Chapter 11 - 8

Cull ni siquiera se había dado cuenta de que Fyodor se había alejado de ellos. Tuvo que reconocer que realmente estaban a merced del miserable viejo.

Phyllis se levantó y tomó la mano de Cull. Éste buscó a tientas la mano de Fyodor y se dejó conducir por éste a lo largo de unos veinte metros. Luego Fyodor se detuvo ante una oquedad en la pared.

—Hay multitud de lugares como éste en los albañales —dijo—. No sé para qué servían al principio, pero he habilitado éste como despensa. Espero que nadie haya descubierto mi tesoro y lo haya utilizado. No se muevan.

Soltó la mano de Cull. Tras unos instantes dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Oh, todavía están aquí!

Cull notó un repentino olor a ácido sulfúrico y una luz surgió de un bastón que Fyodor tenía en la mano.

—Afortunadamente —dijo éste—, hay mucho azufre en el Infierno. Basta rodear una astilla de hueso con hojas de árbol de roca y formar una punta de clorato de potasa y de azúcar extraído de la orina o de órganos. Desgraciadamente, es muy difícil conseguir ácido sulfúrico u otros productos químicos. Hombres malvados controlan su distribución, y he debido entregarme a actos desagradables, por no decir perversos, para comprar estos productos. Pero olvidémoslo. El simple hecho de evocar la perversidad es perverso en sí. Mi disculpa es que necesitaba esos ácidos para conseguir el bien… o al menos lo que yo considero que es el bien. Pido disculpas por el sermón.

Fyodor acercó el largo bastón maloliente a una antorcha. La antorcha se inflamó rápidamente, dando luz, pero desprendiendo al mismo tiempo una gran cantidad de humo. Fyodor encendió una segunda antorcha con la primera, se la tendió a Cull, y dio una tercera a Phyllis. Luego tomó dos paquetes de antorchas y le entregó uno a Cull. Los paquetes estaban envueltos con piel y podían llevarse a la espalda gracias a una correa de cuero. Los dos hombres se echaron al hombro otros tres sacos conteniendo alimentos y botellas de barro cocido llenas de agua.

—Sacos hechos con piel humana —dijo Fyodor—. Comprándolos,-he favorecido el comercio asesino e ilícito de estos artículos. Claro que no he sido yo quien ha degollado a los pobres hombres y mujeres de quienes se ha obtenido esta piel, pero he pagado por el resultado de este trabajo, aunque no lo haya ordenado yo mismo. Sin embargo necesitaba esta piel, como necesitaba también esos bastones, para alcanzar mi meta. Y esta meta, que es determinar lo que es bueno y justo, ¿acaso no es buena en sí misma?

—¿Qué importa matar o no? —dijo Cull—. De todos modos, la muerte no es aquí un estado permanente. Matar a un hombre equivale a procurarle un poco de sueño. Tendría que sentirse agradecido por ello.

—¡Oh, pero así se podría decir lo mismo de los asesinatos cometidos en la Tierra! —hizo notar Fyodor—. Si un hombre debe revivir en el más allá, ¿por qué es un crimen matarlo? No, incluso aquí la muerte constituye una ingerencia en los asuntos y el destino del hombre. Matar a un hombre equivale a interferir en su libre arbitrio. Mientras no moleste a los demás, cualquier hombre debería poder actuar como le pareciera.

»»Pero dejémonos de discusiones… El demonio debe estar ya lejos ahora. Claro que él no ve más que nosotros sin luz. Pero quizá sea un habitante de estos lugares y pueda orientarse en la oscuridad a tientas. Sigamos nuestro camino.

Se sumergieron en un mundo limitado a la derecha por paredes de metal blanco y a la izquierda por el tembloroso resplandor de las antorchas. A lo largo de la curvada pared había un pasadizo de casi un metro de ancho. Dos metros por debajo de ellos se deslizaban las viscosas aguas del albañal. Cull no conseguía distinguir la otra orilla del canal ni la pared que lo cerraba al otro lado.

—¿No hay peligro de que los gases concentrados en el albañal estallen al contacto de nuestras antorchas? —preguntó.

—Sí —dijo Fyodor—. Pero éste no es el mayor de los peligros que nos amenazan.

—¡Ah! —exclamó Cull, demasiado aterrado para pedir mayores detalles. Lo único que se atrevió a preguntar fue—: ¿Quién construyó estos albañales?

—No lo sé —dijo Fyodor—. Los demonios, probablemente. Y bajo la dirección de las Autoridades, supongo, cuando este mundo fue reconstruido según la estructura einsteiniana.

Pronto llegaron a un puente de metal blanco que cruzaba el canal en un lugar donde éste se estrechaba.

—El canal tiene aquí una bifurcación que vamos a seguir —dijo Fyodor. Se acercó al puente, una simple pasarela de sesenta centímetros de anchura, sin parapeto—. Hum —murmuró—. Parece que la reciente sacudida sísmica ha provocado una ampliación de la anchura del canal. Afortunadamente, aunque éste sea un fenómenos difícilmente explicable, este metal parece susceptible de dilatarse. Ignoro en qué medida, y espero no llegar a saberlo nunca.

Atravesaron el puente, y giraron para introducirse en un nuevo túnel. Tras atravesar un segundo puente, siguieron el túnel de la izquierda.

—¿Cómo sabe que el demonio ha ido por aquí? —preguntó Cull.

—No lo sé. Pero presumo que ha regresado a la Casa de los Muertos, de donde venía. Si éste es el caso, podremos hallar su rastro.

Cull no comprendía muy bien lo que significaba todo aquello, pero decidió seguir a Fyodor. No había otra elección: Fyodor sabía dónde iba, mientras que él no tenía la menor idea. Y, cuando hubieron girado una vez más por el túnel, se dijo a sí mismo que indudablemente ya no era capaz de volver sobre sus pasos.

Fue entonces cuando empezó a preguntarse si Fyodor no sería también un demonio.

¿Quizá les estaba conduciendo a la tortura? Cull se maldijo por no haber pensado antes en aquella posibilidad. Se quedó algo más atrás y repentinamente llamó:

El pequeño eslavo se giró. Mantenía su antorcha tras él, de modo que sus ojos no eran iluminados más que por la de Cull.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada —dijo Cull—. Creí haber visto algo moverse entre las sombras. —Interiormente lanzó un suspiro de alivio: los ojos de Fyodor no habían brillado en absoluto.

—Si ve alguna cosa, sea lo que sea, grite —dijo Fyodor—. Yo haré lo mismo. De este modo, si uno de nosotros es atacado o inmovilizado por un obstáculo, los demás tendrán tiempo de defenderse.

—Su idea es muy estimulante —observó Cull.

Phyllis lanzó un gemido y se acercó a Cull.

—Jack, ¿debemos realmente seguir nuestro camino? ¡Tengo miedo!

—¿Acaso preferirías regresar al lugar de donde has venido y ser despedazada por tus perseguidores?

—Sí, preferiría correr este riesgo; al menos sabría lo que me espera. Mientras que aquí… Hay quizá cosas peores que ser despedazada. Además, es posible que allá arriba la ínter haya recuperado el control de la situación.

—Lo dudo —dijo Cull—. Están ocurriendo cosas muy graves y muy importantes. Y por mi parte estoy decidido a saber Quién o Qué dirige este Infierno.

—¡Imbécil! —exclamó ella—. ¡Le diré a Stengarius que has faltado a tus deberes, que no te has ocupado de mí! ¡Y él hará que te arranquen la lengua, te corten los testículos, te machaque los huesos de las manos y los pies! ¡Te hará sacar los ojos!

—¡Stengarius! —se burló Cull—. ¡Eso es lo que te hará a ti, sucia mentirosa!

Phyllis jadeaba. Calló por unos instantes. La luz de su antorcha iluminaba su blanca piel, sus ojos aterrados, las arrugas que se habían formado en su frente y entre su nariz y su boca. Parecía haber envejecido repentinamente.

Hizo visera con una mano sobre su rostro y suplicó:

—¡Jack, te lo ruego! ¡Llévame de nuevo allá arriba! ¡Por favor! ¡Siente tanto miedo! Escucha… —dudó tinos instantes, luego dulcificó su voz—: haré todo lo que quieras.

—¿Todo? —insistió Cull.

—Sí… todo.

—No —dijo él—. No aceptaría ni aunque supiera que el hacerlo te iba a hacer sufrir. Estoy tras la pista de algo que me parece más deseable aún que la venganza.

—¡Maldito! —gritó ella—. ¡Te odio! ¡Olvida lo que he dicho! ¡No intentes tocarme nunca, nunca… tu contacto me hace estremecer!

—Entonces —dijo él, manteniendo un tono tranquilo a costa de un gran esfuerzo—, pese a tus palabras no hubieras hecho todo lo que yo hubiera querido. Porque yo quería que me amaras, que te entregaras a mí de buen grado, con alegría, y que experimentases placer con ello. Y no hubieras podido ocultar tus sentimientos: aunque hubieras querido, no hubieras sido capaz.

Ella no respondió. Cull se alejó. Oyó a Fyodor exclamar, con un gruñido de satisfacción:

—¡Ya no estamos lejos de nuestro objetivo! Esto es la pared exterior de un conducto de aireación. Tóquela. Si no me equivoco, la Casa ha de estar ahí, al lado mismo.

—¿Cuál es su plan? —preguntó Cull.

—Aparentemente, no hay ninguna entrada por este túnel. Así que tendremos que descender al nivel inferior. Si existe alguna entrada aquí, ha de estar más abajo.

—¿Qué? —exclamó Cull—. ¿Me ha arrastrado hasta este lugar infecto sin estar seguro de que había una entrada?

—¡Debe existir forzosamente una más abajo! Si no, ¿cómo se aprovisionarían? X y sus ayudantes no abandonan jamás la Casa excepto para ir a recoger a los muertos. Pero la Casa es demasiado pequeña para que permanezcan constantemente encerrados en ella. Sígame. Sé donde se halla esa entrada de abajo, pero nunca he tenido el valor de llegar hasta ella. Ahora que tengo a alguien conmigo…

Avanzaron hasta el extremo de la gran curva que describía el túnel. Al final de ella había, en la pared, un orificio que permitía apenas introducirse por él a un hombre llevando una carga sobre su hombro. En el centro de la chimenea vertical a la que se abría el orificio vieron un tubo cilíndrico de metal blanco. Cull lo rodeó con las manos y observó que sus dedos se tocaban en el otro lado. El metal parecía seco pero grasiento al tacto.

—Parece una de esas barras que utilizan los bomberos —dijo Cull—. ¿Pero hasta dónde desciende? ¿Hasta el fuego?

La luz de su antorcha iluminó una parte de la chimenea. No se podía ver el fondo, pero tenía que existir alguno para sostener la base del tubo. Aunque, ¿era necesario?

—Descender por aquí no presenta ningún problema —dijo—, pero ¿cómo subir luego? Nos va a ser imposible izarnos a fuerza de músculos. El cilindro es demasiado liso.

—Siempre podemos ascender apoyando la espalda contra la pared de la chimenea —dijo Fyodor—. ¿No comprende que esto confirma mi teoría? Puesto que es tan difícil ascender por aquí, esto quiere decir que utilizan esta chimenea para bajar deben tener otro medio para volver a subir…

—Quizá —dijo Cull—. Usted primero.

Fyodor se sentó en el borde de la chimenea y extendió las piernas para tocar el otro lado.

—Tengo que sujetar la antorcha con una mano y el cilindro con la otra —dijo—. Pero no puedo apoyar mi espalda contra la pared, ya que mi paquete podría desprenderse. Así que deberé contentarme con utilizar una sola mano para sujetarme.

—No lo conseguirá nunca —protestó Cull—. No ésta estúpido.

Encendió otra antorcha y la dejó caer en la chimenea. Descendió a plomo, vertical a causa del peso de la mecha encendida. Las paredes de la chimenea se fueron iluminando y hundiéndose de nuevo en la oscuridad a medida que la antorcha proseguía su descenso, cada vez más rápida.

—¿A qué distancia está el fondo? —preguntó Cull.

—No lo sé. Y sólo hay una forma de enterarnos.

La antorcha, que ya no era más que destello minúsculo, dejó repentinamente de brillar, sin que pudiera saberse si era porque había tocado el fondo y rodado fuera de su vista o porque había llegado tan abajo que se había vuelto prácticamente invisible. Como había dicho Fyodor, sólo había un medio de saberlo: descender.

Fyodor se deslizó al interior de la chimenea, sujetándose al cilindro central con una mano y las dos piernas cruzadas, mientras sujetaba la antorcha con la otra.

Cull se sentó en el suelo y abrazó a su vez el cilindro.

—¿Vienes? —le pregunté a Phyllis, sin girar la cabeza.

Con voz temblorosa, pero en la que asomaba un tono de desafío, la joven respondió:

—Puedo ir a cualquier sitio donde tú vayas, maldita hiena. ¡Y mucho más lejos aún!

Cull sonrió ligeramente y se dejó deslizar a lo largo del cilindro. Afortunadamente, su superficie era extremadamente lisa. Por supuesto, había de todos modos una fricción que frenaba su deslizar, ya que de otro modo hubieran descendido a la velocidad de un tren expreso. Pero aquella fricción gracias a la cual podían, apretando fuertemente, el cilindro, realizar su trayecto a una velocidad normal, no era suficiente para despellejarles manos y piernas.

Cull tuvo la impresión de que tardaban mucho en alcanzar el fondo. De hecho, el descenso duró aproximadamente un minuto y medio, si su cálculo del tiempo era correcto. Encontró a Fyodor esperándole, con la antorcha levantada por encima de su cabeza y escrutando la oscuridad. La luz de la antorcha revelaba otros túneles y otros canales, completamente idénticos a los del piso superior. No había el menor rastro de la antorcha que había dejado caer Cull. Debía haber rebotado en el suelo y caído en las aguas del albañal, a unos quince metros más abajo.

—El aire se ha ido haciendo más frío a medida que descendíamos —dijo—. ¿Nota esa corriente de aire? ¿Y dónde ha ido a parar el hedor de arriba?

—Quizá nos hayamos acostumbrado a él —dijo Fyodor.

—No, ha sido reemplazado por un perfume. ¿No lo huele?

—Nunca he tenido mucho olfato —dijo—. Soy sordo a los olores… si me permite usted la expresión.

Pero no era sordo a los sonidos: reaccionó tan rápidamente como Cull ante el mugido que resonó de pronto, con múltiples ecos.

—Dios del cielo, ¿qué es esto? —preguntó Cull con voz sorda—. ¿De dónde…?

—De este lado, creo —dijo Fyodor, señalando con su mano libre el túnel que había detrás de Cull. Temblaba de pies a cabeza. Phyllis, tras ellos, se mantenía aferrada al cilindro.

—Vayamos por el otro lado —dijo Cull.

Un nuevo mugido resonó por el tubo. Esta vez venía de la parte opuesta a la indicada por Fyodor.

Cull dejó caer su antorcha, empujó a Phyllis con tanta fuerza que la hizo caer, y se sujetó de un salto al cilindro seco al tacto, de modo que uno se podía sujetar firmemente a él. Cull trepó durante unos cincuenta metros, ayudándose con manos y rodillas, y luego se detuvo para mirar hacia abajo. Fyodor no le había seguido; permanecía de pie junto al cilindro, con los ojos levantados hacia él.

—Ahora que ya sabe que puede trepar fácilmente por él, ¿por qué no vuelve aquí abajo? —preguntó.

—¿Acaso no ha oído usted esos mugidos?

—No tengo la menor intención de abandonar ahora. Si usted renuncia, seguiré solo. Pero me sentiré mucho más animoso si prosigue usted conmigo.

Cull se preguntó por qué no continuaba trepando. No sentía la menor confianza hacia la opinión de Fyodor. ¿Quizá simplemente tenía miedo de subir solo a la superficie? A menos que la curiosidad se sobrepusiera lo que ocurría en las entrañas de aquel mundo. Así pues, se dejó deslizar nuevamente hacia abajo.

Phyllis se había levantado y mantenía su antorcha en la mano. Cull giró la cabeza ante su despectiva mirada.

Guiados por Fyodor, siguieron el túnel, que se ensanchaba a cada paso. Muy pronto la luz de las antorchas no alcanzó el otro lado. De pronto se hallaron de pie sobre un estrecho reborde. A unos cincuenta metros bajo ellos se deslizaba un río de negruzcas aguas. En su superficie aparecían burbujas. Luego, de pronto, se produjo un remolino, y una cabeza apareció entre las aguas.

Tendría unas seis veces el tamaño de la de Cull. Completamente calva, dominada por una frente hundida, su rasgo más dominante eran cuatro pabellones auditivos parecidos a los de los elefantes y dos enormes ojos negros. No tenía nariz. Su enorme boca, de gruesos labios, estaba muy abierta, dejando ver una hilera de dientes de animal carnicero y dos retorcidos y afilados colmillos. La lengua, de una longitud desmesurada, colgaba hasta el agua, y los tres seres humanos pudieron constatar que estaba recubierta de centenares de minúsculos y puntiagudos dientes.

Era una cabeza de demonio, ya que cuando se giró hacia ellos sus ojos brillaron a la luz de la antorcha.

Cull ignoraba la profundidad de la corriente de agua y por lo tanto el tamaño del monstruo. Quizá pudiera saltar fuera del agua y, apoyándose en tierra firme, izarse hasta ellos.

Precisamente en el momento en que este pensamiento acudía a su cabeza, el demonio levantó fuera del agua su mano derecha. En realidad no era exactamente una mano, sino más bien una pata… y esta pata sujetaba entre sus garras una pierna humana. Mientras lo observaban, el monstruo dejó caer la pierna sobre su lengua, que se enrolló, retirándose hacia la enorme caverna de su boca. Luego sus labios se cerraron, y Cull y sus compañeros oyeron horrorizados, el ruido de sus dientes crujiendo al ritmo de su masticación.

Los ojos del monstruo, de quince centímetros de ancho, estaban fijos en ellos con una mirada interrogadora, como preguntando: ¿A quién le toca ahora?

Lentamente, los tres seres humanos se alejaron andando de lado, sin atreverse a dejar de mirar al monstruo. Hubieran podido escapar corriendo, pero temían que les siguiera a nado.

—Quizá esta pierna pertenezca al monstruo que perseguíamos —dijo Fyodor en voz muy baja—. Los demonios suelen devorarse entre ellos. Un demonio es capaz de cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier ocasión.

—No le demos esta ocasión —murmuró Cull, apresurando el paso.

Repentinamente, el monstruo abrió su enorme bocaza y estalló en una estruendosa risa. ¡Se echó a reír! ¡Como si esto fuera lo único que les faltase oír! Presas del pánico, los tres seres humanos echaron a correr, tambaleándose por la fatiga.

Finalmente se sentaron para recobrar aliento, y sus miradas se dirigieron hacia las viscosas aguas. No había el menor rastro del demonio, pero esto no quería decir que no estuviera oculto bajo la superficie.

—Los demonios también tienen que comer —dijo Fyodor, cuando hubo recuperado el aliento suficiente para articular algunas palabras—. Y puesto que no encuentran bastante carne humana como para saciarse… —señaló con un mano algunos excrementos que flotaban en la superficie del agua—. Probablemente sean necrófagos. De todos modos, aseguran la limpieza de los albañales.

Indudablemente tenía razón, pensó Cull, estremeciéndose. Pero esto no disminuía en nada el peligro.

Poco después iba a saber que no eran tan sólo los demonios quienes, en aquellos túneles, oficiaban de gorriones, buitres, chacales o hienas.