De pronto, Jack Cull volvió a la realidad y se dio cuenta de que, al menos por el momento, sus compañeros y él estaban sanos y salvos. El cilindro ya no giraba. Estaba tendido en el suelo del mismo, con Phyllis medio echada sobre él y los pies de Fyodor apoyados contra su cabeza. Vio a Phyllis parpadear y mirarle con aire atontado.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, con voz débil y pastosa.
—Algo nos ha detenido —dijo él.
El interior del cilindro estaba apenas iluminado, pero no era el polvo lo que impedía que la luz penetrara en él. Unos filamentos amarronados y semigelatinosos flotaban hacia ellos, procedentes de las dos embocaduras. Cull no los identificó al primer momento, pero cuando estuvieron lo suficientemente cerca de él como para poder tocarlos con dedos prudentes, supo de inmediato de qué se trataba.
—Estamos en el interior de una nube de maná —dijo—. Debimos entrar en colisión con ella en el mismo momento en que se formaba. Como todavía era muy blanda, nos ha detenido de un modo suave —rio amargamente—. Ahora, todo lo más que podemos esperar es morir asfixiados.
—Quizá podamos abrirnos caminos comiendo el maná que nos obstruye el paso —aventuró Fyodor.
Jack Cull rio de nuevo, sin poder reprimir aquel acceso de intempestiva hilaridad.
Phyllis, sentándose, lo abofeteó con todas sus fuerzas. El resultado de aquella acción fue tan aterrador como inesperado: apenas la palma de su mano entró en contacto con el rostro de Cull, ella se vio lanzada al aire y giró sobre sí misma, yendo a chocar contra la pared opuesta. Rebotó, siguiendo una trayectoria oblicua, y pataleó desesperadamente para estabilizarse, sin conseguir más que quedar cabeza abajo y flotar lentamente hacia la nube de maná, al otro extremo del cilindro.
Cull se sorprendió tanto como ella, aunque en realidad no hubiera nada de sorprendente en aquello. La fuerza del golpe recibido de Phyllis lo despegó unos centímetros del suelo y lo arrastró en dirección opuesta a la de la mujer. Se deslizó lentamente por encima del suelo antes de penetrar en la nube de maná, con las piernas y los brazos abiertos y el rostro vuelto hacia el centro del cilindro.
—Ahora no estamos sujetos a las leyes de la gravedad —dijo—. Fyodor, muévase muy lentamente; y tú, Phyllis, deja de patalear: esto no hará más que agravar tu situación. Pero gracias de todos modos: tu bofetada ha cortado mi crisis de histeria.
El dolor de sus músculos entumecidos y el ardor de su mejilla le obligaron a hacer una mueca. También le dolía la cabeza, como si su cráneo hubiera sido pisoteado por un elefante.
Ahora, los dos extremos del cilindro estaban completamente obstruidos por el maná, cuya masa rechazaba a Phyllis y a Fyodor hacia el centro. Cull hundió sus manos en la cálida sustancia parecida a gelatina, y los filamentos se dispersaron por sus hombros y rostro. No pudo hacer más que dar puñetazos y patadas contra la pegajosa materia para intentar desembarazarse de ella, mientras intentaba propulsarse hacia la parte inferior del cilindro.
Fyodor, desobedeciendo las órdenes de moverse con precaución, saltó hacia él para sujetarlo. El resultado fue que ascendió como un cohete y golpeó con la cabeza contra la parte alta del cilindro, gritando de sorpresa y dolor. Un instante más tarde la trayectoria de Cull se vio frenada por su brutal encuentro con Fyodor, y ambos flotaron en dirección a Phyllis.
Tras algunos experimentos, Cull y sus compañeros observaron que podían controlar sus movimientos y elegir la dirección hacia donde querían ir, a condición de moverse siempre con una desesperante lentitud. Afortunadamente, el cilindro tenía tan sólo tres o cuatro metros de longitud, de modo que podían propulsarse fácilmente de un extremo a otro. Si alguno de ellos se quedaba flotando en mitad del cilindro, sin poder alcanzar ninguna pared, no le costaba nada a alguno de los otros dos propulsarse hacia delante apoyándose en una de ellas, empujando al mismo tiempo a su compañero hacia el lado opuesto.
—Esperemos que la nube de maná deje de desarrollarse —dijo Cull—. ¿Quién hubiera creído jamás que íbamos a tener a nuestra disposición más alimento del que podríamos absorber, y que esta superabundancia amenazaría con matarnos?
—Quizá podamos abrirnos camino a través del maná —insistió Fyodor—. Nos será fácil contener la respiración hasta que lleguemos al aire libre.
—¿Pero es que no comprende? —dijo Cull—. Admitamos que conseguimos atravesar la nube de maná. Bastará un falso movimiento para lanzarnos fuera del cilindro. ¿Y qué ocurrirá entonces? ¡Reducidos a la impotencia, flotaremos a la deriva en un espacio que se extiende por miles de kilómetros!
Phyllis se estremeció.
—¡Yo no quiero ir a flotar en el aire! —protestó—. La sola idea de tener la tierra tan lejos debajo mío me volverá loca. ¡Tendré la impresión de caer indefinidamente! No, prefiero quedarme aquí. Este cilindro, al menos, es algo sólido.
—Creo que la nube de maná ha dejado de crecer —dijo Fyodor—. Tienen ustedes razón. Doy gracias a Dios de que el miedo no nos haya incitado a atravesarla. A veces es mejor dejar que el tiempo se encargue de resolver los problemas.
—Exacto —dijo Cull—. El maná ha dejado de crecer.
Atrapó con la lengua algunos de los delgados filamentos que les rodeaban y luego, lentamente, tomó un puñado y se lo metió en la boca.
—Será mejor que coman algo de maná antes de que se solidifique —dijo a los otros dos—. Se fundirá en sus bocas, y así tendrán un poco de líquido en sus organismos.
Como no quería desanimarles, no añadió que tal vez aquel maná fuera el último que recibieran. Quizá no se creara nunca más otra nube de maná. Aquello que desde siempre fabricaba el maná y aseguraba su distribución tal vez siguiera funcionando, pero sin duda no por mucho tiempo. Todo lo demás había dejado de operar; entonces, ¿por qué no también eso?
Fyodor y Phyllis siguieron el ejemplo de Cull. Cuando hubieron apagado su sed, el maná empezaba a tomar un color más oscuro, disminuyó de volumen y se dividió en centenares de filamentos densos como spaghetti. Los tres los comieron hasta saciarse.
—Me gustaría tener un recipiente en el que poder conservar este maná —dijo Cull. Luego, encogiéndose de hombros, añadió—: ¿Pero para qué desear nada? Ayúdenme a llevar el maná al centro del cilindro. Lo apilaremos a ambos lados, dejando un paso libre en el centro. Quizá podamos almacenar un poco para formar una reserva. Sin duda la necesitaremos.
El comer les había dado nuevas fuerzas, y consiguieron arrancar de la nube algunos filamentos de maná. Pero, con el esfuerzo, se hundieron hasta medio cuerpo en la nube. Así que al final decidieron que mientras uno de ellos recogía bolas de maná, los otros dos formarían una cadena para llevarlo lanzándoselas de uno a otro hasta el centro del cilindro. Afortunadamente, el maná era húmedo y pegajoso, y se quedaba adherido a las paredes en el lugar donde lo colocaban.
Sin embargo, al querer atrapar las bolas de maná ocurrían extrañas peripecias: bruscamente, se veían sin querer propulsados contra las paredes, o daban una voltereta y quedaban cabeza abajo, o incluso empezaban a girar en todos sentidos antes de verse proyectados contra la blanda masa al otro extremo del cilindro.
Cuando se dieron cuenta de los riesgos que entrañaba su sistema, decidieron cambiar de táctica, y Fyodor y Phyllis se pusieron al trabajo en un extremo del cilindro y Cull en el otro. La disminución del volumen de maná permitía ahora que la luz entrara en el cilindro, y pudieron constatar que o había descendido o había sido arrastrada más lejos.
Cull se sintió feliz al darse cuenta de aquello y al sentir un soplo de aire en su cuerpo empapado en sudor. Aquello significaba que aún existía el viento, que el aire en el interior de la esfera no se había convertido en una masa inmóvil, sino que existían aún diferencias de presión.
El trabajo de Phyllis y Fyodor, efectuado en común, avanzaba más aprisa que el de Cull. Además, éste tuvo que detenerse cuando su mano tropezó con un objeto duro en el interior de la masa. Lo desprendió del maná para ver de qué se trataba: era una rama de árbol de roca. Algunas hojas, húmedas de maná, estaban aún sujetas a la rama.
Sin decir nada a los otros, Cull siguió quitando filamentos. Muy pronto puso al descubierto otra rama, ésta rota, de unos sesenta centímetros de largo. Cull llamó a sus compañeros. Éstos tuvieron que retirar todo lo que él había conseguido desprender a fin de dejar un poco de sitio. En un cuarto de hora alcanzaron el extremo del cilindro. Entonces comprendieron lo que había ocurrido.
A consecuencia del cataclismo, varias ramas de un árbol de roca arrancado de raíz se habían encajado en aquel extremo del enorme tubo. Ahora estaban cubiertas de fibras de maná. Y, enredado en las ramas, había un hilo telefónico, de una longitud indeterminable.
Cull se detuvo para recuperar el aliento. Luego se introdujo arrastrándose por entre dos ramas y quitó un poco de maná.
Al cabo de un minuto pudo pasar la cabeza por la abertura y así, por encima del tronco y las raíces del árbol, mirar afuera.
Muy cerca de él, alejándose lentamente, había una enorme masa de maná. Ya no era una nube, sino una aglomeración de objetos vermiformes entremezclados. Más lejos, Cull divisó otro fragmento de la nube original.
Echó la cabeza atrás para mitrar hacia arriba, o al menos hacia lo que parecía ser arriba. A una veintena de metros, flotando a la misma velocidad que el cilindro, había un enorme bloque errático de piedra. A su lado giraba el cadáver de una mujer, horriblemente mutilado y cubierto de sangre seca.
Más allá del cuerpo y del bloque de piedra flotaban otros objetos: una enorme bola de fango; una mesa de piedra, rota por los bordes, que giraba lentamente sobre sí misma, con una bola de piedra girando a una mayor velocidad unos centímetros por encima de su superficie; un poco más lejos que la mesa había otro árbol de roca arrancado de raíz, mucho más grande que el que se había encajado en el cilindro. Giraba muy lentamente, y esto explicaba cómo podía mantenerse el hombre que estaba sujeto a sus ramas. Era un hombre de piel oscura y ojos rasgados, indudablemente un chino o un japonés. Cuando vio la cabeza de Cull surgir del cilindro, desorbitó los ojos. Hizo una seña con la mano y gritó algo en una lengua que no era hebreo. Luego un giro del árbol lo ocultó a la vista de Cull.
Éste esperó a que reapareciera para interpelarlo en hebreo, intercalando algunas palabras inglesas que aún recordaba. El hombre respondió en una lengua que evidentemente era el chino. El árbol giró de nuevo, y cuando reapareció; el hombre estaba encogido en su rama, dispuesto a saltar.
Cull le gritó que no corriera aquel riesgo. Pero el hombre se lanzó hacia delante, y justo en aquel momento el árbol osciló hacia arriba. Indudablemente el hombre había elegido cuidadosamente el segundo exacto en el que calculó podía abandonar el árbol: propulsado por una patada dada contra una rama y el movimiento del árbol, se lanzó hacia Cull, tendiendo los brazos en un intento de alcanzar las ramas que surgían del cilindro.
Cull trepó por la rama más grande y, desde allí, avanzó a cuatro patas por el tronco, agarrándose a las rugosas asperidades de la corteza. Finalmente llegó a las raíces y, encajando sus pies en la horquilla que formaba una de ellas, consiguió ponerse en pie. Se enderezó del mejor modo posible y tendió los brazos hacia el hombre. Pero éste pasó a treinta centímetros por encima suyo. Se puso a gritar penetrantemente cuando se dio cuenta de que había fallado su objetivo, y siguió gritando mientras se alejaba. Repentinamente, su cabeza desapareció en una enorme bola de maná, y su grito se cortó en seco. El hombre se hundió hasta las rodillas en la masa aún blanda, pero que empezaba a endurecerse por momentos. Sus piernas y sus pies se agitaron en el aire durante unos instantes, y luego se inmovilizaron. La masa de maná, girando sobre sí misma, lo hizo desaparecer de la vista de Cull. Éste siguió mirando fijamente, alucinado, la masa, hasta que los pies aparecieron de nuevo. Golpeándola, el cuerpo del chino había dado un impulso a la enorme bola, que ahora se alejaba lentamente. Cull se sintió aliviado por ello, ya que aquel incidente le había provocado náuseas, aunque fuera muy poca cosa comparado con tantos otros de los que había sido testigo recientemente.
Si se sentía alterado hasta tal punto era quizá porque en este caso había intentado intervenir en el destino del chino, cambiar el curso de los acontecimientos. Por un instante el terror de aquel hombre había sido el suyo… y su muerte también.
Absorto en sus pensamientos, bajó los ojos, y se sintió paralizado por el terror. A sus pies se abría el abismo. Se mantenía de pie sobre una insegura raíz de árbol de roca, por encima de un vacío insondable.