No hay momento de mayor temor que cuando cae la noche, manto de enigmas, cuna de pesadillas, hogar del mal. Al caer el sol todos se refugian sin excepción alguna, ni siquiera los nobles se escapan del terror que acarrea la noche, y no es menor el respeto que le deben. Ahí habita lo que nadie se atreve a nombrar, lo que nunca debió haber existido.
Decir su nombre está prohibido, pues se cree que con pensar en él acabarás llamando su atención. Se cree que él te observará, te juzgará como nadie más sería capaz de hacerlo. Descubrirá hasta tu más íntimo secreto, cualquier pecado que hayas cometido o podrías llegar a estar dispuesto a cometer; él lo ve todo, y sin compasión alguna acaba contigo. Para él no hay reivindicación. Todos merecen ser acabados.
"Dulces almas corrompidas, ¿qué están dispuestas a ofrecer esta vez?", llegó a pensar incontables veces al hallar una víctima más, dulce bocadillo que apacigüe su hambre voraz a la espera del gran banquete que sueña algún día llegará, servido por sus mismos bocadillos. Ríe ante la idea y disfruta de cada alma agonizante de miedo que le suplica dejarla vivir un poco más, permanecer un poco más en el mundo. Melodía de encanto, eso es lo que son los ruegos de esas almas, malparidas y desagradecidas.
Disfrutó de su omnipotencia hasta que un día no logró ver nada. La oscuridad lo ocultaba todo para las almas que tenían a qué temerle, pero no para él. Él no le temía a nada, todos le temían a él. No existía ser que pudiera verlo por sobre el hombro como si de un insecto se tratara. Las almas refulgían en plena noche siempre rogando no mostrarse lo demasiado atractivas para tentarlo a juzgarlas, menos una que parecía querer llamar su atención de una forma única: sin brillo alguno, creando un vacío en medio del mar de luces al que estaba acostumbrado. Lo desafiaba como ninguna otra alma se había atrevido a hacerlo antes.
Las almas que más gustaba devorar eran las de aquellos que creían tener poder, algunas incluso llegaron a alardear tratando de mostrarse superiores a él. "Dulces almas ingenuas, ¿tanto miedo os doy?", pensaba mientras se relamía los labios con el dulce sabor de la hipocresía y la desesperación. Pero aun gozando de su efímero festín seguía aquel vacío en medio de la noche, susurrándole que se acercara a ver quién era el que se atrevía a perturbar el fulgor eterno.
Un día se acercó, sigiloso como acostumbraba, planeando desde ya qué le haría al que se atrevía a perturbarlo. Aún sin esperar nada se asombró al descubrir quién producía tal vacío: un animal insignificante que no logró decidir si se trataba de alguna liebre o una ardilla. Pero no era eso lo que lo perturbaba, sino su alma; al rozarla con un dedo logró sentir la soledad de la que se alimentaba, un sentimiento que rara vez se hallaba sin un acompañante, a veces del deseo de un sentimiento más fuerte, otras de la posesión de algo más grande que ellos mismos. Esta vez no. Simple soledad contenida en una pobre alma.
Debió haberse alejado de esa alma, haberla dejado a sus anchas hasta que el cuerpo que la contenía acabara por pudrirse y así haber logrado su liberación y futura purificación, pero no pudo. No se atrevió a dejar de mirar. Desde ese día no pudo dejar de verla. Su soledad tal fue que acabó por contagiarlo como si de una enfermedad mundana se tratara, una enfermedad que él no quería curar. La saboreaba con amargor preguntándose: "¿Por qué?". No sabía a qué se debía realmente su pregunta ni mucho menos la respuesta a ella, pero ahí estaba volando en su mente mientras acompañaba al alma.
Al alzar la vista todo lucía como de costumbre. Un mar de luceros, todos aterrados y expectantes a su decisión, preguntándose quién sería el siguiente. Pero esa alma no dudaba, no temía, no sentía nada más que soledad. No necesitaba preguntar para saber la causa de su soledad, era omnipotente y con el simple hecho de estar cerca de ella le bastaba, pero, ¿por qué no acababa con su soledad?
Se atrevió a preguntar una noche, y la respuesta no fue en absoluto lo que habría esperado.
-Todo lo devoras, ¿cierto? –comenzó el alma, su cuerpo enmudecido por la luna-. Un día acabarás por ser lo único que exista en el mundo y no podrás hacer nada para impedirlo. Debe ser triste saberlo y aun así seguir condenándote.
Su pregunta fue respondida y pudo hallar el sentimiento que se escondía tras tal inmensa soledad: tristeza por un dios desdichado como él, lleno de ira y odio, siempre dispuesto a desquitarse con todo lo que tuviese al alcance con el tal de acabar con su aburrimiento.
Desde que había comenzado a acompañar a esa alma no se había fijado en ninguna otra, y aun así seguían llenas de temor. Expectantes, siempre expectantes a su decisión.
Llegó el día en que el cuerpo que contenía el alma vacía se pudrió y ella fue libre. Pero él no se lo permitió. No pudo evitar ser egoísta hasta el último momento. Y usando el alma desolada partió la suya propia en doce partes: seis llenas de bondad y seis dispuestas a sacar de quicio hasta al más cuerdo.
Doce espectros de él que juraron recordarlo y hacer lo que él nunca podría hacer de seguir existiendo.
-Devorador –lo llamaron al unísono en voz altas mientras sus almas repetían su nombre en su propio idioma: "Formanĝi".