—¡Hey! —gritó de pronto Fyodor.
Se detuvo tan bruscamente que Phyllis, que le seguía muy de cerca, chocó contra él. Cull se detuvo también para observar con sorpresa una bóveda que señalaba el final del túnel, formando una estancia de unos doce metros de largo. La estancia estaba desprovista de todo mobiliario, pero a la altura de los ojos de Cull, como clavada a la pared que tenía enfrente, había una minúscula lucecita, o más bien un destello, ya que no emitía radiaciones. Cull penetró en la estancia y observó que el aire era mucho más cálido que en el túnel. Allí no soplaba el viento. Parecía como si hubieran entrado en la bóveda a través de una puerta invisible e impalpable que se hubiera cerrado tras ellos.
Sus dos compañeros lo habían seguido. Cull se detuvo en seco. La luz se hallaba al otro lado de una ventana. Y ésta tenía la forma de un simple círculo cortado en la pared.
Cull miró por la ventana, sintiendo que su corazón latía fuertemente, ya que aquella abertura tenía algo de extraño y aterrador.
Vio el pequeño disco de luz que había observado al principio. Y luego, a su lado, otro disco. Y, mucho más abajo, un racimo de una docena de otras luces semejantes.
—¿Qué es eso? —murmuró Phyllis.
—Estrellas —dijo Cull.
Los brillantes destellos derivaban ahora hacia la derecha. Una enorme estrella azul (¿a cuántos años-luz de distancia?), apareció ante sus ojos. Luego, bajo ella, una blanca nube destellante en cuyo interior había núcleos más blancos aún. La estrella azul, y la galaxia —o la nebulosa gaseosa—, se deslizaron hacia la derecha, y una enorme masa negra ocupó su lugar. Había la suficiente claridad como para permitir constatar a Cull que la masa debía haber sido fabricada por manos humanas, o su equivalente, ya que tenía la forma de un espejo elíptico cóncavo y sus bordes estaban repletos de antenas de extrañas formas.
También esta masa derivó hacia la derecha. Algunas estrellas siguieron su camino. Luego apareció una nueva máquina, con aparentemente el mismo tamaño y la misma configuración que la anterior. Luego otras estrellas, en número reducido. Después otra máquina. ¿O era la misma que había visto antes?
—Estamos mirando a través de un orificio practicado en el casco de un satélite artificial —dijo Cull—. ¿Pero un satélite de dónde? ¿De nuestra propia galaxia?
—No entiendo nada —dijo Fyodor.
—Yo tampoco —reconoció Cull.
Tendió un dedo hacia la ventana, y el dedo pasó a través de ella. Esperó sentir el espantoso helor de aquella temperatura cercana al cero absoluto. Pero no experimentó ni calor ni frío. Simplemente, una sensación de resistencia. Su dedo había rebasado como un centímetro la ventana cuando empezó a notar esta resistencia. Cull retiró el dedo y golpeó con el puño la sustancia invisible. El puño rebasó la ventana hasta la altura de la muñeca y entonces fue inmovilizado. Cull lo retiró.
—Este casco, o envoltura, o lo que sea, parece rodear todo este mundo —dijo—. Si es así, debe permitir la dispersión del calor… salvo en la inmediata proximidad de esta ventana. Es así cómo se enfría el aire cálido del interior: por contacto con la envoltura fría de este… mundo… o de este Infierno si prefiere llamarlo así.
—¿Para qué deben servir esos aparatos… esas máquinas que flotan ahí? —preguntó Phyllis.
Cull alzó los hombros. Durante un largo momento, en silencio, los tres contemplaron girar el universo ante ellos.
Más tarde, en un instante determinado, el suelo y las paredes retemblaron, y comprendieron que la tierra y las rocas situadas encima de ellos (o más exactamente más adentro de ellos) debían estar desplazándose.
Cuando la sacudida acabó, Cull dijo a sus compañeros:
—Seguramente habrán hablado alguna vez con gentes que han vivido en la Tierra en los tiempos antiguos. Decían que este mundo era plano. Luego fue remodelado, a través de una serie de cataclismos, hasta alcanzar su forma actual. Un poco más tarde, comenzó a entrar en expansión. Esto ocurrió aproximadamente en la época en que empezaron a llegar aquí las gentes que vivían en la segunda mitad del siglo XX.
Fyodor no respondió. Phyllis siguió mirando al exterior.
Un sordo rugido agitó el túnel, y la estancia tembló de nuevo.
—Salgamos de aquí —dijo Cull—. Creo que ya hemos descubierto todo lo que podíamos descubrir.
Regresaron por donde habían venido. Pero, al llegar al segundo punto de unión de los túneles, comprendieron la causa de todo aquel estruendo. Enormes bloques de roca habían caído en el conducto de aireación, bloqueando el paso en la dirección por donde habían venido.
Sin perder tiempo, Cull retrocedió hasta el conducto anterior. Tanto él como sus compañeros se desembarazaron de sus sacos de provisiones y de los recipientes de agua, no conservando más que las cuerdas, dos antorchas y las cerillas. Luego saltaron para agarrarse más sólidamente a los peldaños, ya que las paredes del conducto oscilaban de nuevo. Por encima de ellos hubo un ruido de explosión, y empezaron a caer fragmentos de rocas. Afortunadamente, la fisura que lo había originado todo se había formado en el lado opuesto a donde se hallaban ellos, y las piedras no les alcanzaron. Al menos esto es lo que creyó Cull, hasta el momento en que alcanzó el lugar. Entonces constató que el conducto se había hendido al menos en las tres cuartas partes de su circunferencia. El extremo de la irregular hendidura separaba dos de los peldaños. Si se decidían a correr el riesgo, Cull y sus compañeros tenían tiempo de deslizarse por la abertura al interior de un túnel horizontal. Cull decidió intentarlo.
Fyodor le siguió a poca distancia.
Phyllis pasó justo en el momento en que la abertura empezaba a cerrarse de nuevo. Su pie rozó la cortante arista y empezó a sangrar.
Cull examinó rápidamente la herida, pero inmediatamente después se puso en marcha a lo largo del túnel. Creía que se hallaban lo suficientemente cerca de la superficie como para poder hallar una salida. Estaba contento de la oportunidad que les había brindado aquella fisura. Cull se imaginaba a sí mismo y a sus compañeros llegando a la parte superior del conducto para encontrarse atrapados allí, sin poder descender al suelo sin tener que saltar una altura de treinta metros, sino de trescientos.
Su cálculo era exacto. Muy pronto llegaron a un cilindro como el que habían hallado antes, que ascendía por el centro de una chimenea de una veintena de metros de altura, conduciendo a otro túnel. Al extremo de este túnel había luz. Se dirigieron rápidamente hacia allá, pero se detuvieron en seco antes de llegar al final.
Ante ellos se alineaba una larga hilera de estatuas de piedra.
Ídolos. Ídolos rotos.
La primera de aquellas estatuas, burdamente tallada en la roca, representaba a un ser semihumano puesto en cuclillas. Bajo la prominente barriga se apreciaban unos enormes órganos sexuales, macho y hembra, estando situado el órgano hembra inmediatamente debajo del órgano macho.
Los dos siguientes ídolos tenían una apariencia más humana, y no eran en absoluto hermafroditas. El macho enarbolaba un falo gigantesco. La hembra tenía enormes senos, un hinchado abdomen, caderas y muslos bien desarrollados. Esos dos, así como un ídolo andrógino, eran los únicos de toda la hilera que poseían una cabeza. Las demás estatuas no eran más que restos de bustos cuyas cabezas yacían por el suelo.
A juzgar por las señales que se apreciaban en los cortos y gruesos cuellos de las tres primeras estatuas, era evidente que también sus cabezas, en alguna determinada época, habían sido separadas de sus troncos. Pero habían ido vueltas a colocar en sus respectivos cuellos. Cull supuso que para ello se habría utilizado alguna especie de sustancia aglutinante, lo cual significaba que aquel era un trabajo que habían hecho los demonios, ya que los seres humanos no habrían podido conseguir un adhesivo tan fuerte.
Él y sus compañeros pasaron revista silenciosamente a las Mieras de estatuas, desfilando ante los torsos humanos y semihumanos, ante las cabezas de toros, de leones, de halcones, de ibis, de chacales, ante los bustos de dioses y diosas, y también de demonios con seis brazos, o cuatro brazos y ocho piernas, ante cabezas de rostros imberbes y barbudos que yacían por el suelo.
En cuatro ocasiones se hallaron frente a rígidos cuerpos humanos, momificados, apoyados contra la pared. Todos ellos tenían su cabeza.
Luego, al final de la hilera, cerca de la salida del túnel, vieron una cabeza.
La cabeza de X, arrancada hacía un tiempo de su cuerpo, yacía ahora en el suelo, y sus ojos les miraban fijamente.
Fyodor se echó a llorar.
—¡Deje de lloriquear! —gritó Cull—. Tenemos cosas más importantes que hacer. Necesitamos descubrir lo que significa todo esto.
Pasando ante la cabeza, alcanzó la salida del túnel. Vio que se hallaba en la ladera de una colina, en el exterior de las murallas de la ciudad. Y ésta parecía un campo de batalla. Las murallas exteriores, derrumbadas hacia afuera, habían puesto al descubierto en su caída las torres desmoronadas, los enormes edificios reducidos a escombros. Los gigantescos bloques de piedra que formaban las murallas y las torres habían caído y se habían desmenuzado como si fueran de cartón piedra. Y los bloques de piedra que formaban las estatuas y los cilindros que rodeaban los conductos de aireación se habían desmoronado también, dejando al descubierto la sustancia gris, horriblemente retorcida.
Toda la extensión del desierto estaba llena de grietas y simas. Una larga fisura en zigzag, que partía del centro mismo de la ciudad, atravesaba la llanura y se perdía de vista en la distancia. Y había miles y miles de otras fisuras más pequeñas y más cortas.
Bruscamente, el túnel de donde habían emergido los tres compañeros se retorció como una anguila, y el atronador ruido de la sacudida resonó en el interior de sus paredes como en un titánico altoparlante. Y por encima de todo aquel estruendo, Cull oyó una risa aguda, parecida a la de una hiena… una explosión de alegría que se producía a menos de un metro a sus espaldas.