero era el día escogido para ser quienes eran realmente. Él, por supuesto, era el imbécil más grande de todo el reino, no, de todo el continente, superaba incluso la estupidez del Rey rata, él por lo menos había tenido la decencia de no abrir la boca cuando le habían conseguido prometida a la edad de diecisiete.

Tenían planes, grandes planes, más grandes que la ambición del rey, más grandes que los sucios deseos del niñato con el que planeaban casar a su musa, pero él los había tirado a la basura en un momento. Él nunca debió haber bebido esa cerveza extra, el alcohol había despertado su lado violento, imprudente, mordaz hasta lo nefasto. Entre sorbo y sorbo podía recordarse a sí mismo hablando sobre el Rey rata, ya no recordaba qué era su nueva invención sobre él, lo único que realmente recordaba era a un guardia real alzándose entre los oyentes que lo aplaudían y reían hasta caer de las sillas. Acero brillando a la luz de las velas del lugar, un rostro furioso maldiciéndolo, amenazándolo con la muerte, y él como siempre riéndose. ¡Qué importaba que lo atraparan! Todos debían saber quién era el rey. ¡Todos debían saber el pedazo de imbécil que tenían por monarca!

Todos debían saber que era su suegro, el peor que le pudo haber tocado.

Sentía las lágrimas caer por sus mejillas, dedos delicados, perfumados sin exagerar acariciar su rostro a través de barrotes de hierro dispuestos a venderse a costa de su libertad. Ese no era el plan que habían hecho, nada de lo que había sucedido era parte del plan. Ese maldito vaso de cerveza no era parte del plan. Se acabó la bebida y murmuró:

-Larga vida a la princesa.

Larga vida a la musa de su vida.